Poco después de volver a casa, mi madre padeció una grave enfermedad, Como es habitual, los médicos diagnosticaron, apendicitis, paratifus, cálculos en la vesícula biliar y otras enfermedades. Se libró del quirófano varias veces. El tratamiento no la mejoraba y sufría frecuentes recaídas. Era una aficionada a la medicina. Cuando su hermano Ernesto hacía prácticas médicas, le ayudó con mucho entusiasmo. Habría sido quizá mejor médico que él, que tuvo que dejar la carrera porque no soportaba la sangre. Por aquel entonces, ella tenía tanta práctica como él sin importarle la sangre, las heridas o cualquier cosa que ofendiera a la vista. Observé que cuando íbamos juntas al dentista, despreciaba Queen o The Tatler e inmediatamente cogía The Lancet o el British Medical Journal.
Finalmente, perdió la paciencia con los médicos y dijo:
—No creo que sepan de qué se trata, ni yo misma lo sé. Lo mejor es librarse de ellos.
Encontró otro más complaciente y en seguida me anunció que le había aconsejado sol y un clima caliente y seco.
—Pasaremos el invierno en Egipto —me comunicó.
Una vez más nos dispusimos a alquilar la casa. Era una suerte que los viajes fueran bastante baratos y que el coste de la vida en el extranjero quedara cubierto con la renta pedida por Ashfield. Torquay era un lugar de moda para la temporada de invierno. Nadie iba allí en verano y los residentes se marchaban para escapar del «terrible calor» (no me lo explico; a mí me parece que el sur de Devon es muy frío en verano). Alquilaban casas en el páramo. Así hicieron una vez mis padres, pero tenían tanto calor, que mi padre alquiló una carreta y se iba todas las tardes a su jardín.
A lo que iba; Torquay era entonces la Riviera inglesa y la gente pagaba altos alquileres para pasar allí la temporada invernal, que era bastante alegre con conciertos por la noche, conferencias, bailes y muchas otras actividades sociales.
Yo estaba a punto de entrar en sociedad. Llevaba el pelo alto, lo que entonces significaba peinarse al estilo griego, con grandes manojos de bucles en lo alto de la cabeza recogidos por una especie de redecilla. Me quedaba muy bien, sobre todo con el vestido de noche. Era tan larga mi cabellera, que podía sentarme en ella sin dificultad. No sé por qué se consideraba un motivo de orgullo para la mujer, cuando, en realidad, no había quién lo dominara y además se caía continuamente. Para contrarrestar estos inconvenientes, las peluqueras inventaron lo que se llamaba un postiche, unos bucles postizos, que se fijaban con horquillas lo mejor posible.
La presentación en sociedad era muy importante en la vida de una joven. Si era acomodada, su madre daba un baile y se iba a Londres por una temporada, lo que no tenía nada que ver con esa barahúnda comercial tan bien montada en los últimos veinte o treinta años. A ese baile y a otros semejantes en los que tomaba parte se invitaba a los amigos personales. Se pasaban muchos apuros para que hubiera hombres suficientes; pero, en general, los bailes o eran informales o de beneficencia, en cuyo caso llegaba mucha gente.
Por supuesto, yo no podía soñar algo semejante. Magde se había presentado en Nueva York, donde había tomado parte en bailes y fiestas, pero no pudo pagarse una temporada en Londres y tampoco yo podía hacerlo. Pero mi madre quería a toda costa que no me faltara lo que consideraba «el derecho a nacer» de una joven; debía salir como una mariposa de una crisálida, transformándome de colegiala en señorita, y relacionarme con otras chicas y con muchos jóvenes para, diciéndolo llanamente, tener la oportunidad de encontrar el compañero adecuado.
