De los Pirineos pasamos a París y luego a Dinard. Me da rabia no recordar de París más que la habitación del hotel que tenía las paredes pintadas de color chocolate, que hacía casi imposible distinguir los mosquitos.
Había millares de ellos. Estuvieron zumbando toda la noche y nos dejaron la cara y los brazos cubiertos de picaduras (muy humillante para mi hermana, tan preocupada entonces de su cutis). Nos quedamos en París sólo una semana y todos mis recuerdos son como si no hubiéramos hecho otra cosa que matar mosquitos, untándonos con varias clases de aceite de un olor peculiar, quemando incienso junto a la cama, rascándonos y poniendo sobre las picaduras cera caliente de velas. Por fin, tras muchas protestas ante la dirección del hotel (que se empeñaba en decir que no había ni uno) conseguimos —importante novedad— dormir bajo un mosquitero. Estábamos en agosto y el calor agudizó aún más con éste.
Supongo que me llevaron a ver muchos de los sitios importantes de París, pero no me han dejado huella alguna. Como algo muy especial, me enseñaron la torre Eiffel e, igual que me ocurrió con las montañas, no llenó mis esperanzas. De hecho, lo único que recuerdo de nuestra estancia es el nuevo apodo de Moustique que me pusieron y que estaba bien justificado.
No; me equivoco: durante esta visita, conocí por primera vez a los predecesores de la gran era mecánica. Las calles estaban llenas de unos nuevos vehículos que llamaban automóviles. Corrían como locos (muy lentamente comparados con los de ahora, pero entonces sólo el caballo les hacía la competencia) despidiendo olores, dando bocinazos, conducidos por hombres con viseras, gafas grandes y un enorme equipo mecánico. Eran impresionantes. Mi padre dijo que pronto se verían por todas partes. No despertaron mi interés, manteniéndome fiel a toda clase de trenes. Mi madre exclamó con tristeza:
—¡Qué pena que no esté aquí Monty, le habrían encantado!
Se me hace raro volver a esta etapa de mi vida. Mi hermano desaparece por completo de ella. Estaba allí, seguramente, para pasar las vacaciones pero ya no era una figura para mí. La explicación probable es que apenas me hacía caso. Más tarde supe que mi padre estaba preocupado por él. Le echaron de Harrow por no aprobar los exámenes. Creo que se fue primero a unos astilleros de Dart y luego hacia el norte, al condado de Lincoln. Los informes sobre sus progresos eran decepcionantes. A mi padre le dijeron sin rodeos:
—No conseguirá nada, no puede con las matemáticas, Se le enseña algo practico y no tiene dificultad; es un buen obrero. Es lo único que puede hacer en el campo de la ingeniería.
En toda familia suele haber un miembro que es fuente de problemas y preocupaciones; en la nuestra, lo fue mi hermano. Se pasó toda la vida dando dolores de cabeza a alguien. Me pregunto si habrá encontrado la horma de su zapato. Le habría ido bien ser Luis II de Baviera. Me lo imagino sentado en un teatro vacío, disfrutando de una ópera cantada para él solo. Estaba dotado para la música; tenía una buena voz de bajo y tocaba de oído varios instrumentos, desde silbatos de un penique al piccolo y la flauta, pero nunca se habría esforzado para ser un profesional de ninguna clase, ni creo que se le pasara la idea por la cabeza. Era educado y muy atractivo y siempre había alguien dispuesto a prestarle dinero y a hacer cualquier cosa por él. Siendo un niño de seis años, cuando mi hermana y él recibían la propina, siempre pasaba lo mismo: Monty se gastaba todo el primer día; luego empujaba de repente a mi hermana a entrar en una tienda, pedía tres peniques de sus caramelos favoritos y luego se quedaba mirando a Madge, desafiándola a que no pagara. Ella, que tenía mucho respeto humano, pagaba siempre. Naturalmente, después se ponía furiosa y discutía acaloradamente. Monty se limitaba a sonreír y a ofrecerle un caramelo.
Fue una de las actitudes que adoptó durante la vida. Parecía que había un acuerdo general para servirle. Con frecuencia me dijeron varias mujeres:
—¡No entendéis a vuestro hermano! ¡Lo que necesita es comprensión!
La verdad es que le entendíamos muy bien. Era imposible no sentir afecto por él. Reconocía sus faltas con absoluta franqueza y estaba seguro de que todo iba a cambiar en el futuro. Creo que fue el único muchacho a quien se le permitió tener ratones blancos en Harrow.
