Si tuviera que determinar qué fue lo que más me divirtió siendo niña, colocaría, en primer lugar, con mucho, a mi aro, algo muy simple que costaría… ¿cuánto? ¿Seis peniques? ¿Un chelín? Seguro que no más.
Y qué inestimable favor para padres, niñeras y sirvientas. Cuando hace bueno, Agatha se va al jardín con su aro y no da la lata a nadie hasta la hora de comer o, más exactamente, hasta que comienza a sentir hambre.
El aro era para mí, sucesivamente, un caballo, un monstruo marino, un tren. Corriendo con él por los senderos del jardín, me convertía en un caballero armado en busca de aventuras, en una dama de la corte entrenando a un blanco caballo, en Trébol (el de los Gatitos) escapando de la prisión, o en algo menos romántico, en maquinista, Jefe de tren o pasajero de tres ferrocarriles proyectados por mí misma.
Eran de tres sistemas distintos: el tubular, con ocho estaciones que se extendía por las tres cuartas partes del jardín; el metro, una línea corta, que cubría sólo el huerto, partiendo de una gran tubería de agua con un grifo debajo de un pino; y el ferrocarril de la terraza, que iba alrededor de la casa. Hace poco encontré en un viejo armario una cartulina en la que, sesenta años atrás, había trazado un plano aproximado de todos estos trenes.
No comprendo por qué disfrutaba tanto corriendo con el aro, deteniéndome, gritando: «Lirio del Valle del Lecho. Cambio para el tren tubular. Metro. Final de recorrido. Aquí cambian todos». Y así durante horas y horas. Debía ser un óptimo ejercido. Practicaba también el arte de soltar el aro de forma que volviera hacia mí, como me había enseñado uno de nuestros amigos, oficial de marina, cierta vez que vino a vemos. Al principio no lo conseguía, pero, tras larga y penosa práctica, conseguí adquirir la maña necesaria, estando muy orgullosa de mí misma.
Para los días de lluvia tenía a Matilde, un caballo de madera que les habían regalado a mis hermanos en Norteamérica cuando eran niños, y que habían traído a Inglaterra. Muy estropeado, sin crines, sin pintura, sin cola, estaba en un pequeño invernadero, llamado no sé por qué K.K. (o quizá Kai Kai), anexo a un extremo de la casa, muy distinto del gran invernadero en el que había macetas de begonias, geranios, repisas escalonadas con toda clase de helechos y varias palmeras grandes. El invernadero pequeño no tenía plantas, y en cambio estaba lleno de bastones de croquet, aros, pelotas, sillas de jardín rotas, viejas mesas de hierro pintadas, una red de tenis deteriorada y Matilde.
Se movía mejor que cualquier caballo similar inglés que haya visto jamás: hacia delante, hacia atrás, hacia arriba y hacia abajo, y cabalgándolo a todo gas era capaz de arrojarte de la grupa. Sus muelles, faltos de aceite, chirriaban espantosamente, añadiendo mayor placer y peligro. Éste también era un magnífico ejercicio; era lógico que yo estuviera cómo un fideo.
Un compañero de Matilde en Kai Kai era Truelove, también precedente del otro lado del Atlántico. Era un caballito pintado, que tiraba de un carro con pedales, que ya no funcionaban. Con mucho aceite, tal vez se hubiera arreglado, pero había un método más fácil de utilizarlo. Como todos los de Devon, nuestro jardín tenía una pendiente. Mi sistema era llevarlo hasta el punto más alto, sentarme con cuidado, lanzar un grito de animación, y lanzarme abajo; primero iba despacio, luego cogía velocidad y al final, frenándolo con el pie, se detenía bajo un pino. Entonces lo arrastraba de nuevo a la cima y me lanzaba una vez más. Años más tarde me enteré de que mi futuro cuñado se había entretenido muchísimo viéndome hacer esta maniobra una y otra vez durante horas, siempre con perfecta solemnidad.
Cuando se fue Nursie me quedé sin compañera de juego. Vagaba sin consuelo hasta que el aro resolvió mi problema. Como todos los niños trataba de convencer a la gente, primero a mi madre y luego a las sirvientas, de que jugaran conmigo. Pero en aquellos días, si no había nadie encargado de jugar con los niños, éstos debían jugar solos. Las sirvientas eran buenas, pero tenían otras muchas cosas que hacer, y contestaban:
—Vamos, señorita Agatha, váyase de aquí, que tengo que seguir haciendo esto.
La generosidad de Jane la llevaba a darme un puñado de pasas o una rodaja de queso, pero me invitaba con firmeza a que fuera al jardín a comerlas.
