Aunque me sentía ya mayor, a veces me cansaba de esa sensación. Me encantaba ordenar la comida o pensar que lo hacía. En realidad, comíamos siempre lo que Jane había decidido de antemano, pero fingía muy bien que tomaba nota de mis extrañas sugerencia «¿Podemos comer pato asado y merengues?», le preguntaba y decía que sí, pero que no estaba segura de que tuviéramos pato y clara huevo para los merengues y que tal vez convenía esperar a que hubiéramos empleado las yemas en otra cosa. En resumidas cuentas, comíamos lo que ya estaba listo en la cocina. Pero era muy diplomática, me llamaba siempre señorita Agatha y me hacía sentir importante.
Fue entonces cuando las Lucy me invitaron a ir al muelle a patinar. Me enseñaron a mantenerme más o menos sobre los patines, lo que me alegró mucho. Era una de las familias más buenas que he conocido. Eran de Warwickshire y su hermosa casa, CharIecote, había pertenecido al tío de Berkeley Lucy. Siempre pensó que debía haberle tocado a él; en cambio le tocó a la hija de su tío, cuyo marido tomó el nombre de Fairfax-Lucy. Probablemente les sentó muy mal a todos. Pero nunca lo comentaron. La hija mayor, Blanche, era una chica guapísima un poco mayor que mi hermana y se había casado antes. Reggie, el mayor de los muchachos, estaba en el ejército; el segundo hijo, que era aproximadamente de la edad de mi hermano, estaba en casa con sus dos hermanas Marguerite y MurieI, conocidas por Margie y Noonie, que también eran mayores. Me resultaba muy atractiva su forma lenta y ligada de hablar. Para ellas, el tiempo no contaba. Después de patinar un rato, Noonie miraba al reloj y decía:
—¿Te has fijado qué hora es? Ya es la una y media.
—Pobre de mí —decía yo—. Tardaré veinte minutos por lo menos en llegar a casa.
—Es mejor que no vayas a casa, Agge. Te vienes con nosotras a comer y telefoneamos a Ashfield.
Iba con ellas, pues, y llegábamos a su casa hacia las dos y media; recibíamos el saludo de su perro Sam (con el cuerpo como un tonel y respiración como la de un desagüe, solía decir Noonie) y dábamos buena cuenta de la comida caliente que les habían guardado en algún sitio. Luego decían que era una lástima que Aggie se fuera a casa, y que teníamos que ir a su clase, tocar el piano y cantar algo. A veces íbamos de excursión al páramo. Decidíamos encontrarnos en la estación Torre para tomar un tren determinado. Llegaban siempre tarde y perdíamos el tren. Perdían trenes, tranvías y todo, pero no perdían la calma. «Bueno —decían—, ¿qué importa? Pronto llegará otro. No se adelanta nada con preocuparse, ¿verdad?» Era estupendo.
Los mejores momentos de mi vida eran las visitas de Madge. Venía con nosotras en agosto; Jimmy la acompañaba unos días, después volvía a los negocios, pero ella se quedaba hasta finales de septiembre con Jack.
Mi sobrino era desde luego una fuente constante de entretenimiento, para mí. Era un niño precioso con las mejillas sonrosadas y el pelo muy rubio; daban ganas de comérselo y, de hecho, solíamos llamarle «le petit brioche[28]». No se cohibía por nada e ignoraba lo que significaba estar en silencio. No había que hacerle hablar, el problema era que se callará. Tenía un temperamento muy vivo y solía estallar; como decíamos nosotras; primero se ponía muy colorado, luego morado, después contenía la respiración y a continuación explotaba. Tuvo varias nodrizas, cada cual con su peculiaridad. Había una que tenía mucho ingenio. Era vieja, de pelo canoso y desaliñado. Tenía mucha experiencia y era casi la única que le dominaba cuando estaba en pie de guerra. Un día que había estado bastante turbulento, iba de una a otro gritando: «Idiota, idiota, idiota», sin motivo alguno. Por fin, la nodriza le riñó, diciéndole que, si volvía a repetido, le castigaría.
