Una de las cosas con las que más he disfrutado, casi hasta hoy día, ha sido el baño; todavía me gustaría bañarme si no fuera por las dificultades que encuentra una persona reumática para meterse en el agua, y más para salir de ella.
Cuando tenía trece años tuvo lugar un gran cambio social. Antes se daba a las playas una segregación estricta. Había una pequeña ensenada donde se bañaban las mujeres, una playa pequeña y pedregosa, hacia la izquierda de los Salones de Baño, que tenía una pendiente pronunciada. Allí había ocho casetas de baño a cargo de un anciano de temperamento irascible, cuyo trabajo consistía en acercar las casetas al agua y volverlas a sacar. Había que entrar en ellas (un receptáculo pintado con rayas alegres), comprobar que las dos puertas tenían echado el pasador y comenzar a desnudarse con precaución, pues en cualquier momento el anciano podía ponerlas en marcha. Entonces comenzaba un tremendo balanceo y la caseta recorría trabajosamente su camino sobre las piedras, lanzando a la bañista de un lado a otro. Era algo muy parecido al movimiento del jeep o del Land Rover cuando atraviesa las partes más pedregosas del desierto.
Se detenía tan bruscamente como había arrancado. Una seguía desnudándose y poniéndose el bañador, que era muy feo, generalmente de alpaca azul oscuro o negro, con mucho vuelo, pliegues y flecos, y que llegaba mucho más abajo de la rodilla y de los codos. Una vez lista, se abría la puerta que daba al mar. Si el hombre había sido amable, el peldaño superior estaba a nivel del mar. Se descendía un poco hasta que el agua llegara decorosamente a la cintura y a nadar se ha dicho. No muy lejos, había una balsa, a la que se llegaba nadando cuando se quería descansar. Si la marea estaba baja quedaba cerca, pero si estaba alta, había un buen trecho y tenías que apañártelas más o menos sola. Después de un rato de baño, que a mí siempre me parecía demasiado corto, recibía la señal de volver a la orilla pero, como era difícil de alcanzarme estando en la balsa, me ponía a nadar en dirección contraria y lograba quedarme un rato más.
Nada de tomar el sol en la playa, por supuesto. Una vez fuera del agua, había que entrar en la caseta, que se arrastraba hacia arriba tan bruscamente como antes, y al final salías de allí con la cara amoratada, temblando de pies a cabeza y con las manos y las mejillas entumecidas. Nunca tuvo consecuencias en mí; al cabo de tres cuartos de hora tenía más calor que una tostada recién hecha, Entonces me sentaba en la playa y comía un bollo mientras me echaban una reprimenda por no haber salido antes. La abuela, que contaba con una magnífica serie de leyendas instructivas, me explicaba cómo el hijito de la señora Fax («una criatura tan maravillosa») había muerto de neumonía por quedarse demasiado tiempo en el agua. Sin parar de comer el bollo, le contestaba:
—No, abuelita. La próxima vez no me quedaré tanto tiempo. Pero es que el agua estaba muy caliente.
—¿De verdad? Entonces, ¿por qué estás temblando y tienes los dedos amoratados?
La ventaja de ir con un adulto, sobre todo con la abuela, era que volvíamos a casa en coche en vez de andar una milla y media. El Club Náutico de Torbay se encontraba en Beacon Terrace; justo encima de donde se bañaban las mujeres. Aunque no se veía la playa desde las ventanas, no sucedía lo mismo con la balsa y, según mi padre; muchísimos caballeros se pasaban el tiempo disfrutando con los gemelos de teatro de lo que consideraban figuras femeninas casi desnudas. No creo que fuéramos tan atractivas en aquellos atuendos sin forma ni figura.
La playa de los hombres estaba situada más allá, y podían exhibirse cuanto quisieran en sus exiguos bañadores sin que los viera mujer alguna. Sin embargo, los tiempos estaban cambiando: en toda Inglaterra comenzaba a imperar el baño mixto.
La primera consecuencia era que había que ponerse más tela. Las francesas se bañaban incluso con medias, de modo que no pudiera verse ninguna pierna pecadora. Seguramente, con su habitual elegancia, se cubrirían del cuello a las muñecas y, acentuando la belleza de sus piernas con finas medias de seda, resultarían más provocativas que vestidas con un viejo y corto bañador inglés de alpaca con volantes. No veo por qué se consideraban tan indecentes las piernas; en toda la obra de Dickens se pone el grito en el cielo cada vez que a una señora se le han visto los tobillos; hasta la misma palabra se considera atrevida. Una de las primeras sentencias que soltaban las niñeras cuando una mencionaba esa parte de la anatomía, era:
—Recuerda que la reina de España no tiene piernas.
