La figura relevante de mis primeros años fue Nursie. Y en torno a nosotras dos se encontraba nuestro mundo especial, el aposento de los niños.
Estoy viendo aun las paredes empapeladas con flores de lis de color malva que trepaban siguiendo un dibujo sin fin. Por las noches, acostada en la cama, solía mirarlas a la pálida luz de la lámpara de aceite de Nursie, que estaba sobre la mesa. Me gustaban. Toda la vida he tenido pasión por el color malva.
Nursie cosía o remendaba. Un biombo la separaba de la cama donde yo debía dormir, aunque solía estar despierta, admirando las flores de lis, tratando de ver cómo se entrelazaban e imaginando nuevas aventuras para los Gatitos. A las nueve y media, Susan, la criada, traía la cena de Nursie en una bandeja. Era una muchacha grande y fuerte, atolondrada y de movimientos torpes, capaz de ponerlo todo patas arriba. Solían charlar un poco en voz baja; después de marcharse Susan, Nursie se asomaba por un lado del biombo.
—Suponía que estabas despierta. ¿Querrás probar algo, no?
—Sí, gracias, Nursie.
Me ponía en la boca un delicioso trozo de filete. Realmente no creo que cenara filetes todas las noches, pero es lo único que recuerdo.
Otra persona de peso en la casa era Jane, la cocinera, que dirigía la cocina con la autoridad de una reina. Se vino con mi madre siendo una muchacha delgadita de diecinueve años, que trabajaba como ayudante de cocina. Permaneció con nosotros cuarenta años, y se fue pesando como poco, cien kilos. Nunca había manifestado emoción alguna pero cuando, cediendo a las presiones de su hermano, se fue a vivir con él a Cornwall, las lágrimas resbalaban silenciosamente por mejillas. Se llevó un baúl, probablemente el que había traído al llegar. En todos aquellos años no había acumulado nada. Era, según lo que se entiende hoy, una buena cocinera; pero mi madre se quejaba alguna que otra vez de que le faltaba imaginación.
Ay, hija, ¿qué vamos a cenar esta noche? Sugiere algo, Jane.
¿Qué le parece un budín de piedra, señora?
El budín de piedra fue la única sugerencia que hizo jamás, pero, por alguna razón, mi madre era alérgica a la idea y dijo que no, que comeríamos otra cosa. No me he enterado aún de lo que es; mi madre tampoco lo sabía, sólo dijo que sonaba raro.
Cuando conocí a Jane era enorme, una de las mujeres más gordas que he visto. Tenía el rostro sereno, el pelo bonito, peinado con raya en el medio, oscuro, rizado y recogido en un moño sobre el cuello. Sus mandíbulas se movían rítmicamente sin parar, pues siempre estaba comiendo algo, un pedacito de tarta, una rosquilla recién hecha o una torta; era como una gran vaca mansa que no deja de rumiar.
En la cocina se comía espléndidamente. Además de un buen desayuno, a los once en punto se tomaba un delicioso chocolate con un plato de pastas y rosquillas recién hechas, o bien pastel caliente con mermelada. La comida tenía lugar después de la nuestra y, según las normas, hasta después de las tres la cocina era tabú. Mi madre me dijo que no debía ir nunca allí a las horas de sus comidas: «Es su tiempo y no debemos interrumpirlo».
Si, por algún motivo imprevisto, como el anuncio de que unos invitados no vendrían a comer, había que darles un mensaje, mi madre se disculpaba por la molestia y, por una ley no escrita ninguna de las criadas se levantaba de la mesa cuando entraba.
Las sirvientas trabajaban muchísimo. Jane preparaba habitualmente comidas de cinco platos para siete u ocho personas. En caso de banquetes importantes de diez o más personas, cada plato ofrecía alternativas: dos tipos de sopa, dos platos de pescado, etc. La chica de servicio limpiaba marcos de fotografías y servicios de plata a discreción; vaciaba una tinaja de baño (teníamos un cuarto de baño, pero madre no soportaba la idea de lavarse en una bañera usada por otros), llevaba agua caliente a los cuartos cuatro veces al día, encendía chimeneas en invierno y remendaba la ropa blanca, etc., todas las tardes. La camarera también limpiaba la plata y lavaba la vajilla con sumo cuidado en un recipiente de papier maché[2], además de servir perfectamente a la mesa.
A pesar de estos arduos deberes, se sentían muy felices, sobre todo, creo yo, porque sabían que las apreciábamos como expertas entregadas a una tarea especializada. Como tales disfrutaban de ese algo misterioso llamado prestigio; miraban con desdén a dependientas y gente semejante.