—Cuando me muera, iré al cielo, me presentaré en seguida a Dios y le diré: «Idiota, idiota, idiota». Hizo una pausa para ver qué efecto había causado la blasfemia. La nodriza dejó su labor, le miró por encima de las gafas y le contestó tranquilamente:
—¿Y supones que el Todopoderoso va a fijarse en lo que dice un mocoso como tú?
Se quedó totalmente desinflado.
La siguiente fue una jovencita llamada Isabel. Por algún motivo, estaba acostumbrada a tirar las cosas por la ventana.
—¡Malditas tijeras! —murmuraba de repente y las tiraba al jardín. A veces Jack intentaba ayudada.
—¿Quieres que tire esto por la ventana, Isabel? —preguntaba con entusiasmo.
Como todos los niños, adoraba a mi madre. Se metía con frecuencia en su cama por las mañanas temprano, y les oía a través de la pared de mi cuarto. Algunas veces hablaban de cosas de la vida y otras, mi madre le contaba un cuento, una especie de serial sobre sus propios pulgares; uno se llamaba Betsy Jane y el otro Sary Anne; uno era bueno y el otro malo. Lo que decían y hacían, le hacía morir de risa a Jack. A veces trataba de intervenir en el diálogo. Un día en que vino a comer el vicario, dejó a todos en suspenso al saltar de pronto: «Sé un chiste muy gracioso sobre un obispo». Entre todos conseguimos que se callara, pues no sabíamos qué es lo que habría oído.
Solíamos pasar las Navidades en Cheshire en casa de los Watts. Jimmy cogía entonces una parte de las vacaciones para pasar tres semanas en St. Moritz con Madge. Esquiaba muy bien y era el tipo de vacaciones que más le gustaba. Mamá y yo nos íbamos a Cheadle y, como aún no estaba lista la casa llamada Manor Lodge, celebrábamos la Navidad en Abney Hall con los padres de Jimmy, sus cuatro hijos y Jack. Era una casa fantástica para un niño. Era grande, de estilo gótico victoriano, con numerosísimos cuartos, corredores, gradas insospechadas, escaleras delanteras y traseras, alcobas, nichos, en fin, todo lo que podía desear un pequeño y, además, tres pianos y un órgano. Lo único que le faltaba era la luz del sol; era muy oscura, salvo el gran salón con sus paredes tapizadas de raso verde y con grandes ventanales.
Por entonces, Nan y yo éramos ya buenas amigas y compañeras de bebida; a las dos nos gustaba la misma: crema natural y pura. Aunque yo había tomado mucha crema de Devonshire, la natural era todo un regalo. Cuando Nan estuvo en Torquay, íbamos a menudo a una lechería de la ciudad para beber un vaso de leche con crema. Estando en Abney, nos marchábamos a su granja a tomar una jarra de crema. Conservamos esta afición durante toda la vida; me acuerdo todavía de cuando comprábamos crema en Sunningdale y la bebíamos yendo hacia el campo de golf o sentadas en espera de que nuestros maridos acabaran de jugar.
Abney era el paraíso del glotón. La señora Watts tenía afuera lo que llamaba su despensa. No era, como la de la abuela, una especie de tesoro bien seguro, del que se iban sacando cosas; se podía entrar libremente. Tenía las paredes cubiertas de estanterías repletas de toda clase de golosinas. De un lado, los chocolates: cajas enteras, todas diferentes con sus etiquetas. Había también galletas, mazapanes, fruta en conserva, mermelada, etc.
