Permanecimos en Pau unos seis meses. Para mí, fue una vida totalmente nueva. Mis padres y Madge comenzaron en seguida una gran actividad. Papá se encontró con varios amigos norteamericanos e hizo muchas amistades nuevas; habíamos llevado también varias cartas de presentación para distintos hoteles y pensiones.
Para cuidarme, mamá contrató a una especie de niñera externa, una chica inglesa que había pasado toda su vida en Pau y que hablaba el francés tan bien como el inglés, si no mejor. Esperaba que me enseñara francés, pero no resultó.
La señorita Markham venía a buscarme por las mañanas para que diéramos un paseo. Durante el recorrido, me enseñaba cosas diversas y repetía sus nombres en francés: un chien, une maison, un gendarme, le boulanger[7]. Yo los repetía con interés, pero, claro, cuando tenía que preguntar algo lo hacía en inglés y ella respondía en la misma lengua. Por lo que puedo recordar, me pasaba el día aburrida con aquellos paseos interminables en compañía de la niñera, tan buena, amable, concienzuda y sosa.
Mi madre se convenció pronto de que nunca aprendería francés con la señorita Markham y decidió que me lo enseñara, en clases regulares, una francesa que vendría todas las tardes. La nueva adquisición se llamaba Mademoiselle Mauhourat; era grande y rolliza, vestida con muchas capitas marrones.
En aquel período, las habitaciones estaban demasiado llenas; había muebles; objetos decorativos, etc. La señorita Mauhourat era un puro nervio; se movía por todo el cuarto agitando los hombros, gesticulaba con manos y codos y, tarde o temprano, terminaba por tirar y romper algo. Se convirtió en un motivo de chanza en la familia. Mi padre comentaba:
—Me trae a la memoria a Daphne, aquel pajarito que tenías tú, Agatha; que era grande y torpe y no hacía más que volcar el alpiste.
La señorita Mauhourat era excesivamente cariñosa, lo que me cohibía mucho. Me resultaba cada vez más difícil responder a sus grititos de arrullo:
—Oh, la chére mignonne! Quelle est gentille, cette petite! Oh, la chère mignonne! Nous allons prendre des leçons très amusantes, n’est ce pas[8]?
Yo la miraba educada, pero fríamente. Después de recibir una mirada severa de mi madre, musitaba sin convencimiento:
—Oui, merci —que era casi todo el francés que sabía entonces. Las lecciones de francés siguieron adelante. Yo era dócil como de costumbre, pero también testaruda al parecer. Mamá, a quien gustaban los resultados rápidos, no estaba contenta de mis progresos.
—No avanza como debería, Fred —se quejaba a mi padre.
Él, siempre afable, decía:
—Dale tiempo, mujer, dale tiempo. Sólo hace diez días que viene esa mujer.
Pero mi madre no era de las que dan tiempo a nadie. El punto culminante llegó cuando contraje una ligera enfermedad. Comenzó, me parece, con un simple resfriado y se convirtió en catarro con algo de fiebre y desgana; en tales circunstancias, no soportaba a la maestra.
—Por favor —supliqué—, por favor, que hoy no haya clase. No quiero.
Mamá, que era suficientemente benigna cuando había un motivo real, consintió. A la hora acostumbrada, llegó la señorita con sus capas y todo. Mi madre le explicó que tenía fiebre y debía permanecer tranquila; que sería mejor no tener clase aquel día. Se echó inmediatamente sobre mí, acariciándome, moviendo los codos, menando sus capas, resoplando junto a mi cuello:
—Oh, la pauvre mignonne, la pauvre petite mignonne[9]!.
Dijo que me leería algo, que me contaría cuentos, que divertiría a la pauvre petite.
Lancé una mirada suplicante a mi madre. No podía soportarlo, no podía resistir ni un momento más. La señorita seguía hablando en tono alto y con voz chillona (lo que más me desagradaba de una voz). Mi ojos imploraban: «Llévensela, por favor, llévensela de aquí». Mi madre la arrastró hacia la puerta con firmeza.
—Creo que es mejor que Agatha esté tranquila esta tarde —dijo.
La acompañó afuera; luego volvió y me dijo meneando la cabeza:
—Está bien, pero no debes hacer esas muecas.
—¿Muecas? —dije yo.
—Sí; todas esas muecas y miradas que me lanzabas. Podía darse perfecta cuenta de que querías que se fuera.
Me quedé turbada. No había pretendido molestarla.
