III

Tras el encuentro de Thorpe Arch, Evelyn me invitó a visitarla en Londres. Me sentía algo cohibida y muy entusiasmada oyendo tantas cosas sobre los actores. Por primera vez, me di cuenta también de que los cuadros tenían algún valor; el señor Cochran tenía mucha afición por la pintura. Cuando vi su cuadro de Degas que representaba a unas bailarinas, sentí algo en mi interior desconocido hasta entonces. La costumbre de llevar a niñas pequeñas contra su voluntad a las galerías de arte es lamentable. No produce el efecto deseado, a no ser que tengan cierta inclinación artística natural. Además, para el ojo profano, el parecido de los grandes maestros entre sí es deprimente, tiene un velo de tristeza. Recuerdo con horror los esfuerzos de mi familia por crearme aficiones artísticas; primero, obligándome a dibujar y pintar y luego, infundiéndome el deber moral de apreciar las obras de arte.

Una amiga nuestra norteamericana, May, muy amante de los cuadros, de la música y de la cultura en general, venía con cierta frecuencia a Londres (era sobrina de mi madrina, la señora Sullivan, y también de Pierpont Morgan). Era una excelente persona con una terrible enfermedad: bocio. En su juventud (tendría unos cuarenta años cuando la conocí), no había aún remedio para dicha dolencia: la cirugía se consideraba muy peligrosa. Una vez que vino a Londres, le dijo a mi madre que iba a operarse a una clínica suiza.

Ya lo tenía todo dispuesto. Un famoso cirujano especialista, le había dicho:

—Señorita, no aconsejaría esta operación a ningún hombre; hay que operar con anestesia local, pues el paciente debe estar hablando todo el tiempo, y los hombres no tienen la fortaleza necesaria; en cambio las mujeres sí. La operación dura una hora o más y deberá hablar sin parar. ¿Será capaz?

Decía ella que se quedó mirándole, lo pensó un minuto o dos y luego contestó con decisión que sí, que lo haría.

—Creo que haces bien en probar, May —dijo mi madre—. Será muy duro, pero si resulta bien, cambiará tanto tu vida que bien vale la pena sufrir lo que sea.

A su tiempo, May nos comunicó que la operación había sido un éxito. Había dejado ya la clínica y se encontraba en una pensión en Fiesole (Italia), cerca de Florencia; se quedaría allí un mes y luego volvería a Suiza para una revisión. Le pedí a mi madre que me dejara ir con ella para ver Florencia, su arte y arquitectura. Accedió y preparamos el viaje. Por aquel entonces tenía yo dieciséis años y estaba muy entusiasmada, claro está.

El agente de Cook me confió en la estación Victoria a una señora y a su hija, que viajaban en el mismo tren. Tuve suerte de que las dos se mareaban si no iban sentadas en la dirección de la marcha; así, como a mí me daba lo mismo, me pude acostar en el otro asiento. No me había fijado en la diferencia de horario, de modo que al llegar a la frontera en la que debía cambiar, todavía estaba dormida. El revisor me ayudó a bajar y mis compañeras de viaje me despidieron a gritos. Recogí mis pertenencias, tomé otro tren y en seguida me vi recorriendo las montañas italianas.

En Florencia me esperaba Stengel, la doncella de May; fuimos a Fiesole en tranvía. Era un día de una belleza indecible. Los almendros y melocotoneros estaban en flor y tenían las ramas desnudas de un delicado color blanco y rosa. May salió a recibirme con el rostro iluminado; nunca había visto a una mujer que pareciera más feliz.

Impresionaba verla sin aquella bolsa de carne bajo la barbilla. Como había augurado el doctor, necesitó mucha valentía. Estuvo una hora y veinte minutos en una silla, con los pies en alto, respondiendo a las preguntas de los cirujanos y hablando o haciendo muecas cuando se lo pedían. El doctor la felicitó después, diciendo que era una de las mujeres más valientes que había conocido.

—Tengo que decirle, Monsieur le docteur —replicó ella—, que poco antes de acabar tenía ganas de gritar histéricamente para decir que ya no aguantaba más.

—Pero no lo hizo —contestó el doctor Roux—. Es usted una mujer valiente, se lo digo yo.

Así pues, estaba muy contenta e hizo todo lo posible para que mi estancia en Italia fuera agradable. Todos los días visitaba Florencia, en ocasiones con Stengel, pero la mayoría de las veces con una mujer joven que me acompañaba por encargo de May. En Italia, las chicas debían protegerse más aún que en Francia; en efecto, en los tranvías tuve que soportar con frecuencia los pellizcos de ciertos jóvenes ardientes. Fue entonces cuando me harté de pinacotecas y museos. Tan golosa como siempre, lo que anhelaba era el delicioso banquete que solía darme en alguna pastelería antes de tomar el tranvía para volver a Fiesole.

