IV

A veces se me ocurre que, si la teoría de la reencarnación es correcta, yo he debido ser un perro anteriormente. Cuando alguien va a hacer algo o va a ir a alguna parte, me encanta acompañarle. Del mismo modo, cuando volví a casa después de tan larga ausencia, me porté como los perros que lo examinan todo, olfatean aquí y allá para averiguar que ha pasado, y recorrer sus lugares predilectos. Lo mismo hice yo: recorrí toda la casa, luego fui al jardín, visité mis sitios preferidos: el estanque, el árbol del columpio, el lugar secreto junto al muro desde donde podía ver sin e ser vista. Tomé mi aro y lo probé; tardé una hora en convencerme de que todo estaba tal como lo había dejado.

El que más había cambiado era Tony. Cuando lo dejé, era un pequeño terrier-yorkshire. Se había puesto como un globo de gordo, gracias a los cuidados primorosos de Froudie, que se había convertido en su esclava. Cuando fuimos a buscarle mi madre y yo, nos explicó exhaustivamente como le gustaba dormir, con qué se le tapaba en el cesto, lo que le gustaba comer y a qué hora daba el paseo. De vez en cuando interrumpía la conversación para hablar con él cariñosamente, como una madre, mientras el animal la escuchaba atentamente pero sin darle excesiva importancia.

—Y no prueba bocado —decía con orgullo—, si no se le da en la boca: he tenido que darle yo misma en la boca todo lo que ha comido.

En el rostro de mi madre leí que no recibiría el mismo trato en casa. Nos lo llevamos en su camita y el resto de sus posesiones en un coche que habíamos conseguido para aquella ocasión. Tony se mostró contento de vernos y me cubrió de besos. Cuando le presentaron la comida, resulto que Froudie estaba en lo cierto: se quedó mirándola, nos echo una mirada a mi madre y a mí, se apartó un poco y se sentó esperando, como un grand seigneur[18], a que se la dieran bocado a bocado. Le ofrecí uno, que aceptó gustosamente, pero mi madre se opuso.

—No está bien —dijo—. Tiene que aprender a comer como es debido, como hacía antes. Déjaselo en el suelo, ya verás cómo se lo ame ahora mismo.

Pero Tony se quedó sentado, sin hacer el menor esfuerzo por tomar nada. Nunca he visto un perro más lleno de justa indignación; sus enormes ojos tristes de color castaño lanzaron una mirada a la familia reunida y luego, otra al plato, como diciendo: «Lo quiero, ¿no os dais cuenta? Quiero mi comida; dádmela». Pero mi madre se mantuvo firme.

—Si no come hoy —dijo—, ya comerá mañana.

—¿No pasará mucha hambre? —pregunté yo.

Echó un vistazo a su enorme lomo y respondió:

—Un poco le vendrá bien.

Hasta el día siguiente por la noche Tony no capituló; para salvar su orgullo, comió cuando no había nadie presente. Luego desaparecieron los problemas. Los días en que se le había tratado como un gran duque no volverían y tenía que aceptarlo. Sin embargo, no olvidó que en otro lugar le habían mimado durante todo un año. Apenas recibía una palabra de reproche o se metía en jaleos, salía disparado hacia la casa de Froudie, costumbre que le duró mucho tiempo.

Marie, además de sus deberes habituales, tuvo que encargarse del perro. Cuando estábamos jugando abajo por la noche, resultaba divertido verla llegar con un delantal ceñido a la cintura y decir cortésmente: «Monsieur Tony por le bain[19]». De inmediato el perro pegaba el vientre en el suelo y se deslizaba debajo del sofá; no le hacía ninguna gracia el baño semanal, Había que sacarlo a la fuerza y llevarlo con la cola y las orejas gachas. Luego Marie informaba con orgullo de la cantidad de pulgas que habían quedado flotando en la espuma.

