Al describir mi vida, me choca que parezca que todos éramos muy ricos. Hoy día habría que serlo para vivir así, pero, de hecho, casi todos mis amigos provenían de familias de ingresos moderados, que carecían de coche y de caballos y que no habían adquirido el nuevo automóvil, exclusivo de los ricos.
Las chicas no tenían, por lo general, más de tres vestidos de noche, que debían durar varios años. Cada temporada se pintaban los sombreros con una pintura de un chelín. Íbamos a pie a las recepciones y a las fiestas en pistas de tenis y en jardines, aunque alquilábamos un coche para asistir a bailes nocturnos en el campo. En Torquay no se celebraban muchos bailes privados, salvo en Navidad y en Pascua. La gente invitaba con frecuencia a sus huéspedes a quedarse para que asistieran al baile de la Regata en agosto, o a algún otro celebrado en una de las casas más grandes. Pocas veces fui al baile en Londres, durante los meses de junio y julio, porque no conocíamos a casi nadie. Pero, de vez en cuando, tomaba parte en bailes organizados por seis personas, que resultaban poco costosos.
También se daban fiestas en las casas de campo. Acepté la invitación de nuestros amigos de Warwickshire, poniéndome muy nerviosa al principio. Eran grandes cazadores. Constance Ralston Patrick, la esposa, no cazaba; llegaba a todas las partidas de caza conduciendo un carruaje tirado por un pony. Mi madre me había prohibido severamente que cabalgara.
—No sabes montar como es debido —observaba, y sería fatal que hirieras a algún animal ajeno.
Pero nadie me ofreció un caballo; quizá fuera mejor.
Este deporte sólo lo había practicado en Devonshire; me había limitado a trepar por montículos, al estilo de la caza irlandesa, montando un caballo de alquiler, acostumbrado a llevar sobre la grupa a jinetes poco avezados. El animal sabía más que yo, ciertamente; por eso solía dar rienda suelta a Crowdy, mi caballo habitual, un bayo sin brío que se desenvolvía bien entre los montículos de Devon. Naturalmente cabalgaba a sentadillas; entonces casi ninguna mujer iba a horcajadas. Me sentía más segura con las piernas ceñidas a la perilla del arzón.
La primera vez que me senté a horcajadas, me resultó más incómodo de lo que había imaginado.
Los Ralston Patrick fueron muy amables conmigo. No sé por qué me llamaban «la rosada», quizá porque llevaba muchos vestidos de color rosa. Robín me tomaba mucho el pelo con ese mote, mientras Constance me guiñaba el ojo maternalmente. Tenían una hija encantadora de unos tres o cuatro años cuando fui la primera vez, y me pasaba mucho tiempo jugando con ella. Constance era casamentera de nacimiento; durante mis visitas, me presentó a varios hombres guapos y sin compromiso. A veces fui a cabalgar de forma extraoficial. Recuerdo que un día había galopado por los campos con un par de amigos de Robin. Como habíamos salido de improviso y no me había dado tiempo de prepararme adecuadamente, tenía el peinado poco fijo. Igual que todas, llevaba un postizo. Cuando volvíamos por una de las calles del pueblo, se me soltó el pelo y se me cayeron los bucles a lo largo del camino. Tuve que apearme para recogerlos. En contra de lo que cabía esperar, aquello produjo una reacción favorable. Robin me dijo luego que uno de los principales de Warwickshire Hunt había comentado:
—Qué chica más simpática tienes en casa. Me gusta cómo se comportó cuando se le cayó el pelo postizo; ni se inmutó. Lo recogió muerta de risa con mucho sentido del humor.
¡Qué cosas tan raras le hacen gracia a la gente!
Otra delicia que disfruté con aquellos amigos fue el automóvil. No sabría explicar el entusiasmo que provocaba en 1909. Robin lo mimaba como a las niñas de sus ojos, tanto más cuanto más se le averiaba. Recuerdo que un día fuimos de excursión a Banbury. Nos equipamos como para ir al Polo Norte: con grandes mantas de piel, bufanda y pasamontañas, cestas de provisiones, etc. Nos despedimos cariñosamente de Constance, que nos besó a todos, nos recomendó que tuviéramos mucho cuidado y nos dijo que prepararía mucha sopa caliente y toda clase de comodidades si volvíamos. Banbury quedaba a unos cuarenta kilómetros, pero parecía el fin del mundo.
