Un día desapacible de invierno estaba en cama, convaleciente de la gripe. Me aburría. Había leído muchos libros, intentado trece veces acabar un solitario y ordenado un rompecabezas. Estaba dándome una mano de bridge, cuando se asomó mi madre.
—¿Por qué no escribes un cuento? —me sugirió.
—¿Por qué un cuento? —repliqué perpleja.
—Como Madge.
—No creo que sea capaz.
—¿Por qué no? —no me parecía que hubiera ningún motivo, pero…—. No sabes si puedes o no, pues no lo has intentado.
Tenía tazón; desapareció con su acostumbrada rapidez, y cinco minutos más tarde reapareció con un cuaderno entre las manos.
—No tiene más que unas cuentas de la lavandería. Puedes comenzar el cuento ahora mismo.
Cuando se proponía que se hiciera algo, casi siempre se hacía. Me senté en la cama y me puse a pensar en un cuento. Sin duda era mejor que repetir el rompecabezas.
No recuerdo cuánto tardé en escribirlo, no mucho; creo que al día siguiente por la noche ya lo había terminado. Rechacé varios argumentos; por fin, me gustó uno y me puse a escribir a buen ritmo. Me fatigué, lo que no favorecía a la convalecencia, pero me entusiasmó.
—Voy a buscar la máquina de escribir de Madge —dijo mamá—, para que lo mecanografíes.
Lo titulé La casa de la belleza. No era una obra de arte, pero tampoco una birria. Había escrito algo que prometía. Bueno, cosa de aficionados, muy influenciada por todo lo que había leído la semana anterior; pero no se puede evitar cuando se comienza a escribir. Estaba claro que acababa de leer a D. H. Lawrence. Recuerdo que entonces me gustaban mucho The Plumed Serpent, Sons and Lovers, The White Peacock, etc. Había leído también algunos libros de Everard Cotes, cuyo estilo me parecía bueno. Resultó un relato rebuscado, difícil de entender, pero, aunque era una imitación, al menos denotaba fantasía.
Después escribí otros: The Call of Wings, que no está mal; The Lonely God, resultado de haber leído The City of Beautiful Nonsense, demasiado sentimental; un diálogo breve entre una señora sorda y un hombre nervioso en una fiesta; y un relato horrible sobre una sesión de espiritismo (que reelaboré muchos años después). Los escribí a máquina (una «Empire») y los envié ilusionada a varias revistas, cambiando el seudónimo de vez en cuando, según se me ocurría. Madge se había puesto Mostyn Miller; yo me convertí en Mack Miller, luego en Nathaniel Miller (nombre de mi abuelo). No tenía grandes esperanzas de triunfar y no triunfé. Me los devolvían rápidamente con la consabida nota: «El editor lo siente, pero…» Los empaquetaba de nuevo y los enviaba a otra revista.
Decidí escribir una novela y me puse manos a la obra. La acción se desarrollaba en El Cairo. Ideé dos tramas diversas y estuve dudando, hasta que por fin escogí una. Me la inspiraron tres personas a quienes veíamos a menudo en el comedor del hotel en El Cairo. Había una chica atractiva (no tan chica para mí, pues andaría por los treinta años), que cenaba con dos hombres todas las noches. Uno era fuerte y ancho, de pelo oscuro, capitán del sexto regimiento de Rifles; el otro era un chico alto y rubio, perteneciente a los Coldstream Guards, posiblemente unos dos años más joven que ella. Se sentaban a su lado y coqueteaba con los dos.
—Tendrá que decidirse por alguno —comentó alguien un día, cerca de mí.
Sabíamos sus nombres y poco más. Pero a mi imaginación le bastó; si hubiera sabido algo más, no habría escrito nada sobre ellos; en cambio, así ideé un excelente relato, probablemente muy alejado de los personajes reales, de su forma de obrar, etc. Después de adentrarme bastante en él, me aburrí del argumento y cambié a otro, más alegre y con personajes divertidos. Pero no sé por qué, cometí el error de liarme con una protagonista sorda. No es difícil escribir algo interesante cuando la protagonista es ciega, pero una vez que has expresado lo que piensa una sorda y lo que dicen de ella los demás, no hay más que decir y se acabó. La pobre Melancy era cada vez más insípida y aburrida.
Volví a la primera trama y me di cuenta de que no sería tan larga como una novela, ni mucho menos. Por fin, decidí unir las dos. Puesto que el escenario era el mismo, ¿por qué no fundirlas en una? Así lograba la extensión necesaria. Muy liada, pasaba a lo loco de un grupo de personajes al otro, obligándolos, a veces, a mezclarse muy artificialmente. La titulé Snow upon the Desert.