Una de las cosas que más añoraría hoy, si fuera pequeña, sería la falta de las sirvientas. Para una niña constituían la parte más pintoresca de la vida diaria. Las nodrizas ponían lo ordinario; las sirvientas, el drama, la diversión y toda clase de conocimientos no específicos pero interesantes. Lejos de ser esclavas, eran tiranas muchas veces. «Sabían cuál era su puesto», como se decía, lo que no significaba sometimiento, sino orgullo, orgullo profesional. Las sirvientas de principios de siglo estaban muy dotadas. Las camareras tenían que ser altas, bien parecidas, bien entrenadas, tener la voz justa para susurrar: «¿Coñac o jerez?» Hacían milagros para atender a los caballeros.
Dudo que hoy exista una verdadera sirvienta. Posiblemente quedarán algunas de unos setenta u ochenta años, renqueando por ahí; aparte de éstas, ahora no hay más que las externas, las asistentas, ayudantas, empleadas de hogar y encantadoras señoras jóvenes que quieren ganar algo de dinero, reservando unas horas para sí y para las necesidades de sus hijos. Son aficionadas amables, que con frecuencia se hacen amigas nuestras, pero que rara vez inspiran el respeto con el que mirábamos a nuestra servidumbre.
Por cierto que no era un lujo especial reservado sólo a los ricos; la única diferencia era que éstos tenían más. Había mayordomos, criados, sirvientas, camareras, asistentas, ayudantes de cocina, etc. Según se desciende por los escalones de la opulencia, se llega por último a lo que aparece tan bien descrito en los deliciosos libros de Barry Pain, Eliza y Eliza’s Husband, como «la chica».
Nuestras sirvientas me parecen mucho más reales que las amigas de mi madre y mis parientes lejanos. No tengo más que cerrar los ojos para ver a Jane moviéndose majestuosamente por la cocina con su amplio busto, sus colosales caderas y una faja almidonada a la cintura, nunca le preocupó la gordura, nunca sufrió de los pies, o de los tobillos, y si tenía la tensión alta no lo sabía. Por lo que consta, nunca estuvo enferma. Era como una diosa del Olimpo. Si tenía emociones nunca las mostró; no prodigaba ni cariño ni mal humor; sólo se agitaba un poco cuando tenía que preparar un banquete. La calma profunda de su personalidad estaba entonces «Iigeramente fruncida»: el rostro un poco más rojo, los labios bien apretados y el ceño fruncido imperceptiblemente. Eran los días en que se me echaba de la cocina con decisión: «Señorita Agatha, hoy no tengo tiempo, tengo un montón de cosas que hacer. Le daré un puñado de pasas para que se vaya al jardín y no vuelva a molestarme». Me marchaba inmediatamente, impresionada por las exclamaciones de Jane.
Sus características principales eran la reticencia y la reserva. De su familia sólo sabíamos que tenía un hermano. Nunca hablaba de ello. Era de Cornualles. La llamaban «señora Rowe», pero era un título de cortesía. Como todas las buenas sirvientas, sabía cuál era su puesto, un puesto de mando, y así se lo hacía entender a todos los que trabajaban en casa.
Seguramente estaba orgullosa de los espléndidos platos que cocinaba, pero no lo demostró nunca ni habló de ello. Recibía las felicitaciones sin señales de gratitud, aunque creo que se sentía muy lisonjeada cuando mi padre iba a la cocina para darle la enhorabuena por alguna comida.
Estaba también Barker, una sirvienta que me enseñó otro aspecto la vida. Su padre era un Hermano de Plymouth muy estricto, y ella tenía un gran sentido del pecado y de sus propias faltas en algunos terrenos. «Me condenaré para toda la eternidad, sin duda alguna», decía con una especie de alegre fruición. «No sé qué diría mi padre si supiera que he ido al culto de la Iglesia de Inglaterra y que me ha gustado. Me agradó el sermón del vicario el domingo pasado, y los cantos también».
A una niña que estaba invitada en casa, le oyó un día mi madre decir con desprecio a una camarera: «Bah, tú no eres más que una criada»; la riñó en seguida: «No vuelvas a decir eso a una sirvienta. Al servicio hay que tratarlo con suma cortesía. Hacen un trabajo que requiere tanta destreza, que tú no lo podrías hacer seguramente sin una larga preparación. Y recuerda que no pueden replicar. Sé siempre educada con las personas cuyo cargo les prohíbe ser maleducadas contigo. Si tú lo eres, te despreciarán con razón por no comportarte como una dama».
