VII

La gente feliz no tiene historia. ¿No se dice eso? Bueno, pues yo era una persona feliz en aquel período. Hacía las mismas cosas de siempre, veía a las amistades y me quedaba con ellas de vez en cuando. Sólo me preocupaba por la vista de mí madre, que iba de mal en peor. Le costaba leer y le molestaba la luz. Las gafas no le servían para nada. La abuelita de Ealing se había quedado casi ciega y tenía que esforzarse para adivinar las cosas. Como suele pasar con las personas mayores, se iba haciendo cada vez más desconfiada: de las criadas, de los fontaneros que venían a reparar la tubería, del afinador del piano, etc. La recuerdo inclinándose sobre la mesa del comedor para decirnos a mi hermana o a mí:

—Chist, habla bajo. ¿Dónde tienes el bolso?

—En mi habitación, abuelita.

—No deberías dejarlo allá. Acabo de oírla allí arriba.

—Sí, pero no pasa nada, ¿verdad?

—No hay que fiarse, querida, no hay que fiarse. Vete a buscarlo.

Por aquel entonces fue cuando la madre de mi madre, la abuelita B se cayó del autobús. A sus ochenta años, le gustaba subirse al piso superior. Una vez, el vehículo arrancó cuando estaba bajando las escaleras, y creo que se cayó y se rompió una costilla y un brazo. Le puso un pleito a la compañía con energía y obtuvo una buena indemnización. El médico, lógicamente, le prohibió que subiera de nuevo a un autobús. Pero, según era ella, no le hizo ni caso. Era aún muy peleona. En la misma época se sometió también a una operación de cáncer de útero; fue un éxito total y no tuvo recaídas. Pero quedó muy decepcionada; deseaba que le extirparan ese «tumor o lo que fuera», para quedarse delgada. Estaba tremenda, más que la otra abuelita. Se le podía aplicar bien el chiste de la mujer gorda que se quedó prensada en la puerta del autobús y el conductor le gritó:

—¡Inténtelo de medio lado, señora!

—Jovencito, no tengo medio lado.

Aunque las enfermeras le prohibieron severamente que se levantara después de pasar el efecto de la anestesia, al dejarla sola para que durmiera se levantó y fue de puntillas a mirarse en el espejo. ¡Qué desilusión! Seguía tan gorda como siempre.

Nunca se me pasará la desilusión, Clara —le dijo a mi madre—, nunca. Esa esperanza me dio fuerzas para afrontarlo todo, y mírame, igual que antes.

Madge y yo tuvimos por aquellos días una conversación que fructificaría más adelante. Habíamos leído una novela policíaca.

Los recuerdos no son del todo precisos; una los compone en su mente, asignándoles fechas y hasta lugares equivocados. Pero creo que era El misterio del cuarto amarillo, recién publicada por un autor nuevo, Gaston Le Roux, cuyo protagonista era un joven y atractivo periodista-detective, llamado Rouletabille. Era un misterio desconcertante, bien planeado y desarrollado, indescifrable para algunos y no tanto para otros: se vislumbraba una pequeña clave bien disimulada. Lo comentamos, intercambiamos opiniones y concluimos que era una de las mejores. Conocíamos muchos relatos policíacos; Madge me había iniciado con Sherlock Holmes, y yo seguí sus huellas, comenzando por El caso Levenwoorth, que ya me había encantado cuando me lo contó teniendo yo ocho años. Luego leí a Arsenio Lupin; nunca consideré sus relatos como novelas policíacas, pero eran emocionantes y entretenidos. Leí también las historias de Paul Beck, muy apreciadas: Las crónicas de Mark Hewitt, y ahora, El misterio del cuarto amarillo. Entusiasmada, dije que me gustaría escribir una novela policíaca.

—No creo que seas capaz —dijo Madge—. Es muy difícil; lo he pensado.

—Me gustaría probar.

—Te apuesto a que no lo logras.

Acepté; no era una apuesta seria; empleamos esa palabra pero no fijamos los términos. En aquel momento decidí escribir una novela policíaca; no pasé de ahí. Aunque no comencé entonces, la semilla estaba echada. En lo profundo de mi mente, mucho antes de que fructificara en una trama concreta, estaba la idea: un día escribiría una novela policíaca.