Hacia el mes de marzo mi madre comentó que Madge esperaba un hijo. Me quedé mirándola sin poder hablar.
—¿Madge va a tener un hijo?
No sé por qué me parecía raro, si sucedía a diario a nuestro alrededor; pero todo resulta sorprendente cuando ocurre en la propia familia. Había aceptado con entusiasmo a James, o Jimmy como le solía llamar, y le tenía cariño. Pero ahora se trataba de algo muy distinto. Como me sucedía con frecuencia, pasó un poco de tiempo antes de que me recobrara. Me quedé con la boca abierta dos minutos o más, luego dije:
—Oh, qué fantástico. ¿Cuándo será? ¿La próxima semana?
—No tan pronto —dijo mi madre. Será en octubre.
¡Octubre! Qué desilusión. Esperar tanto… No sé con exactitud qué idea tenía del sexo a mis doce o trece años, pero creo que ya no aceptaba las teorías sobre los doctores o los visitantes celestiales con alas. Me había dado cuenta ya de que era un proceso físico, pero sin sentir mayor curiosidad o excesivo interés. No obstante, había hecho algunas deducciones. La criatura estaba primero dentro del vientre y luego fuera. Reflexioné sobre el mecanismo y me centré en el ombligo. No entendía para qué servía aquel agujero redondo en medio del estómago; no podía ser para otra cosa, así que algo tendría que ver con el nacimiento del bebé. Años más tarde, mi hermana me dijo que había tenido unas ideas muy definidas: el ombligo era una cerradura, cuya llave tenía guardada la madre y se la daba al esposo, quien la abría en la noche de bodas. Era una teoría tan sensata, que no me maravilla que me aferrara a ella con firmeza.
Me fui al jardín y rumié la idea por mucho tiempo. Madge iba a tener un niño. Era maravilloso y cuanto más lo pensaba, más lo aprobaba. Me iba a convertir en tía; eso me hacía una persona mayor e importante. Le compraría juguetes, le dejaría jugar con mi casa de muñecas y evitaría que mi gatito le arañara sin querer.
Al cabo de una semana aproximadamente, lo olvidé, absorta en los acontecimientos de la vida diaria. Faltaba mucho tiempo para octubre.
En agosto, mi madre recibió un telegrama que la hizo marchar.
Dijo que tenía que quedarse con mi hermana en Cheshire. Por aquel entonces estaba con nosotras la tía-abuela. No me sorprendió mucho su partida y no busqué ninguna explicación, pues todo lo hacía de improviso sin una aparente previsión o preparación. Recuerdo que estaba en el jardín, en la pista de tenis, mirando a los perales con la esperanza de encontrar una pera madura, cuando salió a buscarme Alice.
—Ya es casi la hora de comer; debe entrar, señorita Agatha. Le aguarda una noticia.
—¿En serio? ¿Qué noticia? —Tiene un sobrinito— dijo ella.
—¿Un sobrino? Si no lo esperaba hasta octubre.
—Sí, pero las cosas no salen siempre como una quiere —contestó.
Entré y me encontré a la abuela en la cocina con un telegrama en la mano. La bombardeé a preguntas. ¿Cómo era el niño? ¿Por qué había llegado ahora y no en octubre? Respondía a mis preguntas, defendiéndose con el tan conocido arte de los victorianos. Creo que cuando entré, estaba en plena conversación ginecológica con Jane, pues bajaron la voz y susurraron algo así como: «El otro doctor decía que el embarazo seguiría quizá su curso, pero el especialista se mantuvo firme». Todo era misterioso e interesante. Mi mente se centró por completo en mí sobrino. Mientras la abuela limpiaba un hueso de cordero, dije:
—Pero ¿cómo es? ¿De qué color tiene el pelo?
—Probablemente es calvo. Al principio no tienen pelo.
—Calvo —repetí desilusionada—. ¿Tendrá la cara muy colorada?
—Casi seguro.
—¿Es grande?
Se quedó pensativa, dejó de raspar y midió en el cuchillo.
—Así —dijo con la certeza del que está enterado.
Me parecía que era algo pequeño. De todas formas me produjo tal impresión que si un psiquiatra me hubiera hecho una pregunta asociativa dándome por clave la palabra «niño», habría respondido de inmediato con la palabra «cuchillo». Me pregunto qué clase de complejo freudiano habría descubierto en esa respuesta.