Navidad era el festín supremo, algo inolvidable. Medias navideñas en la cama. Al despertar, la silla cubierta de regalos. Luego a la iglesia, para volver en seguida a seguir abriendo regalos. A las dos, el banquete con las persianas echadas y las luces y adornos brillando. Primero sopa de ostras (que no me hacía mucha gracia), rodaballo, pavo guisado, asado y una porción grande de solomillo. Seguía budín de ciruela, pasteles y una tarta llena de monedas de seis peniques, cerditos, anillos y muchas otras cosas. A continuación, innumerables clases de trufa. En un relato que escribí una vez, El pudding de Navidad, no hice más que describir aquella fiesta. Es algo que no volverá a verse en esta generación; dudo, por otra parte, que hoy día haya quien pueda digerir todo eso; nosotras, sin embargo, no teníamos problemas. Rivalizaba en proezas gástricas con Humphrey Watts, el que seguía a James, que tendría unos veintiuno o veintidós años, mientras yo tenía sólo doce o trece. Era un joven guapo, buen actor y maravilloso anfitrión y narrador de cuentos. Me resulta sorprendente que, siendo yo tan dada a enamorarme de todos, no me enamorara de él. Atravesaba todavía la edad en que mis amores tenían que ser imposibles, relacionados con personajes públicos como el obispo de Londres, el rey Alfonso de España y, por supuesto, con varios actores. Me enamoré locamente de Henry Ainley cuando le vi en The Bondman, y estaba dispuesta a un «funeral con plañideras[29]», que era lo que necesitaba una chica enamorada de Lewis WaIler en su papel de Monsieur Beaucaire.
Humphrey y yo comíamos a dos carrillos en el banquete navideño. Él me ganó en la sopa de ostras; en el resto estuvimos a la par. Primero comimos las dos clases de pavo y luego cuatro o cinco tajadas de solomillo. Quizá los mayores se limitaran a una sola clase de pavo, pero Mr. Watts comió también solomillo. Luego tomamos budín, pastel, tarta (no comí mucha porque no me gustaba el sabor a vino). Siguieron las pastas, las uvas, naranjas, ciruelas de varias clases y fruta seca. Finalmente, por la tarde, sacaron de la despensa varios puñados de chocolatinas para darnos gusto. No recuerdo haberme puesto mala o tener un cólico al día siguiente; los únicos cólicos que recuerdo son los que me daban al comer manzanas verdes en septiembre; me las comía todos los días, pero alguna vez me excedía.
Lo que tengo bien presente es la vez que comí setas teniendo seis o siete años. Un dolor me despertó a las once de la noche, bajé corriendo al salón donde mis padres estaban con algunos invitados, y anuncié dramáticamente: «¡Me muero! ¡He comido setas!» Mi madre me calmó rápidamente, me dio una dosis de ipecacuana[30], que no faltaba nunca en el botiquín, y me aseguró que no me moriría.
Me parece que nunca me puse enferma en Navidad. Nan Watts tenía un estómago a toda prueba como el mío. Bueno, por lo que recuerdo, nadie lo tenía mal. Supongo que alguno habría con úlcera gástrica o duodenal, pero no tengo presente a nadie que se alimentara a base de leche y pescado. ¿Una época de glotones? Sí, pero de mucho entusiasmo y alegría. Teniendo en cuenta lo que comía cuando era niña (siempre tenía hambre) no comprendo cómo estaba siempre como una gallina flaca.
Después de la placentera inercia de la tarde de Navidad (para los mayores; los pequeños leíamos libros, mirábamos los regalos, comíamos chocolatinas, etc.) venía una tremenda merienda con té, tarta helada y todo lo demás; y para terminar cena con pavo frío y pastel de carne. Hacia las nueve, el árbol de Navidad con más regalos colgados de él. Un día extraordinario que aún se recordaba en la Navidad siguiente.
Iba a Abney con mi madre en otras épocas del año y siempre me encantaba. Había un túnel bajo el camino del jardín, que era muy práctico para cualquier romance o drama histórico que estuviera representando. Me paseaba por allí hablando entre dientes y gesticulando. Seguramente los jardineros me tomaban por loca, pues me identificaba mucho con el papel. Nunca se me ocurrió escribir nada y no me importaba lo que pensaran. Todavía ahora hablo conmigo misma, cuando planeo un capítulo que no acaba de salir.