—¿Qué tiene en su lugar, Nursie?
—Miembros, querida, así es como se llaman; los brazos y las piernas son miembros.
Pero creo que sonaría raro si se dijera: «Me está saliendo un lunar en uno de los miembros, más abajo de la rodilla».
Eso me trae a la memoria a una amiga de mi sobrino, describiendo una experiencia que había vivido cuando era pequeña. Le habían dicho que vendría a verla su padrino. Como nunca había oído hablar de tal personaje, le ilusionó mucho la idea. Se despertó por la noche, se detuvo un momento a reflexionar y luego elevó su voz en la oscuridad:
—Chacha, tengo un padrino.
—Ummm —contestó un sonido indescriptible.
—Chacha —un poco más fuerte—, tengo un padrino.
—Sí, querida, sí; es muy bueno.
—Pero, chacha —muy fuerte—, tengo un padrino.
—Sí, sí; date la vuelta y duerme.
—Pero, chacha —fortísimo— ¡tengo un padrino!
—Bueno, ráscatelo, querida, ráscatelo.
Los bañadores siguieron siendo muy tapados hasta que me casé.
Por aquel entonces ya se aceptaba el baño mixto, aunque aún lo condenaban algunas señoras mayores y familias conservadoras. De todos modos, el progreso avanzaba con demasiado rapidez incluso para mi madre.
Íbamos con frecuencia a las playas en las que se permitía la mezcla, primero a las de Tor Abbey y Corbins Head, que eran las principales de la ciudad. Pero no nos bañábamos allí, porque había demasiada gente. Luego se permitió en la más aristocrática de Meadfoot, que estaba otra media milla más lejos, lo que suponía un buen paseo antes del baño, unas dos millas, pero era mucho más atractiva que la de las mujeres; más grande y con una roca a la que se llegaba fácilmente si se nadaba bien. En la playa de las mujeres se mantuvo la segregación y se dejó en paz a los hombres con sus lucidos triángulos, quienes tampoco tenían mayores ansias de gozar del baño mixto, apegados rígidamente a su reserva privada, Algunos de los que llegaban a Meadfoot se turbaban al ver a las amigas de sus hermanas en lo que aún consideraban muy próximo a la desnudez.
Primero me obligaban a bañarme con medias. No sé cómo se las arreglarían las chicas francesas; yo era incapaz de conservarlas; tres o cuatro pataleos vigorosos y adiós medias. Cuando salía, o las había perdido o las tenía enrolladas en los tobillos. Creo que las francesas que se veían en las láminas de la moda no nadaban; se limitaban a entrar andando y volver a salir para posar en la playa.
Se contaba una historia patética sobre la reunión del consejo municipal en la que se discutió la aprobación definitiva de los baños mixtos. Un consejero muy viejo que se oponía con vehemencia, al verse derrotado, soltó su último alegato, con voz temblorosa:
—Lo único que digo, señor alcalde, es que si se aprueban los baños mixtos, se pongan divisiones decentes en las casetas, aunque sean bajas.
Cuando en el verano venía Madge a Torquay, con Jack, nos bañábamos a diario aunque hiciera malo; de hecho, yo disfrutaba aún más del mar en los días malos. Cuando llegó la innovación de los tranvías, se podía tomar uno al fondo de la calle Burton y llegar hasta el puerto, desde donde sólo se empleaban veinte minutos a pie hasta Meadfoot. Un día, Jack —que tenía unos cinco años— comenzó a quejarse.
—¿Por qué no vamos en coche desde el tranvía a la playa?
—Ni hablar —decía mi hermana horrorizada. Hemos hecho todo este trayecto en tranvía, ¿no? Ahora, a pie.
Mi sobrino suspiraba y decía entre dientes:
—Mamá tan avara como siempre.
Como desquite, según subíamos la colina en medio de villas a la italiana, él, que por entonces no paraba de hablar, entonaba una especie de canto gregoriano propio, repitiendo los nombres de todas las casas que encontrábamos a nuestro paso:
—Latika, Pentreave, Los Olmos, Villa Marguerita, Hartly St. George.
Según pasaba el tiempo, añadía los nombres de los ocupantes que conocía:
—Lanka, doctor G. Wreford; Pentreave, doctor Quick; Villa Marguerita, Madam Cavallen; Los Laureles, no sé…
Al final, enfurecidas, Madge o yo le decíamos que: cerrara el pico.