Por eso creé mi propio mundo y mis compañeros de juego. Creo que fue muy positivo. A lo largo de mi vida, nunca he sufrido por no tener «nada que hacer». Un número ingente de mujeres padecen de soledad y aburrimiento. Tener tiempo libre es para ellas una pesadilla y no un placer. Si uno se entretiene siempre a costa de los demás, cuando se queda sólo se siente perdido.
Supongo que los niños parecen tan desamparados e incapaces de tener ideas propias en vacaciones porque en la escuela les dan todo hecho. Me quedo siempre asombrada cuando se me acerca uno y me dice:
—Por favor, no sé qué hacer.
En tono impaciente, le hago observar:
—Pero tienes un montón de juguetes, ¿no?
—No tantos.
—Pero si tienes dos trenes, camiones, un estuche de pinturas y un mecano. ¿No puedes jugar con algo de eso?
—No puedo jugar yo solo.
—¿Por qué no? Ya sé lo que puedes hacer. Pintas un pajarito, luego haces una jaula con el mecano, recortas el pajarito y lo metes en la jaula.
Cesa la oscuridad y hay paz durante diez minutos.
Cada vez me convenzo más de que he conservado prácticamente los mismos gustos. Toda la vida me ha gustado jugar con las mismas cosas que cuando era pequeña. Por ejemplo, con las casas.
Creo que tenía una cantidad considerable de juguetes: una cuna para las muñecas con sábanas auténticas y mantas y los mecanos de la familia heredados de mis hermanos. Muchos los hacía yo misma. Recortaba imágenes de viejas revistas ilustradas y las pegaba en un álbum de papel marrón. Cortaba pedazos sobrantes de papel de empapelar y los pegaba en cajas. Era algo muy entretenido.
Pero mi principal diversión era sin duda la casa de muñecas.
Era una de esas cajas sin parte delantera, con la cocina, la sala y la entrada en la planta baja, y los dormitorios y el cuarto de baño, arriba. Bueno, ése era el comienzo. El mobiliario se adquiría pieza a pieza. En aquella época existía una enorme variedad de muebles para las casitas de muñecas, bastante baratos. Por aquel entonces, disponía de mucho dinero: todas las monedas de cobre que traía mi padre por la mañana. Iba a mi habitación, le daba los buenos días y miraba en la mesa para ver lo que el destino me había deparado aquel día.
¿Dos peniques? ¿Cinco? ¡Una moneda de once peniques una vez! Algunos días, nada. Resultaba emocionante por la incertidumbre.
Casi siempre compraba lo mismo: caramelos (caramelos hervidos, los únicos queme dejaba mi madre) en la tienda que el señor Wylie tenía en Tor. Los hacían allí mismo, de modo que, al cruzar el umbral de la puerta, ya se sabía de qué eran los de aquel día: el rico olor de toffee hirviendo, el olor penetrante del caramelo de menta, el aroma ligero de la piña, el de un dulce (pesado) que casi no olía nada o el casi insoportable de las lágrimas de pera.
Todos costaban a ocho peniques la libra. Me gastaba cuatro a la semana, un penique de cada clase. Luego se echaba un penique para los huérfanos y vagabundos, en el cepillo que había a la entrada sobre una mesa. Desde septiembre, ahorraba para los regalos de Navidad.
El resto era para el mobiliario y el equipo de la casa de muñecas. Recuerdo muy bien el encanto de todo lo que se podía comprar. Por ejemplo, la comida: bandejas de cartón con pollo asado, huevos y jamón, tarta de boda, pierna de cordero, manzanas y naranjas, pescado, merengues, flan de ciruelas. Había cestas planas con cuchillos, tenedores, cucharas y vajillas minúsculas. Luego, los muebles: el salón tenía un juego de sillas de raso azul, a las que fui añadiendo un sofá y un sillón dorado. Había tocadores con sus espejos, mesas de comedor redondas con una horrible mantelería; lámparas, fruteros y floreros. Además, todos los utensilios de un hogar: cepillos y recogedores, escobas, baldes y baterías de cocina.
Pronto, la casa de muñecas pareció un almacén de muebles.
¿Podría… sería posible tener otra?
Mamá pensaba que ninguna niña debía tener dos. Pero sugirió, inspirada, que por qué no usar un armario. Me hice con uno y fue un gran éxito. Había un cuarto grande en lo más alto de la casa, construido por mi padre con la idea de tener dos habitaciones más, en el que se habían divertido tanto mis hermanos, que se había convertido en sala de recreo. Había libros y armarios en las paredes y la parte central estaba vacía. Me concedieron cuatro repisas de una alacena. Mi madre encontró varios trozos de papel de empapelar muy bonito, para que las cubriera. La primera casa de muñecas la puse en la parte superior, de modo que ahora disponía de seis pisos.