Estaba encantada con mi sobrino. Madge lo trajo a Ashfield un mes más tarde y cuando cumplió dos meses fue bautizado en la iglesia vieja de Tor. Como la madrina, Norah Hewitt, no pudo llegar, la sustituí yo, cogiendo al niño en brazos. Junto a la pila me sentía una persona importante, mientras mi hermana no se despegaba de mí por miedo de que le dejara caer. Mr. Jacob, nuestro vicario, al que conocía bien porque me estaba preparando par la confirmación, tenía buena mano para los niños que bautizaba, echando y quitando el agua sobre su frente con todo cuidado y meciéndolos suavemente para que no lloraran. Le pusieron James Watts como su padre y su abuelo, y en la familia le llamaríamos Jack. Tenía ganas de que creciera y pudiera jugar conmigo, pues su ocupación principal era entonces la de dormir.
Era estupendo que Madge se quedara con nosotras mucho tiempo. Contaba con ella para que me relatara cuentos y me entretuviera. Me contó mí primera historia de Sherlock Holmes El carbunclo azul, y desde entonces no la dejé en paz para que me contara otras. Aunque me gustaban todas, mis preferidas eran El carbunclo azul, La liga de los pelirrojos y Las cinco semillas de naranja. Narraba estupendamente.
Antes de casarse, había escrito varios cuentos; muchos de los cuales fueron aceptados por Vanity Fair, lo que se consideraba un buen logro literario, y mi padre se puso muy orgulloso. Escribió una serie de narraciones sobre el deporte: The Sixth Ball of the Over, A Rub of the Creen, Cassie plays Croquet y otras llenas de gracia y de ingenio. Las volví a leer hace unos veinte años y me quedé impresionada por lo bien que escribía. No, sé si habría escrito más si no se hubiera casado, pero, de cualquier forma, creo que hubiera preferido dedicarse a la pintura. Era de esa clase de personas que pueden hacer casi todo lo que se proponen. No recuerdo que escribiera cuentos después de casarse, pero unos diez o quince años después se convirtió en autora teatral. The Claimant fue representada por Basil Dean del Royal Theatre con los actores Leon Quartermayne y Fay Compton. Escribió luego una o dos obras más que no se representaron en Londres. Era también una buena actriz aficionada y actuó con la Manchester Amateur Dramatic. No cabe duda, era la más dotada de la familia.
Yo no tenía ambición personal. Sabía que no destacaba en nada. Me gustaba jugar al tenis y al croquet, pero lo hacía mal. Habría sido mucho más interesante decir que anhelaba ser escritora, decidida a triunfar algún día, pero sinceramente nunca se me ocurrió tal idea. Sin embargo, a los once años ya había publicado algo. Coincidió con la llegada de los tranvías a Ealing. Provocaron una tremenda oposición. ¡Qué desastre para una zona residencial tan maravillosa, con calles anchas y casas tan bonitas, tener tranvías que daban campanillazos arriba y abajo! Se vociferó contra la palabra progreso. Todo el mundo escribía a la prensa, a los parlamentarios, lo primero que se les ocurría. Los tranvías armaban mucho ruido; seguro que perjudicarían a nuestra salud. Existía un excelente servicio de autobuses rojos que llevaban escrito el nombre de la ciudad en grandes caracteres e iban de Ealing Broadway a Shepherds Bush; y otro autobús muy útil, aunque de apariencia más humilde, que hacía el recorrido de Hanwell a Acton. Además, el bueno aunque anticuado Great Western Railway, para no mencionar al District Railway.
No necesitábamos tranvías, pero llegaron inexorablemente. Hubo llanto y crujir de dientes y Agatha vio publicado su primer esfuerzo literario, una poesía que escribí el primer día que circularon. Tenía cuatro estrofas. Uno de los caballeretes de la abuelita, de aquel galante cuerpo de generales, tenientes coroneles y almirantes, se dejó convencer de que fuera a los oficinas del periódico local a pedir que lo publicaran. Así fue y todavía lo recuerdo, al menos esta estrofa:
Cuando pasó el primer tranvía,
luciendo de esplendor,
¡qué bien!, pero al concluir, el día,
otro era el cantar, señor.
