IV

La primera vez que tuve miedo estaba a punto de cumplir los cinco años. Hacía un día estupendo y Nursie y yo habíamos ido a coger primaveras; atravesamos la vía férrea para subir por el camino de Shiphay donde había muchas de estas florecillas.

Penetramos por una verja abierta y seguimos cogiendo flores. Nuestra cesta se estaba llenando, cuando una voz colérica y ruda nos gritó:

—¿Qué hacen ustedes ahí?

Me pareció un gigante todo rojo de ira. Nursie respondió que no estábamos haciendo daño a nadie, que sólo cogíamos primaveras.

—Violando la propiedad ajena, eso es lo que están haciendo. ¡Fuera! Si dentro de un minuto no han salido de aquí las cuezo vivas, ¿entendido?

Tiré desesperadamente de la mano de Nursie, quien no podía ir de prisa ni lo intentaba. Al llegar al camino sanas y salvas, casi me desplomo de alivio. Me quedé pálida y mareada; Nursie lo notó de repente.

—Cariño —me dijo con ternura—, no habrás creído que decía en serio eso de cocerte o lo que fuera, ¿verdad?

Indiqué con la cabeza que sí. Hasta había visto la escena. Una olla enorme, echando vapor, sobre una hoguera. Mis gritos de agonía. Todo era tremendamente real para mí.

Trató de calmarme. Era una forma de hablar que tenía la gente. Como una especie de broma. No era un hombre amable, más bien era bruto y antipático, pero no había hablado en serio. Era una broma.

Para mí no lo había sido y todavía ahora, cuando entro en un campo, un ligero estremecimiento me recorre la espina dorsal. Desde entonces hasta hoy, no he vuelto a experimentar un terror tan real.

Sin embargo, no he revivido esta experiencia en pesadillas. Todos los niños tienen pesadillas y dudo que se deban a que las nodrizas o algún suceso de la vida real les asusten. Mi pesadilla particular se centraba en uno que yo llamaba «el Pistolero». Nunca había leído nada acerca de esos tipos. Le llamaba el Pistolero porque llevaba un arma, no porque tuviera miedo de que me disparara. Ésta era parte de su apariencia que, según creo recordar, era la de un francés de uniforme azul grisáceo con el pelo empolvado, coleta, los ojos azules, una especie de sombrero de tres picos y un mosquete anticuado. Su misma presencia era aterradora. El sueño era bastante simple: una reunión a la hora del té o un paseo con varias personas, normalmente un festejo sencillo. De repente sentía desazón. Había alguien que no debía estar allí, una sensación horrible de temor; y luego le veía; sentado a la mesa, caminando hacia la playa, tomando parte en el juego. Su mirada se encontraba con la mía y me despertaba gritando: «¡El Pistolero, el Pistolero!»

—La señorita Agatha ha tenido anoche uno de sus sueños sobre el pistolero —enunciaba Nursie con su pausada voz.

—¿Por qué te asusta tanto, cariño? —me preguntaba mi madre—. ¿Qué crees que te va a hacer?

No sabía por qué me asustaba. Más adelante, el sueño varió. El Pistolero ya no aparecía siempre de uniforme. A veces, estábamos sentados a la mesa; yo dirigía la mirada a un amigo o a un miembro de la familia y me daba cuenta de repente de que no era Dorothy, Phyllis, Monty, mi madre o el que debía ser. Los pálidos ojos azules me miraban desde un rostro familiar. Era en realidad el Pistolero.

A los cuatro años me enamoré. Fue una experiencia desconcertante y maravillosa. El objeto de mi pasión era un cadete de Dartmouth, amigo de mi hermano. Con el pelo muy rubio y los ojos azules, despertó mi romanticismo. Seguro que él nunca supo las emociones que suscitaba en mí. Sin preocuparse de la hermanita de su amigo Monty, si se lo hubieran preguntado habría dicho probablemente que le caía mal. Un exceso de emoción me empujaba en dirección contraria, cuando le venía venir, y si estaba sentado en la mesa del comedor volvía la cabeza para otro lado. Mi madre me riñó.

—Sé que eres tímida, cariño, pero debes comportarte. Está muy mal que no mires siquiera a Philip, y que si te habla te limites a musitar alguna palabra. Aunque te disguste, debes ser educada con él. ¡Disgustarme! ¡Qué poco enterados estaban! Cuando pienso ahora lo enormemente satisfactorio que puede ser un amor precoz. No exige nada, ni una mirada, ni una palabra. Es simple adoración. Sostenido por él, uno puede caminar por los aires, creando en la mente ocasiones heroicas en que poder servir a la persona amada. Yendo de un campo de apestados a curarlo, salvándole del fuego, sirviéndole de escudo contra una bala mortífera. En realidad, todo lo que ha impresionado la imaginación en un cuento. En estas fantasías, no hay nunca un final feliz. Uno muere en el fuego o a causa del disparo o sucumbiendo a la peste. El héroe ni siquiera se entera del sacrificio supremo que hace. Yo permanecía sentada en el aposento de los niños jugando con Tony con aire solemne y afectado, mientras en mi cabeza una exaltación gloriosa creaba un torbellino de extravagantes fantasías.

Transcurrió el tiempo. Philip pasó a guardiamarina y dejó el Britannia. Durante algunos meses siguió grabada en mí su imagen y después se borró. El amor se desvaneció para reaparecer tres años más tarde, en la persona de un joven capitán del ejército, alto y moreno, que cortejaba a mi hermana.

Ashfield era el hogar y se aceptaba como tal; Ealing, sin embargo, era la emoción. Poseía todo el romanticismo de un país extranjero. Una de sus mejores cosas era el servido. Su asiento de caoba era muy grande. Sentada en él, me sentía como una reina en su trono y rápidamente convertí a la amada de Dickie en la reina Margarita; y a él, sentado a su derecha en el circulito que formaba la hermosa asa del tapón de madera, en su hijo el príncipe Doradín, heredero del trono. Me solía retirar allí por las mañanas para sentarme con una reverencia, dar audiencia y extender mi mano para que la besaran, hasta que otros que querían entrar me conminaban enfadados a que saliera. En la pared, estaba colgado un plano en colores de la ciudad de Nueva York, lo que también llamaba mi atención. Había varias láminas norteamericanas en casa. En el cuarto de huéspedes había una serie de fotos por las que sentía mucho cariño. Una, titulada «Deportes de invierno», representaba a un hombre con mucho frío sobre una capa de hielo, sacando un pez a través de un agujerito. Me parecía un deporte un tanto melancólico. Otra era la de Gray Eddy, un caballo de carreras tan brioso que fascinaba.