El director le explicaba a mi padre:
—Mire, tiene una pasión tan grande por la Historia Natural, que pensé que debíamos concederle este privilegio.
Nosotros opinábamos que la Historia Natural le importaba un bledo: lo único que quería era tener ratones blancos.
Creo que Monty era una persona interesante; con una ligera modificación genética hubiera sido quizás un gran hombre. Sólo le faltaba algo. ¿Proporción? ¿Equilibrio? ¿Integración? No lo sé.
No tuvo que escoger una profesión; estalló la guerra de los Boers y casi todos los jóvenes que conocíamos se fueron como voluntarios, entre ellos, naturalmente, Monty (alguna vez había condescendido a jugar conmigo con los soldados de juguete, colocándolos en orden de batalla y poniendo el nombre de capitán Dashwood al oficial que los mandaba. Más tarde, para romper la rutina, decapitó al capitán por traidor, a pesar de mi llanto). En cierto sentido, mi padre debió sentir alivio; el ejército le ofrecía una profesión, precisamente cuando sus perspectivas en el campo de la ingeniería eran bastante dudosas.
Aquella guerra fue, supongo yo, la última de las llamadas «guerras antiguas»: que no afectaban a la vida personal o a la del país. Eran gestas heroicas de libros de aventuras, realizadas por soldados valientes y jóvenes intrépidos. Si los mataban, morían gloriosamente en la batalla; con mayor frecuencia, volvían a casa condecorados por la heroicidad desplegada en la lucha. Quedaban ligados a las avanzadas del imperio, a los poemas de Kipling y a los pedazos de Inglaterra pintados de rojo en el mapa. Hoy parece extraño pensar que la gente, sobre todo las chicas, fueran por ahí distribuyendo plumas blancas[14] a los jóvenes que no se apresuraban a cumplir con el deber de morir por la patria.
Recuerdo poco del estallido de la guerra de Sudáfrica. No se pensaba que fuera una guerra importante, se trataba de «dar una lección a Kruger». Con el acostumbrado optimismo inglés, «en pocos meses acabaría». Lo mismo oímos en 1914: «Para Navidad, todo habrá terminado». En 1940, cuando el Almirantazgo ocupó mi casa, me dijeron: «No hace falta que guarde las alfombras con naftalina: no nos quedaremos aquí todo el invierno».
Por eso lo que recuerdo es un ambiente alegre, una canción melodiosa. El mendigo distraído y muchachos joviales que venían de Plymouth para disfrutar unos días de permiso. Me acuerdo de una escena que se desarrolló en mi casa, unos días antes de que el tercer batallón del regimiento real de Gales zarpara para Sudáfrica. Monty había venido de Plymouth, donde estaban acampados entonces, trayendo consigo a un amigo que se llamaba Ernesto Mackintosh, pero al que le llamaban Billy, no sé por qué, y quien durante toda la vida sería para mí un verdadero amigo y hermano. Era un muchacho muy jovial y atractivo: como la mayoría de los chicos de los alrededores, estaba enamorado de mi hermana. Acababan de recibir los uniformes y estaban muy intrigados por las polainas que no habían visto nunca. Se las liaron al cuello, se vendaron la cabeza y se divirtieron disfrazándose de muchas maneras. Tengo una foto suya con las polainas alrededor del cuello, sentado en el invernadero. Billy se convirtió en el nuevo héroe de mi culto infantil; junto a mi cama tenía una foto suya que me había dedicado.
Desde París nos fuimos a Dinard, en la Bretaña.
Mi principal recuerdo de entonces es que aprendí a nadar. Revivo en mí aún el orgullo y el incrédulo gozo al ver que podía chapotear un poco sin hundirme.
Otra cosa que tengo presente son unas moras grandes y jugosas. Solía ir a recogerlas con Marie, mientras comía sin parar. Había muchas, porque la gente del campo creía que eran muy venenosas.
—Ils ne mangent pas des mûres —decía Marie extrañada o me dicen: Vous allez vous empoisonner[15].
Nosotros estábamos libres de ese temor y nos «envenenábamos» felices todas las tardes.
En Dinard comencé la vida teatral. Mis padres tenían una gran habitación doble con una enorme galería semicircular que era en realidad una alcoba con cortinas. Resultaba un escenario natural. Entusiasmada con una opereta cómica que había visto en la Navidad pasada, convencí a Marie y nos dedicamos a representar cuentos de hadas todas las noches. Yo escogía mis papeles y ella tenía que hacer el de todos los demás.