«Comportarse como una damita» en aquel tiempo era algo muy complicado. Incluía ciertos detalles curiosos.
Comenzando por la cortesía con las sirvientas, llegaba a cosas tales como: «Deja siempre algo en el plato para la dama Educación»; «No bebas nunca con la boca llena»; «Acuérdate de no poner dos sellos de medio penique en una carta, a no ser que se trate de la cuenta a un comerciante[3]». Y por supuesto, «Ponte una muda limpia cuando hagas un viaje en tren, por si ocurre un accidente».
La hora del té en la cocina era con frecuencia una reunión social. Jane tenía innumerables amigas y casi todos los días se presentaban una o dos. Del horno salían bandejas de rosquillas calientes. Nunca he vuelto a comer otras tan ricas como las de Jane, Eran crujientes, suaves, con pasas, y calientes sabían a gloria. Jane, con su aire de vaca mansa, era una verdadera tirana; si una de las otras se levantaba de la mesa se oía una voz que decía: «Yo no he terminado todavía, Florencia». Y Florencia, sonrojada, se sentaba de nuevo musitando: «Discúlpeme, señora Rowe».
Las cocineras de cierta antigüedad eran siempre «señoras». Las sirvientas y camareras debían tener nombres apropiados, por ejemplo, Jane, María, Edith, etc. Nombres como Violeta, Muriel, Rosamunda y semejantes no eran considerados tales, y se le decía con firmeza a la chica: «Mientras estés a mi servido, te llamarás María». A las camareras con suficiente antigüedad se las llamaba muchas veces por el apellido.
No eran raras las fricciones entre la nodriza y la cocinera, pero Nursie, sin ceder en sus derechos, era una persona pacifica, respetada y consultada por las sirvientas jóvenes.
¡Mi querida Nursie! Tengo su retrato en mi casa de Devon. Es del mismo artista que pintó al resto de la familia, un pintor muy conocido entonces, N. H. J. Baird. Mi madre adoptaba una actitud algo crítica ante sus cuadros:
«Parecemos unos sucios —se lamentaba—. Parece que no os habéis lavado desde hace varias semanas».
Tenía algo de razón. El azul cargado y las sombras verdes en la tez de mi hermano sugerían que no era un apasionado del agua y del jabón y en mi retrato de cuando tenía dieciséis años se adivina un incipiente bigote, mácula de la que nunca he padecido. En cambio, el retrato de mi padre tiene unos tintes tan rosados, blancos y resplandecientes, que parece un anuncio. Sospecho que lo pintó algo a disgusto y que, por el contrario, mi madre conquistó al pobre señor con la sola fuerza de su personalidad. Los retratos de mis hermanos se parecían mucho a ellos, mientras que el de mi padre era su viva imagen, aunque menos interesante.
Estoy segura de que el retrato de Nursie lo pintó con cariño. La batista transparente de su ribeteado gorro y del delantal es precioso y constituye un marco perfecto para el noble rostro arrugado, de ojos profundos, que recordaba la obra de algún viejo maestro flamenco.
No sé qué edad tendría Nursie cuando se vino con nosotros, ni por qué escogió mi madre a una mujer ya mayor, pero solía decir: «Desde el instante en que llegó nunca tuve que preocuparme de ti; sabía que estabas en buenas manos». Por ellas habían pasado muchísimos niños. Yo fui la última.
Con motivo del censo, mi padre tuvo que anotar el nombre y la de cuantos vivíamos en casa.
—Un trabajo ingrato —dijo compungido—. A los servidores no les gusta que les pregunten la edad. Y, ¿qué voy a hacer con Nursie?
La llamó; estaba de pie delante de él, con las manos juntas sobre su blanquísimo delantal y los ojos fijos con expresión inquisitiva.
—Mire —le explicó mi padre, tras hacer una breve síntesis de lo que era un censo—, tengo que escribir la edad de todos. Esto…, ¿qué debo escribir en su caso?
—Lo que usted quiera, señor —respondió ella educadamente.
—Si, pero, ejem, tengo que saberlo.
—Lo que a usted le parezca mejor, señor.
Nursie no estaba dispuesta a dejarse amilanar. Calculando que tendría, por lo menos, setenta y cinco años, se aventuró a decir algo nervioso:
—Ejem, ejem…, ¿cincuenta y cinco? ¿Algo así?
Una expresión de dolor cruzó el arrugado rostro.