Como mi padre se había casado con la sobrina de su madrastra (la segunda esposa inglesa de su padre americano), y como él la llamaba madre, mientras su mujer seguía llamándola tía, se la conocía oficialmente como tía-abuela. Mi abuelo se había pasado los últimos años de la vida de acá para allá entre su empresa de Nueva York y la sucursal inglesa de Manchester. Su vida había sido una de esas historias típicamente americanas de alguien que con un solo real se hace millonario. Había nacido en una familia humilde de Massachussets; llegado a Nueva York, se colocó en una oficina y logró ser socio de la compañía. «De botones a jefe en tres generaciones» era lo que había sucedido en nuestra familia. Mi abuelo hizo una gran fortuna. Mi padre, debido sobre todo a su confianza en el prójimo, la mermó mucho, y mi hermano derrochó lo que había quedado en un santiamén. Poco antes de morir, mi abuelo había comprado una casa grande en Cheshire. Era por entonces un hombre enfermo y su segunda esposa quedó viuda siendo aún relativamente joven. Siguió viviendo allí por algún tiempo, pero al fin compró una casa en Ealing, cuando aún estaba prácticamente en el campo. Como solía decir ella, estaba rodeada de prados. En cambio, cuando llegué a visitarla, parecía imposible pero filas de hermosas casas se extendían en todas las direcciones.

La casa y el jardín de la abuela me fascinaban. Dividía el aposento de los niños en varios «territorios». La parte delantera tenía un ventanal semicircular, y en el suelo una pesada alfombra, alegre y con rayas. Bauticé a esta parte con el nombre de cuarto de Muriel (probablemente porque me había impresionado el nombre de ventana de Oriel[4]).

La parte de atrás, cubierta con una alfombra de Bruselas, era la sala-comedor. Coloqué varias alfombrillas y piezas de linóleo en distinto lugares. Pasaba de una pieza a otra de «mi casa» con aire atareado e importante, hablando conmigo misma. Nursie, sentada, cosía tan plácidamente como siempre.

Otra cosa fascinante era la inmensa cama de caoba de mi tía-abuela, con un baldaquín de cortinas rojas de damasco; el colchón era de plumas. Por la mañana temprano, antes de vestirme, llegaba yo y saltaba sobre ella. La abuelita estaba despierta desde las seis de la mañana y siempre me daba la bienvenida. Abajo estaba el salón, repleto de muebles de marquetería y porcelana de Dresden, sumido siempre en la oscuridad a causa del invernadero que se elevaba fuera. Sólo se usaba para dar fiestas. Junto a él había el cuarto de costura, donde casi invariablemente estaba instalada una costurera. Ahora que lo pienso, las costureras eran algo imprescindible en la familia. Todas tenían cierto parecido entre sí: solían ser muy refinadas y desdichadas. Eran tratadas con mucha cortesía por la señora de la casa y por la familia, pero sin ninguna por las sirvientas; se les nevaba la comida en una bandeja; por lo que recuerdo, eran incapaces de hacer nada que sentara bien. Todo quedaba o demasiado justo o bailaba. La respuesta a cualquier queja solía ser: «Ah, sí, pero Miss James ha tenido una vida tan desgraciada…»

Así pues, en el cuarto de coser estaba sentada Miss James, cosiendo delante de la máquina, rodeada de patrones.

En el comedor, la abuelita llevaba una vida placentera de estilo victoriano. El mobiliario era de pesada caoba con una mesa central y varias sillas. Las ventanas estaban cubiertas con espeso encaje de Nottingham. Se sentaba a la mesa en una gran silla de cuero para escribir cartas o bien junto a la chimenea, en un sillón tapizado de terciopelo. Las mesas, el sofá y algunas sillas estaban repletas de libros, puestos allí adrede, y otros sobresaliendo de paquetes mal atados. Compraba siempre libros para ella y para regalos y luego le resultaban más de la cuenta, olvidaba a quién había pensado mandarlos o descubría que el querido hijito del señor Bennett había cumplido dieciocho años y ya no eran apropiados para él Los muchachos de San Guldred o Las aventuras de Timothy Tiger.

Como complaciente compañera de juego, la abuela dejaba a un lado la larga carta llena de tachaduras (para ahorrar papel) y se prestaba al delicioso pasatiempo de «la gallina del señor Whiteley». Ni que decir tiene que la gallina era yo. Escogida por abuelita, tras encarecer al pollero que le diera una realmente joven y tierna, traída a casa, unidas las alas, ensartada (con gritos de placer por mi parte), metida en el horno y colocada sobre la mesa en una fuente. Entonces se afilaba el cuchillo de cocina con mucho teatro y, de pronto, la gallina vuelve a la vida y, momento cumbre, grita a discreción: «Soy yo».

Por la mañana, era todo un acontecimiento la visita que efectuaba la abuela a la despensa, situada en el jardín junto a la puerta lateral. Yo aparecía inmediatamente y ella exclamaba: «Vamos a ver, ¿qué hace aquí una niña tan pequeña como tú?» La niña aguardaba con esperanza, escrutando las fascinantes estanterías. Filas de botes de mermelada y conservas. Cajas de dátiles, fruta en conserva, higos, ciruelas francesas, cerezas, bolsas de pasas, mantequilla y paquetes de azúcar, té y harina. Todos los comestibles de la mansión estaban allí y eran entregados solemnemente para las necesidades del día. Se realizaba también una investigación sobre el uso exacto de la ración del día anterior. La abuelita ofrecía una mesa abundante a todos, pero temía que se malgastara algo. Una vez satisfechas las necesidades de la casa y constatado el buen uso de la provisión precedente, abría un bote de ciruelas francesas y yo me iba contenta al jardín con las manos llenas.

Es raro que, cuando uno recuerda los primeros años, el clima parece constante en ciertos lugares. En el aposento de los niños de Torquay siempre hace una tarde otoñal o invernal. Hay fuego en la chimenea, ropa a secar sobre la alta parrilla, y, fuera, hojas que se caen o, a veces, para entusiasmo mío, nieve. En el jardín de Ealing siempre es verano, verano caluroso. Siento las bocanadas de aire caliente y seco y el perfume de las rosas, nada más salir por la puerta lateral. Aquel pedazo de tierra cubierto de hierba verde, rodeado de rosales, no me parece pequeño. Era todo un mundo. Primero las rosas, muy importantes; se cortaban a diario los capullos marchitos; con el resto, se preparaban algunos floreros. La abuela estaba muy orgullosa de sus rosas, atribuyendo su tamaño y belleza a «las aguas sucias de los desagües, querida, El abono líquido…, no hay nada como él. ¡Nadie tiene rosas como las mías!».