Avanzamos sin problemas durante diez kilómetros, con cautela, a unos cuarenta por hora; pero ése no fue más que el principio. Llegamos, por fin, a Banbury después de cambiar un neumático y de buscar un taller; entonces había pocos y muy distanciados. Finalmente llegamos a casa, hacia las siete de la noche, agotados, helados de frío y hambrientos como lobos, a pesar de haber acabado todas las provisiones. Lo considero aún uno de los días más aventureros de mi vida. Me pasé buena parte de él sentada en un montículo, al borde de la carretera, azotada por un viento helado, metiendo prisa a Robin y Bill, quienes, con el manual de instrucciones abierto, luchaban con los neumáticos, la rueda de repuesto, el gato y otras piezas mecánicas cuyo manejo desconocían.
Un día fui con mi madre a Sussex a ver a los Barttelot. Estaba también el señor Ankatell, hermano de la señora Barttelot, que tenía un enorme y potente automóvil de los que, a mi parecer, tenían 25 metros de largo y unos tremendos tubos por fuera. Era un buen conductor y se ofreció a llevarnos a Londres.
—No hay necesidad de ir en tren; los trenes son máquinas asquerosas. Las llevo en coche.
Me sentí en el séptimo cielo. La señora Barttelot me prestó uno de los nuevos gorros para ir en coche, una cosa aplanada mitad de marinero y mitad de oficial imperial alemán de la que colgaban unos velos. Entramos en el monstruo, nos colocaron alrededor mantas suplementarias y partimos veloces como el viento. Los coches eran abiertos; para disfrutar con ellos, había que ser resistente; pero tocando el piano en un cuarto sin calefacción durante el invierno, cualquiera se curtía contra les vientos glaciales.
El señor Ankatell no se conformó con ir a 35 kilómetros por hora, que era la velocidad de seguridad; iríamos a setenta u ochenta por las carreteras de Sussex. De pronto saltó en el asiento, exclamando:
—¡Miren hacia atrás, miren allá detrás del seto! ¿Ven aquel tipo que está escondido? ¡Sinvergüenza!, ¡villano! Es una trampa de la policía. Eso es lo que hacen los desgraciados, esconderse detrás de los setos para salir luego a medir la velocidad.
De ochenta bajamos a veinte, mientras soltaba la carcajada:
—¡Que venga a medir ahora!
Me daba algo de miedo, pero me encantaba; era un coche rojo vivo, un monstruo sobrecogedor y fantástico.
Más adelante fui a ver a los Barttelot, con ocasión de las carreras de Goodwood. Fue la única vez que no disfruté en la casa de campo. No había más que miles de aficionados, cuyo lenguaje me resultaba incomprensible. Para mí, las carreras significaban estarme de pie durante muchas horas, luciendo un sombrero con flores que se me iba a la primera ráfaga de viento, a pesar de los seis alfileres con que lo sujetaba, y con zapatos de cuero de tacón alto, muy ajustados, que me ponían los pies y los tobillos hinchados por el calor. A veces, fingía mucho entusiasmo cuando todos gritaban «¡Ahí están!», y se ponían de puntillas para ver a los cuadrúpedos, que ya se perdían de vista.
Uno me preguntó amablemente que si quería apostar algo. Le miré horrorizada. La hermana del señor Anketell, que hacía que anfitriona le despidió rápidamente.
—No seas tonto —le dijo—, la chica no ha venido a apostar. Mira —me dijo luego con bondad—, vas a jugar cinco chelines en mis apuestas. No prestes atención a los demás.
Cuando descubrí que apostaban veinte o veinticinco libras cada vez, se me pusieron los pelos de punta. Pero las anfitrionas tenían consideración con las chicas en lo referente al dinero. Sabían que pocas lo podían malgastar tontamente. Aun las ricas, o las que provenían de familias que lo eran, disponían de poco para ellas, de cincuenta a cien libras anuales. De modo que las anfitrionas las cuidaban mucho. Si las animaban a jugar al bridge, alguien se hacía cargo de ellas y pagaba las deudas eventuales. Así no se sentían excluidas y, por otra parte, no arriesgaban sumas que no podían permitirse el lujo de perder. Mi primer contacto con las carreras no me entusiasmó. Cuando volvía a casa, le dije a mi madre que esperaba no oír nunca más las palabras «¡Ahí están!». Pero, al cabo de un año, me había aficionado mucho y conocía algo sobre los corredores. Más tarde, pasé una temporada con la familia de Constance Ralston Patrick en Escocia, donde su padre tenía una cuadra de caballos de carrera, y me iniciaron más en el deporte, llevándome a presenciar varias carreras que me parecieron entretenidas.