Todo el mundo se esforzaba en ser amable con las chicas, invitándolas a recepciones y organizando alegres funciones de teatro para ellas. Se podía confiar en las amistades para reunirse. No tenía nada que ver con el sistema francés de proteger a las muchachas y de no presentarles más que un número reducido de «buenos partidos», que hubieran pasado ya las locuras de la juventud y que tuvieran suficiente dinero o hacienda para mantener a la esposa. No me parece mal sistema, pues lograba un alto porcentaje de matrimonios felices. La creencia inglesa de que se obligaba a las francesas a casarse con viejos ricachones es falsa. Podían escoger, pero eso sí, el campo de elección era limitado. El joven calavera y alocado, el encantador mauvais sujet[42] que aquéllas posiblemente preferirían, no entraba en su órbita.
En Inglaterra era diferente. Las chicas se encontraban en los bailes con toda clase de muchachos. Estaban también las madres sentadas a título de guardianas, pero de nada servía. Claro está que la gente se preocupaba de que sus hijas no se relacionaran con cualquiera, pero aun así quedaba un vasto campo para elegir y las chicas preferían con frecuencia a jóvenes indeseables y llegaban incluso a comprometerse o a «entenderse» con ellos, un término útil con el que los padres evitaban la fea papeleta de rechazar tajantemente la elección de su hija.
—Eres muy joven todavía, hija. Estamos seguros de que Hugh es un buen chico, pero también es muy joven y no se ha asentado aún. No vemos ninguna razón para que no «te entiendas con él» y le veas de cuando en cuando, pero nada de cartas ni de compromiso formal.
Luego procuraban que conociera a otro mejor, para que le olvidara, cosa que ocurría con frecuencia. Con una oposición directa, la chica se habría aferrado más a su elección; en cambio, la autorización le restaba algo de atractivo y, como la mayoría eran sensatas, solían cambiar de opinión.
Debido a la mala situación económica por la que atravesábamos, mi madre comprendió lo difícil que me sería entrar en sociedad en el modo acostumbrado. Creo que eligió El Cairo como lugar de convalecencia pensando en mí y resultó una buena elección. Yo era tímida y poco sociable; me hacía mucha falta familiarizarme con el baile, con el trato con los jóvenes y todo lo demás.
Para una chica, El Cairo era como un sueño. Pasamos allí tres meses, asistiendo casi todos los días a los bailes que organizaban por turno los mejores hoteles. Estaban estacionados allí tres o cuatro regimientos. Todos los días había polo y, en el precio de un hotel moderadamente caro, se incluía todo eso. Había mucha gente pasando el invierno, en su mayoría madres con sus hijas. Al principio estaba cohibida y seguí estándolo en muchos aspectos, pero el baile me apasionó. Me gustaban los chicos y pronto me di cuenta de que también yo les gustaba, de modo que todo iba a las mil maravillas. En aquella época tenía diecisiete años. El Cairo como tal no me decía nada; los que me interesaban eran los chicos guapos y finos.
Hoy día se ha perdido el arte de coquetear, pero entonces estaba en auge y se aproximaba a lo que los antiguos trovadores llamaban le pays du tendre[43]. Era una buena introducción a la vida: el apego, mitad sentimental, mitad romántico, que crece entre los que considero en mi edad avanzada como «chicos y chicas», les enseña algo de la vida y de los demás sin tener que pagar un precio demasiado caro y sin desilusiones. No recuerdo que hubiera hijos ilegítimos entre mis amigas y familiares. Bueno, me equivoco; una chica a la que conocíamos, se fue a pasar las vacaciones con una compañera de colegio y fue seducida por el padre de ésta, un hombre mayor de mala reputación. Fue una historia desagradable.
Las relaciones sexuales eran raras porque los jóvenes respetaban mucho a las chicas, y por la hostilidad de la opinión pública. Los hombres se liaban con mujeres casadas, generalmente bastante mayores que ellos, o con «amiguitas» de Londres, sin confesar a nadie que las conocían. Recuerdo un caso que presencié más adelante estando en una fiesta en Irlanda. Había en la casa otras dos o tres chicas y algunos jóvenes, la mayoría soldados; uno de ellos partió precipitadamente una mañana, diciendo que había recibido un telegrama de Inglaterra; era mentira. Nadie sabía el motivo; sólo se lo había confiado a una chica mucho mayor, a la que consideró capaz de entender el aprieto en que se encontraba. Por lo visto, le habían pedido que acompañara a una chica a un baile al que no habían sido invitadas las demás. La llevó en coche, pero a mitad del camino ella le propuso detenerse en un hotel y alquilar una habitación.