Necesitaba, por supuesto, una familia que la habitara. El padre, la madre, los dos hijos y la criada que compré tenían la cabeza y el busto de porcelana y los miembros de trapo, rellenos de serrín. Mi madre les hizo unos vestiditos de retales, e incluso le puso barba al padre. Padre, madre, dos niños y una criada. Era perfecto. No recuerdo que tuvieran una personalidad definida; para mí, no eran personas, sólo ocupaban la casa. Recuerdo cuando los senté a la mesa del comedor por primera vez y coloqué platos, vasos, pollo asado y un flan de color rosa para que comieran: fue fantástico. Los cambios de domicilio me procuraban una diversión más. Una fuerte caja de cartón era el camión de las mudanzas. Cargaba en él los muebles, lo arrastraba con una cuerda, dando varias vueltas alrededor del cuarto, y por fin, a la «nueva casa». Lo hacía por lo menos una vez a la semana.
Ahora me doy cuenta de que siempre he jugado a lo mismo. He examinado innumerables casas, las he comprado y las he cambiado por otras, las he amueblado, decorado y reformado. ¡Las casas! ¡Qué Dios las bendiga!
Pero volvamos a los recuerdos. Son realmente extraños, pero juntándolos, se revive de verdad todo el pasado. Se recuerdan los momentos felices y, de manera muy viva, el miedo, creo yo. Lo curioso es que resulta difícil rememorar el dolor y la infelicidad. No quiero decir que no me acuerde de ellos, lo hago, pero sin sentirlos. Me coloco en primer plano: «Agatha estaba muy triste, Agatha tenía dolor de muelas». Pero no siento ni tristeza, ni dolor. En cambio, de pronto, el olor de los limoneros me hace revivir el pasado; recuerdo un día en que pasé cerca de unos, el placer con que me eché en el suelo, el olor de la hierba y la encantadora impresión del verano; un cedro cercano y, más allá el río Me siento identificada con la vida, que se hace presente en ese momento. No lo repaso sólo mentalmente, lo vuelvo a vivir.
Recuerdo muy bien un campo de ranúnculos. Debía tener menos de cinco años, pues estaba paseando con Nursie durante mi estancia en Ealing con la abuelita. Subimos un montecillo, más allá de la iglesia de San Esteban. Entonces no había más que prados. Llegamos a uno especial, completamente tapizado de flores amarillas, al que íbamos con frecuencia. No puedo precisar si la imagen que tengo es de la primera vez que fuimos allí o de otra posterior, pero lo recuerdo bien y siento su encanto. Me parece que, después de tantos años, no he vuelto a ver un prado entero de ranúnculos; no he visto más que algunos diseminados en el campo. Un gran prado cubierto de estas flores doradas al comienzo del verano, no es ninguna tontería. Pues bien, no sólo lo viví entonces, sino que es algo real todavía ahora.
¿Con qué se ha disfrutado más en la vida? Depende de cada uno. Por mi parte, haciendo memoria y reflexionando un poco, me parece que con las pequeñas cosas de la vida cotidiana. Cuando adornaba la cabeza gris de la anciana Nursie con cinta azules, cuando jugaba con Tony, dividiendo con un peine su ancho lomo, cuando cabalgaba en lo que yo consideraba caballos reales, cruzando el río que mi fantasía había hecho fluir por el jardín, cuando corría detrás de mi aro por las estaciones del ferrocarril tubular, cuando jugaba, feliz, con mi madre y cuando me leía a Dickens con las gafas sobre la punta de la nariz, cabeceando sobre mí. «Mamá, que te duermes». Siempre me respondía con dignidad, poco antes de quedarse dormida: «Qué va, hijita, no tengo sueño en absoluto». Me acuerdo de lo ridículo que estaba con las gafas a medio caer y de cuánto la quería yo en aquel momento.
Es una reacción curiosa, pero sólo cuando uno ve en ridículo a las personas, se da cuenta de lo mucho que las quiere. Si puede admirar a alguien por ser guapo, divertido, lleno de encanto pero esa burbuja se deshace, en el momento en que penetra en ella una pizca de ridículo. A cualquier chica a punto de casarse, le daría este consejo: «Mira, imagínate que tiene un terrible resfriado; que habla por la nariz, estornuda y tiene los ojos llorosos. ¿Qué sentirías por él?» Es una buena prueba, en serio. Lo que se debe sentir por un esposo es el amor tierno y afectuoso que abarca los constipados y las pequeñas mantas. La pasión es más fácil de asegurar.
