Me parece que la enseñanza es satisfactoria sólo si suscita una respuesta. De nada vale la mera información, pues no aporta nada distinto de lo que ya se tiene. Oír a las actrices hablar de obras de teatro repitiendo palabras y textos, oír cantar a los profesionales Bois Epais o un aria del Orfeo de Glück, avivaba en nosotras un amor apasionado por el arte del que nos hablaban. Así descubrí un mundo nuevo, en el que he vivido desde entonces.
Me dedicaba al estudio de la música, piano y canto. Estudiaba piano con Charles Fürster, un austríaco que venía de vez en cuando a Londres a dar recitales. Era buen profesor, pero metía miedo. Mientras tocabas, se paseaba por la sala fingiendo no escuchar; miraba por la ventana, olía las flores, pero de pronto, al oír una nota falsa o un tiempo defectuoso, se daba media vuelta con la rapidez de un tigre exclamando:
—Hein, qu’est-ce que vous jouez là, petite, hein? C’est atroce[38]. Al principio me ponía muy nerviosa, pero luego me fui acostumbrando. Era un gran apasionado de Chopin, así que ensayé sobre todo los estudios y valses, la Fantasía Impromptu y una de las baladas de este compositor. Notaba mis progresos y estaba contenta. Aprendí también las sonatas de Beethoven y algunas piezas ligeras, que él llamaba piezas de salón: una romanza de Fauré, la barcarola de Tchaikowski y otras. Practicaba unas siete horas diarias. Aunque en el subconsciente, creo que iba naciendo en mí la esperanza de ser pianista y de dar conciertos. Me exigiría mucho tiempo y duro trabajo, pero iba progresando.
Las clases de canto habían empezado antes. Mi maestro era el señor Boué a quien, junto con Jean de Reszke, se consideraba entonces el mejor de París. Éste había sido un tenor famoso y aquél barítono de ópera. Vivía en un quinto piso sin ascensor al que siempre llegaba exhausta. Los apartamentos eran todos iguales y se perdía la cuenta del piso, pero sabía cuando había llegado por una mancha de grasa en el papel de la pared que parecía un terrier escocés.
Al entrar recibía toda una serie de reproches. ¿Por qué respiraba de ese modo? ¿Por qué me quedaba sin aliento? A mi edad, tenía que subir corriendo sin jadear. La respiración era fundamental para el canto, ya lo debería saber a esas alturas. Cogía un metro que tenía siempre a mano, me lo ponía alrededor del diafragma y me mandaba respirar, contener la respiración y luego expirar lo más posible. Calculaba la diferencia de medidas, aprobando ocasionalmente con la cabeza y diciendo:
—C’est bien, c’est bien[39], hace progresos. Tiene buen pecho, un pecho excelente con una expansión formidable y, lo que es más, nunca tendrá problemas como otros cantantes con la tisis. Mientras haga ejercicios de respiración, todo irá a las mil maravillas. ¿Le gustan los filetes de ternera? —yo respondía que sí, que me encantaban. Eso también es bueno; es el mejor alimento para un cantante. No se puede comer mucho ni con frecuencia, siempre les digo a mis alumnos que coman un buen filete con un vaso de cerveza y luego nada hasta después de cantar a las nueve.
A continuación, pasábamos a las clases de canto propiamente dichas. La voix de téte[40], según él, era muy buena, perfecta y natural; la voz de pecho no era demasiado mala; pero la médium[41] era extremadamente débil. Así, para empezar, debía cantar como mezzosoprano para desarrollar la voz. A veces se exasperaba por lo que llamaba la cara inglesa.
—Las caras inglesas —decía— no tienen expresión, Carecen de movilidad, no se mueve la piel alrededor de la boca y la voz, las palabras y todo sale del fondo de la garganta. Eso es fatal. La lengua francesa sale del paladar, del cielo de la boca; de ahí, del puente de la nariz, sale la voz médium. Habla usted bien el francés; es una lástima que no tenga el tono inglés, sino el del Midi.
Reflexioné un momento y luego dije que quizás era porque lo había aprendido de una criada francesa natural de Pau.
—Ah, así se explica —dijo—. Sí, eso es. Tiene usted el tonillo del sur. Como decía, habla corrientemente el francés pero de forma muy gutural, como si fuera inglés. Mueva los labios. Mantenga juntos los dientes, pero mueva los labios. Ya sé lo que vamos a hacer.
Me ponía un lápiz en las comisuras de la boca y me mandaba pronunciar lo mejor posible al cantar, sin dejarlo caer. Al principio resultaba muy difícil, pero, al fin, lo conseguí. Sujetaba el lápiz con los dientes y movía mucho los labios para pronunciar.
Un día se puso furioso cuando le presenté la partitura de «Mon coeur s’ouvre a ta voix» de Sansón y Dalila y le pregunté si podía aprenderla, pues me había gustado mucho la ópera.
—Pero ¿qué es esto? ¿En qué clave está? Está traspuesta. —Le contesté que había comprado la versión para voz de soprano—. Pero Dalila es para mezzosoprano. ¿No sabe que el aria de una ópera debe cantarse en la clave en que está escrita? De otra forma se cambia la intensidad. Llévesela; si me trae la partitura correcta la aprenderá.
Desde entonces nunca me atreví a cantar un aria en clave traspuesta.
Aprendí muchas canciones francesas y una encantadora Ave María de Cherubini. Discutimos cómo debía pronunciar el latín.