Llegaremos un poco tarde al baile —dijo—, pero nadie se dará cuenta; lo he hecho muchas veces.
El joven se quedó horrorizado y, después de rechazar la propuesta, no quiso encontrarse con ella al día siguiente. Por eso se había marchado de repente.
—Me resultaba increíble —comentaba—; parecía una chica tan bien educada, muy joven y de buena familia, esa clase de chica con la que uno se casaría.
Se valoraba aún la pureza de las jóvenes, sin que por ello nos sintiéramos reprimidas en absoluto. Las relaciones románticas, coloreadas ciertamente por el sexo y la posibilidad de él, nos satisfacían plenamente. Después de todo, también los animales se cortejan durante cierto tiempo. El macho se pavonea y coquetea, mientras la hembra hace que no se da cuenta pero se siente halagada. No es el modelo, pero es una especie de aprendizaje. Los trovadores tenían razón al cantar al pays du tendre. Releo con frecuencia Aucassin and Nicolette, por su encanto, naturalidad y sinceridad. Nunca más, después de la juventud, se siente de nuevo la excitación de la amistad con un hombre, esa sensación de afinidad, de tener los mismos gustos, de decir lo que el otro estaba pensando. Mucho es ilusión, desde luego, pero una ilusión maravillosa que no debe faltar en la vida de una mujer, aunque luego nos reíamos de nuestras propias tonterías.
Sin embargo, en El Cairo no me enamoré ni siquiera ligeramente. Tenía mucho que hacer y había demasiadas distracciones y jóvenes atractivos y con personalidad. Los que agitaban mi corazón eran los cuarentones que bailaban amablemente con la niña de vez en cuando y se divertían conmigo como con un bonito juguete, pero nada más. La sociedad decretaba que no se bailara más de dos veces con el mismo en una sola noche. Te podías estirar hasta tres, a veces, pero, en ese caso, te atravesaban las miradas de las guardianas.
Los primeros vestidos de noche producen siempre mucha alegría. Tenía uno verde de gasa con cintas, uno blanco de seda más bien liso, y otro lujoso de tafetán azul turquesa de una pieza que la abuelita había desenterrado de uno de sus tesoros de retales. Era un género estupendo; pero, como había estado guardado muchos años, no soportó el clima de Egipto, y una noche, en lo mejor del baile, se me rasgaron la falda, las mangas y alrededor del cuello y tuve que ir corriendo al guardarropa de señoras.
Al día siguiente fuimos a una sastrería oriental. Era cara; los vestidos ingleses eran mucho más baratos. No obstante, compré uno precioso de raso tornasolado, con un manojo de capullos de rosas en un hombro. Lo que yo quería, como todas las chicas, era un vestido de noche negro para parecer mayor; pero mi madre, como todas las madres, se opuso.
Mis principales compañeros de baile fueron un joven de Comwall, llamado Trelawny y un amigo suyo, ambos del 60 Regimiento de Rifles. Uno de los oficiales, el capitán Craik, comprometido con una chica norteamericana, me devolvió a mi madre después de un baile diciendo:
—Aquí tiene a su hija; ha aprendido a bailar, es más, baila muy bien. Ahora enséñele a hablar.
Era un reproche justificado; seguía siendo parca en palabras.
Era guapa. Los míos se mueren de risa cuando lo comento. Sobre todo mi hija y sus amigas, que me dicen:
—Pero, mamá, ¿qué dices? Basta ver esas horribles fotos que tienes.
Es verdad que en algunas estaba fea, pero se debe al vestuario, demasiado reciente para ser de época. Llevábamos sombreros monstruosos de casi un metro de diámetro, hechos de paja, con cintas, flores y grandes velos. Solíamos retratarnos con ellos, sujetos a veces bajo la barbilla con una cinta; otras veces, con el pelo muy rizado y un enorme ramillete de rosas colocado sobre la oreja como si fuera un auricular del teléfono.