Los últimos días, me acompañó May en mi peregrinación artística y me acuerdo bien que la víspera de mi regreso a Inglaterra, se empeñó en que viera una maravillosa Catalina de Siena que acababan de limpiar. No recuerdo si era en la Galería de los Uffizi o en cuál, pero recorrimos en vano todas las salas. La santa no me importaba, en absoluto; estaba harta de tanta santa Catalina, hastiada de tanto san Sebastián con el cuerpo acribillado de flechazos, y aburrida de ver tantos santos con sus emblemas y martirios. Estaba harta también de Madonnas con cara de satisfacción, sobre todo de las de Rafael. Me avergüenzo de lo inculta que era en este campo, pero así es: sólo se aprecia a los grandes maestros cuando se adquiere el gusto. A medida que corríamos en busca de santa Catalina, mi ansiedad crecía: ¿nos quedaría tiempo para darme el último banquete de chocolate, crema batida y deliciosos pasteles? Decía continuamente:

—No me importa, May; en serio, no me importa. No se moleste más, ya he visto muchos cuadros de la santa.

Sí, pero éste, querida Agatha, es maravilloso; cuando lo veas, te, darás cuenta de que merecía la pena.

Sabía de sobra que no me daría cuenta, pero me avergonzaba decírselo. El destino estaba de mi parte: resultó que el cuadro no estaría en la galería hasta pasadas algunas semanas. Apenas me dio tiempo de atiborrarme de chocolate y pasteles antes de tomar el tren; May disertaba sobre los cuadros y yo asentía con entusiasmo mientras engullía chocolate y crema. Con todo lo que comía, lo lógico sería que estuviera gorda y tuviera los ojos diminutos como un cerdo; en cambio, tenía un tipo etéreo, frágil y delgado y unos enormes ojos soñadores. Al verme, se me podía profetizar una muerte prematura en estado de éxtasis, como a los niños de los relatos victorianos.

En todo momento fui consciente de que era una vergüenza no apreciar la formación artística de May. Me había gustado Fiesole, pero sobre todo los almendros en flor, y me había divertido la mar con Dudú, un diminuto perro de Pomerania que acompañaba a May y a Stengel a todas partes; era pequeño y listo. May lo solía llevar en sus visitas a Inglaterra; lo metía en un manguito grande y los agentes aduaneros no se enteraban.

De vuelta hacia Nueva York, pasó por Londres para lucir su elegante y flamante cuello. Mamá y la abuela la cubrieron de besos, llorando las tres, pues les parecía un sueño imposible. Después de partir, mi madre comentó con la abuelita:

—¡Qué triste! ¡Y pensar que podía haberse operado hace quince años! Le aconsejaron muy mal los médicos de Nueva York.

—Y, ahora, ya es demasiado tarde —dijo la abuelita pensativa—. No creo que se case.

Pero, en eso, y me alegra decirlo, se equivocó. Seguro que May había sufrido mucho pensando que el matrimonio no era para ella; seguramente no esperaba casarse tan tarde. Pero después de unos años, vino a Inglaterra en compañía de un clérigo, rector de una de las más importantes iglesias episcopalistas de Nueva York, un hombre, muy sincero y de gran personalidad. Le habían dado un año de vida, pero ella, que era una de sus mejores feligreses, había conseguido recaudar fondos entre la comunidad para llevarle a Londres a que le vieran otros médicos. Le dijo a la abuela:

—Estoy convencida de que se curará. Le necesitan. Realiza un trabajo estupendo en Nueva York; ha reformado a jugadores empedernidos y a gánsteres, ha entrado en los peores burdeles y en sitios semejantes sin temor a la opinión pública y ha convertido a personajes importantes.

Le llevó a comer a Ealing. En la siguiente visita, cuando se despedía de la abuela, ésta le dijo:

—May, ese hombre está enamorado de ti.

—¿Qué dice, tía? —exclamó ella—, ¿cómo puede decir esas cosas?

Nunca ha pensado, en casarse; es un célibe convencido.

—Puede que lo haya sido —replicó la abuela—, pero ya no lo es. Y, ¿qué dices del celibato? No es católico. Te ha echado el ojo, May.

Se quedó medio aturdida.

Un año después escribió para decirnos que Andrés había recuperado la salud y que se iban a casar. Resultó una pareja muy feliz. Siempre consideró a su marido el hombre más amable, más delicado y comprensivo del mundo.

—Tiene que ser feliz —le comentaba éste a mi abuela una vez. Se ha visto privada de la felicidad durante tanto tiempo y le tiene tanto miedo, que casi se ha vuelto puritana.

Andrew no se curó del todo, pero no abandonó su trabajo. Qué contenta me siento de que, al fin, May consiguiera la felicidad.