Por aquel entonces me libré dos veces de casarme. Empleo este verbo porque creo que, con toda seguridad, habría sido un desastre.
La primera vez fue todo un gran romance. Estaba en casa de los Ralston Patrick. Constance y yo acudimos en coche a una partida de caza; soplaba un viento frío; un hombre montado en un bonito caballo se acercó a saludarla y me lo presentó. Charles tendría unos treinta y cinco años, era comandante en el regimiento 17 de Lanceros y todos los años iba a Warwickshire a cazar. Nos encontramos de nuevo aquella noche en un baile de disfraces al que fui vestida de Elaine con un vestido precioso que guardo todavía en la cómoda del vestíbulo (me asombro de que me entrara). Es uno de mis preferidos, de brocado blanco y sombrerito adornado con perlas. Durante mi estancia allí nos vimos varias veces y, al marcharme, los dos expresamos el deseo de volvernos a ver alguna vez. Me dijo que, a lo mejor, bajaba pronto a Devonshire.
Tres o cuatro días después de llegara casa, recibí un paquete que contenía una cajita plateada y dorada. La tapadera llevaba escrito por dentro: «The Asps», una fecha y, debajo, «A Elaine». The Asps era el lugar donde nos encontramos y la fecha era la de nuestra presentación. Recibí también una carta en la que me decía que pensaba visitamos la semana siguiente, cuando estuviéramos en Devon.
Así comenzó a cortejarme apasionadamente. Llegaban flores, libros, grandes cajas de bombones exóticos; etc. Me decía lo que se suele decir a una joven; me volvió loca. Después de visitarnos otras dos veces, me pidió que me casara con él, pues se había enamorado de mí desde el momento en que me vio. Si hubiera clasificado las propuestas de matrimonio, ésta ocuparía la cabecera de la lista. Me tenía fascinada y deslumbrada. Muy experimentado en el trato con las mujeres, provocaba en mí las reacciones que pretendía. Por primera vez, creí que había encontrado a mi hombre. Sin embargo… Sí, había un pero… Cuando Charles me decía cuánto me amaba, qué perfecta Elaine y qué criatura tan exquisita era, que se iba a pasar la vida haciéndome feliz, etc., con la voz y las manos temblorosas, entonces sí, me sentía como hechizada. Pero cuando se iba, cuando pensaba en él en su ausencia, no sentía nada, ni ansiaba verle de nuevo. Sólo pensaba que era muy simpático. Ese cambio me dejaba perpleja. ¿Cómo saber si estaba realmente enamorada? Ausente, no significa nada y, cuando está contigo, te hace perder la cabeza; ¿cuál es la reacción auténtica?
Mi pobre madre sufrió bastante. Había rezado mucho, según me dijo más tarde, para que me saliera un esposo bueno, amable y rico. Charles parecía la respuesta a sus oraciones, pero no estaba satisfecha. Sabía siempre lo que pensaban y sentían los demás, y probablemente se dio cuenta de que yo estaba insegura. Sin olvidarse de que, como madre, no consideraba a ningún hombre suficientemente bueno para su Agatha, tenía la sensación de que no me convenía. Escribió a los Ralston Patrick pidiendo informes. No contaba ni con mi padre ni con mi hermano para las averiguaciones normales en aquella época acerca de las relaciones del pretendiente con otras mujeres, sus posibilidades económicas, familia, etc. Parece algo anticuado, pero evitaba muchas calamidades.
Charles era aparentemente perfecto. Había tenido muchos amoríos, pero daba lo mismo; se aceptaba como un principio que los hombres tuvieran sus correrías antes de casarse. Me llevaba unos quince años, pero mi madre tenía diez menos que su marido y no lo veía mal. Le dijo que Agatha era muy joven para tomar una decisión rápida.
Propuso que nos viéramos de vez en cuando, durante uno o dos meses, sin que me presionara en ningún sentido.
No resultó bien, pues una vez que me hablaba de su amor, ya no teníamos nada que decirnos y, como se controlaba, caíamos en muchos silencios embarazosos. Al marcharse, me quedaba pensativa. «¿Qué hacer? ¿Me casaría con él?» No cabe duda de que sus cartas de amor eran las más fantásticas que podría soñar una mujer. Me quemaba las cejas leyéndolas una y otra vez, las guardaba y concluía que era un verdadero amor. Cuando le veía de nuevo, me volvía loca por él; sin embargo, sentí escalofríos pensando que me equivocaba. Por fin, mi madre sugirió que no nos viéramos durante seis meses, al cabo de los cuales me decidiría. Aceptamos, y en ese tiempo no recibí ninguna carta suya; menos mal, pues me habrían hecho caer.