Tengo que decir que, según parece hoy día, los perros no tienen ni la mitad de pulgas que entonces. A pesar de bañarlos, cepillarlos, peinarlos y desinfectarlos, siempre estaban llenos de pulgas. Quizás iban más que ahora a los establos o se juntaban con otros perros menos higiénicos. Por otra parte, recibían menos mimos y menos cuidados veterinarios. No recuerdo que el nuestro estuviera nunca enfermo; tenía siempre el pelo en buen estado, comía lo que nos sobraba y apenas nos ocupábamos de su salud.

Ahora también se presta mucha más atención a los niños. Entonces, si la temperatura no era alta, nadie se preocupaba: si una fiebre de 38 grados persistía durante veinticuatro horas, se llamaba al médico; pero, por debajo de ella, nadie se preocupaba. A veces, después de un atracón de manzanas verdes, una podía sufrir un cólico biliar; con veinticuatro horas de cama y dieta absoluta, todo quedaba arreglado. La comida era buena y variada, Creo que se mantenía a los niños a base de leche y fécula durante demasiado tiempo, pero desde muy pronto pude probar el filete que llevaban a Nursie para cenar, y uno de mis platos favoritos era la carne ligeramente asada. Se comía también nata de Devonshire en grandes cantidades, mucho más rica que el aceite de hígado de «bacalado», como solía decir mi madre. Unas veces la comíamos extendida sobre pan y otras con cuchara. Desgraciadamente ya no se encuentra aquella nata, al menos como era antes, cuando se quitaba en capas de la leche caliente y se ponía en un tazón de loza con su lado amarillo arriba. No hay duda de que la nata es lo que más me ha gustado, me gusta y me gustará.

Mamá, que era amante de la variedad en la comida, como en todo, tenía de vez en cuando sus manías; unas veces, por eso de que «hay muchísimo alimento en un huevo», los comíamos en casi todas las comidas, hasta que mi padre se rebelaba. Otras veces no se comía más que pescado para bien del cerebro. Pero, después de pasar por todas las dietas, mi madre volvía a lo normal, como cuando después de arrastrar a mi padre al teosofismo, a la Iglesia unitaria, a un paso del catolicismo y a un coqueteo con el budismo, volvió finalmente a la Iglesia de Inglaterra.

Daba gusto volver a casa y encontrarlo todo como siempre. No había más que un cambio y era para bien: la solícita Marie estaba conmigo.

Creo que hasta que no he metido la mano en el baúl de los recuerdos nunca había pensado en ella; era sencillamente Marie, una parte de mi vida. Para un niño, la vida es lo que le ocurre a él, incluyendo en ello a las personas, las que ama y las que aborrece, lo que le hace feliz o desdichado. Marie, lozana, alegre, sonriente, siempre dispuesta, era un miembro muy querido de la familia.

No sé qué pensaría ella. Creo que fue muy feliz durante el otoño y el invierno, viajando con nosotros por Francia y por las Islas del Canal. Conoció muchos sitios, la vida de hotel era agradable y, cosa rara, estaba encantada con la niña que tenía a su cargo. Me agradaría pensar que era por ser yo, pero le encantaban los niños y le habría gustado cualquiera, salvo uno de esos monstruos infantiles que se suelen encontrar. No le obedecía mucho; me parece que los franceses no son capaces de hacerse obedecer. Me portaba mal, sobre todo me costaba mucho acostarme, por lo que inventé el magnífico juego de saltar de un mueble a otro, subirme a los armarios y tirarme de las cómodas, completando el circuito sin tocar el suelo. Marie, quieta junto a la puerta, se lamentaba: «¡Señorita!» Madame votre mére ne serait pas contente[20]!. Desde luego, Madame ma mére[21] no estaba al corriente de lo que pasaba. Si hubiera aparecido inesperadamente, habría fruncido el entrecejo diciendo: «¡Agatha! ¿por qué no estás en la cama?» Y al instante me hubiera metido en la cama, sin necesidad de que me dijeran una palabra más. Pero Marie nunca me denunció a la autoridad; suplicaba, suspiraba, pero jamás me delató. Por otra parte, aunque no la obedecía, la quería muchísimo.