—Pero, mamá —dije—, no hacía muecas francesas sino inglesas.
Encontró muy graciosa mi salida; me explicó que las muecas eran una especie de lenguaje internacional comprendido por la gente de todos los países. Pero comunicó a mi padre que la maestra de francés no tenía éxito y que iba a buscar a otra. Mi padre contestó que estaba bien, y que así no perderíamos tantos objetos de porcelana. Y añadió:
—Si yo estuviera en el lugar de Agatha, me resultaría imposible soportar a esa mujer.
Libre de las atenciones de Miss Markham y Mademoiselle Mauhourat, comencé a divertirme. En el hotel se quedaba la señora Selwyn, viuda o quizá nuera del obispo Selwyn, con sus dos hijas Dorotea y María. Dorotea (Dar) tenía un año más que yo, y María uno menos.
Muy pronto nos hicimos inseparables.
Estando sola era una niña buena y obediente, pero en compañía de otras niñas estaba siempre dispuesta a tomar parte en cualquier travesura. Nos convertimos en una plaga para los pobres camareros que atendían la table d’hôte[10]. Una noche cambiamos por azúcar la sal de todos los saleros. Otra vez hicimos cerditos con cáscaras de naranjas y los pusimos en todos los platos un instante antes de que sonara el timbre del comedor.
Los camareros eran los hombres más amables que conoceré jamás, sobre todo Víctor, que era el nuestro. Era un hombre bajo y robusto de nariz respingona. En mi opinión, olía que apestaba (fue mi primer encuentro con el ajo). A pesar de todas nuestras diabluras no se enfadaba, antes bien dejaba sus cosas para atendernos amablemente; solía hacernos magníficos ratoncillos con rábanos. Si nunca tuvimos serios problemas por nuestras travesuras, fue gracias a Víctor, quien no se quejó ni a la dirección ni a nuestros padres.
La amistad con Dar y María significó para mí mucho más que las anteriores. Posiblemente, me encontraba en una edad en que la actividad con otras niñas era más interesante que jugar sola. Hicimos juntas muchas travesuras y nos divertimos la mar durante aquellos meses invernales. Por supuesto, nuestras picardías nos metieron en apuros con frecuencia, pero sólo una vez sentimos justa indignación ante una reprimenda.
Mi madre y la señora Selwyn estaban sentadas hablando tranquilamente, cuando la doncella les llevó un mensaje:
Con los respetos de la señora belga que vive en la otra ala del hotel. ¿Saben ustedes que sus niñas están sobre la cornisa del cuarto piso?
Imagínense la impresión de las dos madres al salir al patio mirar hacia arriba y ver tres figuras que se balanceaban alegremente sobre un saliente de unos doce centímetros de ancho, andando por él en fila india. No teníamos idea de que estuviéramos corriendo peligro alguno. Habíamos tomado el pelo más de la cuenta a una de las chicas de la limpieza, quien nos había encerrado con llave en una alacena. Nos quedamos muy indignadas. ¿Qué podíamos hacer? Había una ventana minúscula. Dar se asomó y nos dijo que podíamos escapar por allí y andar luego por la cornisa, para entrar por otra ventana, que estaba a la vuelta de la casa. Dicho y hecho; Dar se deslizó la primera, luego yo, seguida por María. Vimos con alegría que era fácil caminar sobre el muro. No sé si miramos abajo, pero supongo que si lo hicimos no sentimos vértigo. Siempre me ha impresionado ver cómo los niños son capaces de mantenerse en el borde de un despeñadero, mirando hacia abajo de puntillas, sin tener la sensación de vértigo que tienen los adultos.
No fuimos muy lejos. Recuerdo que las tres primeras habitaciones estaban cerradas, pero la siguiente que daba a uno de los servicios públicos estaba abierta y que, nada más entrar, nos dijeron que fuéramos inmediatamente a la sala de la señora Selwyn. Nuestras madres estaban excesivamente enfadadas. No podíamos entender por qué. Nos mandaron a la cama para el resto del día. De nada nos valió defendernos, aunque teníamos razón:
—Pero si nunca nos han prohibido andar por las cornisas…
Nos fuimos a la cama comprendiendo lo que es la injusticia.