Entonces mi madre, vacilante, me sugirió que pidiera ayuda o consejo a Eden Philpotts, que estaba en la cumbre de la fama; sus novelas de Dartmoor eran muy bien acogidas. Era vecino nuestro y amigo de la familia. Me faltaba valor, pero al final accedí. Era un hombre de apariencia extraña, con una cara más parecida a la de un fauno que a la de un ser humano, pero muy interesante, con unos enormes ojos rasgados hacia arriba. Sufría terriblemente de gota, y cuando íbamos a verle le encontrábamos con las piernas vendadas sobre un taburete; aborrecía las reuniones sociales y casi no salía; no le gustaba la gente. En cambio, su mujer era muy sociable, bella y encantadora, y tenía muchas amistades. Eden había sido muy amigo de mi padre y lo era de mi madre, quien rara vez le molestaba con invitaciones sociales, o aunque iba a menudo a ver las muchas plantas y arbustos exóticos de su jardín. Dijo que, por supuesto, leería el ensayo literario de Agatha.
Me cuesta expresar la gratitud que le profeso. Con unas cuantas palabras de crítica bien justificada, me hubiera desanimado para toda la vida; en cambio, quiso ayudarme. Notó lo tímida que era y lo que me costaba hablar. La carta que me escribió contenía un buen consejo:
«Has escrito algunas cosas estupendas; tienes grandes dotes para el diálogo; deberías cultivarlo para que sea natural. Procura suprimir toda moralización; te gustan mucho, pero resultan aburridas. Deja sueltos a los personajes para que hablen por sí mismos, en lugar de sugerirles lo que tienen que contar y explicar al lector lo que quieren decir. Que lo juzgue el que lo lea. Presentar dos tramas es un defecto propio del principiante. Pronto te dolerá malgastar así los argumentos. Voy a escribir a mi representante literario, Hughes Massie, para que te la critique y te diga qué posibilidades tienes de que te la acepten. Siento decirte que no es fácil que publiquen una primera novela, de modo que no te desilusiones. Me gustaría que leyeras algo que te ayudara. Confesiones de un comedor de opio de De Quincey, que enriquecerá muchísimo tu vocabulario, pues usa palabras muy interesantes. Para las descripciones y para que te aficiones a la naturaleza, lee The Story of my Life de Jeffreys».
He olvidado los otros libros; recuerdo una colección de relatos breves, uno de los cuales se titulaba The Pirrie Pride y trataba de una tetera. Además, un volumen de Ruskin que me desagradó mucho, y uno o dos más. No sé si me ayudaron o no; me gustaron los relatos breves y De Quincey.
Posteriormente fui a Londres para una entrevista con el mismo Hughes Massie, que todavía vive. Era un hombre grande y moreno; metía miedo.
—Ah —exclamó echando una ojeada a la portada del manuscrito—. Snow upon the Desert, Mmmm, suena a fuegos fatuos.
Me puse muy nerviosa, pues este comentario estaba muy lejos del contenido de la obra. No sé muy bien por qué escogí ese título, quizá porque acababa de leer a Omar Khayyam. Intentaba sugerir que, como la nieve sobre el polvo del desierto, los acontecimientos de la vida son superficiales y caen en el olvido. El libro no resultó así, pero ésa había sido la idea original.
Se quedó con el manuscrito, pero me lo devolvió algunos meses más tarde, diciendo que le resultaba muy difícil publicarlo; que lo mejor era que me olvidara de él y escribiera otra cosa.
Como no era una persona ambiciosa por naturaleza, abandoné la lucha. Escribí aún algunos poemas que me gustaron y un par de relatos breves; mandé todo a unas revistas, esperando que los rechazaran, como así ocurrió.
Ya no estudiaba música con seriedad. Tocaba el piano a diario para mantener el nivel, pero sin recibir más lecciones. Seguí con el canto cuando estuvimos en Londres durante algún tiempo. Me dio clases el compositor húngaro Francis Korbay, quien me enseñó preciosas canciones compuestas por él mismo. Era un buen maestro y un hombre interesante. Aprendí también canciones inglesas con una mujer que vivía cerca de esa parte tan bonita de Regent Canal que llaman Little Venice. Cantaba en conciertos locales y en banquetes cuando me lo pedían, según la costumbre de la época. Como no había radio, ni magnetófono, ni tocadiscos estereofónico, se echaba mano del músico privado, que a veces era bueno, otras medianamente bueno y otras pésimo. Muchas veces tocaba para acompañar a otros cantantes.