Sólo me acuerdo de una ocasión en la que la afligí sin pretenderlo en absoluto. Sucedió después de regresar a Inglaterra, durante una discusión que habíamos entablado, bastante amigablemente por otra parte; al final, exasperada y queriendo probar mi opinión, le dije: «Mais, ma pauvre fille, vous ne savez done pas les chemins de fer sont…»[22]. En ese momento, con gran asombro por mi parte, se echó a llorar. Me quedé mirándola, sin saber qué le pasaba. Por fin dijo algunas palabras entre sollozos. Sí, era una pauvre fille; sus padres eran pobres y no ricos como los de la señorita. Tenían un café en el que trabajaban todos los hijos. Pero no era gentille, no era bien élevée[23] por parte de la señorita echárselo en cara.

—Pero, Marie —suplicaba y—, no quise decir eso.

Era imposible explicarle que no había sido mi intención herirla, que ma pauvre fille era una simple expresión de impaciencia. La había herido en sus sentimientos y tardé media hora para calmarla a base de disculpas, caricias y reiteradas muestras de afecto. Luego se olvidó todo. Pero en el futuro tuve muchísimo cuidado de no volver a emplear esa expresión.

No sintió nostalgia de su familia hasta que nos establecimos en nuestra casa de Torquay; en los hoteles donde habíamos estado había otras doncellas, niñeras, institutrices, etc., procedentes de todo el mundo, y no había echado de menos a los suyos. Aquí en Inglaterra entró en contacto con chicas de su edad o no mucho mayores. Si no me equivoco, teníamos entonces una doncella muy joven y una camarera de unos treinta años. Pero su forma de pensar era tan diferente de la de Marie, que ésta se sentía totalmente extraña. Criticaban la sencillez de sus vestidos y el hecho de que no se gastara nada en atavíos, cintos, guantes y todo lo demás.

Ganaba lo que consideraba un salario fantástico. Todos los meses rogaba a Monsieur que fuera tan amable de enviar casi todo a su madre, quedándose con una cantidad insignificante que consideraba justa; estaba ahorrando para la dote, esa preciosa suma de dinero que acumulaban todas las chicas francesas de aquella época (no sé si lo hacen todavía) ya que sin ella era muy posible que no se casaran. Equivalía, creo, a lo que llamamos en Inglaterra «my bottom drawer[24]», pero mucho más serio. Era una buena idea, que ahora está en boga aquí, pues la gente joven quiere tener una casa propia y ahorran los dos para conseguirlo. Pero entonces, las chicas no guardaban nada para el matrimonio; eso le tocaba al novio, quien debía poner lo necesario para alimentar, vestir y cuidar a su mujer y la casa. De ahí que las sirvientas y dependientas gastaran en frivolidades todo lo que ganaban. Se compraban sombreros, blusas de colores, collares y broches. Se puede decir que el salario les servía para coquetear, para echarse el novio que les convenía. Pero llegó Marie con su chaqueta y falda negras, su toquilla y su blusa lisa, sin añadir nada a su guardarropa ni comprar nada innecesario y la despreciaron. No querían ser descorteses, creo yo, pero se reían de ella y eso la hacía desdichada.

Mi madre la ayudó a superar los primeros cuatro o cinco meses con perspicacia y bondad. Tenía nostalgia, se quería ir a su casa. Le habló, la consoló, diciéndole que era una chica lista, que estaba haciendo lo que debía y que las muchachas inglesas no eran tan previsoras y prudentes como las francesas. Además, creo que les dijo a las otras y a Jane que la estaban haciendo sufrir y que qué sentirían si se encontraran lejos de casa en un país extranjero. De modo que, al cabo de uno o dos meses, consiguió animarla.

Quien haya tenido la paciencia de llegar hasta aquí, se preguntará: «Pero ¿no tenía nada que estudiar?» La respuesta es negativa. Había cumplido nueve años y la mayoría de las niñas de mi edad tenían institutriz, sobre todo, para cuidarlas y vigilarlas. Lo que enseñaban en forma de lecciones, dependía de cada una.