Entretanto, mi madre seguía pensando en mi educación. A ella y a mi hermana les estaban haciendo unos vestidos en la ciudad. Un día le llamó la atención la chica que ayudaba a las clientes a probarse y que pasaba los alfileres a la modista principal, mujer de mediana edad y de un temperamento brusco. Mi madre, viendo la paciencia y buen humor de la chica, decidió conocerla más a fondo. Se fijó las otras dos o tres veces que fue a probarse y, finalmente, entabló una conversación con ella. Se llamaba Marie Sijé y tenía veinte años. Su padre, era propietario de un pequeño café; tenía una, hermana mayor, que también era modista, dos hermanos y una hermanita. Mi madre la dejó sin aliento al preguntarle, como el que no quiere la cosa, si le importaría ir a Inglaterra. Marie apenas pudo expresar la sorpresa y el gozo que sentía.
—Bueno, claro, tengo que hablar con tu madre —dijo la mía—. Quizá no quiera que su hija se vaya tan lejos.
Fijaron una entrevista, se encontraron y discutieron el asunto a conciencia. Hasta entonces no tanteó a mi padre.
—Pero, Clara; esa chica no es institutriz ni nada parecido —protestó él.
Mi madre replicó que, según ella, Marie era la persona que necesitaban.
—No sabe nada de inglés, ni una palabra. Agatha tendrá que aprender francés. Es una chica muy dulce y bondadosa, de familia respetable. Está dispuesta a ir a Inglaterra y podrá confeccionar y coser nuestra ropa.
—¿Estás segura, Clara? —preguntó él todavía dudoso.
Mi madre siempre lo estaba.
—Es la mejor solución —dijo.
Como solía ocurrir con sus antojos más descabellados, estaba en lo cierto.
Cerrando los ojos, puedo ver a mi querida Marie como era entonces. De cara redonda y sonrosada, chata, pelo oscuro recogido en un moño. Aterrorizada, según me contó luego, entró en mi cuarto la primera mañana después de haber ensayado mil veces la frase inglesa con la que quería saludarme: «Buenos días, señorita. Espero que esté usted bien». Desgraciadamente, no entendí ni palabra. La miré con desconfianza. El primer día fuimos como dos perros que se acaban de encontrar. Hablamos muy poco y nos mirábamos llenas de aprensión. Marie me peinó, con tirabuzones, como siempre, y estaba tan asustada, que apenas tocaba el cabello con el peine. Le hubiera dicho que me peinara con mayor fuerza, pero, claro está, me era imposible, pues no conocía las palabras necesarias.
No me explico cómo, al cabo de una semana, lográbamos conversar en francés. Una palabra aquí y otra allí, y me daba a entender. Más aún, al término de esa semana, nos habíamos hecho buenas amigas. Era muy divertido ir de paseo con ella. Cualquier cosa en su compañía lo era. Fue el comienzo de una unión feliz.
Al comenzar el verano llegó el calor a Pau, y nos marchamos una semana a Argeles, otra a Lourdes y luego a Cauterets, que está en los Pirineos. Era un lugar delicioso, al pie mismo de las montañas (había superado ya la desilusión que me causaron al principio, pero, aunque la posición de Cauterets era más satisfactoria, no se podía mirar demasiado arriba). Por la mañana, paseábamos por una senda montañosa que nos conducía al balneario, donde todos bebíamos vasos de agua de sabor desagradable, que por lo visto mejoraban la salud; comprábamos un sucre d’orge[11]. El favorito de mi madre era el anisado, que yo no podía ni ver. En los caminos zigzagueantes que había cerca del hotel, descubrí pronto un deporte estupendo. Bajaba entre los pinos como si estuviese en un tobogán, deslizándome sobre los pantalones. No le hacía mucha gracia a Marie, pero siento decir que desde el principio nunca ejerció ninguna autoridad sobre mí. Éramos amigas y compañeras de juego, pero jamás se me ocurrió hacer lo que me decía.
La autoridad es algo extraordinario. Mi madre la tenía. Rara vez se mostraba contrariada y le costaba levantar la voz. Le parecía raro que los demás no tuvieran el mismo don. Estando en mi casa, cuando ya me había casado por primera vez y tenía un hijo, me quejé de lo insoportables que eran los niños de los vecinos que no hacían más que pasar a través del seto y, aunque yo les ordenara que se fueran, no me hacían caso.
—¡Qué raro! —dijo ella—. ¿Por qué no les dices simplemente que se vayan?
—Inténtelo usted —repliqué.
En ese momento, llegaban los dos niños dispuestos, como siempre, al decir: «No nos da la gana irnos», y a tirar piedras sobre la hierba. Uno empezó a tirar piedras a un árbol. Mi madre volvió la cabeza y dijo:
—Ronald, te llamas así, ¿verdad? —él se vio obligado a admitirlo.