Me siento llena de gratitud hacía mis padres al pensar lo buenos que fueron conmigo. No puedo imaginar nada más aburrido que subir todas las noches después de la cena y sentarse durante media hora a mirar y aplaudir, mientras nosotras gesticulábamos con un vestuario improvisado. Representamos La bella durmiente del bosque, La Cenicienta, La Bella y la Bestia, etc. El papel que más me gustaba era el del chico protagonista; me ponía las medias de mi hermana a modo de calzas y declamaba moviéndome de un lado para otro. La representación era siempre en francés, desde luego, ya que Marie no sabía inglés. Qué buena chica era. Sólo una vez puso dificultades y por algo que no me imaginaba. Debía hacer de Cenicienta e insistí en que se soltara el pelo; no podía imaginarme a Cenicienta con moño pero ella, que había hecho el papel de la Bestia sin rechistar y de la abuela de Robin Hood y de hada buena y de mala y de vieja malvada, que había realizado una escena callejera en la que escupía en el suelo de la forma más realista, diciendo en argot: Et bien, crache[16]!, que, entre paréntesis, hacía morir de risa a mi padre se negaba a hacer la Cenicienta.
—Mais, pourquoi pas, Marie[17]? —le pregunté. Es un papel muy bonito, la protagonista de la obra.
Imposible, decía, imposible que ella hiciera ese papel. Soltarse la cabellera, presentarse con el pelo suelto sobre los hombros delante de ¡Monsieur! Ahí estaba el problema; sólo de pensado se estremecía. Cedí perpleja. Nos apañamos para hacer una especie de capucha que tapara el moño de Cenicienta y todo arreglado.
Qué extraordinarios son los tabús. Me acuerdo de la hijita de unos amigos, una niña muy simpática y amable de unos cuatro años. Contrataron una niñera francesa para que la cuidara. Les inquietaba si la niña estaría bien con ella o no, pero todo pareció resultar a las mil maravillas. Se fue con ella de paseo, charló mucho y enseñó los juguetes a Madeleine. Pero, cuando llegó la hora de prepararse para ir a la cama, Joan terminó llorando al negarse a que la bañara la niñera. El primer día, su madre cedió perpleja, comprendiendo que no se sintiera a gusto todavía con una extraña. Pero la actitud se prolongó dos o tres días; todo era paz, felicidad y amistad, hasta la hora del baño. Por fin, el cuarto día, Joan, llorando amargamente y escondiendo la cabeza en el cuello de su madre, dijo:
—No me entiendes, mami; parece que no entiendes. ¿Cómo puedo enseñar mi cuerpo a una extranjera?
Lo mismo le pasaba a Marie. Podía pasearse en pantalones, enseñar bastante las piernas en algunos papeles, pero no podía soltarse el pelo delante de Monsieur.
Al principio, nuestras funciones teatrales fueron muy graciosas, al menos mi padre disfrutó mucho con ellas, pero luego supongo que se harían aburridísimas. No obstante, mis padres fueron tan amables, que jamás me dijeron con franqueza que era una molestia presenciarlas todas las noches. A veces se disculpaban por tener invitados a cenar, pero generalmente no faltaban, y por lo menos yo me divertía mucho actuando delante de ellos.
Permanecimos allí todo el mes de septiembre; a mi padre le encantó encontrarse con sus viejos amigos Martín Pirie, su esposa y sus hijos, que estaban terminando las vacaciones. Habían sido compañeros de escuela en Vevey y, desde entonces, se profesaban una gran amistad. Sigo pensando que Lilian, su mujer, era una de las personalidades más extraordinarias que he conocido. Me choca lo mucho que se parecía al personaje que describiera tan bien Sackwille West en All Passion Spent. Tenía algo ligeramente distante que infundía respeto. Su voz era bella y clara, sus rasgos delicados, sus ojos muy azules y sus ademanes siempre agraciados. Creo que la conocí en Dinard, pero, a partir de entonces, volví a verla e intervalos frecuentes hasta que murió a la edad de ochenta años. La admiración y el respeto que sentía por ella siempre fue en aumento.
Era una de las pocas personas que he conocido que tenía una mente realmente interesante. Decoraba sus casas de forma llamativa y original. Bordaba muy bien y no había un libro que no hubiera leído o un teatro que no hubiera visto, teniendo siempre algo interesante que comentar. Supongo que hoy en día habría estudiado alguna carrera, pero no sé si en ese caso el impacto de su personalidad habría sido tan grande.