—¿Parezco de verdad tan vieja, señor? —preguntó Nursie con ansia.
—No, no… Bueno, ¿qué debo poner?
Ella volvió a su juego.
—Lo que le parezca justo, señor —dijo con dignidad.
Entonces mi padre escribió sesenta y cuatro.
La actitud de Nursie aún se da en los tiempos modernos. Cuando mi marido Max tuvo que vérselas con pilotos polacos y yugoslavos durante la segunda guerra mundial, tropezó con la misma reacción.
—¿Edad?
El piloto hace un gesto con las manos y dice amablemente:
—Lo que usted guste, veinte, treinta, cuarenta, no importa.
—¿Y dónde nadó usted?
—Donde más le guste. Cracovia, Varsovia, Belgrado, Zagreb, como quiera.
Es la mejor manera de subrayar claramente la poca importancia de este tipo de detalles.
Los árabes son iguales.
—¿Está bien su padre?
—Sí, pero es muy viejo.
—¿Qué edad tiene?
—Oh, es muy anciano…; noventa años, noventa y cinco.
Y resulta que tiene apenas cincuenta.
Pero así se ve la vida. Cuando se es joven, se es joven; cuando uno tiene vigor, se es un «hombre muy fuerte»; cuando éste comienza a faltar, se es muy viejo. Y si uno es viejo, puede serlo tanto como sea posible.
Cuando cumplí los cinco años, me regalaron un perro. Fue lo más fantástico que me ha ocurrido jamás; me dio tanta alegría que no pude decir ni una palabra. Cuando leo la frase: «se quedó mudo», lo comprendo perfectamente. Me quedé muda, no pude decir ni gracias. Apenas si miré al precioso animal. Me alejé de él. Necesitaba urgentemente estar sola para asimilar esa increíble felicidad. (He hecho lo mismo con frecuencia durante mi vida. ¿Por qué seré tan tonta?) Creo que me encerré en el servicio, un lugar perfecto para meditar con tranquilidad, a donde posiblemente nadie me seguiría. Los servicios, en aquel tiempo, eran confortables, casi como apartamentos residenciales. Bajé la pesada tapadera rectangular de caoba, me senté en ella y, con la mirada perdida frente a un mapa de Torquay colgado de la pared, me puse a considerar lo que significaba aquello. «Tengo un perro un perro Es mío… mi propio perro… un terrier de Yorkshire…, mi perro…, mi propio perro…»
Más tarde me dijo mi madre que mi padre se había quedado muy decepcionado por la acogida que le había dispensado a su regalo.
Creí que le encantaría —dijo—. Parece que no le ha hecho ninguna gracia.
Pero mi madre, siempre comprensiva, dijo que yo necesitaba algo de tiempo.
—No puede asimilarlo de golpe.
Mientras tanto, el cachorro de cuatro meses había vagado desconsoladamente por el jardín hasta que se arrimó a nuestro jardinero, un hombre huraño llamado Davey. Lo había criado uno que trabajaba por horas en los parques y, probablemente, al ver una azada que penetraba en la tierra, se sentiría como en su casa. Se sentó en el camino, contemplando atentamente la operación.
Le encontré en aquel lugar y nos dimos a conocer. Ambos nos mostramos tímidos, limitándonos a algunas señales de cortesía. Pero al cabo de la semana, Tony y yo éramos inseparables. Su nombre oficial, debido a mi padre, era Jorge Washington; el de Tony se lo puse yo para abreviar. Era un perro admirable, de buen talante, cariñoso y dispuesto a todas mis fantasías. Nursie se liberó de muchas pruebas. Le ponía lazos y otros adornos, lo que aceptaba como señales de afecto, y de vez en cuando se comía alguno como suplemento de su «ración de zapatillas». Tuvo el privilegio de compartir mi nueva saga secreta. A Dickie (el canario Doradín) y su amada (yo) se les unió Lord Tony.
Recuerdo menos cosas de mi hermana que de mi hermano. Ella era amable conmigo, en cambio él me llamaba renacuajo y se sentía superior; por eso, naturalmente, me iba con él siempre que me lo permitía. Lo que recuerdo mejor, es que tenía ratones blancos. Me presentó al señor y a la señora Bigotes. A Nursie no le pareció bien. Dijo que olían mal; era cierto, por supuesto.
