El médico de la abuela tenía una hermana que regentaba en París un pequeño centro para el perfeccionamiento de las chicas. No aceptaba más de doce o quince, todas estudiantes del conservatorio o de la Sorbona. Mi madre me preguntó qué me parecía la idea. Como ya he dicho, me gustaban las novedades; mi lema podía haber sido: «probarlo todo en seguida». De manera que en otoño me fui al centro de Miss Dryden, junto al Arco de Triunfo en la Avenue du Bois.
Era lo que me convenía. Por primera vez tuve la impresión de estar haciendo algo realmente interesante. Éramos doce. Miss. Dryden era alta, con el pelo blanco muy bien arreglado, buen tipo y nariz colorada que frotaba con fuerza cuando se enfadaba; tenía una forma de hablar seca e irónica que asustaba y estimulaba al mismo tiempo. Su asistenta, Madame Petit, era muy francesa, de temperamento vivo, muy emotiva, bastante llena de prejuicios; pero la queríamos y nos infundía menos respeto que Miss Dryden.
Estábamos como en familia, pero los estudios eran serios. Lo principal era la música, aunque había clases de todo tipo. Venían miembros de la Comédie Francaise para darnos charlas sobre Moliere, Racine y Corneille, y cantantes del conservatorio, que cantaban las arias de Lully y Glück, Teníamos clases de declamación y, gracias a Dios, pocos dictados, de modo que no era notoria mi mala ortografía y, como hablaba francés mejor que las otras, me encantaba recitar los versos de Andromaque, sintiéndome la heroína de la tragedia cuando declamaba: «Seigneur, toutes ces grandeurs ne me touchent plus guère[36]».
Creo que a todas nos gustaban las clases de declamación. Nos llevaban a la Comédie Francaise a ver dramas clásicos y modernos. Vi a Sarah Bernhardt en uno de sus últimos papeles, el de faisán dorado de Chantecler de Rostand. Estaba vieja, coja, débil, con la voz cascada, pero era sin duda una gran actriz que mantenía la atención por el calor que ponía. Réjane me entusiasmó más aún. La vi en una obra moderna, La Course aux Flambeaux. Tenía la capacidad de transmitirte, tras una actitud contenida, la existencia de una corriente emotiva que no expresaba abiertamente. Si cierro un poco los ojos, aún oigo su voz y veo su rostro al decir las últimas palabras de la obra: «Pour sauver ma fille, j’ai tué ma mére[37]» y la profunda impresión que dejaba al caer el telón.