Luego recibí un telegrama: «No puedo aguantar más esta indecisión. ¿Quieres casarte conmigo, sí o no?» Estaba acostada con un poco de fiebre cuando me lo trajo mi madre, junto con el módulo de la respuesta pagada. Tomé un lápiz y escribí «no». Sentí un alivio enorme. Me había decidido. Ya no soportaría más esa sensación contradictoria.
—¿Estás segura? —me preguntó mamá.
—Sí —contesté.
Me di media vuelta y me quedé dormida. Todo había terminado. Durante los cuatro o cinco meses siguientes, todo fue sombrío y aburrido; comencé a pensar que había cometido un grave error. Entonces volvió a mi vida Wilfred Pirie.
He mencionado a Martín y Lilian Pirie, grandes amigos de mi padre, a los que encontramos en Dinard. Aunque nos habíamos vuelto a ver, nunca me había encontrado con sus hijos. Harold había frecuentado Eton, y Wilfred había ascendido de infante a subteniente de la Marina Real. Creo que estaba en un submarino y, con frecuencia, venía con la flota que visitaba Torquay. Nos hicimos muy amigos en seguida; es una de las personas que he querido más.
A los dos meses, estábamos comprometidos extraoficialmente. Fue un gran consuelo después de Charles; con él no había nerviosismo, ni dudas, ni aflicción. Era un amigo querido, muy conocido. Leíamos libros, los comentábamos y siempre teníamos algo de qué hablar. Me sentía muy a gusto con él. No se me ocurrió que le estuviera tratando como a un hermano. Mi madre y la señora Pirie estaban muy contentas. Desde todos los puntos de vista, formábamos una pareja ideal: él tenía un buen porvenir en la Marina; nuestros padres habían sido amigos íntimos y nuestras madres se llevaban bien y estaban encantadas. Tengo aún la sensación de que fui un monstruo de ingratitud por no haberme casado con él.
Mi vida estaba ya decidida. Nos casaríamos al cabo de un año o dos (no estaba bien visto que los suboficiales y subtenientes se casaran muy jóvenes). Me gustaba la idea de casarme con un marino. Viviría en apartamento en Southsea, Plymouth o algún sitio de ésos y, cuando se fuera a puertos extranjeros, volvería a Ashfield con mi madre. No podía ser mejor.
Supongo que en todos nosotros existe la horrible tendencia a rechazar lo excesivamente perfecto; no lo reconocí hasta mucho después, pero la perspectiva de casarme con él me deprimía y aburría. Me gustaba; me habría hecho feliz, pero no sé por qué no me entusiasmaba nada la idea.
Cuando un hombre y una mujer se atraen, resulta extraordinario que casi siempre se piense y se diga lo mismo que el otro. Es maravilloso que gusten los mismos libros y la misma música. Da lo mismo que una casi nunca vaya a los conciertos ni escuche, música; siempre te han gustado, lo que pasa es que no lo sabías. Del mismo modo, nunca te han interesado los libros que le gustan a él, pero ahora los lees con ansia. He ahí una de las mayores ilusiones de la vida: que a los dos nos gustan los perros y no podemos ver a los gatos, ¡estupendo!; que a los dos nos gustan los gatos y nos disgustan los perros, ¡maravilloso!
Todo era tranquilidad y placidez. Cada quince o veinte días, Wilfred pasaba el fin de semana con nosotros; me llevaba a menudo a dar una vuelta en su coche. Tenía un perro al que adorábamos los dos; se interesó en el espiritismo y yo detrás. Hasta ahí, todo, fue bien. Pero entonces comenzó a pedirme que leyera libros y le diera mi opinión; eran muy grandes, la mayoría teosóficos. La ilusión de que te gusta todo lo que le gusta a tu hombre, no funcionó…, no estaba enamorada. Los teósofos me resultaban aburridos y absolutamente falsos; más aún, me parecía que muchos no decían más que tonterías. Me cansé también de que me hablara tanto de las médiums que conocía. Dos chicas de Portsmouth tenían visiones increíbles; no entraban en ninguna casa sin jadear, entrar en trance, encogérseles el corazón o turbarse por descubrir detrás de uno de los presentes un horrible espíritu.