El matrimonio supone algo más que ser una buena amante; hago mía una opinión pasada de moda, según la cual es necesario el respeto, que no debe confundirse con la admiración. Sentir admiración por un hombre toda la vida sería excesivamente tedioso provocaría tortícolis mental. Pero el respeto es algo que debe estar presente siempre, sin necesidad de pensado. Como decía de su marido la vieja irlandesa: «Él piensa en mí». Creo que eso es lo que necesita una mujer; sentir que su compañero es íntegro, que puede confiar en él y respetar sus criterios y que, cuando haya que tomar una decisión difícil puede dormir tranquila dejándolo todo en sus manos.
Es curioso echar una ojeada a la vida pasada, a todos los diversos incidentes y escenas, a esa multitud de retazos. Fuera de ellos, ¿qué interesa? ¿qué queda tras la selección que ha hecho la memoria? ¿qué nos hace escoger los recuerdos que conservamos? Es como si uno abriera un gran baúl lleno de trastos viejos metiera las manos en él y dijera: «Tomaré esto… esto… y esto».
Pregunta a tres o cuatro personas diferentes lo que recuerdan, pongamos, de un viaje por el extranjero y te quedarás sorprendido de las respuestas tan diferentes que obtendrás. Me acuerdo de un muchacho de quince años, hijo de unos amigos nuestros, a quien llevaron a París durante sus vacaciones de primavera. Al regresar un amigo de la familia algo simple, le preguntó en el tono jovial acostumbrado:
—Bueno, Jovencito, ¿qué es lo que más te ha impresionado de París? ¿Qué recuerdas mejor?
Él replicó:
—Las chimeneas son muy distintas de las inglesas.
Desde su punto de vista, era una buena observación. Años más tarde, se puso a estudiar arte. Sólo un detalle le había llamado la atención: lo que diferenciaba a París de Londres.
Otro caso parecido. Cuando mi hermano volvió enfermo de África Oriental, trajo consigo como criado a un nativo llamado Shebani. Deseando mostrar a este africano simple las glorias de Londres, alquiló un coche y le llevó por toda la ciudad; puso ante sus ojos la Abadía de Westminster, el Palacio de Buckingham, el Parlamento, el Guildhall, Hyde Park, etc. De vuelta a casa, le preguntó:
—¿Qué te ha parecido Londres?
Shebani, con ojos extasiados, respondió:
—Maravillosa, Bwana, es un lugar fantástico. Nunca pensé ver nada semejante.
Mi hermano quedó muy complacido.
—Y, ¿qué es lo que te ha impresionado más?
La respuesta no se hizo esperar ni un instante:
—Oh, Bwana, las tiendas llenas de carne. Esas tiendas tan maravillosas con la carne colgada por todas partes; y nadie roba, nadie va corriendo a cogerla; al contrario, pasan junto a ella con mucho orden. ¡Qué rico y qué grande tiene que ser un país con tanta carne! De verdad, Inglaterra es fantástica, y Londres una ciudad maravillosa.
Es un punto de vista, el punto de vista del niño. Fue el nuestro hace tiempo, pero nos hemos alejado tanto de él, que es difícil volver atrás de nuevo. Recuerdo que una vez observaba, desde lo alto de la escalera, a mi nieto Mateo, que tendría unos dos años y medio, sin que él se diera cuenta. Había logrado algo que le llenaba de orgullo y se decía a sí mismo en voz baja: «Éste es Mateo que está bajando las escaleras. Éste es Mateo. Mateo baja las escaleras. Éste es Mateo que está bajando las escaleras».
Me pregunto si todos nosotros, en cuanto podemos pensar, comenzamos la vida considerándonos como una persona distinta de la que observa. ¿Me decía a mí misma: «Ésta es Agatha con su vestidito de fiesta, que baja al comedor»? Es como si el cuerpo en el que se aloja nuestro espíritu, nos resultara extraño al principio; como una entidad cuyo nombre conocemos, con la que nos entendemos, pero con la que todavía no nos identificamos plenamente. Somos Agatha que va de paseo, Mateo que baja por la escalera. Más que sentirnos, nos vemos.
Y luego, un día, comienza una nueva etapa de la vida. De repente, ya no es «Mareo el que baja las escaleras», sino yo. El descubrimiento del «yo» es el primer paso hacia el desarrollo de una vida personal.