La gente joven acudía con frecuencia a su casa para hablar con ella. Acompañarla una tarde, aun después de que cumplió los setenta, era un maravilloso entretenimiento. Dominaba el arte de la ociosidad mejor que ninguna persona de las que he conocido. Solía estar sentada en una silla de respaldo alto, entretenida con alguna labor diseñada por ella misma o con algún libro interesante. Parecía que tuviera todo el tiempo del mundo para hablar con sus visitas sin parar. Sus críticas eran cáusticas y claras. Estaba siempre dispuesta a tratar sobre cualquier tema abstracto; en cambio, rara vez hablaba de una persona en concreto. Pero lo que más me atraía era su hermosa voz, algo muy difícil de encontrar. Siempre he sido muy sensible a las voces. Una voz fea me repugna, mientras que no me ocurre lo mismo con los rostros.
A mi padre, le encantó volver a ver al señor Pirie. Mi madre y la señora Pirie tenían mucho en común y entablaron en seguida una animada conversación sobre el arte japonés, si no recuerdo mal. Estaban allí también sus dos chicos: Harold, habitualmente en Eton, y Wilfred, que habría venido de Darmouth, pues era marino; más adelante sería uno de mis mejores amigos, pero de nuestro primer encuentro sólo recuerdo que se decía que soltaba la carcajada hasta cuando veía un plátano. Aquello hacía que le prestara mucha atención. Naturalmente, ninguno de los dos se fijó en mí en absoluto. Un estudiante de Eton y un cadete de marina no se iban a rebajar fijándose en una niña de siete años.
De Dinard pasamos a Guernsey, donde permanecimos la mayor parte del invierno. Como regalo de Navidad, recibí con sorpresa tres pájaros de plumaje y color exóticos. Les pusimos los nombres de Kiki, Tou-Tou y Bebé. Poco después de llegar a Guernsey murió Kiki, que era el más delicado de los tres. No me había pertenecido lo suficiente como para apenarme mucho (mi favorito era Bebé, un pajarito encantador), pero disfruté mucho con el funeral. Lo metí en una caja de cartón con una cinta de raso que me dio mi madre. El cortejo salió de la ciudad de St. Peter Port para dirigirse a una zona alta; donde escogimos el lugar para las exequias; enterramos la caja convenientemente y colocamos sobre ella una corona de flores.
Todo eso estaba muy bien, pero no acabó ahí: «Visiter la tombe de Kiki» se convirtió en una de mis aficiones favoritas.
En St. Peter Port, lo más interesante era el mercado de flores. Las había preciosas, de todas las clases y baratas. Según Marie, eran precisamente los días más fríos y de mayor viento cuando, al preguntarme: «¿A dónde vamos de paseo hoy, señorita?», respondía con entusiasmo: «Nous allons visiter la tombe de Kiki». Suspiraba pensando en las dos millas que había que recorrer a pie con aquel viento tan frío. Sin embargo, yo era inconmovible. La arrastraba al mercado para comprar camelias u otras flores y recorríamos el camino azotadas por el viento y, con frecuencia, por la lluvia; una vez allí, colocábamos el ramo de flores sobre la tumba con el debido ceremonial. Quizá sea innata esa afición por los funerales y las ceremonias fúnebres. ¿Qué sería de la arqueología si no fuera por esa tendencia de la naturaleza humana? Si por cualquier motivo, durante mi niñez, no salía de paseo con la niñera sino con otra persona, una sirvienta, por ejemplo, íbamos invariablemente al cementerio.
¡Qué bonitas son esas escenas en Pere Lachaise de París, con familias enteras que el día de los difuntos van a visitar sus mausoleos y los adornan! Honrar a los muertos es un culto santo. ¿Será en el fondo una forma instintiva de evitar la pena prestar mucha atención a los ritos y ceremonias, para que se olvide un poco al querido difunto? Lo único que sé, es que, por muy pobre que sea una familia, sus ahorros los destina, en primer lugar, a los funerales. Una querida viejecita que trabajó para mí hace tiempo, decía:
—Vivimos tiempos difíciles, querida. Pero, a pesar de las muchas privaciones que hemos soportado, he ahorrado para que me entierren decentemente, y esos ahorros no los tocaré nunca, aunque tenga que pasar hambre varios días.