Después me mofaba de una «zapata que aprieta» (había ocurrido un fallo eléctrico en una «zapata» o lo que fuera, que llevaba electricidad a los tranvías, de modo que, después de funcionar durante algunas horas, se pararon). Me alegró mucho verme en la prensa, pero no puedo decir que me inclinara a la carrera literaria.
En realidad, lo único que anhelaba era un matrimonio feliz. De eso estaba segura, como todas mis amigas. Presentíamos la felicidad que nos aguardaba; ansiábamos amar, ser protegidas, queridas y admiradas, sin tener que variar nuestras costumbres, pero anteponiendo vida, profesión y éxito de nuestro marido, como era nuestro deber. No necesitábamos píldoras ni sedantes, teníamos esperanza y disfrutábamos de la vida. Había desilusiones y momentos de tristeza, pero, en conjunto, la vida era divertida. Tal vez lo sea también para las chicas de hoy día, aunque no lo parece. Sin embargo, quizá disfruten con la melancolía; hay quien lo hace. Tal vez gocen con las crisis emocionales que las asaltan continuamente; puede que, incluso, saboreen la angustia tan frecuente en la actualidad. Mis coetáneas pasaban con frecuencias grandes apuros económicos y no tenían ni la cuarta parte de lo que deseaban. ¿Por qué, pues, disfrutábamos tanto? ¿Era una especie de savia que ha dejado de circular? ¿La hemos estrangulado o secado con la educación o, peor, con la angustia sobre la educación, la angustia acerca de lo que espera uno de la vida? Éramos como flores silvestres (hierbas malas tal vez, pero exuberantes) que luchábamos por salir a través de las grietas de los pavimentos, decididas a vivir y gozar plenamente, abriéndonos a la luz del sol hasta que alguien nos pisaba, Aunque doloridas durante algún tiempo, levantábamos pronto la cabeza de nuevo. Hoy en día, desgraciadamente, no tenemos derecho a levantarla. Dicen que existen muchos que «no merecen vivir». Nadie nos habría dicho eso a nosotras, y si lo hubieran hecho no les habríamos creído. Sólo un asesino no lo merece, y hoy es la única persona de la que no se debe decir.
Lo más fascinante para una chica, es decir para un embrión de mujer, era que la vida fuese un juego tan maravilloso. ¿Qué pasaría en el futuro? Eso es lo que hacía tan interesante ser mujer. No había que preocuparse por lo que se iba a hacer o ser; decidiría la biología. Esperábamos al hombre que cambiaría nuestra existencia. ¿Qué pasará? «Quizá me case con uno del cuerpo diplomático… me gustará ir al extranjero y ver tantos, sitios…» O bien: «No me agradaría casarme con un marinero; pasaría mucho tiempo esperándole en las pensiones a orillas del mar…» «Tal vez me case con un ingeniero de puentes o un explorador». Cualquiera podía ser; dependía del destino. Podíamos casarnos con cualquiera, incluso con un borracho y ser muy desgraciadas, pero esa posibilidad no hacía más que avivar la sensación de expectativa. Una no se casaba con una profesión, sino con un hombre; en palabras de antiguas niñeras, nodrizas, cocineras y doncellas: «Un día se presentará el señor Adecuado».
Me acuerdo de cuando, siendo niña, vi cómo Hannah, la cocinera de la abuelita, ayudaba a una de las amigas más guapas de mi madre a vestirse para el baile. Le ataba un corsé muy ajustado.
—A ver, Miss Phyllis —decía Hannah, apoye el pie contra la cama y échese hacia atrás. Voy a tirar. Contenga la respiración.
—Oh, Hannah, no lo soporto, no lo soporto, en serio. No puedo respirar.
—No tenga miedo, querida, puede respirar perfectamente. No podrá comer demasiado, y eso es bueno, pues las señoritas no deben comer mucho, no es decoroso. Tiene que comportarse como una joven dama. Está bien. Voy a tomar el metro. A ver… cuarenta y siete y medio. Podría bajar a cuarenta y siete…
—Cuarenta y siete y medio está bien —suspiraba la atormentada.
—Luego se alegrará. Suponga que ésta sea la noche en que llega el señor Adecuado. No le gustaría tener una cintura ancha, ¿verdad, señorita?
A veces se aludía a él en forma más elegante llamándole Tu Destino.
—No sé si tengo muchas ganas de ir.