El otro día —me decía—, María (la mayor) fue a casa, subió al cuarto de baño y, ¡fíjate!, no podía pasar el umbral de ninguna manera; veía a un tipo que amenazaba a otro con cortarle el cuello con una navaja de afeitar. ¿Me crees?
Estuve, a punto de decir que no, pero me contuve a tiempo.
—Qué interesante —contesté—. ¿Había sucedido allí algún hecho así?
—Seguramente —respondió él—. La casa ha tenido varios dueños, de modo que es probable que haya ocurrido algo parecido, ¿no te parece? Te haces cargo, ¿no?
Complaciente por naturaleza, contesté que sí.
Un día me telefoneó desde Portsmouth para comunicarme que se le presentaba una magnífica oportunidad. Se estaba organizando una expedición para ir a Sudamérica en busca de tesoros. Como tenía derecho a una temporada de licencia, podía participar en ella. ¿Me parecía mal que fuera? Era una ocasión que no se le volvería a presentar en la vida. Por lo visto, las médiums le habían dado su aprobación, diciendo que volvería tras descubrir una ciudad de los incas. Claro que no era una prueba, pero era extraordinario, ¿verdad? ¿Me disgustaría si iba, en vez de pasar conmigo buena parte del permiso?
No vacilé ni un instante. Me porté con espléndida generosidad. Le dije que me parecía una oportunidad estupenda, que, por supuesto, debía ir y que le auguraba el hallazgo del tesoro de los incas. Contestó que era maravillosa, que ni una chica entre mil se habría portado así. Colgó, me envió una carta y partió.
Pero yo no era una chica entre mil, sino una que había descubierto la verdad y se sentía avergonzada. Al día siguiente, después de zarpar su barco, me desperté con la sensación de haberme quitado un gran peso de encima; la idea de buscar un tesoro me parecía tonta, casi seguro que era un engaño. Eso también se debía a que no estaba enamorada de él, de otro modo lo habría visto con sus ojos. En tercer lugar, ¡qué alegría!, ya no tenía que leer más teosofía.
—¿Por qué estás tan contenta? —me preguntó mi madre sospechando algo.
—Mira, mamá, sé que es horrible, pero me alegro de que Wilfred se haya marchado.
Se le oscureció el rostro a la pobrecilla; estaba muy contenta de que hiciéramos buenas migas. Nunca me sentí tan ruin y desagradecida. Por un momento, casi pensé seguir para hacerla feliz. Gracias a Dios, no me dejé llevar por el sentimentalismo.
No le escribí para decírselo; probablemente le hubiera estropeado la búsqueda del tesoro inca en las húmedas junglas. Quizá contraería alguna fiebre o se dejaría sorprender por algún animal por estar distraído y, de cualquier forma, no disfrutaría nada. Pero al regresar le aguardaba una carta mía. Le decía que lo sentía mucho, que le quería, pero que el sentimiento que nos unía no era tan fuerte como para comprometernos de por vida. Por supuesto, no estuvo de acuerdo conmigo, pero tomó en serio mi decisión. Dijo que dejaríamos de vernos con frecuencia, pero que seguiríamos siendo buenos amigos. Me pregunto si no sentiría también cierto alivio; quizá no, pero tampoco creo que el dolor le llegara al alma. Tuvo suerte; aunque habría sido un buen marido, contento de su esposa y feliz, podía escoger mejor, como lo hizo unos tres meses más tarde. Se enamoró locamente de otra que le correspondió de igual modo. Se casaron y tuvieron seis hijos. Mejor, imposible. Por su parte, Charles se casó tres años después con una chica muy guapa de dieciocho años.
En realidad, les hice un gran favor a los dos.
El siguiente acontecimiento fue el regreso de Reggie Lucy desde Hongkong, de permiso. Conocía a las Lucy desde hacía muchísimos años, pero no a su hermano, comandante de artillería, que había servido sobre todo en el extranjero. Era tímido y tranquilo; no le gustaba salir. Jugaba al golf con frecuencia, pero no le atraían los bailes ni las fiestas. No era rubio ni de ojos azules como sus hermanas, tenía el pelo moreno y los ojos castaños. Era una familia muy unida; disfrutaban cuando estaban todos juntos. Fuimos a Dartmoor siguiendo el estilo habitual de los Lucy: perdiendo trenes, unos existentes y otros no, cambiando en Newton Abbot y perdiendo la combinación, marchándonos de repente a otra parte, etc.