Los domingos venían a comer, casi siempre, la otra abuela y dos tíos míos. Resultaba un espléndido día victoriano. La abuela Boehmer, como abuelita B, que era la madre de mi madre, llegaba hacia las once, resoplando un poco porque era muy gorda, más gorda aun que la tía-abuela. Después de venir en una serie de trenes y autobuses desde Londres, lo primero que hacía era quitarse las botas. Solía acompañarla su sirvienta Harriet, quien se arrodillaba para quitárselas y sustituidas por un par de cómodas babuchas de lana. Entonces un gran suspiro de alivio, se acercaba a su hermana junto mesa del comedor y las dos se dedicaban a sus negocios de las mañanas dominicales, que consistían en largas y complicadas cuentas. La abuela B compraba en el economato del Ejército y la Marina, en la calle Victoria, que era para ellas el ombligo del mundo. Se entretenían y disfrutaban mucho con listas, números y cuentas. Discutían sobre los bienes adquiridos: «No deberías haber comprado eso, Margarita. No es un buen género, es poco fino, muy distinto del último terciopelo color ciruela». Después la tía-abuela sacaba su grande y abultado monedero, al que yo miraba siempre con asombro, y consideraba como signo visible de una inmensa riqueza. Estaba repleto de medias coronas y monedas de seis peniques, así como a veces de monedas cinco chelines. Las cuentas por reparaciones y pequeñas compras se habían saldado. Por supuesto, tenía una cuenta en el economato y creo que la tía-abuela siempre añadía un regalo para abuelita B por el tiempo que empleaba y las molestias que se tomaba. Las dos hermanas se querían mucho, pero, a veces, nacía entre ellas algún brote de envidia y de pelusilla. Les gustaba molestarse mutuamente salir ganando. Según la abuelita B ella había sido la guapa de la familia. La otra lo solía negar:

—María (o Polly, como la llamaba) era mona, sí —decía—, pero, desde luego, no tenía tan buen tipo como yo. A los caballeros les gustaba que una tuviera buen tipo.

A pesar de que Polly no tuviera buen tipo (luego haría grandes progresos; nunca he visto un busto semejante), a los dieciséis años, ya se había enamorado de ella un capitán del BIack Watch. Aunque la familia decía que era demasiado joven para casarse, él indicó que se iba al extranjero con su regimiento y que posiblemente no volvería a Inglaterra hasta después de mucho tiempo, por lo que deseaba contraer matrimonio en seguida. De modo que a los dieciséis años mi abuela estaba casada. Ése fue, probablemente el primer motivo de envidia. Fue un matrimonio de amor. Ella era joven y hermosa, y su capitán el más guapo del regimiento, según se decía.

Pronto tuvieron cinco hijos; uno murió, Se quedó viuda a los veintisiete años, al morir él como consecuencia de una caída de caballo. La tía-abuela se casó mucho más tarde. Se había enamorado de un joven oficial de la marina, pero eran demasiado pobres para casarse y él la dejó por una viuda rica. Ella, a su vez, se casó con un rico americano que tenía un hijo. Se quedó algo frustrada, pero nunca perdió el buen humor y el amor a la vida. No tuvo hijos y se quedó viuda con muchas riquezas. En cambio Polly, cuando murió su esposo, apenas podía alimentar y vestir a los suyos. No disponía más que de una minúscula pensión. La recuerdo todo el día sentada a la ventana de su casa cosiendo, haciendo elegantes acericos y bordando a bastidor. Hacía maravillas con la aguja y trabajaba sin cesar; creo que mucho más de ocho horas diarias. Así pues, cada una envidiaba a la otra por lo que le faltaba a ella. Me parece que las dos disfrutaban peleándose puntillosamente, aunque se rompían a gritos los tímpanos.

«Tonterías, Margarita; en toda mi vida, no he oído semejante tontería». «Desde luego, María, déjame que te diga…», etc. A Polly le habían salido pretendientes entre los oficiales compañeros de su difunto esposo y había rechazado con firmeza varías proposiciones de matrimonio. No quería reemplazar a su esposo, sino que la enterraran a su lado en la tumba de Jersey, cuando llegara su hora.

Echadas las cuentas dominicales y anotados los encargos para la semana siguiente, llegaban los tíos. Tío Ernesto trabajaba en el Ministerio del Interior y tío Harry era secretario del economato del Ejército y la Marina. Tío Fred, que era el mayor, estaba en la India con su regimiento. Entonces se ponía la mesa y se servía la comida: un enorme plato combinado, luego tarta de cerezas y crema generalmente, una buena ración de queso y para terminar fruta, en los preciosos platos de postre dominicales; eran muy bonitos y lo son todavía, ya que de las dos docenas conservo unos dieciocho, lo que no está nada mal, después de sesenta años de llevarlos de aquí para allá. No sé si eran de porcelana de Coalport o francesa; tenían el borde verde brillante y oro, y en el centro una fruta distinta en cada uno. Mi favorito era y sigue siendo el del higo, un jugoso higo morado; el de mi hija Rosalinda sido siempre el de la grosella. Otros tenían un hermoso melocotón, uvas blancas o rojas, frambuesas, fresas y muchas otras frutas. El momento culminante de la comida llegaba cuando los colocaban en la mesa cubiertos con finas servilletas de postre y con lavafrutas. Entonces todos, por turno, tratábamos de adivinar qué fruta nos había tocado. No sé por qué nos gustaba tanto, pero siempre resultaba un momento emocionante, y cuando acertaba sentía que había logrado algo digno de aprecio.

Después de una comida pantagruélica, venía la siesta. La tía-abuela se echaba junto a la chimenea en su segunda silla, grande y más bien baja: la abuelita B ocupaba el sofá, un diván de cuero rojo oscuro, tachonado de botones, y se echaba encima una manta de Afganistán. No sé que harían los tíos, tal vez se daban un paseo o iban al salón, aunque éste se usaba poco. Era imposible ir al cuarto de costura, pues tenía la exclusiva la señorita Grant, que ocupaba entonces el cargo de modista. «Hija, que caso más triste —susurraba la abuelita a sus amigas—. Pobre criatura, tan deforme, con un sólo pasaje como las gallinas». Esa frase me intrigaba mucho porque no sabía lo que quería decir ¿A qué venía lo que yo tomaba por un corredor?