Por favor, no juegues tan cerca de aquí. No me gusta que me molesten; vete un poco más lejos.
Ronald la miró, silbó a su hermano y se marchó sin rechistar.
—¿Ves, hija? Es muy sencillo —comentó ella.
Para ella sí era. Estoy segura de que habría dominado a cualquier clase de delincuentes juveniles sin la menor dificultad.
Había una niña mayor en el hotel de Cauterets, llamada Sybil Patterson, cuya madre era amiga de los Selwyn. La adoraba. Me parecía guapa, pero lo que más admiraba eran sus formas incipientes. Los bustos estaban muy de moda entonces. Casi todas las mujeres tenían unos buenos pechos. Los de mi abuela y de mi tía-abuela eran enormes; les resultaba muy difícil besarse sin chocar. Aunque en las adultas me parecían la cosa más natural, los de Sybil suscitaban mi envidia. Ella tenía catorce años; ¿cuánto tendría que esperar yo para alcanzar ese espléndido desarrollo? ¿Ocho años de flacura? Anhelaba esas señales de madurez femenina. Bueno, el único remedio era la paciencia. Debía ser paciente y tras ocho años de espera, o tal vez siete si tenía suerte; brotarían milagrosamente dos grandes bultos redondos en mi flaca estructura, Sólo tenía que esperar.
Los Selwyn no permanecieron en Cauterets tanto como nosotros. Cuando se fueron, tuve que elegir entre dos amigas: Marguerite Prestley, una niña estadounidense, y Margaret Home, una inglesa. Mis padres eran amigos de los de Margaret y naturalmente esperaban que nos hiciéramos buenas amigas. Pero, como suele ocurrir en estos casos, preferí la compañía de Marguerite, que, según me parecía, empleaba frases extraordinarias y palabras extrañas que jamás había oído. Nos contábamos muchísimos cuentos; uno de los suyos, que trataba de los peligros ocasionados por el encuentro con un scarrapin, me apasionó.
—Pero ¿qué es un scarrapin? —pregunté yo insistentemente.
Marguerite, que tenía una niñera llamada Fanny con tal acento sudamericano que no lograba entender lo que decía, me hizo una breve descripción del horrible bicho. Acudí a Marie, pero nunca había oído hablar de él. Por fin, consulté a mi padre. También a él le costó al principio, pero luego comprendió y me dijo:
—Creo que quieres decir escorpión.
De alguna manera, había desaparecido el encanto. Un escorpión no resultaba tan horroroso como el terrible scarrapin que yo había imaginado.
Marguerite y yo tuvimos una seria discusión sobre cómo vienen los niños. Yo aseguraba que los traían los ángeles como me había contado Nursie. En cambio, ella sostenía que eran parte de la profesión de doctor y que los traían en un maletín negro. Cuando ya nos habíamos acalorado demasiado, Fanny con mucho tacto zanjó la cuestión definitivamente:
—Es así, cariño, los niños norteamericanos vienen en el maletín negro de un doctor y los ingleses son traídos por los ángeles. ¿Ves qué sencillo? Satisfechas las dos, cesaron las hostilidades.
Papá y Madge hacían muchas excursiones a caballo. Un día, respondiendo a mis súplicas, me dijeron que podía acompañarles al día siguiente. Estaba entusiasmada. Mi madre puso algunas objeciones, pero mi padre la convenció fácilmente:
—Llevamos con nosotros un guía que está muy acostumbrado a los niños y tendrá mucho cuidado de que no se caiga.
Al día siguiente, llegaron los tres caballos y nos fuimos. Cabalgamos zigzagueando por senderos peligrosos; me lo pasé muy bien encaramada sobre lo que entonces me pareció un inmenso caballo. El guía lo conducía cuesta arriba y, de vez en cuando, cogía ramilletes de florecillas y me los daba para que los pusiera en la cinta del sombrero. Hasta allí, todo había resultado muy bien, pero cuando llegamos a la cima y nos dispusimos a comer, el guía se superó a sí mismo, Volvió corriendo hacia nosotros con una magnífica mariposa que había atrapado. «Pour la petite mademoiselle!», gritó. Tomando un alfiler de su solapa, atravesó a la mariposa y la fijó en mi sombrero. ¡Qué horror al sentir que la pobre mariposa agitaba las alas, luchando contra el alfiler! ¡Qué agonía padecí viendo aletear a la mariposa sin poder decir nada, naturalmente! Tenía sentimientos contrapuestos. Se trataba de una gentileza por parte del guía que me la había traído como un regalo especial. ¿Cómo herir su sensibilidad diciendo que no me gustaba? ¡Cuánto deseaba que me la quitara de encima! Y durante todo el tiempo la mariposa muriéndose, revoloteando, agitándose contra mi sombrero. En tales circunstancias, a una niña no le queda más que una alternativa: echarse a llorar.