Conservo una bastante bonita que me hice antes de presentarme en sociedad, con dos coletas y sentada, sabe Dios por qué, ante una rueca. Como me dijo una vez un joven:
Me gusta mucho esta Gretchen[44].
Supongo que me parecería a la Margarita de Fausto. Otra bastante bonita me la hice en El Cairo con uno de los sombreros más sencillos, uno enorme de paja azul oscuro con una rosa colorada. Enmarcaba muy bien la cara y tenía menos cintas que la mayoría. En general los vestidos eran complicados y llenos de encajes.
En seguida me entusiasmó el polo; solía verlo todas las tardes. Mi madre trataba de fomentarme otras aficiones, llevándome alguna vez al museo o proponiéndome que fuéramos a lo largo del Nilo a ver las glorias de Luxor. Yo protestaba, con lágrimas en los ojos:
—No, mama, vayamos otro día. El lunes hay un baile de disfraces y he prometido ir de excursión a Saqqara el martes…
Lo que menos me interesaban eran las maravillas de la antigüedad y me alegro de que no me llevara a verlas. Luxor, Karnack y las bellezas de Egipto producirían en mí un tremendo impacto veinte años después, mientras habría sido una pérdida de tiempo verlas sin apreciarlas.
No hay mayor error que ver u oír las cosas a destiempo. Aprenderse a Shakespeare en la escuela es una barbaridad; está escrito para verlo en escena, donde los jóvenes pueden apreciarlo mucho antes de que estén capacitados para descubrir la belleza de las palabras y de la poesía. Cuando tenía unos once años, llevé a mi nieto Mateo a ver Macbeth. Le gustó mucho. A la salida, volviéndose hacia mí, me dijo muy admirado:
—Si no hubiera sabido de antemano que se trataba de Shakespeare, no lo habría creído.
Era un homenaje al dramaturgo y así me lo tomé.
Después del éxito de Macbeth, le llevé a ver Las alegres comadres de Windsor. Entonces se presentaba al natural, sin artilugios. La última vez que vi esta obra, en 1965, el montaje era tan artificial que no recordaba en absoluto al sol invernal del viejo parque de Windsor. Hasta la cesta de la ropa sucia había dejado de serlo; se reducía un mero símbolo hecho con rafia. El truco de las tortas pierde la gracia cuando aparece totalmente sofisticado. La deliciosa escena de las natillas provoca carcajadas, siempre y cuando se embadurne realmente la cara. Con un pedazo de cartón en el que pone «Polvo de natillas» se obtiene el simbolismo, pero se estropea la farsa. A Mateo le encantó la obra, sobre todo el maestro galés.
Creo que no hay nada más agradable que descubrir con los jóvenes cosas que, por considerarlas naturales durante mucho tiempo, no hemos reparado en ellas. Una vez fuimos Max y yo a visitar los castillos del Loira con mi hija Rosalinda, y una de sus amigas los observó como una experta y comentó:
—Menudas fiestas se darían aquí.
Nunca se me había ocurrido, pero era una observación sagaz. Los antiguos reyes y nobles de Francia se divertían mucho en sus castillos. La moraleja (siempre me gusta sacarla) es que nunca se es demasiado viejo para aprender. Siempre queda algún aspecto sin considerar.
Me parece que me he alejado mucho de Egipto. Una cosa lleva a otra, ¿por qué no? Ahora me doy cuenta de que aquél invierno nos solucionó muchos problemas. Mi madre ofreció una vida social a su hija con poco dinero y yo vencí la timidez. En el lenguaje del tiempo, aprendí a comportarme en sociedad. La forma actual de vida es tan diferente, que es casi imposible explicarlo.
El problema es que hoy las chicas desconocen por completo el arte del coqueteo que, como ya he dicho, se cultivaba mucho en nuestra generación. Sabíamos las reglas de cabo a rabo. En Francia no se dejaba sola a una chica con un joven; en Inglaterra era diferente. Paseábamos a solas con él a pie o a caballo; en el baile, en cambio, estaba presente nuestra madre o una matrona, o bien, para salvar las apariencias una joven casada. Pero, una vez respetadas las reglas y después de bailar con un joven, podíamos pasear con él a la luz de la luna o entrar en el Invernadero, donde tenían lugar estupendos têtes a têtes sin perder la honra delante del mundo.