Después de que todos habían dormido por lo menos una hora, menos yo que solía columpiarme en la mecedora, jugábamos al «maestro» los tíos lo hacían estupendamente. Nos sentábamos en fila, y el que hacía de maestro, armado con un periódico enrollado, se paseaba haciendo preguntas con voz amedrentadora: «¿Cuándo se inventó la aguja? ¿Cómo se llamaba la tercera esposa de Enrique VIII? ¿Cómo murió Guillermo Rufus? ¿Qué enfermedades atacan al trigo?» El que daba una respuesta correcta pasaba hacia delante y el que, por el contrario se equivocaba, hacia atrás. Podría considerarse como el antecedente victoriano de los concursos de preguntas que tanto nos gustan hoy en día. Después, creo que los tíos desaparecían, cumplido ya el deber para con su madre y tía. La abuelita B se quedaba a tomar el té con tarta de Madeira. Luego llegaba el terrible instante en que le traían las botas y Harriet comenzaba la operación de ponérselas de nuevo. Era angustioso verlo y tenía que ser una agonía soportarlo. Los pobres tobillos de la abuela estaban hinchados, al final del día, como un flan. Pasar los cordones por los agujeros con la ayuda de un ganchillo suponía muchos pinchazos, que le arrancaban chillidos agudos. ¡Dichosas botas! ¿Por qué las llevaba todo el mundo? ¿Las recomendaban los médicos? ¿Eran el precio de la esclavitud de la moda? Sé que decían que eran buenas para robustecer los tobillos de los niños, pero ése no era el caso de una anciana de setenta años. Terminada al fin la operación la abuela, pálida aún por el dolor, emprendía el regreso a su residencia de Bayswater.

En aquel tiempo, Ealing tenía las mismas características que Cheltenham o Leamington. Muchísimos militares y marinos jubilados iban allí a respirar aire puro, con la ventaja de estar muy cerca de Londres. A la abuelita le gustaba mucho la vida de sociedad (siempre fue una mujer muy sociable). Su casa estaba siempre llena de ex coroneles y ex generales a los que bordaba chalequillos y tejía medias de dormir. «Espero que no se disguste su esposa, —decía al presentárselos—. No quiero crear problemas». Los ancianos caballeros respondían con galantería y se marchaban sintiéndose tremendamente atractivos y orgullosos de sus encantos masculinos. Su galantería era algo tímida. Las bromas que me gastaban no me parecían divertidas y sus modales socarrones me ponían nerviosa.

—¿Qué va a tomar de postre la señorita? Dulces para la dulce damita. ¿Un melocotón? ¿O una de esas doradas ciruelas que hacen juego con sus dorados rizos?

Llena de sonrojo, susurraba que me gustaría un melocotón.

—¿Qué melocotón? Vamos a ver, escoge.

—El más grande y el mejor —musitaba yo.

Carcajadas. Sin pretenderlo, parece que me había salido una gracia.

—Nunca debes pedir lo más grande —me dijo luego Nursie—. Eso es gula.

Admití que lo fuera, pero ¿por qué era gracioso? Como maestra de urbanidad, Nursie se encontraba en su elemento.

—Acaba la comida más de prisa. Suponte que eres mayor y estás comiendo en casa de un duque.

Nada me parecía tan improbable, pero acepté la suposición.

—Habrá un mayordomo y varios lacayos y, cuando llegue el momento, te retirarán el plato, hayas o no terminado.

Me puse pálida ante esa perspectiva y le entré con decisión al cordero asado.

Con frecuencia Nursie me contaba anécdotas sobre la aristocracia que me llenaban de ambición. Deseaba, más que nada en el mundo, llegar a ser Lady Agatha. Pero la sabiduría de Nursie fue inexorable.

—Nunca lo serás.

—¿Nunca? —me quedé horrorizada.

—Nunca —repitió con firme realismo—. Para ser Lady Agatha, deberías haber nacido tal. Tendrías que ser hija de un duque, de un marqués o de un conde. Si te casas con un duque, serás duquesa, pero sólo por el título de tu esposo, no por nacimiento.

Fue mi primer encuentro con lo inevitable. Hay cosas que lo son. Es importante y conveniente reconocerlas pronto. Hay cosas que no pueden tener, como un cabello rizado natural, ojos negros si los de una son azules, o el título de Lady Agatha. En conjunto, la pretensión de mi niñez, es decir, la de la cuna, es más aceptable que otras, como la de la riqueza o la intelectual. Parece que las pretensiones intelectuales alimentan hoy día cierta forma de envidia y rencor. Los padres quieren a toda costa que sus retoños triunfen. «Hemos hecho grandes sacrificios por ti para que tengas una buena educación», dicen. Si no satisface sus esperanzas, el hijo tiene que cargar con un sentimiento de culpa. Todos están convencidos de que sólo es cuestión de oportunidades y no de aptitud.

Creo que los padres del final de la época victoriana eran más realistas, tenía mayor consideración con sus hijos y comprendían mejor lo que les procuraría una vida feliz y coronada por el éxito. Tenían menos miedo de quedarse atrás con respecto a los García. Con frecuencia, tengo la impresión de que ahora se quiere que triunfen los hijos para gloria propia. Los victorianos miraban a sus retoños desapasionadamente y se hacían una idea de sus aptitudes. Uno sería, obviamente, el guapo de la familia; otro el inteligente, y un tercero mediocre y poco dotado para los estudios: lo que más le convenía era una buena fábrica. Y así los demás. Por supuesto, a veces se equivocaban; pero en general no era así. Se tiene un alivio enorme cuando nadie espera que uno logre lo que no puede.

En contraste con la mayoría de nuestros amigos, no nadábamos en la abundancia. A mi padre, por el mero hecho de ser americano, se le consideraba rico. En realidad, sólo era medianamente acomodado. No teníamos mayordomo, ni lacayos; carecíamos de coche, caballos y cochero. Teníamos tres sirvientas, que era lo mínimo entonces. En días de lluvia, si ibas a tomar el té a casa de tus amigos, tenías que andar un buen trecho bajo la lluvia con el impermeable y los chanclos. Nunca se pedía un coche para una chica, a menos que tuviera que ir a una verdadera fiesta, y eso para que no se le estropeara el vestido.

En cambio, la comida que se ofrecía a los huéspedes era increíblemente fastuosa, comparada con el nivel actual; se necesitaría la labor de un chef y de su ayudante para prepararla. El otro día encontré por casualidad el menú de uno de nuestros primeros banquetes para diez personas. Comenzaba por una sopa o un caldo, a gusto del comensal. Luego rodaballo cocido o solomillo. Venía después un refresco de fruta. A continuación, algo inesperado: langosta a la mayonesa. Como postre, flan, tarta rusa y fruta. Todo preparado únicamente por Jane.

En la actualidad, desde luego, una familia con ingresos equivalentes tendría coche y, tal vez, un par de empleadas de hogar, pero cualquier comida importante se haría en un restaurante o correría por cuenta de la mujer.

En mi familia, mi hermana era la lista. La directora de su colegio de Brighton presionó para que la mandaran cuanto antes a Girton. Mi padre, preocupado, dijo: «No podemos permitir que Madge se convierta en una sabihonda. Es mejor que la enviemos a París». Así pues, se fue allá muy satisfecha, pues no tenía ningunas ganas de ir a Girton. Era el cerebro de la familia; aguda, muy graciosa, de respuesta pronta y capaz de conseguir todo lo que se proponía. Mi hermano, un año menor, tenía mucho atractivo personal y gusto por la literatura, pero no era demasiado inteligente. Creo que tanto mi padre como mi madre se dieron cuenta de que iba a ser el «problemático». Era muy aficionado a la ingeniería práctica. A mi padre le hubiera gustado que se dedicara a la banca, pero comprendió que carecía de las dotes necesarias. Comenzó la carrera de ingeniería, pero fracasó porque le fallaron las matemáticas.