Cuanto más me preguntaban, tanto más me costaba responder.
—¿Qué te pasa? —preguntó mi padre—. ¿Te duele algo?
Mi hermana comentó:
—Tal vez le asuste ir a caballo.
Yo decía que no y que no. Que no tenía miedo y que no me dolía nada.
—¿Estás cansada? —insistió mi padre.
—No —contesté yo.
—Bueno, entonces, ¿qué te pasa?
No podía decido. El guía estaba allí, mirándome desconcertado. Mi padre exclamó algo enfadado:
—Es una niña demasiado pequeña, Agatha. No debimos traerla con nosotros.
Redoblé el llanto. Sabía que iba a echarles a perder el día, pero no podía evitarlo. Sólo esperaba que él o mi hermana adivinaran lo que ocurría. Seguramente mirarían a la mariposa, comprenderían y dirían: «Quizá no le guste la mariposa que tiene en el sombrero». Que lo dijeran ellos, no importaba, pero yo no podía hacerlo. Fue un día terrible. Me negué a comer. Me quedé sentada allí, llorando, mientras la mariposa seguía agitándose en el sombrero. Por fin, se paró. Debería haberme aliviado, pero había llegado ya a tal estado de ánimo, que nada podía alegrarme.
Cabalgamos hacia abajo; mi padre estaba muy enfadado, y mi hermana molesta; el guía seguía bondadoso y amable, pero estaba confuso todavía. Menos mal que no se le ocurrió traerme otra mariposa para darme ánimos. Llegamos con caras largas a la sala donde estaba mi madre.
—Pero ¿qué ha pasado? —Dijo—: ¿Se ha hecho daño Agatha?
—No sé —dijo mi padre enfadado—. No sé qué le pasa a la niña.
Supongo que le duele algo. Ha estado llorando desde la hora de comer y no ha probado bocado.
—¿Qué te pasa, Agatha? —me preguntó mi madre.
No podía decírselo. Me limité a mirarla sin decir nada, mientras las lágrimas seguían corriendo por mis mejillas. Me observó pensativamente durante unos minutos; luego dijo:
—¿Quién ha puesto esa mariposa en su sombrero?
Mi hermana contestó que había sido el guía.
Ya comprendo —dijo ella—. No te gustaba, ¿verdad? Estaba viva y pensabas que sufría.
¡Qué alivio tan maravilloso cuando alguien sabe lo que estás pensando y te lo dice, de modo que al fin te liberas de ese lazo de silencio! Me lancé sobre ella con una especie de frenesí, le eché los brazos al cuello y exclamé:
—Sí, sí; ha estado agitándose, pero como el guía pensaba que me agradaría, no podía decírselo.
Lo comprendió todo y me dio unas suaves palmaditas. De pronto todo me pareció lejano.
—Entiendo muy bien lo que sentías —me dijo. Pero ya ha pasado; así que no volveremos a hablar de ello.
En aquel tiempo me di cuenta de que mi hermana volvía locos a los jóvenes de los alrededores. Era muy atractiva y guapa, sin ser una belleza en sentido estricto, y había heredado de mi padre la rapidez de ingenio y la gracia. Además, poseía una gran dosis de atracción sexual. Los jóvenes caían ante ella como moscas. Marie y yo no tardamos mucho en hacer pronósticos sobre los diferentes admiradores, discutiendo sus posibilidades.
—Creo que Mr. Palmer está bien. ¿Qué te parece, Marie?
—C’est possible. Mais il est trop jeune[12].
Yo replicaba que era más o menos de la misma edad que Madge, pero Marie me aseguró que, precisamente por eso, era beaucoup trop jeune.
—Yo —decía ella— creo que Sir Ambrose.
Protesté diciendo:
—Es muy mayor, Marie.
Me contestó que tal vez, pero que convenía a la estabilidad matrimonial que el marido fuera mayor que su mujer, añadiendo que Sir Ambrose sería un estupendo partido, uno de los que aprobaría cualquier familia.