Recuerdo vagamente a una o dos institutrices de mis amigas. Una profesaba fe ciega en la Guía infantil del conocimiento del doctor Brewer, equivalente a nuestro Quiz. Conservo algunas migajas de conocimientos adquiridos así: «¿Cuáles son las tres enfermedades del trigo? Añublo, mildiu y tizón». No las he olvidado en toda la vida, aunque desgraciadamente no me han servido para nada. «¿Cuál es el producto principal de Redditcht? Las agujas. ¿Cuándo tuvo lugar la batalla de Hastings? En 1066».

Recuerdo a otra institutriz que preparaba a los alumnos en Historia Natural y poco más. Les hacía recoger muchas hojas, semillas y flores silvestres para que hicieran la disección. Era increíblemente aburrido, Una amiguita me confiaba: «Me fastidia tener que cortar las cosas en pedacitos». Yo estaba totalmente de acuerdo; a lo largo de mi vida, la palabra «botánica» siempre me ha puesto inquieta como un caballo nervioso.

Siendo niña, mi madre frecuentó la escuela en un centro de Cheshire, y a mi hermana la mandó a un internado; pero, de pronto, empezó a pensar que la mejor forma de educar a las niñas era dejarlas lo más libres posible, darles buen alimento, aire fresco y no forzar su mente de ningún modo (por supuesto, nada de esto se aplicaba a los niños, que debían recibir una educación convencional).

Como ya he dicho, sostenía la teoría de que los niños no debían leer hasta que no tuvieran ocho años. Como no resultó así conmigo, leí todo lo que quise y aproveché bien todas las oportunidades. La clase, como se la llamaba, era una habitación grande que estaba en la parte superior de la casa, cubierta casi por completo de libros. Había estanterías de Cuentos infantiles: Alicia en el país de las maravillas y A través del espejo; las primeras leyendas sentimentales victorianas que ya he mencionado, como Nuestra blanca Violeta; libros de Charlotte Yonge, entre ellos The Daisy Chain; una serie completa de Henty y, además, toda clase de libros escolares, novelas, etc. Leía de todo, eligiendo lo que me interesaba, tragándome un montón de cosas que no entendía, pero que no obstante atraían mi atención.

Una vez encontré una obra de teatro francesa y me sorprendió mi padre leyéndola.

—¿De dónde has sacado eso? —me dijo quitándomela horrorizado. Pertenecía a una serie de novelas y obras dramáticas francesas que tenía cuidadosamente guardadas en el salón de fumar para uso exclusivo de los adultos.

—Estaba en la clase —repliqué.

—No debería estar allí —dijo él—. Su sitio está, en mi armario.

La dejé con gusto. A decir verdad, me resultaba difícil de seguir.

Volví contenta a leer Memorias de un asno, Sin familia y otros libros francesas inocuos.

Posiblemente recibí clases de algún tipo, pero no tuve institutriz.

Seguí estudiando aritmética con mi padre, pasando con orgullo de los quebrados a los decimales. Llegué luego al punto en que tantas vacas se comen tanta hierba y los depósitos de agua se llenan en tantas horas. Me hechizaba.

Por entonces, mi hermana había hecho su entrada oficial en sociedad, lo que le daba derecho a fiestas, vestidos, viajes a Londres, etcétera. Esto mantenía ocupada a mi madre, quien tenía menos tiempo ahora para atenderme a mí. A veces me sentía celosa de que todas las atenciones fueran para Madge. Mamá había tenido una juventud muy aburrida; aunque su tía era rica y la había llevado de acá para allá, a ambos lados del Atlántico, nunca creyó necesario introducirla en Sociedad. No me parece que le atrajera mucho esa vida, pero como cualquier chica, anhelaba tener muchos más vestidos elegantes de los que tenía. La tía-abuela le encargaba vestidos muy caros y vistosos en la mejor sastrería de París, pero siempre creyó que su sobrina era una niña y la vestía como tal. ¡Y de nuevo las horribles costureras! Por eso había decidido que sus hijas tendrían lo más bonito y todas las frivolidades que le habían faltado a ella. De ahí su interés y satisfacción por los vestidos de Madge y, más tarde, por los míos.