Goodwood no había sido más que un encuentro de jardín que se había prolongado demasiado. Además, había una clase de diversión la que yo no estaba acostumbrada: la gente asaltaba los cuartos de los demás, tiraba las cosas por la ventana y armaba jaleo en medio de grandes carcajadas. No había chicas solteras; la mayoría eran jóvenes esposas muy acostumbradas al mundo de las carreras. Un viejo coronel de unos sesenta años entró precipitadamente en mi cuarto gritando:
—Vamos a ver si nos divertimos un poco con la pequeña —y, tomando uno de mis vestidos de noche del armario, uno algo infantil, de color de rosa y con cinta, lo tiró por la ventana gritando—: ¡Atrapadlo, atrapadlo! Es un trofeo de la más joven de la fiesta.
Me quedé muy afligida; los vestidos de noche eran muy importantes para mí: los mimaba, guardaba, limpiaba y arreglaba con sumo esmero, y ahora veía que me los tiraban como si fueran trapos sucios. La hermana del señor Anketell y otra mujer vinieron en mi ayuda, diciéndole que no debía tomar el pelo a la pobre chica. Me alegré de marcharme de allí; no obstante, no hay duda de que fue una buena experiencia.
Entre otras, recuerdo una gran fiesta en una casa de campo que habían alquilado los señores Park-Lyle, A él, se le llamaba el «rey del azúcar». A su mujer la conocimos en El Cairo, cuando tenía unos cincuenta o sesenta años, aunque parecía una guapa mujer de veinticinco; nunca había visto tanto maquillaje fuera del escenario. Tenía una estupenda apariencia con su pelo oscuro muy bien peinado y la cara maquillada con gusto exquisito, casi comparable a la de la reina Alejandra, con sombras de color rosa y azul claro; en fin su aspecto era un verdadero triunfo del arte sobre la naturaleza. Mujer de extremada amabilidad, disfrutaba cuando estaba entre gente joven.
Me sentía atraída por un joven que estaba allí y que moriría en la guerra de 1914-1918. Aunque se fijó poco en mí, tenía la esperanza de que llegaríamos a ser buenos amigos. En cambio, tuvo que aguantar a un artillero que o se apartaba de mi lado y que siempre quería formar pareja conmigo en tenis, en croquet y en todo; mi exasperación crecía de día en día. A veces era muy ruda con él, pero no se daba por enterado. No hacía más que preguntarme si había leído tal libro o tal otro, ofreciéndose a enviármelos; que si iba a ir a Londres, que si me gustaría ver jugar al polo, etc. Mis negativas no le hacían mella. Cuando llegó el día de mi partida, tenía que tomar el tren muy temprano, pues debía ir primero a Londres para tomar allí el de Devon. La señora Park-Lyle me dijo después del desayuno:
—Fulano de tal (no recuerdo ahora su nombre) la llevará a la estación.
Gracias a Dios, no quedaba muy lejos. Hubiera preferido ir en uno de los coches de mis anfitriones, que tenían varios, pero probablemente se ofrecería a llevarme y creyeron que me agradaría. ¡Qué poco enterados estaban! En fin, llegamos a la estación subimos al tren, que era el expreso de Londres, y me acomodó en el extremo de un coche vacío de segunda. Me despedí con amabilidad contenta de verle por última vez. Entonces, en el preciso momento en que arrancaba el tren, giró el picaporte, abrió la puerta y entró cerrándola tras de sí.
—Me voy a Londres también —dijo.
Me quedé mirándole con la boca abierta.
—Pero no tienes equipaje.
—Ya sé, ya sé… no importa. —Se sentó frente a mí se inclinó hacia delante con las manos en las rodillas y me dirigió una mirada feroz. Pensaba decírtelo cuando nos volviéramos a ver. Pero no puedo esperar; tengo que hacerlo ahora mismo: estoy enamorado de ti, cásate conmigo, por favor. Desde que llegaste al comedor me di cuenta de que eras la única mujer de mi vida.
Me costó bastante interrumpir aquel torrente de palabras para decirle con frialdad glacial:
—Es usted muy amable, señor X, estoy segura y muy agradecida, pero siento decirle que no.
Protestó durante un cuarto de hora; al fin, me rogó que olvidáramos el asunto, que siguiéramos con nuestra amistad y que nos volviéramos a ver. Le contesté que prefería que no nos viéramos más y que no cambiaría de parecer. Lo expresé con tal determinación, que lo aceptó sin rechistar. Se echó hacia atrás en el asiento y se hundió en la tristeza. ¿Hay peor momento para declararse a una chica? Estábamos los dos encerrados en un coche vacío (entonces no había corredores), camino de Londres, faltando aún más de dos horas de viaje, sin nada que decirnos y sin nada que leer. Me desagrada aún cuando me acuerdo de él y no le guardo «la gratitud debida al hombre que te ama», según la máxima de la abuela. Estoy segura de que era un buen hombre, quizá por eso era tan pesado.
