En el año 1911 me sucedió algo fantástico: volé en aeroplano. Claro que entonces los aviones suscitaban desconfianza, incredulidad, discusiones, etc. Estando en París, nos llevaron a ver los esfuerzos de Santos Dumont por despegar en el Bois de Boulogne. Según recuerdo, el aeroplano despegó, voló unos cuantos metros y luego se estrelló. De todos modos, nos dejó maravilladas. Devorábamos todo lo que se escribía sobre los hermanos Wright.
Cuando llegaron los taxis a Londres, se creo un sistema para llamarlos silbando. Te ponías delante de casa; con un silbido venía un «growler» (un coche de cuatro ruedas); con dos un «hansom», la góndola de las calles; con tres, el nuevo vehículo, el taxi, si tenías suerte. En un grabado del Punch se veía a un golfillo, diciéndole al ujier que estaba a la puerta de un edificio público con el silbato en la mano:
—Silbe cuatro veces, gobernador, a ver si viene un aeroplano.
Pero pronto dejó de ser un chiste y un imposible; pronto podría suceder.
En la ocasión a la que me refería, estábamos mi madre y yo pasando una temporada en el campo; un día fuimos a presenciar una exhibición de vuelo, una aventura comercial. Vimos aeroplanos que partían hacia arriba como cohetes, hacían piruetas y planeaban hasta aterrizar de nuevo. Luego pusieron un anuncio: «Cinco libras por una vuelta». Miré a mi madre con ojos suplicantes.
—Podría…, ¿verdad que sí, mamá? ¡Sería fantástico!
La que era fantástica era mi madre. ¡Ver cómo se lanza al espacio su adorada hija en un aeroplano, cuando se estrellaban a diario!
—Si de verdad quieres —dijo—, ¿por qué no?
Cinco libras era mucho dinero para nosotras, pero mereció la pena.
Fuimos a la barricada. El piloto me miró diciendo:
—¿Tiene bien sujeto el sombrero? Muy bien, suba.
El vuelo no duró más de cinco minutos; despegamos, dimos varias vueltas… fue maravilloso. Luego comenzamos a descender y aterrizamos planeando. Cinco minutos de éxtasis y media corona extra por una foto descolorida que conservo todavía, en la que se aprecia una mancha en el firmamento: «Agatha en un aeroplano, el 10 de mayo de 1911».
Los amigos se dividen en dos categorías. Unos surgen del propio entorno; y sólo tenemos en común con ellos las actividades compartidas. Son como la anticuada danza de las cintas; entran y salen de nuestra vida, como nosotros de la suya. A unos se les recuerda, a otros se les olvida. Otros son los que podíamos llamar amigos elegidos, poco numerosos, con los que nos une un interés real y que, cuando lo permiten las circunstancias, perduran durante toda la vida. He tenido unos siete u ocho de éstos, hombres en su mayoría. Mis amistades femeninas, por lo general, han sido sólo circunstanciales.
No sé exactamente qué origina la amistad entre un hombre y una mujer (los hombres, por naturaleza, son reacios a entablar amistad con una mujer). Surge por accidente, casi siempre porque el hombre se siente atraído por una mujer y quiere hablar de ella. La mujer que ansía su amistad está dispuesta a alcanzarla interesándose por los amoríos de otra. Entonces nace una verdadera y duradera relación: cada uno se interesa por el otro como persona. Está presente el aliciente del sexo, desde luego, como un poco de sal que sirve de condimento.
Según un anciano doctor amigo mío, un hombre se fija en cada una de las mujeres que encuentra y se pregunta qué tal dormiría con ella, seguro de que, si quisiera, ella aceptaría; es directo y rudo. No considera a la mujer como a su posible esposa.
Creo sin embargo, que las mujeres, consideran a la mayoría de hombres como a posibles esposos. Dudo de que ninguna se haya asomado a una sala y se haya enamorado de alguno nada más verle; en cambio muchos hombres sí lo han hecho así.
A veces, nos entreteníamos entre nosotros con un juego, inventado por mi hermana y por una amiga suya, que, se llamaba «los esposos de Agatha». Escogían dos o tres de los extraños menos atractivos de la sala, y yo tenía que elegir a uno como esposo, so pena de muerte o tortura china.
Vamos a ver, Agatha, ¿cuál escoges? ¿Aquel gordo con granos y cubierto de caspa o aquel negro como un gorila de ojos saltones?
Ninguno… son horribles.
—Debes escoger uno, si no, te torturaremos con agujas al rojo vivo y agua.
—Pobre de mí; entonces al gorila.
Al fin llamábamos «esposo de Agatha» a cualquier tipo físicamente repugnante.
Mi única amiga importante fue Eileen Morris, amiga de familia. En cierto sentido nos conocíamos desde siempre, pero, propiamente, no la conocí hasta los diecinueve años cuando la «alcancé», pues me llevaba varios años. Vivía con cinco tías solteras en una casa grandísima frente al mar y su hermano era maestro. Los dos se parecían mucho; tenía una mente tan clara, que parecía más un hombre que una mujer. Su padre era bueno, callado y eso según mi madre, su esposa era una de las mujeres más bellas y joviales. Eileen era callada, pero dominaba muchos temas. Fue la primera persona con la que pude discutir conceptos. Mantenía tan celosamente su interioridad, que nunca conocí sus sentimientos. Después de tantos años de estar con ella no sé nada de su vida privada. Nunca nos confiábamos nada personal, pero siempre que nos encontrábamos teníamos, tema de conversación para rato. Era buena poetisa y entendía de música. Recuerdo que compuse una canción que me gustaba mucho, pero que tenía una letra estúpida. Cuando lo comenté con ella, se ofreció a corregirla. Creo que ganó bastante.