Ya teníamos un perro en casa, un viejo Dandy Dinmont llamado Scotty, que era de mi hermano. Éste, que se llamaba Luis Montant, como el mejor amigo que tenía mi padre en los Estados Unidos, y le llamaban siempre Monty, era inseparable de Scotty. Mi madre le decía con frecuencia: «No inclines la cabeza para que te lama el perro, Monty». Él, echado en el suelo junto a la cesta de Scotty, rodeando con un brazo cariñosamente el cuello del perro, no prestaba atención. Mi padre decía: «¡Cómo huele ese perro!» Scotty tenía entonces 15 años y sólo un enamorado del animal podía negar la acusación. «¡A rosas! —protestaba Monty con ternura—, ¡a rosas! A eso es a lo que huele, ¡a rosas!»
Scotty acabó trágicamente. Lento y ciego, nos acompañaba a Nursie y a mí, cuando al atravesar la calzada el carro de un comerciante que doblaba la esquina velozmente lo atropelló. Lo llevamos a casa en coche y llamamos al veterinario, pero murió unas horas después. Monty se había ido a navegar con unos amigos. Mi madre estaba preocupada pensando cómo darle la noticia. Mandó que dejaran el cadáver en la lavandería y esperó ansiosamente su regreso. Por desgracia, en lugar de venir derecho a casa como de costumbre, dio la vuelta por el patio y entró en la lavandería en busca de algunos instrumentos que necesitaba. Y se encontró con el perro muerto. Salió de nuevo y debió pasarse muchas horas dando vueltas. Por fin regresó a casa, cerca de la medianoche. Mis padres fueron lo bastante comprensivos como para no mencionarle la muerte de Scotty, Él mismo cavó su tumba en el cementerio de animales que había en una esquina del jardín, donde cada perro de la familia tenía su nombre grabado en una lápida.
Mi hermano, a quien como ya dije le gustaba molestarme sin piedad, me llamaba «gallina flaca». Y yo le complacía echándome a llorar siempre. No sé por qué me ponía tan furiosa aquel mote. Como era una llorona, iba corriendo a decírselo a mi madre, sollozando:
—No soy una gallina flaca, ¿verdad, mami? Ella, sin inmutarse, se limitaba a decir:
—Si no quieres que te moleste, ¿por qué andas siempre corriendo detrás de Monty?
La pregunta no tenía contestación; mi hermano me fascinaba tanto que no podía alejarme de él. Estaba en una edad en que se mofaba mucho de sus hermanas y a mí me consideraba un auténtico latazo. A veces estaba más amable y me permitía entrar en su «taller», en el que tenía una mesa de carpintero, y me dejaba pasarle piezas de madera y herramientas. Pero tarde o temprano soltaba lo de la gallina flaca para que me largara.
Una vez fue tan bueno conmigo que me invitó a ir con él en su bote. Tenía un velero pequeño con el que iba a Torbay. Para sorpresa de todos, me permitió acompañarle. Nursie, que estaba aún con nosotros, era totalmente contraria a la expedición, pensando que me ensuciaría, me rompería el vestido, me pillaría los dedos y casi seguro que ahogaría. «Los jóvenes no saben cuidar a una niña».
Mi madre dijo que era bastante mayorcita como para no caerme la borda y que seria una buena experiencia. Creo que también deseaba manifestar su aprobación ante la generosa y desacostumbrada actitud de Monty. Así que fuimos andando por la población hasta Monty colocó el bote junto a las gradas y Nursie me confió a él desde arriba. En el último momento mi madre se preocupó.
—Debes tener cuidado, Monty. Mucho cuidado. Y no tardes mucho. La cuidarás, ¿eh?
Mi hermano, que ya estaba, supongo yo, arrepentido de su amable ofrecimiento, contestó:
—No le pasará nada. —Y a mí me dijo—: Quédate sentada donde estás, quietecita y, por lo que más quieras, no toques nada. Luego empezó a manipular con las sogas. El bote se inclinó de tal modo que me resultaba prácticamente imposible seguir sentada y permanecer quieta, como se me había ordenado, y además estaba bastante asustada; pero a medida que surcábamos las aguas, me fui reanimando y me llené de felicidad.
Mi madre y Nursie permanecieron en el muelle, siguiéndonos con la mirada como dos figuras del teatro griego, la segunda, llorosa, previendo un desastre, y la primera tratando de disipar sus temores y añadiendo finalmente, al recordar quizá lo poco que la atraía la navegación:
—No creo que le queden ganas de ir otra vez. El mar está bastante picado.
Su predicción se cumplió. Poco después, mi hermano tuvo que regresar; yo estaba amarilla y, como dijo él, había «dado comer los peces» tres veces. Me desembarcó muy disgustado, comentando que las mujeres eran todas iguales.