—¿Por qué?
—Porque queremos hablar y no podemos; hablas sin parar y nos interrumpes.
—Ah, muy bien.
Jack se callaba. Pero sus labios se movían y emitían un susurro muy tenue: Lanka, Pentreave, The Priory, Torbay Hall… Nosotros mirábamos y procurábamos no hacerle caso.
Un verano estuvimos a punto de ahogarnos Jack y yo. Hacía mal tiempo; no habíamos ido a Meadfoot, sino a la playa de las mujeres donde Jack, como no era lo suficientemente mayor, no provoca temblor alguno en los pechos femeninos. No sabía nadar todavía, sólo un poquito, por lo que solía sacarlo de la balsa sobre mis hombros. Aquella mañana la abandonamos como de costumbre pero el mar estaba raro, muy picado, y con el sobrepeso me era casi imposible mantener la boca y la nariz por encima del agua. Nadaba, pero apenas respiraba. La marea estaba baja y la balsa cerca, pero yo avanzaba poco y no podía respirar más que cada tres brazas.
De pronto me di cuenta de que no podía más. Me iba a asfixiar cualquier momento.
—Jack —suspiré, baja y nada hacia la balsa, que está más cerca que la playa.
—¿Por qué? —dijo él.
—No quiero.
—Por favor, hazlo, —dije echando burbujas.
Se me hundió la cabeza. Afortunadamente, aunque siguió aferrado al principio, se desprendió y siguió solo, alcanzando la balsa sin dificultad. Perdí la noción de lo que hacía con un sentimiento de indignación. Me habían dicho que cuando uno se está ahogando le pasaba delante de los ojos toda la vida pasada y que se escuchaba música bonita. Ni oía música, ni pensaba en el pasado, sino en cómo mandar aire a los pulmones. Perdí el sentido y no me enteré de nada hasta que sentí violentos golpes y dolores mientras me echaban sobre un bote. El viejo lobo marino, estrambótico e inútil, como siempre le habíamos creído, había tenido vista suficiente para darse cuenta de que alguien se estaba ahogando y había salido a socorrerme con el bote que tenía para tales circunstancias. Después de salvarme, remó un poco más hasta la balsa y agarró a Jack, que se resistía gritando:
—No me quiero ir aún, si acabo de llegar. Quiero jugar en la balsa; no voy.
Cuando llegó a la orilla, mi hermana bajó a la playa, riéndose con ganas y diciendo:
—¿Qué estabais haciendo? ¿A qué se debe todo este jaleo?
—Su hermana casi se ahoga —respondió el hombre, molesto. Venga, llévese a su hijo. Vamos a ponerla boca abajo, a ver si necesita que le saquemos el agua.
Supongo que me darían buenos masajes, aunque no debí perder totalmente el conocimiento.
—No sé cómo se dio cuenta de que se estaba ahogando. ¿Por qué no pidió socorro?
—Mantengo los ojos abiertos. Cuando uno se hunde, no puede gritar, se tragaría el agua.
Desde entonces le tuvimos mucha estima.
Estábamos más apartadas del mundo exterior que cuando vivía mi padre. Salía con mis amigas y mi madre, con una o dos íntimas, pero manteníamos pocas relaciones sociales, porque andábamos mal de dinero como para organizar fiestas o, incluso, para pagar un coche con el que salir. Mamá nunca había sido muy andarina y, ahora con sus ataques de corazón, salía poco, pues era imposible ir a ninguna parte sin tener que subir y bajar cuestas. Yo nadaba en verano, patinaba en invierno y tenía un montón de libros que leer, haciendo continuos descubrimientos. Mi madre me leía a Dickens en voz alta y disfrutábamos las dos.
Comenzábamos leyendo a sir Walter Scott; me gustaba mucho El Talismán; leí también Marmion y La dama del lago, pero las dos pasábamos con gusto a Dickens.
Impaciente como era, mi madre no dudaba en saltar algo cuando se le antojaba.
—Todas estas descripciones —decía cuando leíamos al primero—, son bastante buenas, desde luego, pero demasiado prolijas.
Creo que también omitía bastante material melodramático de Dickens sobre todo lo relativo a la pequeña Nell.
Lo primero que leímos de Dickens fue Nicholas Nickleby; mi personaje preferido era el viejo caballero que cortejaba a la senara Nickleby tirando calabazas por encima del muro. ¿Será ésta una de las razones por las que, al jubilar a Hércules Poirot, le puse a cultivar calabazas? ¿Quién sabe? La que más me gustaba era Bleak House y todavía lo es.