—Sí que las tiene, querida. Piense que puede encontrarse con Tu Destino.
Y, por supuesto, eso es lo que ocurre efectivamente. Las chicas van, queriendo o sin querer, a un sitio cualquiera y allí está él.
Desde luego, siempre había chicas que no querían casarse, normalmente por una razón doble, para ser monjas o enfermeras en una leprosería o hacer algo grandioso e importante como una inmolación personal. Creo que era casi una fase necesaria. El ardiente deseo de ser monja es mucho más frecuente entre las protestantes que entre las católicas. En éstas es sin duda más vocacional, pues se reconoce como un estado de vida, mientras que entre las protestantes es el aroma de misterio religioso lo que lo hace apetecible. Ser enfermera se consideraba algo heroico con todo el prestigio dado por Miss Nightingale. Pero el matrimonio era el tema principal y con quién se casaría una era el interrogante de la vida.
Cuando tenía trece o catorce años, me sentía muy avanzada en edad y experiencia. Ya no me sentía protegida por otra persona tenía más bien, mis propios sentimientos protectores: era responsable de mi madre. Comencé también a tratar de conocerme: qué clase de persona era, qué podía intentar con éxito y para qué cosas no estaba hecha y era inútil luchar por conseguirlas. Sabía que no tenía un ingenio rápido; necesitaba tiempo para considerar cuidadosamente un problema antes de decidir cómo tenía que resolverlo.
Empecé a apreciar el tiempo. No hay nada más precioso en la vida. Me parece que la gente lo desaprovecha bastante hoy día. Yo tenía mucho. Fui excesivamente afortunada en la infancia y la juventud, precisamente porque tenía mucho tiempo. Se despierta una por la mañana y, medio dormida aún, se pregunta: ¿qué voy a hacer hoy? Se puede elegir; el día está ahí, delante, y se puede programar a placer. Con esto no quiero decir que no tuviera nada que hacer (deberes los llamábamos), desde luego que sí; había algunos trabajos en casa: unos días había que limpiar los marcos de plata de los retratos, remendar las medias o aprender un capítulo de Great Events in History, y otro había que bajar a la ciudad a pagar los recibos de los comerciantes. Cartas y notas que leer y escribir, sistemas de medidas y ejercicios, bordado, etc. Pero podía programar el día como quisiera y decir: «Voy a dejar las medias para esta tarde, por la mañana iré a la ciudad y regresaré por el otro camino para ver si aquel árbol ha florecido ya».
Siempre, al despertar, siento lo que supongo que es natural en todos, la alegría de estar viva. No de una manera consciente, pero ahí estoy, viva; abro los ojos y allí está el nuevo día, un paso más en el viaje hacia desconocido, ese estupendo viaje que es la propia vida que no será quizás estupenda en sí, pero lo es por ser propia. Ése es uno de los secretos de la existencia: gozar del don de la vida que se ha recibido.
Todos los días no son necesariamente agradables. Después de la primera sensación deliciosa —¡otro día!, ¡qué maravilloso!—, recordamos que tenemos que ir al dentista a las 10.30. Pero la primera sensación al despertar, ya no hay quien nos la quite y nos servirá como un primer impulso muy útil. Claro está que mucho depende del temperamento: se es alegre o melancólico; no creo que se pueda hacer nada en este punto, es algo congénito. Uno está contento hasta que algo le pone triste y otro está melancólico hasta que algo le distrae. Naturalmente, las personas alegres pueden estar tristes, y las tristes alegres; pero si pudiera regalar a un niño que yo quisiera el día de su bautizo, este regalo sería una estructura mental feliz.
Existe la suposición de que el trabajo es algo meritorio. ¿Por qué? En la época primitiva, el hombre iba a cazar animales para alimentarse y sobrevivir. Luego se dedicó a cultivar la tierra, a sembrar y arar por idéntico motivo. Ahora se levanta temprano; toma el autobús de las ocho y cuarto y se pasa el día sentado en la oficina también por la misma razón: para alimentarse, tener un techo sobre la cabeza, y, si es inteligente y tiene suerte, para ir algo más allá y lograr comodidad y diversión.