Fui también a casa de unos viejos amigos de mi madrina, los Matthews, del condado de York, con motivo de unas carreras de caballos. La anfitriona era terrible, pues no paraba de hablar. Me invitaron porque eran las fiestas de St. Leger. Para entonces, ya me había acostumbrado a las carreras y disfrutaba con ellas. Además (una de esas tonterías que se recuerdan), me compré un traje nuevo que me quedaba muy bien; era de lana marrón y verde de primera calidad, confeccionado en una buena sastrería. Era una de esas cosas en que, según mi madre, valía la pena emplear el dinero, porque probablemente duraría muchos años, como resultó en efecto: lo usé al menos durante seis años. La chaqueta era larga con cuello de terciopelo. Me ponía también un elegante sombrerito de terciopelo del mismo color verde oscuro y con un ala de pájaro. No tengo fotografías vestida así; de todos modos, ahora resultaría ridícula, pero, por lo que recuerdo, iba elegante, deportiva y bien vestida.
Cuando llegué a la estación en la que debía trasbordar (creo que venía de Cheshire, donde había estado con mi hermana) me llevé una gran alegría. Soplaba un viento frío y el jefe de estación me invitó a que esperara en su oficina.
Su doncella —me dijo—, puede traer el joyero o lo que tenga de valor.
Naturalmente, no había viajado con una doncella en toda mi vida, ni tenía joyero, pero me encantó el trato, que se debió probablemente a la elegancia de mi sombrero de terciopelo. Contesté que mi doncella no me acompañaba esta vez (dije esta vez, para no bajar de categoría), pero, acepté con gusto la invitación, y me senté junto a una buena chimenea, haciendo comentarios tópicos sobre el tiempo. Cuando llegó el tren, me acompañó con toda ceremonia, Estoy convencida de que me trató así gracias al traje y al sombrero, pues viajando en segunda no podía ser muy rica o tener influencias.
Los Matthews vivían en una casa llamada Thorpe Arch Hall. El anfitrión era mucho mayor que su esposa (tendría unos setenta años), era simpático, con el pelo blanco y un gran aficionado a las carreras y la caza cuando era joven. Aunque estaba muy enamorado de su esposa, con frecuencia se impacientaba con ella. Le recuerdo, sobre todo, diciendo irritado:
—¡Maldita sea, Addie, déjame en paz, déjame en paz!
No paraba de moverse y fastidiar; charlaba y daba la lata desde la mañana hasta la noche. Le aburrió tanto al pobre Tommy, que, al final invitó a vivir con ellos a su amigo el coronel Wallenstein, a quien se conocía en todo el condado como el segundo esposo de la señora Matthews. Estoy segura de que no era su amante; al coronel le gustaba Addie desde siempre, pero ella le había mantenido en el puesto de amigo cómodo, platónico, con un apego romántico. A lo que iba; la señora Matthews vivía una vida placentera con sus dos afectuosos hombres que la mimaban y halagaban y se las arreglaban para que no le faltara nada.
Estando allí conocía a Evelyn, esposa de Charles Cochran. Era una mujercita encantadora, como una pastora de Dresden, con grandes ojos azules y pelo rubio. Llevaba unos zapatos muy bonitos pero muy incómodos para el campo, y Addie no hacía más que reprochárselo día y noche:
—Pero, Evelyn, querida, ¿por qué no traes un calzado apropiado? Fijaos, estos zapatos tienen la suela tan fina que solamente valen para Londres.
Evelyn la miraba con los ojos muy abiertos; su vida transcurría principalmente en Londres; se dedicaba al teatro. Me contó que había saltado por una ventana para escaparse con Charles, al que no aceptaban en su familia; le adoraba de una forma poco habitual. Le escribía todos los días cuando estaba ausente. Creo que, a pesar de sus muchas aventuras, nunca dejó de amarle. Sufrió mucho mientras vivió con él, pues con un amor como el suyo, seguro que le atormentaban los celos; pero le valdría la pena. Sentir toda la vida tal pasión por una persona es un privilegio, no importa el precio que haya que pagar.
El coronel Wallenstein era su tío; le tenía mucha antipatía, como también a Addie, pero quería mucho al viejo Tom Matthews.
—Nunca me ha gustado mi tío —decía—; es muy pesado. En cuanto a Addie, es la mujer más exasperante y tonta que he conocido jamás. No deja en paz a nadie; no hace más que regañar y meterse en donde no le importa, es incapaz de cerrar la boca.