¡Aquéllos sí que eran vestidos! Había muchísimos y muy lujosos tanto por la tela como por la confección: volantes, cenefas, flecos, lazos, costuras y pliegues complicados; tan largos que barrían el suelo y había que recogerlos elegantemente con una mano al andar; además se llevaban esclavinas, abrigos y echarpes de piel.

Añádase el peinado, que eran de verdad peinados y no simplemente pasar un poco el peine. Se hacían tirabuzones, rizos, se marcaban ondas, se dormía con rulos toda la noche, se ondulaba el pelo con tenacillas calientes. Si una chica tenía que ir a un baile, comenzaba a peinarse con dos horas de antelación, por lo menos, para acabar una media hora antes; entonces se ponía el vestido, las medias, etc.

No era mi mundo, claro, sino el de los adultos, y del que yo no participaba, aunque sufría sus influencias. Comentaba con Marie cómo se arreglaban las señoritas y quiénes nos parecían mejor acicaladas.

En nuestra calle no había vecinos con niños de mi edad. Así que, como había hecho de pequeña, me inventé de nuevo un grupo de amigas y conocidas, que sucedieran a Lanudo, Ardilla y Árbol y a los famosos Gatitos. Esta vez imaginé una escuela, no porque tuviera ganas de frecuentar una, sino porque era el único escenario apropiado para siete niñas de distintas edades y apariencias con diferentes orígenes familiares, ya que no quería que fueran hermanas. No tenía nombre, era simplemente La Escuela.

Las primeras niñas en llegar fueron Ethel Smith y Anita Gray. La primera tenía once años y la segunda nueve. Ethel era morena, con abundante cabellera, lista, hábil en el juego, de voz grave y apariencia más bien masculina. Su gran amiga Anita era todo lo contrario: de pelo ralo, descolorido y fino, y ojos azules; tímida, nerviosa y llorona. No se separaba de la otra, que la defendía siempre. Me gustaban las dos, pero prefería a la atrevida y vigorosa Ethel.

Luego añadí a otras dos: Isabel Sullivan, que era rica, con el pelo dorado, ojos castaños y guapa; tenía once años. No me gustaba, más bien le tenía antipatía; era «mundana» (una palabra importante en los libros de cuentos de aquel tiempo: varias páginas de The Daisy Chain exponen las, preocupaciones de la familia May por la mundana Flora). Era la esencia misma de la mundanidad: se daba mucho tono, se las daba de rica y llevaba vestidos demasiado caros y demasiado llamativos para una niña de su edad. Elsie parecía irlandesa: de pelo negro y rizado y ojos azules; siempre estaba riéndose alegremente. Se llevaba bastante bien con Isabel, pero a veces la mandaba a paseo. Era pobre; usaba los vestidos viejos de Isabel, lo que en ocasiones la molestaba, aunque no mucho, pues era bastante despreocupada.

Durante algún tiempo me fue bien con las cuatro. Viajaban en el ferrocarril tubular, montaban a caballo, trabajaban en el jardín y jugaban al croquet. Organizaba con frecuencia torneos y partidos especiales. Mi gran esperanza era que perdiera Isabel. Hacía todo lo posible, menos trampas, para que no ganara; es decir, cogía su bastón con descuido, jugaba con precipitación y casi sin, apuntar; y, sin embargo, no sé por qué, cuanto menos empeño ponía, más suerte parecía tener. Pasaba a través de aros inverosímiles, golpeaba las bolas desde el otro extremo del campo y casi siempre terminara en primera o segunda posición. Me daba mucha rabia.