Como a casi todas las chicas, me daba también por la poesía. Recuerdo unos versos que escribí a los once años:
Conocí a una florecilla
cubierta con blanco tul
quería ser campanilla
y tener vestido azul.
Se puede suponer cómo seguía: consiguió el vestido azul, se convirtió en campanilla y no quedó contenta. ¿Habrá algo de menos valor literario? A los diecisiete o dieciocho años, lo hacía mejor. Escribí una serie de poemas sobre la leyenda de Arlequín: el canto de Arlequín, el de Colombina, Pierrot, Pierrette, etc. Recuerdo que envié unas poesías a The Poetry Review. Qué ilusión cuando gané un premio de una guinea. Después gané algunos más y en la misma revista me publicaron varios poemas. Me sentía muy orgullosa de mi misma cuando tenía éxito, y eso me animaba a escribir más. En cuanto me emocionaba con algo, me ponía a escribir lo que bullía en mi mente. No tenía grandes ambiciones; me contentaba con algún que otro premio de vez en cuando. Acabo de releer un poema que no está mal; por lo menos expresa algo de lo que quería; por ese motivo, lo reproduzco aquí:
En el bosque.
Desnudas ramas pardas contra un cielo azul
y, en el bosque, silencio.
Hojas que yacen impasibles bajo los pies,
pardos troncos robustos desafiando al viento,
y, en el bosque, silencio.
Bella como la juventud, la primavera;
derroche lánguido de amor, el verano;
pasión, el otoño, que se convierte en pena.
Hoja, flor y llama… que se cae y se extingue.
La belleza, belleza desnuda, perdura en el bosque.
Desnudas ramas pardas contra la luna loca
Y, en el bosque, algo se agita.
Hojas que, crujiendo, se burlan de la muerte;
Las ramas hacen señas y guiños bajo la luz
y, por el bosque, algo camina.
¡Chillidos y torbellino! ¡Las hojas están vivas,
por la muerte, en diabólica danza movidas!
¡Gimen los árboles y se retuercen despavoridos!
Y el viento, sollozando, pasa con escalofríos…
El miedo, miedo desnudo, se aleja del bosque.
A veces puse música a mis poemas. No eran de gran calidad, pero tampoco demasiado malas. Compuse también un vals con una melodía trillada y un título fuera de lo común, que no sé dónde lo pillé: «Una hora contigo». Hasta que unas amigas me comentaron que una hora era demasiado tiempo para un vals, no me di cuenta de lo ambiguo del título. Estaba muy orgullosa porque una de las bandas principales, la Joyces Band, que tocaba en la mayoría de los bailes, lo incluía alguna vez en su repertorio. Pero ahora veo que era malísimo. Teniendo en cuenta lo poco que me gustaba el vals, no comprendo cómo compuse uno.
El tango era otro cantar. La señora Wordsworth contrató a un profesor de baile para adultos en Newton Abbot y a veces asistía a sus clases. Hice amistad allí con uno al que llamaban «mi amigo Tango», un joven de nombre Ronald, cuyo apellido he olvidado. Rara vez hablábamos o nos interesábamos lo más mínimo el uno del otro; teníamos la cabeza totalmente pendiente de los pies. Los dos habíamos empezado al mismo tiempo y con igual entusiasmo, y bailábamos bien juntos. Nos convertimos en la mejor pareja de tango. En todos los bailes nos lo reservábamos sin vacilar.
Algo fantástico también era cómo bailaba Lily Elsie en La viuda alegre o El conde de Luxemburgo. No recuerdo en cuál subía y bajaba las escaleras con su pareja a ritmo de vals. Lo practiqué con mi vecino Max Mellar que estudiaba entonces en Eton y que tenía tres años menos que yo. Su padre estaba muy grave con tuberculosis y permanecía echado en el jardín en un cobertizo, en el que dormía de noche. Max era hijo único. Yo le gustaba mucho pues era ya toda una mujer y, según su madre, se ataviaba pensando en mí con chaqueta y botas de cazador, disparando a los pájaros con una escopeta de aire. Comenzó también a lavarse (una gran novedad, pues su madre había pasado varios años detrás de él para que se limpiara las manos, el cuello, etc.); se compró corbatas de color malva claro y espliego para parecer mayor. En lo referente al baile nos entendíamos muy bien; practicábamos en las escaleras de su casa, más adecuadas que las nuestras porque tenían los peldaños más bajos y anchos. No creo que nos saliera muy bien; nos caímos varias veces, pero seguimos adelante. Tenía un preceptor muy simpático, un joven llamado Mr. Shaw, creo, del que decía Marguerite Lucy:
—Es un buen hombre; lástima que tenga unas piernas tan torpes. Desde entonces, he aplicado siempre ese criterio a cualquier hombre desconocido. «Bien parecido, tal vez, pero ¿qué tal baila?»