Un arte difícil, sobre todo para mí, era el dominio del programa. Supongamos que comienzas una fiesta; A B C son tres chicas y D E F, tres chicos. Debes bailar por lo menos dos veces con cada uno: probablemente uno te acompañará en la cena, a no ser que tú o él no lo deseéis, El resto del programa depende de tu voluntad. Se te acercarán muchos de los que no te interesan; entonces se requiere astucia.
Hay que evitar que se enteren de que tienes bailes libres entonces finges que harás lo posible para reservarles el decimocuarto. Lo difícil es mantener el equilibrio. Los chicos con quienes deseas bailar andan sueltos por ahí; si llegan tarde, el programa puede estar ya completo, pero si dices demasiadas mentiras a los primeros, es posible que te queden lagunas. Entonces tendrás que renunciar a algunos bailes y convertirte en un objeto decorativo. Qué agonía cuando de pronto aparece el joven que esperabas en secreto y que te ha estado buscando por todas parte como un loco. Tienes que decirle con tristeza:
—No me queda más que el segundo extra y el décimo.
—No me digas que no puedes ofrecerme algo mejor —suplicará.
Consultas el programa y reflexionas. No está bien desdecirte. No sólo lo desaprueban los anfitriones y las madres, sino también los mismos jóvenes que, a veces, se vengan haciéndote lo mismo. Quizá leas el nombre de un joven que se ha portado mal contigo, que ha llegado tarde o que, durante la cena, ha hablado más a otra que a ti. En ese caso, le castigas como se merece. De vez en cuando, se puede rechazar a los que bailan tan mal y que te acribillan los pies. Pero a mí me costaba hacerlo; tenía un corazón muy tierno y me daba pena tratar mal a un pobre chico del que todas huían. El asunto era más peliagudo, de lo que parece. En cierto sentido era divertido, pero en otro destrozaba los nervios. Desde luego se aprendía a base de experiencia.
La estancia en Egipto, me ayudó mucho. Nada me habría librado tan pronto de mi torpeza. Fueron tres meses estupendos. Llegué a conocer bastante bien a veinte o treinta jóvenes; fui a unos cincuenta o sesenta bailes, y además, tuve la suerte de ser demasiado, joven y de divertirme demasiado para enamorarme. Lanzaba miradas lánguidas a unos coroneles bronceados de mediana edad, pero la mayoría estaban liados con mujeres, atractivas casadas con otros; y no les llamaba la atención las jovencitas insípidas. Me daba mucho la lata un conde austríaco excesivamente ceremonioso, enamorado de mí. Por mucho que le evitara, siempre me encontraba y me hacía prometerle un vals, que, como ya he dicho, era el único baile que no me gustaba; él lo bailaba divinamente, es decir, no hacía más que dar vueltas vertiginosas, y yo me mareaba y tenía miedo de caerme, tanto más porque en la clase de Miss Mickey no se consideraba bonito ese movimiento y me faltaba práctica.
El conde me dijo que le gustaría hablar un poco con mi madre; era la forma de insinuar que sus intenciones eran honorables. No tuve más remedio que presentársela y soportar una verdadera penitencia. Se sentó a su lado acompañándola ceremoniosamente durante al menos veinte minutos. Luego, al llegar a casa, mi madre me dijo enfadada:
—¿Cómo se te ha ocurrido presentarme a ese pequeño austríaco? Creí que no me libraría de él.
Le aseguré que no había podido evitarle, que había insistido.
—Mira, Agatha, despabílate para otra vez. No soporto que me traigas chicos a hablar conmigo. Lo único que pretenden es ser corteses y causar buena impresión.
Comenté que era un hombre horroroso.
—No está mal —dijo ella—, es bien educado y baila muy bien, pero me pareció soso.