A mí me consideraron siempre la «lenta» de la familia. Las reacciones de mi madre y de mi hermana eran extraordinariamente rápidas; era incapaz de seguirlas. Además me costaba expresarme; me resultaba difícil hallar las palabras justas. El lamento habitual era:

«Agatha es tan terriblemente lenta…» Era Verdad: lo sabía y lo aceptaba; ni me preocupaba, ni me afligía. Me había resignado a ser siempre la «lenta». Sólo cuando cumplí los veinte años, comprendí que el nivel de mi familia había sido más alto de lo normal y que, en realidad, era tan rápida o más que el promedio de la gente. Siempre me ha costado expresarme. Probablemente ésta es una de las causas que me han convertido en una escritora.

La primera aflicción auténtica de mi vida fue la separación de Nursie. Durante algún tiempo, una antigua niña a la que había cuidado, y que ahora tenía una hacienda en Somerset, le había insistido para se jubilara, ofreciéndole una casita de campo en su misma propiedad, donde podría vivir con su hermana hasta el fin de sus días. Al final se decidió. Había llegado la hora de dejar el trabajo.

La echaba muchísimo de menos. Le escribía todos los días unas líneas con mala caligrafía y peor ortografía, dos cosas que me resultaban siempre muy difíciles. Mis cartas carecían de originalidad; prácticamente eran todas iguales: «Queridísima Nursie: Te echo mucho de menos, Espero que estés muy bien. Tony tiene una pulga. Un millón besos y abrazos de Agatha».

Mi madre les ponía el sello, pero al cabo de algún tiempo empezó a protestar con suavidad:

—No creo que tengas que escribir todos los días. ¿Qué te parece escribes dos veces por semana?

Me quedé espantada.

—Pero pienso en ella todos los días. Tengo que escribirle.

Suspiró, pero no objetó nada; no obstante, siguió insistiendo amablemente. Pasaron algunos meses antes de que redujera la correspondencia a dos cartas semanales. Por su parte Nursie no era muy aficionada a escribir y, además, me imagino que era demasiado lista como para animarme en mi obstinada fidelidad. Me escribía dos veces al mes, cartas amables y breves. Creo que mi madre se inquietó al ver que me costaba tanto olvidarla. Más adelante, me dijo que había comentado el asunto con mi padre, quien había respondido con una salida inesperada:

—Bueno, también te acordabas tú de mí, siendo niña, cuando me fui a Norteamérica.

Mi madre le contestó que eso era muy distinto.

—¿Pensabas que volvería un día a casarme contigo cuando fueras mayor? —preguntó él.

—Por supuesto que no —dijo ella.

Luego admitió que lo había soñado despierta. Un típico sueño victoriano: Mi padre contraía un matrimonio sonado, pero era desgraciado. Al quedar viudo volvía en busca de su callada prima Clara. Desgraciadamente, ésta yacía en un sofá sin esperanza de curación y acabó bendiciéndole al exhalar el último suspiro.

Mi madre se echó a reír al decirle:

—Ya ves, pensaba que no estaría mal echada en un sofá y tapada con una preciosa y suave manta de lana.

La muerte prematura y la invalidez aumentaban el atractivo, como al parecer ocurre hoy con la fortaleza. Creo que ninguna joven confesaría que tenía una salud fuerte. Mi tía-abuela me contaba con gran complacencia que había sido muy delicada en su niñez, por lo que nunca esperó llegar a la mayoría de edad; un ligero contratiempo en el juego bastaba para que perdiera el conocimiento. Por su parte, la abuelita B decía de su hermana: «Margarita siempre fue muy fuerte. Yo era la delicada».

La primera llegó a los noventa y dos años y la segunda a los ochenta y seis, y dudo que jamás hayan estado delicadas. Pero estaba de moda la extrema debilidad, los desmayos constantes y consumirse prematuramente.

La tía-abuela estaba tan imbuida de estas ideas, que llamaba aparte a mis pretendientes para contarles en tono misterioso lo delicada y frágil que era yo, por lo que resultaba improbable que llegara a la vejez. Cuando tenía dieciocho años, uno de mis enamorados me dijo preocupado:

—Tu abuela me ha dicho que tienes una salud muy delicada. Protesté asegurando que siempre la había tenido estupenda, y el rostro se le serenó.

—Pero ¿por qué dice eso tu abuela?

Tuve que explicarle que hacía todo lo posible para que yo le resultara interesante.

—Cuando era joven —me contaba ella— las señoritas no eran capaces de comer más que un bocado si había caballeros presentes. Pero luego mandaban que les subieran al cuarto bandejas bien llenas. La enfermedad y la muerte temprana invadían incluso los libros infantiles. Uno de mis favoritos era Nuestra blanca Violeta. La pequeña Violeta aparecía como una santita inválida en la primera página y moría en la última de forma edificante, rodeada de su familia deshecha en llanto. Suavizaban la tragedia sus dos traviesos hermanos Punny y Firkin, que siempre andaban haciendo de las suyas. Mujercitas, relato alegre en conjunto, sacrifica a la sonrosada Beth. La muerte Little Nell en La tienda de antigüedades, me deja fría y ligeramente asqueada, pero en tiempo de Dickens hizo derramar copiosas lágrimas a familias enteras.

El sofá o diván se asocia ahora sobre todo con el psiquiatra, pero en la época victoriana simbolizaba la muerte prematura, el desgaste y el romance con R mayúscula. Me inclino a creer que la mujer y la madre victorianas lo aprovecharon bien, pues les excusaba de muchas fatigas. Era frecuente que se adueñaran de él, apenas cumplidos los cuarenta, y que llevaran una vida placentera, servidas como reinas, recibiendo atenciones afectuosas de sus enamorados esposos y el servido indiscutido de las hijas. Todas las amistades que acudían solícitas a visitarlas, admiraban la dulzura que conservaban en medio del dolor. ¿Les ocurría algo en realidad? Probablemente, no. Tendrían dolores espalda y sufrirían de los pies como la mayoría de nosotros a medida que avanza la vida. Su remedio era el sofá.

Otro de mis libros favoritos trataba de una niña alemana, por supuesto inválida y tullida, que yacía todo el día mirando a través de la ventana. Su enfermera, una joven egoísta y amante del placer, se marchó un día a ver un desfile. La inválida se asomó demasiado, cayó y se mató, para remordimiento obsesivo de su asistenta, pálida y afligida ya de por vida. Leía con mucha fruición estos libros tan morbosos.

