Es difícil saber cuál es el primer recuerdo que una conserva. Me acuerdo con claridad del día en que cumplí los tres años. Nació en mí la sensación de ser importante. Estábamos tomando el té en el jardín, en el lugar donde más adelante se mecería una hamaca entre dos árboles.
Había una mesa de té cubierta de pasteles, con mi tarta de cumpleaños toda bañada en azúcar y con velitas en el medio. Tres velitas. Y luego un hecho significativo: una minúscula araña roja, tan pequeña que apenas podía verla, recorrió el mantel; mi madre exclamó:
—Es la araña de la suerte, Agatha, la araña de la suerte para tu cumpleaños…
Luego la memoria se desvanece, salvo el vago recuerdo de una porfía interminable de mi hermano sobre la cantidad de pastelillos que podía comer.
¡Estupendo y emocionante mundo de la niñez! Quizá lo que más me interesaba era el jardín. Año tras año fue cobrando mayor importancia para mí. Llegué a conocer y dar a cada uno de los árboles un significado especial. Desde muy temprano mi mente lo dividió entres partes distintas.
Había un huerto rodeado por un muro alto que daba a la calzada.
Sólo me interesaba porque me proveía de frambuesas y manzanas verdes. No era más que el huerto. No tenía ningún encanto.
Luego estaba el jardín propiamente dicho, una extensión de césped en declive con algunos seres interesantes: el acebo, el cedro, la wellingtonia (tremendamente alta) y dos abetos, que asociaba con mis hermanos, no sé por qué. Se podía trepar al árbol de Monty (es decir, subir con cuidado hasta la tercera rama). El árbol de Magde, penetrando a gatas en el tronco, ofrecía un asiento: una gruesa rama doblada de forma incitante, donde uno podía sentarse y mirar al exterior sin ser visto. Estaba también «el árbol de la trementina», que exudaba una goma pegajosa de olor penetrante, que yo recogía cuidadosamente en unas hojas, porque era un «bálsamo muy precioso». Finalmente, lo mejor, el haya, el árbol más grande del jardín, con su grata lluvia de hayucos que me hartaba de comer. Había un haya cobriza, pero no sé por qué motivo, nunca perteneció al mundo de mis árboles.
En tercer lugar, había un bosque. Me parecía, y aún me lo parece, tan grande como New Forest. Estaba formado por fresnos y lo atravesaba una senda retorcida. Tenía todo lo que se suele relacionar con bosques: misterio, terror, deleite secreto, inaccesibilidad y distancia…
—La senda conducía a las pistas de tenis y de croquet que estaban en un alto, frente a la ventana del comedor. Al llegar allí se acababa el encanto. Uno se encontraba de nuevo en el mundo cotidiano, donde señoras con las faldas recogidas con una mano y tocadas con sombreros paja jugaban al croquet o al tenis.
Cuando había agotado «las delicias del jardín», volvía al aposento niños donde estaba Nursie, la nodriza, como algo fijo e inmutable. Quizá porque era una señora mayor y reumática, jugaba a su alrededor o junto a ella más que con ella. Recuerdo que siempre me rodeaba de compañeros imaginarios. Del primer grupo, sólo recuerdo el nombre: «Los Gatitos». Ya no sé quiénes eran, ni si yo misma era uno de ellos, pero me acuerdo bien de sus nombres: Trébol, Negrito y otros tres. Su madre era la señora Benson.
Nursie era demasiado lista para comentar nada o para intervenir los murmullos que se oían a su alrededor. Probablemente estaba muy contenta de que me divirtiera sola tan fácilmente.
Pero un día recibí un golpe muy duro; regresando del jardín para merendar, al subir la escalera, oí que Susan, la criada, decía:
—No le gustan mucho los juguetes, ¿verdad? ¿Con qué juega?
Nursie respondió:
—Juega a ser un gatito con otros gatitos.
¿Por qué habrá esa exigencia innata de secreto en la mente de un niño? Saber que alguien, aunque fuera Nursie, conocía lo de los Gatitos, me afectó en lo más hondo. Desde aquel día procuré que no se oyeran mis murmullos cuando jugaba. Los Gatitos eran míos y de nadie más.
Supongo que tendría juguetes; seguro que tuve muchos, siendo una niña mimada y consentida, pero no recuerdo ninguno excepto, algo vagamente, una caja de cuentas multicolores con las que hacía collares. Recuerdo también que una prima ya mayor, muy pesada, me quiso tomar el pelo diciéndome que las cuentas azules eran verdes y las verdes azules. Mis sentimientos eran como los de Euclides: «Esto es absurdo», pero, por educación, no la contradije. La broma cesó inmediatamente.