Mis aptitudes creativas se ejercitaban también bordando cojines, que eran muy importantes entonces. En otoño bordaba muchísimo. Al principio compraba los dibujos, los calcaba en piezas de raso y comenzaba a bordarlos en seda. Luego me cansé de ellos porque eran todos iguales y comencé a copiar los dibujos de las porcelanas. Teníamos jarrones grandes de Berlín y de Dresden con hermosos ramos de flores; procuraba calcarlos, dibujarlos y copiar los colores tan bien como me fuera posible. La abuelita B se puso muy contenta al enterarse; había pasado gran parte de su vida bordando y le hacía ilusión pensar que una nieta le seguía los pasos. No logré, sin embargo, un bordado tan fino como el suyo; nunca bordé paisajes y figuras como ella. Conservo dos de sus tapices para la chimenea, uno con una pastora, el otro con un pastor y una pastora juntos bajo un árbol, grabando un corazón en el tronco, magníficamente hechos. Cuánto se entretendrían las grandes damas de la tapicería Bayeux en los largos meses invernales.
Mr. Watts me cohibía indeciblemente. Me llamaba «niña soñadora», lo que me turbaba muchísimo. «¿En qué está pensando nuestra niña soñadora?» Me ponía como un tomate. A veces, me hacía tocar y cantarle canciones sentimentales. Yo leía música bastante bien; así que me llevaba al piano y me indicaba sus canciones preferidas. No me agradaban mucho, pero al menos era mejor que hablar con él. Le gustaba el arte, pintaba paisajes de marismas y puestas de sol. Era también gran coleccionista de muebles, sobre todo de roble antiguo. Además, junto con su amigo Fletcher Moss, hacía buenas fotografías y publicó varios libros de fotos de casas famosas. Me hubiera gustado ser menos tímida, pero estaba en la edad del pavo.
Prefería con mucho a la señora Watts, que era vivaz, jovial y práctica. Nan, que tenía dos años más que yo, pasaba por un enfant terrible; le gustaba gritar, mostrarse maleducada y emplear palabrotas. Cuando soltaba tacos, afligía mucho a su madre, lo mismo que cuando le decía: «No seas tonta, mamá». No era lo que se esperaba de una hija, pero el mundo estaba entrando en la época del lenguaje llano y Nan se rebelaba de acuerdo con el papel que le había tocado; no obstante, creo que en el fondo adoraba a su madre. En realidad, la mayoría de las madres pasan por un período en el que sus hijas las hacen sufrir de uno u otro modo.
El día laboral después de Navidad, nos llevaban siempre a Manchester a ver la opereta cómica (¡qué buenas eran!). Volvíamos cantando en el tren todas las canciones traducidas por los Watts a la forma de hablar de Lancashire. Aún me parece oír nuestros gritos: «Nací un viernes, nací un viernes, nací un viernes cuando (crescendo) mi madre no estaba en casa». Y «Viendo a los trenes que llegan, viendo a los trenes que marchan, cuando vimos llegar a los trenes, vimos a los trenes marchar». El preferido lo cantaba Humphrey como un solo melancólico: «La ventana, la ventana, lo empujé por la ventana. Ya no siento dolor, madre, lo empujé por la ventana».
Las de Manchester no eran las primeras operetas cómicas que había visto; la primera fue en Drury Lane a donde me llevó la abuelita. Dan Leno hacía de Madre Gansa. Todavía le recuerdo; soñé con él durante varias semanas, pensando que era la persona más maravillosa del mundo. Aquella noche ocurrió un incidente emocionante: arriba, en el palco real, estaban dos principitos. Al príncipe Eddy, como se le conocía popularmente, se le cayeron los gemelos y el programa por encima del muro del palco, yendo a parar al patio de butacas, muy cerca de donde nosotras estábamos sentadas y, ¡qué delicia!, no vino el paje, sino el príncipe en persona; se disculpó cortésmente, diciendo que esperaba no haber hecho daño a nadie.