Me recreaba también, desde temprana edad, en los relatos del Antiguo Testamento. Uno de los momentos cumbres de la semana era cuando íbamos a la iglesia. La parroquia de Tor Mohun era la iglesia vieja de Torquay, lugar moderno de playa del que Tor Mohun era el núcleo primitivo. Como era pequeña, se construyó otra más grande precisamente cuando nací. Mi padre ofreció una suma de dinero en mi nombre, para que yo fuera uno de los fundadores: Cuando me lo explicó, me sentí muy orgullosa. «¿Cuándo puedo ir a la iglesia?», preguntaba sin cesar. Por fin llegó el gran día. Me senté junto a mi padre en un banco delantero y seguí la ceremonia en su gran libro de oraciones. Me había dicho que podía marcharme a la hora del sermón, si lo deseaba, y al llegar ese momento me susurró: «¿Quieres irte?» Meneé la cabeza con decisión y me quedé. Me tomó la mano y me senté contenta, esforzándome para no moverme.

Me gustaban mucho los servidos litúrgicos dominicales. En casa teníamos libros que no se podían leer más que el domingo, por lo que eran una tentación, y otros de relatos bíblicos que me eran familiares. No cabe duda de que las narraciones del Antiguo Testamento eran, para los niños, cuentos de primera categoría: tienen la causa y el efecto dramático que exige la mente infantil. José y sus hermanos con la túnica multicolor, la subida al poder en Egipto y el dramático final con el perdón de sus hermanos. Moisés y la zarza ardiente era otro de mis relatos preferidos. El de David y Goliat también me resultaba atractivo.

No hace más de un año o dos que, estando en Nimrud, contemplaba al espantapájaros local, un viejo árabe con un puñado de piedras y una honda, que defendía la cosecha contra las bandadas de pájaros depredadores. Viendo su puntería y la mortal efectividad de su arma, me di cuenta de pronto de que Goliat siempre había tenido las de perder. David jugaba con ventaja desde el principio por tener un arma de largo alcance, mientras el otro no la tenía; David no era un pobre diablo luchando contra un gigante, ni era la astucia contra la fuerza.

Muchas personas importantes nos visitaron durante mi niñez; es una pena que no me acuerde de ninguna. Lo único que recuerdo de Henry James es que mi madre se quejaba porque siempre quería un terrón de azúcar partido en dos para darse importancia, pues con un terrón pequeño se obtenía el mismo resultado. Vino también Rudyard Kipling, Tampoco recuerdo más que una discusión entre mi madre y una amiga sobre el motivo de su matrimonio. La amiga de mi madre acabó diciendo:

—Sé el motivo: son un complemento perfecto el uno para el otro. Creyendo que había dicho «cumplido» en lugar de complemento[5], pensé que era una observación muy rara, pero, al explicarme Nursie un día que el mayor cumplido que puede hacerle a una un caballero es pedirle la mano, comencé a entenderlo.

Aunque muchas veces tomé el té con invitados, vestida de blanca muselina y con una faja amarilla de raso, apenas recuerdo a ninguno.

Las personas que imaginaba eran siempre más reales para mí que las carne y hueso con quienes me encontraba. Pero me acuerdo de una amiga íntima de mi madre; la señorita Tower, sobre todo porque pasaba el día evitándola. Tenía cejas negras y enormes dientes blancos; me parecía exactamente como un lobo. Tenía la costumbre echárseme encima, besándome con vehemencia y exclamando: «¡Te comería!» Me daba miedo de que lo hiciera. A lo largo de mi vida he procurado no besar a los niños sin más ni más. ¡Pobrecillos! ¿Qué defensa tienen? Pobre señorita Tower, tan buena, tan amable y tan amante de los niños, pero con tan poco conocimiento de su sensibilidad.

La señora MacGregor era una de las cabecillas de la vida social Torquay. Nos entendíamos a las mil maravillas. Estando todavía mi cochecillo, se me acercó y me preguntó si sabía quién era. Dije que no.

—Di a tu mamá —me dijo— que hoy te has encontrado con la señora Snooks.

Apenas se fue, Nursie me llamó la atención:

—Es la señora MacGregor y tú la conoces muy bien.

En adelante, siempre la llamaba señora Snooks; era un secreto en las dos.

Mi padrino, Lord Lífford, más tarde capitán Hewitt, era un hombre alegre. Llegó un día a casa y, enterándose de que los señores Miller estaban fuera, dijo tranquilamente:

—Está bien. Entraré y los esperaré.

Trató de pasar, pero la doncella, de acuerdo con su deber, le dio la puerta en las narices y subió al cuarto de baño para hablar con él desde la ventana. Al fin logró convencerla de que era un amigo de la familia, sobre todo al decirle:

—Sé que me está hablando desde la ventana del W.C

Esta prueba de topografía la convenció y le dejó entrar, retirándose avergonzada de que supiera desde dónde le había hablado.

Por aquel entonces, se tenían muchos remilgos respecto a los servicios. Era inadmisible que nos vieran entrando o saliendo de uno, a ser que fuera algún miembro íntimo de la familia, lo que resulta muy difícil en nuestra casa pues estaba a mitad de la escalera y totalmente visible desde el vestíbulo. Lo peor, por supuesto, era encontrarse dentro y oír voces abajo. No se podía salir; había que permanecer emparedada hasta que ya no hubiera moros en la costa.

De mis amigas de infancia, no recuerdo mucho. Dorothy y Dulcie eran más pequeñas que yo; niñas flemáticas y gangosas, que parecían tontas. Tomábamos el té en el jardín y corríamos alrededor de un roble grande, comiendo crema de Devon sobre «tarta seca» (el buñuelo local). No sabría decir por qué nos gustaba. Su padre, el señor B., era muy amigo del mío. Poco después de que llegáramos a Torquay, le dijo que se iba a casar.

—Es una mujer maravillosa —le dijo— y me asusta, Joe (así le llamaban a mi padre sus amigos), me asusta de veras que me ame tanto.

Algún tiempo más tarde vino una amiga de mi madre. Estaba muy turbada porque, acompañando a alguien en un hotel del norte de Devon, se había encontrado con una joven bastante guapa que charlaba en voz alta con una amiga en el salón del hotel.

—He cazado a mi pajarito, Dora —dijo en tono triunfal—. Por fin conseguí que comiera en mi mano.

Dora la felicitó y comentaron tranquilamente los detalles de la boda, mencionando el nombre del novio; era el señor B. Mis padres estudiaron qué se podía hacer. ¿Podían permitir que al pobre le pescaran sólo por su dinero de manera tan vergonzosa? ¿Sería demasiado tarde? ¿Les creería si le contaban lo que habían oído? Por fin, mi padre tomó una decisión. No decirle nada. No era bueno andar con chismes y B. no era tonto; había elegido con los ojos abiertos.