A veces pasábamos a Thackeray para cambiar. Leímos entera La Feria de las Vanidades, pero nos estancamos en Los Newcombes.
—Nos tiene que gustar —decía mi madre—, todos dicen que es la mejor.
La que más le gustaba a mi hermana era Esmond, pero a nosotras nos parecía prolija y difícil. En realidad, no he logrado apreciar a Thackeray como debiera.
Como lectura personal me extasiaban las obras de Alejandro Dumas en francés: Los tres mosqueteros, Veinte años después y, sobre todo, El conde de Montecristo. Aunque prefería el primer volumen, El castillo de If, y encontraba algo pesado el resto de los otros cinco tomos, me encantaba el colorido de todo el relato. Además, me apegué románticamente a Maurice Hewlett: The Forest Lovers, The Queens Quair y Richard Yea-and-Nay, que son novelas históricas muy buenas.
De vez en cuando, a mi madre se le ocurría una idea repentina. Recuerdo que un día estaba recogiendo unas manzanas que había tirado el viento, cuando salió de casa como una exhalación.
—De prisa —me dijo, nos vamos a Exeter.
—¿A Exeter? —pregunté con sorpresa. ¿A qué?
—Sir Henry Irving está representando Becket. Ya no va a vivir mucho y tienes que verle, es un gran actor. Apenas tenemos tiempo de coger el tren. He reservado una habitación en el hotel.
Fuimos, en efecto, y resultó una maravillosa representación, que aún no he olvidado.
El teatro siempre ha estado presente en mi vida. Estando en Ealing, la abuela me llevaba al menos una vez a la semana y en ocasiones dos, íbamos a todas las comedias musicales y luego me compraba la partitura. ¡Cómo me gustaba tocarlas! El piano estaba en el salón, de modo que podía tocar cuanto quisiera sin molestar a nadie.
El salón era una estupenda pieza de la época. No quedaba casi espacio para moverse. Había una espléndida alfombra turca y miles de sillas tapizadas, todas incómodas. Tenía dos o tres vitrinas de marquetería para objetos de porcelana, un enorme candelabro central, lámparas de aceite, infinidad de casitas, mesas aquí y allá, y muebles imperio francés. Un invernadero, símbolo prestigioso que no podía faltar en ninguna casa victoriana respetable, quitaba la luz natural. Era muy frío; no se encendía la chimenea salvo en las recepciones, y nadie entraba allí excepto yo. Encendía los candelabros del piano, colocaba el asiento, me soplaba bien los dedos y comenzaba con The Country Girl o Our Miss Gibbs. A veces, distribuía los papeles a mis «chicas», otras, era yo quien los hacía, como una nueva y desconocida estrella.
Cuando volvimos a Ashfield, tocaba por las noches en la clase, que también era muy fría en invierno. Tocaba y cantaba. Mi madre se acostaba pronto, hacia las ocho, después de una cena ligera; al cabo de unas dos horas y media de oírme aporrear el teclado y desgañitarme, no aguantaba más, cogía un palo grande que servía para subir y bajar las ventanas, y golpeaba repetidas veces en el techo. Con pena, me veía obligada a dejar el piano.
Inventé también una opereta llamada Marjorie. No la compuse exactamente, sino que canté algunos trozos en el jardín para ver qué tal sonaba. Suponía vagamente que algún día compondría música. Me quedé en el libreto. No recuerdo bien toda la trama, pero creo que era algo trágica. Un joven apuesto con una estupenda voz de tenor amaba desesperadamente a una chica llamada Marjorie, quien no le correspondía. Al final se casó con otra; pero, al día siguiente de la boda, recibió una carta de Marjorie desde un lejano país, en la que le decía que estaba muriéndose y que, por fin, se había dado cuenta de que le amaba. Dejó a su esposa y partió en su busca. Cuando llegó, la encontró viva, lo suficiente para cantarle una estupenda y romántica canción de moribunda. El padre de la esposa abandonada llegó clamando venganza para su hija, pero le afectó tanto el dolor de los amantes, que unió su voz de barítono a las suyas, y la ópera concluía con uno de los mejores tríos que se hubieran escrito jamás.
Acariciaba también la idea de escribir una novela llamada Agnes, de la que aún recuerdo menos. Entre sus personajes, había cuatro hermanas: Queenie, la mayor, guapa y de pelo rubio; dos gemelas agraciadas y morenas, y finalmente Agries, ordinaria, tímida y (por descontado) enferma en un sofá. No sé qué más seguía, sólo que la valía de Agnes fue reconocida al final por un hombre maravilloso de bigotes negros, al que ella amaba en secreto desde hacía años.