—Los ingleses lo pronuncian al estilo italiano; los franceses tenemos una forma propia. Como es inglesa, es mejor que siga la pronunciación italiana.
Canté también canciones de Schubert en alemán no resultaba difícil; aunque no conocía esta lengua; por supuesto canté piezas italianas. En conjunto, no me permitía ser demasiado ambiciosa, pero, al cabo de unos seis meses, me dejó cantar la famosa aria «Che Gelida Manina» de La Bohéme y «Vissi d’arte» de Tosca.
Lo pasamos muy bien. A veces, después de visitar el Louvre nos llevaban a tomar el té a Rumpelmayer, un sitio delicioso para una chica golosa. Lo que más me gustaba, eran los pasteles de crema de incomparable sabor.
Paseábamos por el Bois, claro está; era un lugar encantador. Recuerdo que un día caminábamos de dos en dos por un camino muy arbolado; cuando apareció el clásico exhibicionista detrás de unos árboles. Le vimos todas, pero nos comportamos como si no hubiera pasado nada raro; tal vez no estábamos seguras de lo que habíamos visto. Miss Dryden, que nos acompañaba aquel día, siguió hacia delante, como si fuera un buque de guerra, seguida por todas nosotras. Supongo que el hombre, cuya parte superior era correcta, de pelo negro, barba larga y corbata muy elegante, se pasaría el día vagando por los sitios más oscuros del Bois, tratando de sorprender a las modestas jovencitas de los pensionados que pasaran en doble fila deseando conocer algo más de la vida parisiense.
De vez en cuando teníamos fiestas; en una ocasión, vino una ex alumna americana casada con un vizconde francés acompañada de su hijo Rudy. Éste sería un barón francés, pero parecía un estudiante norteamericano. Recuerdo que se quedó un poco cohibido al ver a doce chicas casaderas que le miraban con interés, aprobación y con ojos románticos.
—Me he quedado sólo dando la mano —dijo jovialmente.
Nos lo encontramos de nuevo al día siguiente en el Palais de Glace, donde algunas patinábamos y otras aprendían. Estuvo muy galante, procurando dejar bien a su madre. Dio varias vueltas a la pista con las que pudimos seguirle. Como muchas veces en tales circunstancias, tuve mala suerte. Acababa de aprender y la primera tarde tiré al instructor, que se enfadó mucho al sentirse ridiculizado delante de sus colegas. Se enorgullecía de poder sostener a cualquiera, incluso a la más gorda norteamericana, de modo que se puso furioso al verse en el suelo por culpa de una joven larguirucha. Desde entonces, casi no me sacaba. Por eso, no quise arriesgarme a salir con Rudy por miedo a tirarle y molestarle.
Algo cambió en mí al verle. Sólo fue en esas dos ocasiones, pero marcaron un punto de transición. Desde entonces, abandoné la etapa de la veneración del héroe. Se acabó el amor romántico que había profesado a gente real e irreal, a ciertos personajes públicos y a algunos de los que venían a casa. Ya no tenía capacidad para el amor desinteresado y la inmolación. Comencé a pensar en los jóvenes como tales, criaturas maravillosas con las que daba gusto encontrarse y entre las que algún día escogería a mi marido. Si nos hubiéramos visto más veces, tal vez me habría enamorado de él; en todo caso, me sentí distinta. Entré a formar parte del mundo de las mujeres que estaban al acecho. Se esfumó de mi mente la figura del obispo de Londres, el primer objeto de mi adoración. Deseaba encontrarme con jóvenes reales, con muchos (aunque, de hecho, era bastante difícil).
No puedo precisar cuánto estuve con Miss Dryden; un año, quizás año y medio, no creo que llegara a dos. Mi voluble madre no me propuso más cambios en el plan educativo; tal vez no sabía de ninguna otra cosa interesante, quizás intuyó que me encontraba muy a gusto donde estaba. Aprendía cosas que me interesaban, que pasaban a formar parte de mi vida.
Antes de dejar París, se me desvaneció un sueño. Miss Dryden esperaba a la condesa de Limerick, ex alumna suya, que era una estupenda pianista, alumna de Charles Fürster. Generalmente, las dos o tres estudiantes de piano daban un concierto informal en esas ocasiones; yo era una de ellas. El resultado fue catastrófico. Antes de empezar, me puse nerviosa; no demasiado, sólo como de costumbre; en cambio, en cuanto me senté al piano, me sentí incapaz de dar una a derechas; me equivocaba, perdía el ritmo y los tiempos parecían los de una aficionada; me armé un verdadero lío.
Lady Limerick se mostró muy amable; me dijo, que había notado lo nerviosa que estaba, que no eran raros los llamados ataques de miedo en el escenario, que quizá llegaría a dominarme cuando me acostumbrara a tocar delante del público. Le agradecí mucho sus palabras, pero sabía que no era sólo eso.
Seguí estudiando, pero antes de volver a casa, rogué a mi profesor que me dijera con franqueza si llegaría a ser una pianista profesional a base de trabajo y dedicación. Fue muy amable también, pero no me dijo mentiras. Según él, carecía de temperamento para tocar en público; tenía razón. Me afectó mucho durante algún tiempo, pero traté de no sufrir más de lo necesario.
Si no se puede ser lo que más se desea, es mejor reconocerlo y seguir adelante, en vez de hundirse en lamentaciones vanas e ilusiones. El recibir pronto ese desaire me ayudó para el futuro; me enseñó que carecía del temperamento preciso para cualquier clase de exhibición, ya que era incapaz de controlar la reacción física.