Me quedé dormida aquella noche fantaseando que un día me casaría con él. Posiblemente, le salvaría primero de morir ahogado… La reina, agradecida, daría el consentimiento real. O quizás ocurriría un accidente, se desangraría mortalmente y yo le daría mi propia sangre. Me nombrarían condesa, como la condesa Torby, y celebraríamos un matrimonio morganático. Pero, aun para una niña de seis años, era algo demasiado fantástico para durar mucho.
Mi sobrino Jack ideó un matrimonio a su manera cuando tenía cuatro años:
—Suponte, mamá, que te casaras con el rey Eduardo. Yo sería alteza.
Mi hermana le dijo que para esto habría que contar con la reina y con papá.
—Suponte que muera la reina —se apresuró a arreglar las cosas. Hizo una pausa para hablar con tacto—; suponte que papá… ejem… no estuviera y que el rey te viera…
Se detuvo dejando el final a la imaginación de cada cual; evidentemente sería como un flechazo para el rey y en un abrir y cerrar de ojos, Jack sería su hijastro.
—He estado hojeando el devocionario durante el sermón —me dijo un año más tarde—. Había pensado casarme contigo cuando fuera mayor, Ange, pero he consultado el devocionario y hay muchos obstáculos por medio; creo que el Señor no me dejaría —y suspiró.
Le dije que a pesar de todo me sentía muy halagada.
Es asombroso que las predilecciones de uno no cambien. A mi sobrino Jack, desde que era un crío le obsesionaban las cosas eclesiásticas. Si de pronto desaparecía de la vista, con frecuencia se le encontraba en una iglesia mirando al altar con admiración. Le fascinaban sobre todo las iglesias católicas. Si le daban plastilina de colores, hacía trípticos, crucifijos o algún tipo de ornamento eclesiástico. Sus gustos nunca cambiaron; sabía más que nadie sobre la historia de la Iglesia. Cuando tema unos treinta años, entró en la Iglesia católica. Fue un duro golpe para mi cuñado, que era lo que se puede llamar un protestante «negro». Decía con su voz amable:
—No es que tenga prejuicios, no los tengo en serio. Es que me resulta inevitable ver que todos los católicos son unos terribles embusteros. No es que tenga prejuicios, es sólo eso.
La abuela era también un buen ejemplo de protestante «negra» y disfrutaba muchísimo metiéndose con los papistas. Bajaba la voz para decir:
Todas esas hermosas jóvenes que desaparecen en los conventos y nunca se vuelven a ver…
Estoy segura de que pensaba que los curas escogían sus amantes en conventos especiales de chicas guapas.
Los Watts eran no conformistas, creo que metodistas, lo que quizás explique su tendencia a considerar a los católicos como representantes de la «mujer roja de Babilonia». No sé de dónde le vino a Jack la pasión por la Iglesia católica. No la heredó de ninguno de la familia, pero la tuvo desde los primeros años. Cuando yo era pequeña, todos daban mucha importancia a la religión. Las discusiones religiosas eran interesantes, llenas de colorido y, a veces, acaloradas. Uno de los amigos de mi sobrino le diría más adelante:
—Jack, me resulta increíble que no puedas ser un alegre hereje como los demás; serías un tipo mucho más tranquilo.
Eso sería lo último que se le ocurriría a Jack, ser tranquilo. Como dijo su niñera una vez, después de haber estado buscándole un rato:
—No comprendo por qué el señorito Jack quiere ir a las iglesias. Es algo tan raro en un niño…
Personalmente opino que era la reencarnación de un eclesiástico del medioevo. De mayor tenía cara de eclesiástico; no de monje ni de visionario; de eclesiástico versado en las prácticas de la iglesia y capaz de desenvolverse bien en el concilio de Trento y de saber con exactitud el número de ángeles que pueden bailar sobre la punta de una aguja.