Reggie quiso que me perfeccionara en el golf; apenas sabía jugar, a pesar de que varios jóvenes habían querido enseñarme; era bastante negada para los deportes. Lo más irritante es que al comienzo prometía mucho, pero al final nunca se realizaba la promesa. Otra fuente más de humillación. Cuando no se tiene buena vista para el juego, no se tiene. Jugaba con Madge en torneos de croquet, dándome todas las ventajas posibles.
—Con todas esas ventajas —decía ella, que jugaba bien—, ganaremos fácilmente.
Pero no ganábamos. Sabía bien la teoría del juego, pero perdía tiros tontos. En tenis conseguí un buen drive que, a veces, impresionaba a mis compañeras, pero mi revés era fatal, y no se gana sólo con el drive. En golf era formidable para los tiros largos y me aproximaba mucho al hoyo, pero no acertaba nunca en el tiro decisivo.
Reggie, no obstante, tenía mucha paciencia; era como esos profesores que no se inmutan, mejore o no mejore el alumno. Recorríamos el campo, deteniéndonos donde nos parecía bien. Los buenos jugadores iban en tren a jugar a Churston; el campo de Torquay servía de hipódromo tres veces al año y no estaba bien cuidado. Lo recorríamos despacio y luego íbamos a tomar el té a su casa; charlábamos y hacíamos más tostadas, porque las anteriores se habían quedado frías. Era una vida tranquila y feliz, sin prisa alguna; el tiempo no contaba para nada; sin preocupaciones, sin desasosiegos.
Quizá me equivoque, pero creo que ninguno de los Lucy padeció jamás de úlcera duodenal, trombosis coronaria o tensión arterial alta.
Un día, habíamos recorrido ya cuatro hoyos, y, como hacía mucho calor, Reggie propuso que nos sentáramos junto a un seto. Sacó la pipa y se puso a fumar apaciblemente, mientras charlábamos como siempre, a intervalos; a una palabra o dos sobre un tema o una persona, seguía una pausa. Me encanta conversar así. De este modo nunca me sentía lenta, estúpida o incapaz de decir algo.
Después de un rato, dijo pensativo:
—Agatha, has cortado muchos cueros cabelludos, ¿verdad? Pues cuando quieras, puedes hacer lo mismo con el mío. —Le miré, dudando del sentido de sus palabras—. No sé si sabrás que quiero casarme contigo —añadió—, probablemente, sí. De todas formas te lo digo. Mira, no quisiera imponerme de ninguna manera; no hay prisa —la famosa frase de los Lucy se le escapó con toda naturalidad—. Eres muy joven todavía y sería un error que te atara ahora.
Contesté con viveza que no era tan joven.
—Comparada conmigo sí lo eres, Aggie —aunque le había pedido varias veces que no me llamara así, lo olvidaba a menudo, porque a los Lucy les resultaba natural llamarse Margie, Noonie, Eddie o Aggie—. Bueno, piénsalo. Basta con que me tengas presente y si no se presenta nadie mejor, ya sabes que aquí estoy yo.
Respondí que no necesitaba pensarlo, que me casaría con él.
—No creo que lo hayas pensado bien, Aggie.
—Sí que lo he pensado; con un segundo es suficiente.
—Pero no conviene precipitarse. Mira, una chica como tú…, bueno, puede casarse con quien quiera.
—Quiero casarme contigo.
—Sí, pero tienes que ser práctica; preferirás un hombre rico, un chico guapo como tú, que te divierta, te cuide como es debido y te dé las cosas que necesitas.
—Quiero casarme con el que amo; no me interesan otras cosas.
—Ya, pero son importantes, querida, son importantes. No es bueno ser joven y romántica. Mi licencia se acaba dentro de diez días. He preferido decírtelo antes de irme, sin esperar más. Pero creo que tú… bueno, sólo quería que lo supieras. Dentro de dos años, cuando vuelva, si no hay nadie…
—No lo habrá —le dije muy convencida.