La mayoría de mis amigos eran suboficiales y nuestra amistad era absorbente, pero no seria. Les veía jugar al polo y les chinchaba o aplaudía, según lo hubieran hecho bien o mal, y ellos se esforzaban por lucirse delante de mí. Me resultaba más difícil hablar con hombres algo mayores. Me he olvidado de muchísimos nombres, pero uno era el capitán Hibberd, que bailó conmigo bastantes veces. Me quedé de piedra cuando, regresando en barco de El Cairo a Venecia, mi madre me dijo con toda naturalidad.
—Supongo que sabrás que el capitán Hibberd quería casarse contigo.
—¿Qué? —dije sorprendida—. Nunca se me declaró ni me dijo nada.
—No; me lo dijo a mí.
—¿A usted? —dije con asombro.
—Sí; dijo que estaba muy enamorado de ti y me pregunté si te consideraba demasiado joven y que quizá no convenía que él te lo dijera.
—¿Y qué le contestó usted?
—Le dije que estaba segura de que tú no le querías y que era inútil que siguiera con esa idea.
—Mamá —exclamé indignada—, ¿no le habrás dicho eso, verdad?
—¿Es que te gustaba? —me preguntó, mirándome sorprendida. ¿Habrías considerado su propuesta de matrimonio?
—No; ciertamente que no me casaría con él de ninguna manera, ni estoy enamorada de él, pero soy yo la que debo decidir.
Se quedó perpleja; luego admitió noblemente que se había equivocado.
—Hace mucho que dejé de ser joven, pero comprendo lo que sientes. Sí, una quiere decidir por sí misma.
Durante algún tiempo, estuve algo molesta. Quería saber qué se sentía cuando le pedían la mano a una. El capitán era guapo, no era pesado, bailaba bien, era rico; qué pena no haber podido sopesar su petición. Ocurre a veces que, si no se siente atracción por un joven que está enamorado de ti, se le rechaza porque los hombres enamorados se las componen para poner siempre ojos de carnero degollado. Si una chica está enamorada de él, no presta atención a eso; pero, si no, le borra de su mente. Es una de las grandes injusticias de la vida; las mujeres, sin embargo, cuando se enamoran parece diez veces más guapas: les brillan los ojos, sus mejillas cobran color, sus cabellos resplandecen, tienen una conversación más ingeniosa y animada. Incluso los que no se habían fijado en ellas, comienzan a fijarse.
Aquélla fue la primera y más decepcionante propuesta de matrimonio que recibí. La segunda provino de un joven que medía 1,80. Me había gustado mucho y habíamos sido buenos amigos. Me alegro de que no se le ocurriera declararse a través de mi madre; era más listo que todo eso. Se apañó para volver a casa en el mismo barco que yo, zarpando de Alejandría para Venecia. Sentí no estar más enamorada de él. Nos escribimos durante algún tiempo, hasta que le mandaron a la India. Si hubiera sido algo mayor, quizá me hubiera interesado.
A propósito de propuestas de matrimonio, ignoro si entonces los hombres tenían dotes particulares para declararse. Algunas de las propuestas que recibimos mis amigas y yo eran totalmente irreales. Sospecho que si las hubiéramos aceptado se habrían echado atrás. Una vez me enfrenté a un joven lugarteniente de la marina. Volvíamos a casa después de una fiesta celebraba en Torquay, cuando de pronto se me declaró. Se lo agradecí, pero le dije que no quería casarme con él, añadiendo:
—Y no creo que tú lo quieras tampoco.
—Sí, sí.
—No lo creo. No hace más que diez días que nos conocemos y, además, no sé cómo te quieres casar tan joven. Sería fatal para tu carrera.
—Bueno, sí; en cierto sentido, es verdad.
—Entonces, es una tontería que me lo propongas. Debes admitirlo. ¿Por qué lo has hecho?
—Me salió espontáneo. Te miré y se me escapó.
—Bien —le dije—. Creo que no deberías hacerlo con ninguna otra. Ten más cuidado.
Nos separamos bastante prosaicamente.