Otra de las ideas repentinas de mi madre fue que, después de todo, yo no estaba recibiendo una educación suficiente y que me convenía ir a un colegio. Había uno en Torquay regentado por una tal Miss Guyer, y mi madre acordó con ella que fuese unos dos días a la semana para estudiar algunas materias, creo que aritmética, gramática y composición. Me gustó la aritmética, como siempre, y quizás empecé también el álgebra. Lo que no entendía era la gramática: no comprendía por qué a unas cosas les llaman preposiciones y cuál era la función de los verbos, y para mí no había más que una lengua extranjera. Me entregaba con gusto a la composición, pero sin obtener buenos resultados. La crítica era siempre la misma: demasiada fantasía, no me atenía al tema. Recuerdo en particular el del «otoño». Comencé bien, con hojas doradas y ocres, pero de improviso, no sé cómo, se metió un cerdo que posiblemente estaba comiendo bellotas en el bosque. Total, me centré en el cerdo, me olvidé por completo del otoño y la composición terminó con las bulliciosas aventuras de Rabito el Cerdito y el fantástico banquete de hayucos que mi personaje ofreció a sus amigos.
Recuerdo muy bien a una maestra, que no sé cómo se llamaba: pequeña, enjuta, de barbilla alargada y autoritaria. Inesperadamente un día (creo que en mitad de una clase de aritmética) comenzó a disertar sobre la vida y la religión:
—Todas y cada una de vosotras pasaréis un día por un período de desesperación. Si nunca afrontáis la desesperación, jamás seréis auténticas cristianas ni conoceréis la vida cristiana. Para serlo, debéis afrontar y aceptar la vida que Cristo afrontó y vivió; tenéis que gozar de las cosas como Él; ser felices como lo fue Él en las bodas de Caná, conocer la paz y la felicidad que supone estar en armonía con Dios y con su voluntad. Pero también deberéis conocer, como Él, lo que es encontrarse a solas en el huerto de Getsemaní, sentir que os han dejado todos vuestros amigos, que los que amáis y en quienes confiáis, os han traicionado y que Dios mismo os ha abandonado. Aferraos entonces a la creencia de que no es el fin. Si amáis, sufriréis; y si no amáis, no conoceréis el sentido de la vida cristiana.
Volvió luego a los problemas del interés compuesto con su acostumbrada energía. Es extraño, pero aquellas palabras se grabaron en mí más que cualquier sermón y, años más tarde, al recordarlas, me devolvieron la esperanza cuando la desesperación me tenía entre sus garras. Era una persona dinámica y una buena maestra. Me hubiera gustado tenerla durante más tiempo.
A veces me pregunto qué habría sido de mí si hubiera prolongado los estudios. Supongo que me habrían apresado las matemáticas que tanto me gustaban. En ese caso, mi vida habría sido muy distinta; quizá sería una matemática de tercera o cuarta categoría y habría pasado por el mundo sin pena ni gloria, y, probablemente, sin haber escrito ningún libro. Las matemáticas y la música me habrían llenado lo suficiente, cerrándome las puertas de la imaginación.
Sin embargo, después de reflexionar un poco, creo que soy lo que tenía que ser. Me gusta pensar «si hubiera sucedido esto y lo otro, yo habría hecho esto o aquello» o «si me hubiera casado con fulano, habría tenido una vida muy diferente». Pero de una forma o de otra, todo el mundo sigue su camino. Se puede embellecer o descuidar, pero es el propio camino y, si se sigue, se tendrá armonía y paz.
No frecuenté aquel centro más que un año y medio; luego se le ocurrió otra idea a mi madre. Con su seriedad habitual, me explicó que nos íbamos al extranjero. Pensaba alquilar Ashfield durante el invierno y nos iríamos a París; para empezar, me marcharía al pensionado en el que había estado Madge a ver si me gustaba. Todo lo que programaba mi madre se realizaba tal cual con la mayor eficiencia, plegándonos todos a su voluntad. Alquiló la casa estupendamente, preparados los baúles (no tantos como cuando fuimos al sur de Francia, pero bastantes) y al poco tiempo estábamos instaladas en el Hotel d’Iéna, en la Avenida Iéna de París.
