Hasta que uno no se pone a considerar su propio pasado, no se da cuenta de la visión tan extraordinaria del mundo que tiene el niño. Su ángulo visual es totalmente distinto del que emplea el adulto; todo carece de relación.
Los niños pueden apreciar con sagacidad lo que ocurre a su alrededor y juzgar bastante bien a la gente. Pero parece que no se les ocurre nunca el cómo y el porqué.
Tendría yo unos cinco años, cuando mi padre comenzó a preocuparse por la situación financiera. Era hijo de un hombre rico y había supuesto que nunca le faltarían unos buenos ingresos. Mi abuelo había planeado un complicado sistema para la administración de su herencia, confiándola a cuatro depositarios. Uno, que era muy viejo, se retiró del negocio; poco después, otro ingresó en un manicomio; los otros dos, de edad parecida, murieron. A uno de ellos le sucedió su hijo en el cargo. No sé si por incapacidad o porque alguien se aprovechaba mientras se reemplazaba a los administradores, el caso es que las cosas iban de mal en peor.
Mi padre estaba aturdido y deprimido, y como no era un hombre de negocios, no sabía qué hacer. Escribió a sus queridos tíos fulano y mengano, quienes le contestaron dándole ánimos o echando la culpa a la situación del mercado, a la devaluación y a otros motivos. Por aquel entonces recibió la herencia de una tía anciana y me imagino que eso le ayudó a mantenerse a flote uno o dos años, mientras las rentas que esperaba y debía cobrar no llegaban nunca.
En aquella época comenzó a deteriorarse también su salud. En varias ocasiones sufrió lo que suponíamos que eran ataques de corazón un término vago que abarcaba casi todo. Creo que le preocupación económica minó su salud. El remedio inmediato era economizar. El sistema clásico de entonces era vivir en el extranjero durante cierto período, no por los impuestos que suponían, me imagino, un chelín por libra, sino porque el coste de la vida era muy inferior. El procedimiento era alquilar a buen precio la casa, con servidumbre y todo, e instalarse en un hotel económico del sur de Francia.
Emigramos, por lo que recuerdo, cuando teníamos seis años. Alquilamos Ashfield a unos americanos que pagaron un buen precio, y nos marchamos. Íbamos a ir a Pau, en el sur de Francia. Por supuesto, me entusiasmaba la idea. Según me dijo mi madre, allá había montañas. Le hice muchas preguntas: «¿Son muy altas? ¿Más que la torre del campanario de la iglesia de Santa María?» Lo pregunté con mucha emoción, pues era lo más alto que conocía, Si, eran muchísimo más altas. Se elevaban centenares y millares de pies. Me fui al jardín con Tony y, mordisqueando una enorme corteza de pan seco que me había dado Jane en la cocina, me puse a pensar, tratando de imaginármelas. Eché la cabeza hacia atrás y mis ojos contemplaron el firmamento. Así serían las montañas, se elevarían hacia arriba hacia arriba, hasta perderse en las nubes. Era un pensamiento sobrecogedor. A mi madre no le gustaba el mar, pero le apasionaba el monte. Estaba segura de que las montañas serían una de las cosas más grandes de mi vida.
Lo que me entristeció más de la ida al extranjero fue separarme de Tony, que no se quedó en casa, sino que se le confió a una antigua camarera nuestra llamada Froudie, casada con un carpintero, y muy dispuesta a tener al perro. Le di un montón de besos y él me pagó lamiéndome frenéticamente en la cara, el cuello, los brazos y las manos.
Las condiciones del viaje fueron extraordinarias. No hacían falta pasaportes ni impresos. Sólo había que comprar los billetes y sacar las reservas del coche-cama. Sencillísimo. Pero ¡la preparación del equipaje! (Habría que escribirlo con mayúscula). No sé de qué constaría el del resto de la familia, pero tengo bien presente lo que llevó consigo mi madre. Para empezar, tres baúles de tapa convexa. El mayor tenía casi metro y medio de altura, con tres niveles. Tenía también cajas de sombreros, grandes maletas de cuero, tres baúles de los llamados de cabina y otros de tipo americano, que entonces se veían mucho por los hoteles. Eran grandes y supongo que excesivamente pesados.
Al menos durante una semana, antes de partir, mi madre se vio rodeada de baúles por todas partes. Como no éramos muy ricos, de acuerdo al nivel de entonces, no tenía doncella y tuvo que preparar el equipaje ella misma. Lo primero era elegir. Tenía todos los armarios y cómodas abiertos, mientras escogía entre flores artificiales y miles de bártulos que exigían, al parecer, horas, antes de ser colocados en los baúles.