Al cabo de unos meses pensé que sería bonito tener en la escuela niñas más pequeñas. Añadí dos de seis años, Ella White y Sue de Verte. La primera era minuciosa, industriosa y flemática. Tenía el pelo espeso, marchaba bien en clase con la Guía del conocimiento y era una buena jugadora de croquet. Sue era bastante descolorida no sólo externamente, rubia y de pálidos ojos azules, sino también como personalidad. Por algún motivo, no lograba verla ni sentirla. Las dos se llevaban muy bien; aunque llegué a conocer a Ella como a la palma de mi mano, Sue se me esfumaba siempre. Pienso que, en realidad, era yo misma. Cuando hablaba con las demás, yo era Sue, no Agatha; por eso, ambas se convirtieron en dos facetas de la misma persona y Sue era una espectadora, no uno de los personajes. La séptima niña fue Vera de Verte, medio hermana de Sue. Había cumplido ya trece años; no era guapa aún, pero sería de una belleza cautivadora. Había algo misterioso en sus orígenes. Tenía en mente varios planes románticos para su futuro. Era rubia paniza y con unos ojos azules, inolvidables.

Me ayudaron bastante unas copias encuadernadas de imágenes de la Academia Real que tenía mi abuela en Ealing. Había prometido que un día me las daría y en días de lluvia me pasaba horas mirándolas, no por interés artístico, sino en busca de figuras adecuadas para mis «chicas». Un libro que me habían regalado en Navidad con ilustraciones de Walter Crane, The Feast of Flora, contenía imágenes de flores con forma humana. Había una que me encantaba, con una guirnalda preciosa alrededor de una figura, que no podía ser otra que Vera de Verte. La Margarita de Chaucer era Ella y la corona imperial que estaba paseando era Ethel.

«Las chicas» se quedaron conmigo muchos años, cambiando naturalmente a medida que yo iba madurando. Tocaban instrumentos musicales, actuaban en la ópera, en el teatro y en comedias musicales. Aun siendo mayor, les dedicaba algún tiempo de vez en cuando y les asignaba los diversos vestidos de mi guardarropa. Recuerdo que a Ethel le sentaba bien un vestido de tul azul oscuro con lirios de oro blancos en el hombro. La pobre Anita nunca, recibía gran cosa. En cambio, me portaba noblemente con Isabel; le daba batas muy bonitas, por lo general, de brocados recamados y raso. Todavía ahora, al dejar un vestido en el armario, me digo a mí misma: «Sí, eso le sentaría bien a Elsie; el verde fue siempre su color». «Ella estaría muy guapa con ese vestido de lana». Me hace gracia, pero aún siguen ahí las «chicas» que no se han hecho viejas como yo; nunca las he imaginado mayores de veintitrés años.

Con el correr del tiempo, añadí otros cuatro personajes: Adelaida, la mayor de todas, alta, rubia y orgullosa; Beatriz, la más joven, una alegre bailarina, pequeña hada; y dos hermanas, Rosa e Iris Reed. Me volví algo romántica con estas dos: la segunda tenía un novio que le mandaba poesías y la llamaba «Lirio de los pantanos», y la primera era muy pícara, se la jugaba a cualquiera y coqueteaba alocadamente con todos los jóvenes. Las «chicas» se casaron con el tiempo, claro está, o se quedaron solteras, como Ethel, que vivía en una casita de campo con la dulce Anita; me parece bien, probablemente es lo que habrían hecho en la vida real.

Poco después de que regresáramos del extranjero, Fräulein Uder me descubrió las delicias del mundo de la música. Era una mujercita alemana, pequeña, nervuda, formidable. No sé por qué enseñaba música en Torquay; nunca supe nada de su vida privada. Un día se presento con mi madre en la clase, y cuando mamá le comentó que me gustaría estudiar piano sugirió:

—¡Ach! —dijo con mucho acento alemán, aunque hablaba inglés perfectamente—. Entonces, vamos al piano inmediatamente.

No fuimos al del salón, desde luego, sino al de la clase.

—Quédate ahí me ordenó. Me quedé a la izquierda del piano, como me había ordenado. Ésta —dijo golpeando la nota con tanta fuerza que pensé que la había roto—, es do mayor, ¿entiendes? Do. Ésta es la escala en do mayor —dijo tocándola—. Ahora vamos a tocar otra vez el do, así. Y ahora, otra vez la escala: Las notas son do, re, mi, fa, sol, la, si, do. ¿Entendido?

Dije que sí. En realidad ya lo sabía.