Se había cargado de cartas de presentación y de direcciones de varios pensionnats y colegios, profesores y asesores de todas clases, pero no tardó mucho en escoger… Había oído que el pensionnat de Madge, con el correr del tiempo, había cambiado y estaba de capa caída (Mademoiselle T. se había jubilado o estaba para hacerlo); de todos modos dijo que probaríamos un poco para ver si nos gustaba. Esta actitud respecto a los estudios no concuerda con la de hoy día, pero para mi madre probar un centro de estudios, era como probar un restaurante. Con una sola ojeada no se sabía qué tal era; había que probar y, si no era satisfactorio se abandonaba lo antes posible. Por supuesto, entonces no le preocupaban a nadie los certificados, diplomas, sobresalientes ni el porvenir.
Comencé y me quedé allí unos dos meses hasta que acabó el trimestre. Tenía quince años. Mi hermana se distinguió al llegar, cuando otras chicas la retaron a saltar por una ventana. Lo hizo en seguida, cayendo directamente en medio de una mesa de té, a la que estaba sentada Mademoiselle T. y varios distinguidos padres. Con gran desagrado, ésta exclamó:
—¡Qué tormento son estas inglesas!
Las chicas que la habían animado se alegraron maliciosamente de la regañina, pero la admiraron por su hazaña.
Mi entrada no fue nada sensacional; era una mosquita muerta. Al tercer día tenía mucha morriña. En los últimos cuatro o cinco años había estado tan unida a mi madre, sin dejarla para nada, que no era raro que, la primera vez que me alejaba de casa sintiera melancolía. Lo curioso es que no sabía qué me ocurría, sólo que no tenía ganas de comer. Cada vez que me acordaba de mi madre, se me saltaban las lágrimas. Al ver una blusa que me había hecho ella y que me quedaba mal —las tablas no eran iguales—, lloré desconsoladamente. No obstante, oculté mi estado de ánimo a los demás, desahogándome sólo por la noche. Cuando vino a buscarme mi madre, al domingo siguiente, la saludé como de costumbre, pero al llegar al hotel le eché los brazos al cuello llorando. Me alegro de no haberle pedido que me sacara de allí; sabía muy bien que no debía hacerlo; además, después de verla, sentí que no volvería a entristecerme: ya sabía lo que me pasaba.
No me volvió a dar. Es más, lo pasé muy bien; había chicas francesas, americanas, muchas españolas e italianas y unas pocas inglesas. Me gustaba, sobre todo, la compañía de las americanas. Me resultaba interesante su forma desenvuelta de hablar y me recordaban a mi amiga de Cauterets, Marguerite Prestley.
No sé qué estudiamos exactamente, no debía ser muy interesante. En Historia, vimos el período del Fronde, que conocía bastante bien por la lectura de novelas históricas; y en Geografía, me lié definitivamente al aprender las provincias francesas de la época del Fronde, en vez de las vigentes. Aprendí también los nombres de los meses en tiempos de la Revolución Francesa. Mis faltas de ortografía en francés horrorizaban a la maestra de forma tal que le costaba dar crédito a sus ojos.
—Vraiment, c’est impossible —decía—. Vous, qui parlez si bien le francais, vous avez fait vingt-cinq fautes en dictée, vingt-cinq[31]!.
Nadie había sacado más de cinco faltas; llamaba la atención por mi fracaso. Era bastante natural, si se tiene en cuenta que había aprendido el francés verbalmente. Lo hablaba con fluidez, pero de oído y las palabras été y était me sonaban igual; las escribía al azar de un modo o de otro con la esperanza de acertar. En algunas asignaturas como literatura, declamación, etc., estaba a la cabeza; en gramática y ortografía en la cola. Eso complicaba las cosas a las profesoras y suponía una vergüenza para mí, si me hubiera importado.
Mi profesora de piano era una señora ya mayor, Madame Legrand, que estaba allí desde hacía muchísimos años. Su método era tocar a quatre mains con la alumna. Insistía en que había que aprender solfeo. Pero eso no era lo peor; tocar con ella, era un verdadero tormento. Como era muy ancha, ocupaba buena parte del asiento y me desplazaba del centro del plano. Tocaba con gran energía, levantando mucho los codos de tal forma que la pobre que la acompañaba, tenía que tocar con un brazo pegado al cuerpo. Con cierta maña, me las arreglaba para tocar casi siempre los bajos. Madame Legrand caía en la trampa fácilmente, porque se ensimismaba mucho cuando tocaba y los altos le daban mayor oportunidad de vaciar su alma en las notas. A veces, por tocar tan fuerte y por abstraerse, tardaba bastante en darse cuenta de que me había perdido. Antes o después yo dudaba en un compás, me quedaba atrasada, no estaba segura de por donde íbamos y procuraba tocar sin desentonar. Pero, como seguíamos una partitura, no siempre acertaba. De repente, al notar el desafinamiento, se detenía, echaba los brazos al aire y exclamaba:
—Mais qu’est ce que vous jouez là, petite? Que c’est horrible[32]!. No podía estar más de acuerdo con ello, era horrible. Entonces volvíamos a empezar. Claro que si yo tocaba los altos, notaba en seguida la falta de coordinación. Pero en general íbamos al unísono. Jadeaba y resoplaba, le subía y bajaba el busto y a veces se le escapaban gemidos; era alarmante y fascinador; más lo habría sido, si no fuera porque olía mal.