Sea que la señora B. se casara con él por dinero o por otro motivo, el caso es que resultó una excelente esposa y vivían juntos tan felices como dos tortolillos. Tuvieron tres hijos, eran prácticamente inseparables y no había una familia mejor. El pobre señor B. murió de cáncer en la lengua, atendido con total abnegación por su mujer durante la larga y dolorosa prueba. Mi madre comentaba una vez que era una lección: nunca sabe uno lo que más le conviene a otro.

Cuando se iba a casa de los señores B. a comer o a tomar té, no se hablaba más que de comida.

—Percival, cariño —exclamaba la señora—, toma un poco más de cordero que está excelente y es muy tierno.

—Como tú digas, Edith, querida. Sólo una tajada más. Toma la salsa de alcaparras, está muy rica. Dorothy, amor mío, ¿un poco más de cordero?

—No, gracias, papá.

—Dulcie, sólo un trocito de pierna, que está muy tierna.

—No, gracias, mamá.

Tenía otra amiga llamada Margarita. Era lo que se podía llamar una amistad servicial. No íbamos a vernos a nuestras casas (su madre tenía el pelo de color naranja claro y mejillas muy coloradas; sospecho que era demasiado amiga de fiestas y que mi padre no quería que mi madre la visitara), pero íbamos juntas de paseo. Por lo visto, nuestras nodrizas eran amigas. Era muy charlatana y me metía en tremendos apuros. Había perdido los dientes, por lo que no hablaba claro y apenas la entendía. Me parecía poco delicado decírselo, de modo que, desesperada, le contestaba al azar. Un día se ofreció a contarme un cuento. Trataba de «unoz carameloz envenenadoz», pero nunca sabré lo que pasó con ellos. Siguió adelante de forma ininteligible durante mucho tiempo hasta que, con tono triunfal, acabó preguntando:

—¿No creez que ez un cuento muy hermozo?

Asentí con entusiasmo.

—¿Creez que realmente debían…?

Me pareció que un interrogatorio sobre el relato era demasiado para mí y la interrumpí con decisión:

—Ahora te vaya contar uno yo a ti.

Me miró indecisa. Estaba claro que había algún punto intrincado en el cuento de los, caramelos envenenados que quería comentar, pero yo estaba desesperada.

—Es sobre una pepita de melocotón —improvisé bruscamente—. Sobre… un hada que vivía en la pepita de un melocotón.

—Sigue —dijo Margarita.

Proseguí hilando cosas hasta que llegamos a la puerta de su casa.

—Ez un cuento muy bonito —me dijo con admiración—. ¿En qué libro de hadaz lo haz leído?

No procedía de ningún libro, sino de mi cabeza. No creo que fuera nada especial, pero me había librado de una situación realmente embarazosa. Respondí que no me acordaba.

Tenía yo cinco años cuando volvió mi hermana de París. Recuerdo mi entusiasmo al verla apearse del carruaje en Ealing. Traía un alegre sombrerito de paja y un velo blanco con lunares negros; parecía una persona totalmente distinta. Era muy amable conmigo y me contaba cuentos. Se tomó la tarea también de enseñarme francés con un manual llamado Le Petit Précepteur. Creo que no era una buena maestra y le cogí mucha rabia al libro. Lo escondí dos veces en la estantería, pero tardaron poco en encontrarlo. Comprendí que debía hacerlo mejor. En un rincón de la sala había una enorme vitrina que guardaba un águila con la cabeza pelada que era el orgullo y la gloria de mi padre. Introduje el libro en el ángulo más oculto detrás del ave. Fue un éxito total. Después de varios días, la búsqueda seguía siendo infructuosa. Pero mi madre echó a perder mis esfuerzos con toda facilidad. Ofreció como premio un chocolate delicioso a quien lo encontrara. Me perdió la gula y caí en la trampa; busqué minuciosamente por toda la sala; al final me subí a una silla, miré detrás del águila y exclamé con sorpresa: «Mira, aquí está». Siguió la retribución: me regañaron y enviaron a la cama por el resto del día. Me pareció justo. Menos justo me pareció que no me dieran el chocolate. Se lo habían prometido al que hallara el libro y yo lo había hecho.

Mi hermana sabía un juego que me fascinaba y me aterraba al mismo tiempo: el de «la hermana mayor». El argumento era que en la familia había una hermana mayor que estaba loca; vivía en una cueva en Corbin’s Head, pero a veces venía a casa. Tenía la misma apariencia que ella, pero la voz era distinta, melosamente aterradora.

—Sabes quién soy yo, ¿verdad, cariño? Soy Madge. No creerás que soy otra, ¿eh? No pienses eso.

Sentía un horror indescriptible. Claro que sabía que se trataba de Madge, pero ¿estaba segura? Aquella voz, aquellas miradas de reojo… ¡Era la hermana mayor!

Mi madre se enfadaba:

—No quiero verte asustando a la niña con ese estúpido juego, Madge.

—Pero si es ella la que me lo pide —replicaba mi hermana.

Era verdad. A veces le decía:

—¿Va a venir pronto la hermana mayor?

—No sé. ¿Quieres que venga?

—Sí, sí; lo quiero.

¿Lo quería? Supongo que sí.

Nunca satisfacía mi petición inmediatamente. Unos dos días después, se oía un golpe en la puerta de mi aposento y una voz que decía:

—¿Puedo entrar, querida? Soy tu hermana mayor…

Muchos años más tarde, Madge no tenía más que usar aquella voz para que yo sintiera escalofríos.

¿Por qué me gustaba que me asustaran? ¿Qué necesidad instintiva satisface el terror? ¿Por qué les gusta tanto a los niños los relatos sobre osos, lobos y brujas? ¿Es porque en cierto modo nos rebelamos contra la vida demasiado segura? ¿Necesitan los seres humanos cierta dosis de peligro? ¿Se debe atribuir buena parte de la delincuencia juvenil de hoy día a una excesiva seguridad? ¿Se necesita algo que combatir, que vencer, para probarse a sí mismo? Quitemos el lobo del cuento de Caperucita. ¿Le gustaría a algún niño? Sin embargo, como ocurre con la mayoría de las cosas, a uno le gusta que le asusten, pero no demasiado.

Mi hermana debía contar muy bien los cuentos. Siendo pequeño mi hermano le rogaba insistentemente:

—Cuéntamelo otra vez.

—No quiero.

—Sí, sí.

—No, que no tengo ganas.

—Por favor, haré cualquier cosa si me lo cuentas.

—¿Me dejarás que te muerda un dedo?

—Sí.

—Mira que te lo voy a morder muy fuerte y tal vez te lo arranque de un mordisco.

—No me importa.