Ahora —siguió—, te pondrás ahí, para que no puedas ver las notas; tocaré primero el do y luego, otra nota, y tú dirás cuál es.

Golpeó el do y luego otra nota con la misma fuerza.

—¿Qué nota es ésa?

—Mi —dije.

—Muy bien, exacto. Ahora haremos otra prueba. Golpeó de nuevo el do y, a continuación, otra nota. ¿Y ésa?

—La —dije al azar.

—Ach, qué maravilla. Muy bien, esta niña tiene muy buen oído.

—Ach, nos haremos famosas:

El comienzo fue realmente bueno. Para ser sincera, no tenía la menor idea de las demás notas que siguió tocando. De todos modos, después de empezar tan bien, seguimos adelante con muy buena voluntad por ambas partes. Sin que transcurriera mucho tiempo, resonaban por la casa escalas, arpegios, y luego la melodía de The Merry Peasant. Me gustaban mucho las clases de piano. Tanto papá como mamá sabían tocar. Mamá tocaba Canciones sin palabras de Mendelssohn y otras piezas que habla aprendido en su juventud; tocaba bien, pero tenía poca afición. En cambio papá era un superdotado para la música; tocaba de oído cualquier cosa, como preciosas canciones norteamericanas y espirituales negros. A The Merry Peasant, la profesora y yo añadimos Tráumerei y otras delicadas melodías de Schumann. Practicaba con entusiasmo una o dos horas diarias. De Schumann, pasé a Grieg, que me apasionaba, sobre todo con sus piezas Erótica y Primer susurro de primavera. Cuando pude tocar Morgen de Peer Gynt, me volví loca de alegría. Mi profesora, como la mayoría de las alemanas, era una excelente maestra; no me enseñaba sólo melodías agradables, tenía que hacer también muchísimos ejercicios de Czerny, que no me gustaban tanto; pero con ella no valían las tonterías:

—Lo que cuenta, lo que hace falta, son estos ejercicios. Sí, las melodías son preciosos bordados, son como flores que se abren y se marchitan, pero debes echar fuertes raíces y hojas.

Así que me daba un montón de raíces y hojas y alguna que otra flor. Los resultados me compensaban, pero los demás habitantes de la casa estaban hartos de tantos ejercicios.

Además, iba a clases de baile una vez por semana a un sitio llamado pomposamente Athenaeum Rooms, situado sobre una pastelería. Probablemente comencé muy pronto, tal vez con cinco o seis años, pues recuerdo que Nursie estaba aún con nosotros y me llevaba a clase. Las principiantes comenzaban por la polca, golpeando tres veces en el suelo: derecha, izquierda, derecha; derecha, izquierda, derecha; pam, pam, pam; pam, pam, pam. Tenía que ser una lata para los que tomaran el té abajo. Al volver a casa, Madge me molestó un poco al decirme que la polca no se bailaba así.

—Se saca un pie y luego se juntan los dos así —me dijo.

Me quedé perpleja; por lo visto, Miss Hickey seguía el método de enseñar primero el ritmo y luego los pasos. Tenía una maravillosa pero sobrecogedora personalidad: alta, de imponente cabellera gris, con un peinado precioso y faldas largas con mucho vuelo. Bailar con ella, como tuve que hacer más adelante, era una experiencia impresionante. La ayudaba una alumna de dieciocho años y otra de trece llamada Aileen que era muy dulce, trabajaba con seriedad y nos gustaba mucho a todas. La otra, Helen, nos metía algo de miedo y sólo se fijaba en las que bailaban bien.