Estaba programado un concierto de final de curso yo tenía que tocar dos piezas: el tercer movimiento de la Sonata Patética de Beethoven y Serenade d’Aragona o algo así; no se por qué le cogí manía a la última y me resultaba muy difícil, aunque era más fácil que la otra que me salía bien. La repetía una y otra vez, pero no conseguía más que aumentar el nerviosismo. Me despertaba por la noche pensando que estaba tocando y que ocurría de todo: las notas se quedaban pegadas, tocaba el órgano en vez del piano, o llegaba tarde al concierto, que se había celebrado el día anterior. ¡Qué estupidez me parece ahora!
Dos días antes me asaltó una fiebre tan alta que tuvieron que llamar a mi madre. El médico no supo dar una explicación. Sin embargo, opinó que no debía tocar en el concierto y que me retiraran del colegio hasta que se me pasara. Que alivio experimente, aunque al mismo tiempo me sentía como el que ha fallado en algo que se le ha encomendado.
Recuerdo que en un examen de aritmética salí de las peores, aunque había sido de las primeras la semana anterior. No sé por qué al leer las preguntas, se me embotó la mente y fui incapaz de pensar.
Hay quien aprueba brillantemente un examen, siendo de los últimos de la clase, hay quien actúa mejor en público que en privado; a otras personas, como a mí, les ocurre lo contrario. Está claro que escogí la profesión justa. Lo mejor de ser autora es que se trabaja en privado y al ritmo que se quiere. Te puedes preocupar, tener dolor de cabeza, volverte loca tratando de urdir la trama como es debido, como sabes que puedes hacerla, pero no tienes que presentarte en público y hacer el ridículo.
—Volví al pensionado muy aliviada y de buen humor. Inmediatamente intenté tocar la Serenade d’Arágona; me salió mejor, pero sin brillantez. Seguía estudiando la serenata de Beethoven con Madame Legrand, quien, aunque decepcionada de mí por no haber aumentado su prestigio, se mostró amable, me animó y me dijo que tenía dotes musicales.
Los dos inviernos y el verano que pasé en París fueron de los mejores de mi vida. Continuamente ocurrían cosas estupendas. Vivían allí algunos amigos americanos de mi abuelo, cuya hija cantaba en la Grand Opera; fui a oírla interpretar el papel de Margarita en Fausto. En el pensionado no llevaban a las chicas a verlo, pues el argumento no era convenable para les jeunes filles[33]. Creo que la gente era demasiado optimista; necesitábamos más conocimientos de los que teníamos para saber que se desarrollaba algo malo en la ventana de Margarita. No entendí en absoluto por qué se encontraba de repente en la cárcel: me preguntaba si habría robado las joyas.
Desde luego, no se me ocurrió lo del embarazo y la muerte de la criatura.
Nos llevaban sobre todo a la Opera Comique: Thäis, Werther, Carmen, La Boheme, Manon. Mi favorita era Werther. En la Opera vi Tannhauser además de Fausto.
Mi madre me encargó varios vestidos y, por primera vez los aprecié. Me hicieron uno de noche de crépe de China gris claro, que me lleno de alegría; nunca había tenido nada tan propio de persona mayor. Me daba rabia que mi busto no cooperara; tuve que rellenar precipitadamente el corpiño con retales de crépe de China pero conservaba la esperanza de tener un par de pechos de mujer firmes, redondos y grandes. Menos mal que no podemos ver el futuro, de otro modo me habría visto a los treinta y cinco años, con un busto de mujer bien desarrollado, cuando todas las demás estaban como una tabla y, si tenían la desgracia de tener pechos, los aplastaban hasta hacerlos desaparecer.