Madge empezaba otra vez el cuento. Luego le cogía el dedo y se lo mordía. Monty gritaba.

Llegaba mamá y la castigaba.

—Pero si fue por mutuo acuerdo… —decía ella sin arrepentirse.

Me acuerdo muy bien del primer relato que escribí, una especie de melodrama, muy corto, porque me costaba demasiado escribir bien. Trataba de la noble dama Madge, la buena, de la sanguinaria dama Agatha, la mala, y de la conspiración para apoderarse de la herencia de un castillo.

Se lo enseñé a mi hermana, que sugirió la idea de representarlo, pero añadió inmediatamente que quería ser la sanguinaria y que fuera yo la bondadosa.

—Pero ¿no quieres ser la buena? —pregunté asombrada.

Dijo que no, que resultaría mucho más divertido hacer de malvada.

Quedé encantada, pues le había asignado el· papel de noble sólo por cortesía.

Recuerdo que mi padre se rió mucho de mi esfuerzo, pero con delicadeza. Mi madre comentó que era mejor no usar la palabra «sanguinaria», pues no era fina.

—Pero si era sanguinaria —expliqué yo—. Mató a un montón de gente. Fue como María, la que mandó quemar a tanta gente.

Los cuentos de hadas tuvieron gran importancia en mi vida. Mi tía-abuela me los regalaba por mi cumpleaños y en Navidad. El libro amarillo de cuentos de hadas, El libro azul de cuentos de hadas, etcétera. Me encantaban todos ellos y los leía una y otra vez. Además, tenía una colección de cuentos de animales escritos por Andrés Lang, que incluía uno sobre Androcles y el león. Ésos también me gustaban mucho.

Debió ser por entonces cuando me dediqué a leer a la señora Molesworth, importante autora de narraciones infantiles. Me duraron muchos años, y cuando vuelvo a leerlos ahora me parece que son estupendos. Desde luego, a los chicos de hoy les parecerían anticuados pero la redacción es buena y los personajes están bien caracterizados. Entre otros, estaban Zanahorias, Apenas un muchacho y Señor Bebé, para niños muy pequeños, y otros de hadas. Aún leo con gusto El reloj de cucú y El cuarto de los tapices. La hacienda de los cuatro vientos, que era mi favorito, lo encuentro soso ahora y me extraña que me gustara tanto.

Leer cuentos era algo demasiado placentero para ser realmente virtuoso. Nada de lectura hasta después de comer. Por la mañana, tenía que hacer algo «útil». Todavía ahora, si me siento a leer una novela después del desayuno tengo un sentimiento de culpabilidad. Lo mismo ocurría los domingos con los juegos de cartas. He superado las condenas de Nursie que las consideraba como «las imágenes del diablo», pero «no jugar a las cartas los domingos» era un regla en la familia y durante muchos años al jugar al bridge un domingo no podía evitar la sensación de estar haciendo algo malo.

Poco antes de que Nursie nos dejara mis padres se fueron a los Estados Unidos, donde permanecieron algún tiempo. Mi nodriza y yo fuimos a Ealing. Me quedé allí varios meses muy a gusto. El brazo derecho de la abuelita era Hannah, la vieja y arrugada cocinera. Todo lo que tenía Jane de gorda, lo tenía ella de flaca; era un puro hueso, con surcos profundos en la cara y toda encorvada. Cocinaba estupendamente. Tres veces a la semana hacía pan y me permitía presenciar la operación, e incluso que hiciera algunos panecillos y rosquillas. Sólo tuve problemas con ella una vez que le pregunté qué eran las criadillas. Por lo visto, era algo que no debían preguntar las niñas bien educadas. Me puse a hacerla rabiar, corriendo de un lado para otro de la cocina y diciendo:

—Hannah, ¿qué son las criadillas? Hanna, por tercera vez, ¿qué son las criadillas?

Por fin, Nursie me sacó de allí y me regañó. La cocinera no me habló en dos días. Después de lo ocurrido, lo pensaba dos veces antes de transgredir sus normas.

Durante mi estancia en Ealing, debieron llevarme al Diamond Jubilee[6], pues he hallado una carta de mi padre escrita desde Norteamérica, que según el estilo de la época estaba llena de fórmulas hechas.

«Debes ser muy buena con la abuelita, Agatha, por lo buena que ha sido ella contigo y los mimos que te da. Me he enterado de que vas a ver un espectáculo maravilloso, que no olvidarás nunca; es algo que se ve una vez en la vida. Debes decirle cuánto se lo agradeces. Qué suerte tienes. Desearía estar ahí y lo mismo tu madre. Estoy seguro de que nunca lo olvidarás».

Le faltaba el don de la profecía, pues lo he olvidado. Los niños son como para volver loco a cualquiera. Cuando miro hacia atrás, ¿qué es lo que recuerdo? Pequeñas tonterías sobre costureras, rosquillas que hice yo misma en la cocina y el mal aliento del coronel F. ¿Y de qué me olvido? De un espectáculo por el que alguien pagó muchísimo dinero para que yo lo viera. Me siento disgustada conmigo misma. ¡Qué niña tan mala y tan desagradecida!

Esto me trae a la memoria algo que fue una coincidencia tan asombrosa, que casi parece imposible. Creo que fue con ocasión del funeral de la reina Victoria. Las dos abuelas querían verlo. Se habían asegurado una ventana en una casa cerca de Paddington y habían quedado en encontrarse allí el gran día. A las cinco de la mañana, para no llegar tarde, se levantó la abuela de Ealing y se fue a la estación de Paddington, calculando que tardaría unas tres horas en llegar a su lugar privilegiado; llevaba consigo alguna labor, comida y otras cosas necesarias para entretener la espera cuando llegara allí. Las calles estaban abarrotadas. Poco después de dejar Paddington, era incapaz de dar un paso más. Fue rescatada de en medio de la multitud por el personal de una ambulancia, quienes le aseguraron que no se podía seguir adelante.

—¡Pero debo seguir! —gritaba ella mientras le corrían las lágrimas por las mejillas—. Tengo un cuarto y un asiento; los dos primeros asientos de la segunda ventana del segundo piso; puedo verlo todo; tengo que seguir.

—Es imposible, señora, las calles están abarrotadas, y desde hace media hora nadie ha logrado pasar.

Siguió llorando. Un enfermero le dijo amablemente:

Siento que no pueda ver nada, señora, pero la llevaré a nuestra ambulancia; allí podrá sentarse y tomar una buena taza de té.

Se fue con ellos llorando aún. En la ambulancia, estaba sentada otra figura muy parecida, que lloraba también; una figura fúnebre, vestida de terciopelo negro con abalorios. Levantó la vista y se oyeron dos gritos lastimeros: «¡María!», «¡Margarita!», y dos gigantescos bustos con temblorosos abalorios se estrecharon.