—Ayer —apuntaba yo— colocó una flor en el ojal de la chaqueta de Bernard.
Pero a Marie no le gustaba demasiado. Dijo que no era un garçon sérieux[13].
Llegué a saber muchas cosas sobre la familia de Marie: las costumbres de su gato y cómo podía andar y echarse a dormir entre los vasos hecho un ovillo y sin romper nunca ninguno; que su hermana la mayor, Berta, era una chica seria; que su hermanita Angelines era la preferida de la familia; conocía las travesuras que hacían sus hermanos y los líos en que se metían. Me confió también el orgullo secreto de la familia: que en otro tiempo su apellido era Shije y no lo Sijé. Aunque no comprendí el origen de este orgullo que sigo sin lo entender, colaboré plenamente con ella, felicitándola por tener semejantes antepasados.
Alguna vez me leía libros franceses, como mi madre. Me sentí feliz el día en que, tomando en mis manos las Mémoires d' un Âne, me di cuenta al hojearlas que podía leer yo sola tan bien como cualquiera. Me llovieron felicitaciones, sobre todo de mi madre. Por fin, después lo de tantas tribulaciones, sabía francés. A veces, necesitaba que me explicaran los pasajes difíciles, pero en general me las arreglaba sola.
A finales de agosto, fuimos de Cauterets a París. Lo recuerdo lo como uno de los veranos más felices de mi vida. Para una niña de mi lo edad no faltó nada: la emoción de la novedad, los árboles (factor constante de disfrute durante toda mi vida; ¿será tal vez significativo lo que uno de mis primeros compañeros imaginarios se llamara Árbol?), una nueva y encantadora compañera, mi querida chata Marie; excursiones en mula por sendas empinadas, diversiones en familia, mi amiga Margarita, el encanto exótico de un país extranjero. «Algo raro y extraño…»: qué bien lo sabía Shakespeare. Pero no son los detalles unidos y sumados los que están aún en mi mente, sino Cauterets, el lugar mismo, el largo valle con su pequeño ferrocarril, sus pendientes pobladas de árboles y las altas colinas.
Nunca he vuelto y me alegro. Hace un año o dos planeábamos pasar allí las vacaciones de verano. Lo dije sin pensar:
—Me gustaría volver.
Era verdad. Pero luego me di cuenta de que no podía. No se puede volver al lugar que existe en la memoria. No se vería con los mismos ojos, aun suponiendo, cosa muy improbable, que hubieran permanecido igual. Lo que se ha vivido, se ha vivido. «Los felices caminos que recorrí no volverán más…»
No vuelvas nunca a un lugar donde hayas ido feliz. Mientras no lo hagas, seguirá vivo en ti. Si vuelves, se destruirá.
Hay otros lugares a los que me he resistido a volver. Uno es el santuario de Sheikh Adi en el norte del Iraq. Fuimos allá con ocasión de mi primera visita a Mosul. Para llegar hubo que vencer varias dificultades; se necesitaba un permiso especial y había que detenerse en el puesto de policía de Ain Sifni, bajo las rocas del Jebl Maclub.
Desde allí, acompañados por un policía, recorrimos a pie un camino tortuoso. Era una primavera fresca y verde, con flores silvestres a lo largo del trayecto; había aún un torrente. Nos encontramos con algunas cabras y niños. Luego llegamos al santuario Yezidi. Revivo su paz, contemplo el atrio enlosado y la serpiente negra grabada en la pared; también, el paso que di al entrar en el pequeño y oscuro santuario, sin tocar el umbral. Nos sentamos allí en el atrio, bajo un árbol que gemía suavemente. Uno de los celadores nos sirvió café extendiendo antes cuidadosamente un mantel sucio (con orgullo, como dando a entender que estaba al tanto de los refinamientos de los europeos). Permanecimos sentados mucho tiempo. Nadie trató de sonsacarnos nada. Sabía que adoraban al diablo y que Lucifer, el Ángel Soberbio, era el objeto de su culto. Parece extraño que los adoradores de Satán sean los más pacíficos entre todas las sectas religiosas de aquella parte del mundo. Nos fuimos cuando el sol comenzaba ya a ponerse. Habíamos experimentado una profunda paz.
Tengo entendido que ahora se organizan expediciones turísticas y que el «Festival de Primavera» es una buena atracción. Pero yo lo conocí en sus días de inocencia. No olvidaré.