Con las presentaciones que había llevado mi madre, entramos en la sociedad francesa. Las chicas americanas eran bien acogidas en el Faubourg St. Germain y, si eran ricas, se consideraban un buen partido para los jóvenes de la aristocracia francesa. Aunque yo distaba de serlo, se sabía que mi padre había sido norteamericano y se creía que todos los norteamericanos tenían dinero. Era una sociedad curiosa, decorosa, típica del viejo mundo. Los franceses que conocí, eran corteses, muy comme il faut[34]; demasiado aburridos para una chica, pero aprendí la fraseología francesa más refinada. Estudié también baile y compostura con uno que se llamaba Washington Lob, aunque parezca mentira. Era lo más parecido a Mr. Turveydrop que yo haya conocido. Me dio a conocer el Washington Post, el Boston y unas cuantas cosas más, así como las diversas costumbres de la sociedad cosmopolita.
—Suponga que tiene que sentarse junto a una señora mayor. ¿Cómo lo haría?
—Me sentaría… —me quedé mirándole perpleja—. A ver cómo.
Tenía varias sillas doradas; me senté en una de ellas, tratando de esconder las piernas debajo lo más posible.
—No, no; eso no se debe hacer nunca —dijo él—. Hay que ponerse un poco de lado así, y, al sentarse, se hace una inclinación hacia la derecha a modo de reverencia.
Tuve que practicarlo muchísimo.
Lo único que no tragaba eran las clases de dibujo y pintura. Mamá era inflexible: las chicas tenían que pintar con acuarelas.
Contra mi voluntad, dos veces por semana venía a buscarme una señora joven (las chicas no podían ir solas por París) y me llevaba en metro o en autobús a un estudio cercano al mercado de las flores, donde un grupo de señoritas pintaba violetas en vasos de agua, lirios en jarras y azucenas en floreros. Cuando se me acercaba la profesora, lanzaba tremendos suspiros.
—Mais vous ne voyez ríen[35] —me decía. Primero hay que hacer las sombras. ¿No ves? Aquí, aquí y aquí hay sombras.
No, no veía más que violetas en un vaso de agua. Eran de color malva; a lo más que llegaba era a poner la pintura en la paleta y a pintar las violetas sin contraste. Debo decir que no se parecía nada a la realidad, pero jamás he sabido manejar las sombras. Algunos días, para animarme un poco, dibujaba patas de mesas y sillas con una perspectiva que no entusiasmaba a la profesora.
A pesar de encontrarme con muchos franceses simpáticos, no me enamoré de ninguno. Me hacía tilín el recepcionista del hotel, Mr. Strie. Era alto y delgado como un palillo, de pelo rubio claro y algo pecoso. No me explico qué es lo que vi en él. No llegué a dirigirle la palabra, aunque, a veces, me decía «bonjour, Mademoiselle» al pasar yo por el vestíbulo. No me resultaba fácil fantasear con él; alguna vez me vi curándole de una plaga en Indochina, pero me costó seguir. Cuando exhalaba el último suspiro, murmuraba:
—Mademoiselle, siempre la he adorado desde que la vi en el hotel. Pero, al verle al día siguiente escribiendo en recepción, me parecía imposible que llegara a decirlo, ni siquiera en el lecho de muerte.
Pasamos las vacaciones de Pascua realizando excursiones a Versalles, Fontainebleau y otros lugares; luego, tan de improviso como siempre, mi madre me anunció que no volvería al pensionado de Mademoiselle T.
—No vale mucho —me dijo—; lo que enseñan no es interesante.
Ya no es lo mismo que cuando estudiaba Madge. Regreso a Inglaterra, pero he arreglado todo para que ingreses en la escuela de Miss Hogg.
Recuerdo que sólo me quedé ligeramente sorprendida. Estaba contenta con la escuela, pero no tenía demasiadas ganas de volver. Al revés, me parecía muy interesante ir a otro sitio. No sé si era estupidez (espero que fuera conformidad), el caso es que siempre estaba dispuesta a aceptar lo que se presentara.
Me fui a Les Marroniers, que era un buen centro pero muy inglés. Me gustó. El profesor de música era bastante bueno. En general, no obstante, era algo aburrido, no había tantas diversiones como en el otro. A pesar de que estaba estrictamente prohibido, todas hablaban inglés y nadie aprendía bien el francés.
No se promovían actividades externas, más bien se prohibían, así que me liberé de las clases de dibujo. Lo único que añoraba era pasar por el mercado de las flores que tanto me gustaba. No me sorprendió en absoluto que, al final de las vacaciones de verano, mi madre me dijera que no volvería a Les Marroniers. Se le había ocurrido otra idea mejor.