Las clases se desarrollaban así: se comenzaba con ejercicios de pecho y brazos por medio de una especie de faja azul elástica con asas. Había que estirarlas con fuerza durante media hora. Seguía la polca para todas las que se hubieran graduado en el pam, pam, pam, mezclándose las mayores con las pequeñas. «¿Ha visto cómo bailo la polca? ¿Cómo meneo los vuelos?» Era ligera y poco atractiva. Seguía la majestuosa marcha en la que avanzábamos por parejas al centro de la sala, dábamos la vuelta hacia los lados, y formábamos figuras de ocho, delante las mayores y detrás las pequeñas. Cada cual escogía a su pareja para la marcha, lo que ocasionaba no pocos disgustos. Naturalmente, todas querían tener por compañera a Eileen o a Helen, pero Miss Hickey procuraba que variaran las parejas. Después, las pequeñas pasaban a la sala de las principiantes a practicar los pasos de la polca y, más tarde, el vals o los bailes en que se mostraban más torpes. Las más adelantadas aprendían bailes típicos en la sala grande, bajo la dirección de Miss Hickey; solían acompañarse con panderetas, con castañuelas en las danzas españolas, o con abanicos.

A propósito, una vez comenté a mi hija Rosalinda y a su amiga Susana, cuando tenían unos dieciocho años que, en mi juventud, participaba con frecuencia en bailes con abanico. Sus impúdicas carcajadas me dejaron perpleja.

—¿Qué dices, mamá? ¿En serio? ¡Un baile con abanico! ¡Susana, mi madre bailó con abanico!

—¡Oh! —exclamó Susana. Siempre he pensado que las victorianas eran muy especiales.

Pronto comprendí que la expresión «baile con abanico» no significaba lo mismo para ellas.

Luego se sentaban las mayores y las pequeñas bailaban la Sailor’s Hornpipe o alguna danza folklórica no demasiado fácil. Por último, venían las complicaciones de los Lanceros. También aprendimos Swedish Country Dance y Sir Roger de Coverly, que resultaban muy útiles para no quedar avergonzadas en las fiestas por desconocer esos juegos de sociedad.

En Torquay éramos casi todas chicas. Cuando fui a clase de baile a Ealing había bastantes chicos; entonces tendría unos nueve años, era tímida y aún no me había soltado. Un muchacho muy majo, probablemente un año o dos mayor que yo, me invitó a que fuera su pareja en los Lanceros. Afligida y avergonzada, le dije que no sabía bailarlo. Me resultó duro; nunca había visto un chico tan atractivo: tenía pelo negro y ojos vivarachos; me di cuenta en seguida de que estábamos hechos el uno para el otro. Me sentía muy triste cuando empezó el baile y, casi inmediatamente, la señora Wordsworth se me acercó.

—Vamos, Agatha; nadie tiene que estar sentado.

—Es que no sé bailar esto, señora Wordsworth.

—Bueno, pero puedes aprenderlo en seguida. Te vamos a buscar un compañero.

Tomó a un chico pecoso, chato, gangoso y con el pelo de color de arena.

—Mira, éste es Guillermo.

Durante las evoluciones de baile, me encontré con mi primer amor y su compañera. Me susurró indignado:

—No has querido bailar conmigo y bailas con otro. ¡Maleducada! Quise explicarle que no había podido evitarlo, que creía que no sabía bailar, que me habían obligado, pero no pude. Hasta el final de la clase, siguió mirándome ofendido. Esperaba verle la semana siguiente, pero desgraciadamente no volvió; una de las tristes historias de amor que pasan. El vals fue lo único que me sirvió luego en la vida, pero nunca me ha gustado su ritmo. Siempre acababa aturdida, sobre todo cuando me honraba Miss Hickey. Tenía una forma fantástica de moverse, levantándote casi en volandas de forma que, al terminar, la cabeza te daba vueltas y no podías tenerte en pie. Pero debo admitir que daba gusto verla.

Fräulein Uder desapareció sin que sepa dónde ni cómo. Quizá volviera a Alemania. Poco después, la sustituyó un hombrecito que se llamaba, si no recuerdo mal, Mr. Trotter. Era organista de una de las Iglesias: resultó ser un maestro bastante pesado, que me enseñó un método totalmente distinto. Tenía que sentarme casi en el suelo, elevar mucho las manos para alcanzar el teclado y tocar todo a base de muñeca. Creo que el método anterior consistía, en cambio, en estar en alto y hacer juego de codos. Te encontrabas más o menos suspendida sobre el piano de forma que caías sobre las notas con todas sus fuerzas. "¡Era mucho mejor!