Tuve una experiencia maravillosa cuando se representó en Londres El Anillo de los Nibelungos de Wagner, bajo la dirección de Richter. Mi hermana se había aficionado de repente a la música de Wagner; fuimos a ver la ópera y me pagó la entrada. Cuando me acuerdo de aquel día, aún se lo agradezco. Van Rooy era Wotan; Gertrude Kappel cantaba los principales papeles de soprano. Era una mujer grande y fuerte, con la nariz torcida hacia arriba y mala actriz, pero tenía una voz de oro. Una norteamericana llamada Saltzman Stevens hacía de Siglinda, Isolda y Elizabeth; todavía la recuerdo. Era una actriz de gestos y movimientos muy bellos, de largos y agraciados brazos, que asomaban bajo las blancas túnicas sin forma propias de las heroínas wagnerianas. Representó a la soberbia Isolda; la voz no era como la de Gertrude Kappel, pero por sus dotes de actriz no desmerecía a su lado: la furia y la desesperación en el primer acto, la belleza lírica de su voz en el segundo y, luego, lo realmente inolvidable, el bellísimo tercer acto con Tristán y Kurwenal juntos y la búsqueda del arco en el mar. Finalmente, el gran grito de soprano que llega de fuera del escenario: «¡Tristán!» Era la misma Isolda que subía apresuradamente al acantilado hasta llegar corriendo a la escena, con los brazos extendidos para abrazarle. Y el triste chillido de dolor como el de un pájaro. Cantó el Liebestod como una mujer, no como una diosa, arrodillada junto al cuerpo de Tristán, mirándole a la cara; viéndole revivir con la fuerza de su voluntad e imaginación; inclinándose más y más, cantó las tres últimas palabras de la ópera, «con un beso», al besarle en los labios y caer de pronto sobre él.
Todas las noches, antes de dormirme, me daba vueltas en la cabeza la idea de cantar un día Isolda en un escenario real. Me decía a mí misma que soñar no hacía daño. ¿Cantaría alguna vez en la ópera? Seguro que no. Una amiga norteamericana de May Sturges, que estaba en Londres, relacionada con el Metropolitan Opera House de Nueva York, tuvo la bondad de venir un día a oírme cantar. Después de varias arias, me hizo cantar algunas escalas, arpegios y ejercicios; luego me dijo:
—Los cantos no me dicen nada, pero los ejercicios, sí. Quizá seas una buena cantante y te hagas famosa; pero no tienes la potencia que se necesita para la ópera.
Se esfumó el sueño acariciado. No ambicionaba ser cantante profesional, cosa difícil y poco recomendable para las chicas. Si hubiera tenido alguna posibilidad de cantar en la ópera, habría luchado por conseguirlo, pero era patrimonio exclusivo de unas pocas privilegiadas con cuerdas vocales adecuadas. Estoy convencida de que no hay nada peor que empeñarse en conseguir algo sabiendo que es imposible. De modo que abandoné ese pensamiento y le dije a mi madre que se ahorrase el gasto de las clases de música. Cantaría cuanto quisiera, pero ya no tenía objeto seguir estudiando. En realidad, nunca creí que el sueño se convirtiera en realidad, pero es bueno soñar, con tal de no tomárselo demasiado en serio.
Creo que fue por aquel entonces cuando empecé a leer las novelas de May Sinclair, que me gustaba y me gusta mucho todavía. Era una de nuestras mejores y más originales novelistas, y no me cabe la menor duda de que un día interesará de nuevo y se volverán a publicar sus obras. A Combined Maze, aquel relato sobre un pequeño dependiente y su chica, me parece aún una de las mejores novelas que se han escrito. Me gustó también The Dioine Fire y considero que Tasker Jevons es una obra maestra. Probablemente, por haberme aficionado a los relatos psicológicos, me impresionó tanto The Flaw in the Crystal, que me movió a escribir un cuento del mismo tipo, al que titulé Vision (posteriormente, lo publicarían junto con otros relatos míos en un volumen).
Me había acostumbrado a escribir en lugar de bordar fundas de cojines o figuras copiadas de las porcelanas de Dresden. No estoy de acuerdo con quien piense que sitúo muy bajo la escritura creativa. La creatividad se manifiesta de muchas formas: bordando, cocinando platos especiales, dibujando y esculpiendo, componiendo música y escribiendo libros y cuentos. La única diferencia es que se logra más fama de una forma que de otra. Concedo que no es lo mismo bordar fundas de cojines que colaborar en las tapicerías de Bayeux, pero en ambos casos se trata del mismo impulso. Las damas de la corte de Guillermo realizaban un trabajo original, que requería ideas, inspiración y dedicación incansables; una parte era pesada, sin duda, pero la otra debía ser muy interesante. Aunque se diga que un pequeño bordado con florecillas y una mariposa es una comparación ridícula, la satisfacción personal del artista probablemente es la misma.
El vals que compuse no era como para enorgullecerse; en cambio, alguno de mis bordados me gustaban mucho. Creo que ninguno de mis relatos me satisfizo del todo, pero tiene que pasar un período de tiempo desde que se acaba un trabajo creativo hasta que se puede evaluar.
Se comienza inflamada por una idea, llena de esperanza y de seguridad (son las únicas ocasiones en que me he sentido llena de confianza). Si fuéramos lo bastante modestos, nunca escribiríamos. Hay un momento estupendo en que se concibe la idea, se piensa cómo se va a escribir y se comienza la tarea en un cuaderno, presa de exaltación. Entonces se presentan las dificultades, no se ve cómo seguir adelante; al final, realizamos, más o menos, lo que nos habíamos propuesto, pero cada vez más desanimados. Acabamos con el convencimiento de que no sirve para nada. Después de un par de meses, comenzaremos a preguntamos si, después de todo, no resultará que está bien.