Es rentable y necesario. Pero ¿por qué meritorio? El viejo adagio de las niñeras solía ser: «El diablo da incluso a las manos ociosas algún desaguisado que hacer». Parece que Georgie Stephenson estaba entregado a la ociosidad cuando observó que la tapadera de la tetera de su madre subía y bajaba. Como no tenía nada que hacer, se puso a reflexionar[27]…
La necesidad no es la madre de la invención, que, en mi opinión, procede directamente del ocio e incluso de la pereza: para evitarse molestias. Ése es el secreto que nos ha llevado, durante centenares de millares de años, de arrancar astillas del sílex a apretar el botón de la lavadora.
La situación de las mujeres ha empeorado con el correr del tiempo; nos hemos comportado como unas tontas. Hemos gritado que nos dejen trabajar como a los hombres, quienes han aceptado de mil amores, pues no son tontos. ¿Por qué sustentar a la esposa? ¿Por qué no se sustenta ella sola? Quiere hacerlo, pues que haga. Es triste que, después de haber creado nuestra imagen de «sexo débil», nos hayamos colocado al mismo nivel que las mujeres de tribus primitivas que trabajan todo el día en los campos, andan kilómetros en busca de matas secas para hacer fuego y, en los desplazamientos, llevan sobre la cabeza los bártulos de cocina y otros objetos del hogar, mientras el suntuoso y ornamental varón abre la marcha sin más carga que un arma mortal para defenderlas.
Teníais que ver a las de la época victoriana; hacían de los hombres lo que querían. Dejaban bien sentado que eran frágiles, delicadas y sensibles, necesitadas de protección y de mimos. ¿Llevaban una vida miserable, servil, pisoteadas u oprimidas? No es eso lo que yo recuerdo. Me parece que todas las amigas de mis abuelas vivían a sus anchas y lograban hacerlo todo a su manera casi siempre. Eran duras, independientes, cultas y bien informadas.
Hasta admiraban a sus maridos. Pensaban que eran chicos estupendos, fogosos, propensos a descarriarse. En la vida diaria, la mujer se salía con la suya, mientras que, de palabra, tributaba homenaje a la superioridad masculina para que él no se sintiera humillado.
«Tu padre sabe lo mejor» era la fórmula pública. Pero la actitud real en privado era diferente: «Estoy segura de que tienes toda la razón, John, pero no sé si has considerado…».
El hombre era superior en un aspecto: era el cabeza de familia. Una mujer, al casarse, aceptaba el lugar que le tocaba y el modo de vida que le estaba destinado. Opino que es lógico y que es el fundamento de la felicidad. Si no aceptas la forma de vivir del hombre, no te cases con él. Pongamos como ejemplo que se trate de un vendedor de telas, católico, que prefiere vivir en los suburbios, que juega al golf y le gusta pasar las vacaciones en el mar. Con ése te vas a casar. Métetelo en la cabeza y procura que te guste, que no será tan difícil.
Es sorprendente lo que se puede disfrutar con casi todo. Hay pocas cosas tan apetecibles como aceptar todo y disfrutar de todo, gozar de toda clase de alimentos o de formas de vivir: la vida del campo con los perros y los caminos enlodados; la vida de las ciudades con el ruido, la gente, el alboroto. En una hay reposo, tranquilidad, tiempo para leer, tejer, bordar y el placer de cultivar algo. En la otra, teatros, pinacotecas, buenos conciertos y la posibilidad de ver a los amigos. Me siento feliz al poder decir que disfruto con casi todo.
Una vez, viajando en tren hacia Siria, me lo pasé muy bien con una compañera de viaje que disertaba sobre el estómago.
—Hija —decía—, nunca cedas al estómago. Si algo no te va, di a ti misma: ¿quién manda, el estómago o yo?
—Pero ¿cómo actúa usted en concreto? —pregunté con curiosidad.
—Todo estómago puede entrenarse con dosis pequeñas primero, no importa de qué se trate. Por ejemplo, a mí me ponían mala los huevos y el queso me producía terribles dolores. Pero comencé con una o dos cucharadas de huevo pasado por agua dos o tres veces por semana, y luego un poco más de huevo revuelto, etc., y ahora puedo comer cualquier cantidad. Lo mismo me ha pasado con el queso. Recuerde esto: «El estómago es un buen siervo, pero un mal amo».
Me dejó impresionada y prometí seguir su consejo; lo he seguido sin grandes dificultades, pues mi estómago es muy servicial.