Así pues, nos comprometimos. No lo llamamos compromiso; era sólo un «entendimiento». Nuestras familias lo sabían, pero no se anunciaría ni se publicaría en los periódicos, ni se lo diríamos a las amistades, aunque creo que la mayoría ya estaba al tanto.
—No sé por qué no podemos casarnos —le dije—. Si me lo hubieras dicho antes, habríamos tenido tiempo para los preparativos.
—Harían falta damas de honor y todo lo necesario para que la boda sea tronada. Pero, de todos modos, no quiero que te cases todavía. Tienes que elegir sin prisas.
A veces, me enfadaba y discutíamos. Le dije que me molestaba tanta prudencia. Pero era de ideas fijas, y en su larga y estrecha cabeza se le había metido lo que yo debía hacer: casarme con un hombre de buena posición, rico, etc.
A pesar de las discusiones, éramos muy felices. Las Lucy estaban encantadas.
—Pensábamos que Reggie se había fijado en ti desde hacía tiempo. Lo normal es que ni siquiera mire a nuestras amigas. Pero no hay prisa; es mejor que te tomes mucho tiempo.
A veces, a pesar de divertirme mucho con ellas, su insistencia en que había mucho tiempo para todo, provocaba en mí cierto antagonismo. Con mi habitual romanticismo, hubiera preferido que Reggie fuera incapaz de esperar dos años y que deseara contraer matrimonio en seguida. Por desgracia, sería lo último que se le ocurriría. No era nada egoísta, desconfiaba de sí mismo y de sus proyectos.
Creo que mi madre estaba contenta con nuestro compromiso. Me dijo:
—Siempre me ha gustado. Es una de las mejores personas que he conocido: educado, amable, nunca te presionará ni te disgustará. No serás muy rica, pero tendrás lo suficiente, ahora que ha ascendido a comandante. Te desenvolverás bien. No eres de las que sólo piensan en el dinero, en fiestas y diversiones. Creo que seréis felices. Ojalá te lo hubiera dicho un poco antes, así te hubieras casado sin demora —añadió, tras una breve pausa.
Las dos pensábamos lo mismo. Diez días después, volvió a su regimiento y yo me dispuse a esperarle.
Quiero añadir una especie de posdata a todos estos relatos.
He descrito a mis pretendientes, pero no he contado que también yo me enamoraba. Primero me gustó un soldado joven y muy alto, que conocí en Yorkshire. Si me hubiera pedido que me casara con él, probablemente le habría dicho que sí antes de abrir los labios. Pero, con mucha sensatez, no me dijo nada. Era un suboficial sin un céntimo, a punto de ir a la India con su regimiento. Creo que estaba algo enamorado de mí: ponía ojos de carnero degollado, pero no me parecía mal. Se fue a la India y me dejó suspirando durante seis meses, al menos.
Uno o dos años más tarde, me enamoré de nuevo cuando estaba representando con unos amigos una opereta musical en Torquay, una versión de Barbazul con letra escrita por nosotros mismos, en la que yo era la hermana Ana. El objeto de mi afecto llegaría a vicemariscal de aviación. Entonces era joven y comenzaba su carrera.
Yo tenía la estúpida costumbre de cantar con mucha coquetería una canción que hacía furor en aquella época:
Quiero tener un osito de trapo
para mecerle sobre las rodillas
le querría mucho más que a mi gato
le haría caricias y cosquillas
La única disculpa que tengo, es que lo hacían todas las chicas y que no estaba mal visto.
A lo largo de mi vida, estuve varias veces a punto de volver a verle, pues era pariente de unas amigas, pero siempre lo evité. Soy muy vanidosa; quiero que me recuerde siempre como la chica encantadora que estuvo con él en una fiesta a la luz de la luna en Anstey’s Cave el último día de su licencia. Estábamos separados de los demás, sentados en una roca que sobresalía del mar. No hablábamos, nos limitábamos a cogernos las manos.
Después de irse, me envió un brochecito de oro en forma de osito. Preferiría que me recordara así y no que se asustara al verme con ochenta kilos encima y con una cara, digamos, sólo agradable.
—Amyas siempre pregunta por ti —me dicen mis amigos—. Le gustaría mucho verte otra vez.
¿Verme a mis sesenta años largos? Ni hablar. Quiero seguir ilusionando a alguien.