El joyero no consistía, como hoy día, en unas pocas alhajas auténticas y una gran cantidad de objetos de fantasía. Éstos se, consideraban de mal gusto, a excepción de algún que otro broche de falsas piedras preciosas. Las valiosas joyas de mi madre consistían en una hebilla, una media luna y el anillo de compromiso, los tres de diamantes. Las demás también eran auténticas, pero, en comparación, poco caras: el collar de la India, el conjunto florentino, el collar veneciano, los camafeos, etc. Además, tenía seis broches que nos interesaban vivamente a mi hermana y a mí: los «peces», cinco pececitos de diamante; «el muérdago», con un diamante diminuto y una perla; «la violeta de Parma», una violeta esmaltada; «el escaramujo», una flor encarnada, esmaltada, con ramos de hojas de diamantes a su alrededor; el «burro», muy apreciado, que era una perla barroca, montada sobre diamantes en forma de cabeza de burro. Ya nos los habíamos repartido para el día en que muriera mi madre. Madge se quedaría con la violeta, que era su flor favorita, la media luna de diamantes y el burro. A mí me tocaría la rosa, la hebilla y el muérdago. La familia toleraba esta distribución con liberalidad. No inspiraba sentimientos tristes acerca de la muerte, más bien una cálida apreciación de sus beneficios.
En Ashfield, toda la casa estaba repleta de cuadros comprados por mi padre, pues estaba de moda cubrir lo más posible las paredes. Ya había elegido uno para mí: una enorme marina en la que había una mujer con cara de boba que pescaba a un niño con una red. Era la idea que tenía yo de la belleza; es triste pensar en lo poco que los valoré cuando tuve que vender estos cuadros; ni siquiera por motivos sentimentales conservé ninguno. No tengo más remedio que admitir que el gusto artístico de mi padre era muy malo. En cambio, los muebles que compró eran auténticas joyas. Le apasionaban los muebles antiguos, las mesas Sheraton y las sillas Chippendale; adquiridas con frecuencia a un precio irrisorio por llevarse muchísimo entonces el bambú. Da gusto vivir con ellas y poseerlas; se valoran tanto que, al morir mi padre, mi madre consiguió alejar el fantasma del hambre vendiendo las mejores.
Mis padres y mi abuela tenían la pasión de coleccionar porcelanas. Cuando, más adelante, la tía-abuela vino a vivir con nosotros, a Ashfield, se trajo su colección de Dresden y Capo di Monte con la que se llenaron innumerables armarios. Es más, hubo que hacer otros nuevos para colocarlo todo. No hay duda de que éramos una familia de coleccionistas y yo he heredado esa afición. Lo malo es que si uno hereda una buena colección de porcelanas o de muebles, no tiene ya la excusa para comenzar una colección propia. No obstante, hay que satisfacer la pasión de coleccionista; en mi caso, acumulé una buena cantidad de muebles de papier maché y de pequeños objetos que no habían figurado en las colecciones de mis padres.
Cuando llegó el día de la partida, estaba tan emocionada que me sentía mal y me quedé como muda. Cuando me emociono de verdad, parece que siempre que quedo privada del habla. Lo primero que recuerdo con claridad de este viaje, es el momento de poner el pie en el barco en FoIkestone. Mi madre y Magde se tomaron con la mayor seriedad la travesía del Canal. Se mareaban fácilmente, por lo que se retiraron en seguida al salón de las damas para echarse, cerrar los ojos y esperar la llegada a Francia a través de las aguas sin que ocurriera lo peor. A pesar de mi experiencia en el bote de mi hermano estaba convencida de que no me marearía. Mi padre me confirmó en esta creencia, de modo que permanecí con él en cubierta. Imagino que debimos cruzar el Canal con toda suavidad, pero yo lo atribuí a mi fuerza para resistir el balanceo. Llegamos a Boulogne y me encanto oír a mi padre:
—Agatha está hecha una estupenda marinera.
La siguiente emoción fue el tren. Ocupé un compartimento con mi madre y nos tumbamos sobre las literas. A mamá le encantaba el aire fresco y el vapor del coche-cama le supuso un auténtico martirio. Creo que estuve despierta toda la noche, viendo cómo abría la ventanilla y sacaba la cabeza para respirar aire limpio a pleno pulmón.
Por la mañana temprano, llegamos a Pau. Nos estaba esperando el autocar del Hotel Beausejour, montamos en él y, a su debido tiempo, llegamos al hotel (nuestros dieciocho bultos iban aparte). Había una terraza grande que daba a los Pirineos.
—Mira —dijo mi madre. ¿Ves? Son los Pirineos. Las montañas nevadas.
Miré. Fue una de las mayores desilusiones de mi vida; no la he olvidado nunca. ¿Dónde estaba la encumbrada altura que subía hacia arriba, hacia arriba, hasta el cielo, mucho más arriba de mi cabeza, superior a toda contemplación o comprensión? En su lugar, se veía allá a lo lejos, en el horizonte, una fila de dientes, que no parecían elevarse más que dos o tres centímetros. ¿Aquéllas? ¿Eran aquéllas las montañas? No dije nada, pero hoy aún puedo volver a sentir la terrible desilusión.