Me acuerdo de algunas muñecas: Phoebe, que no me hacía mucha gracia, y otra llamada Rosalinda o Rosita; ésta tenía pelo largo y muy rubio; la admiraba muchísimo, pero jugaba poco con ella. Prefería a los Gatitos. La señora Benson era muy pobre y estaba muy triste. Su padre, el capitán Benson, había sido marino, pero su barco se había ido a pique, dejando a la familia sumida en la miseria. Ésa era la saga de los Gatitos. Tenía un final feliz ya borroso en mi mente: el capitán no había muerto; un día reapareció con una riqueza inmensa, precisamente cuando la situación de los suyos se había vuelto desesperada.
De ahí pasé a la señora Green. Tenía cien hijos; los más importantes eran Lanudo, Ardilla y Árbol. Me acompañaban en todas las expediciones por el jardín. No eran propiamente ni niños ni perros, sino criaturas intermedias.
Una vez al día, como todos los niños bien educados, «daba un paseo». No me gustaba nada, y menos aún tenerme que calzar, preliminar absolutamente necesario. Caminaba despacio, arrastrando los pies; lo único que me atraía eran los cuentos de Nursie. Su repertorio se componía de seis, centrados todos en los niños que había conocido. No los recuerdo, sólo sé que uno trataba de un tigre de la India; otro, de unos monos, y un tercero de una serpiente. Todos eran muy bonitos y cada vez escogía el que quería oír. Me los repetía una y otra vez sin mostrar señales de fastidio.
A veces, como un gran regalo, me dejaba que le quitara el blanquísimo gorro plisado. Sin él, en cierto modo, perdía el aire oficial. Entonces, con sumo cuidado, yo ceñía alrededor de su cabeza una gran cinta azul de raso, con enorme dificultad y sin respirar, pues para una niña de cuatro años no es fácil hacer una lazada. Después daba unos pasos hacia atrás y exclamaba como arrobada:
—Oh, qué guapa que estás.
Ella, sonriendo, contestaba con dulzura:
—¿De verdad, cariño?
Después del té, vestida de percal almidonado, bajaba al salón para entretenerme con mi madre.
Si el encanto de los cuentos de Nursie residía en que eran siempre los mismos, de forma que ella representaba en mi vida la roca de la estabilidad, el de mi madre estaba en que sus narraciones eran siempre distintas y en que nunca jugábamos dos veces a lo mismo. Recuerdo que uno de los cuentos era sobre un ratón llamado Ojos Brillantes. El ratoncito corrió varias aventuras, pero de repente un día, para mi desesperación, mi madre declaró que ya se había terminado la historia. Estaba a punto de llorar, cuando añadió: «Pero te contaré una sobre una Vela Curiosa». Sólo recuerdo dos capítulos de esta especie de novela policíaca, interrumpida por alguien que vino a quedarse; nuestros juegos privados y nuestros cuentos tuvieron que aguardar. Cuando se fue la visita y quise conocer el final del cuento, cortado en el momento más emocionante, cuando el malo estaba instilando veneno en la vela, mi madre se quedó cortada y no supo continuar. Todavía me obsesiona aquel serial inacabado. Otro juego estupendo consistía en reunir las toallas de baño de toda la casa y cubrir con ellas las sillas y las mesas para hacernos casitas de las que salíamos a gatas.
Recuerdo poco de mis hermanos; quizá porque estaban en la escuela; mi hermano en Harrow, y mi hermana en Brighton, en la escuela Miss Lawrence, que sería más tarde Roedean. Mi madre tenía fama de progresista por mandar a su hija a un internado, y mi padre liberal por permitirlo. Pero a mi madre le encantaban los experimentos.
Los experimentos consigo misma tuvieron lugar, sobre todo, en el campo religioso. Creo que era algo inclinada a la mística; tenía el don de la oración y la contemplación, pero su fe ardiente y su devoción no acertaban con la forma más conveniente de culto. Mi paciente padre se dejaba llevar de un lugar de culto y a otro.
La mayoría de estas veleidades religiosas se produjeron antes de que naciera yo. Apenas se había convertido al catolicismo, cuando ya se hizo unitaria (por lo que mi hermano nunca fue bautizado); luego teósofa en ciernes, pero comenzó a caerle mal la señora Besant cuando echaba sus sermones. Después de breve pero vivo interés por el zoroastrismo volvió, para consuelo de mi padre, al puerto seguro de la Iglesia de Inglaterra, pero con cierta preferencia por las iglesias «altas[1]». Tenía un cuadro de san Francisco a la cabecera de la cama y leía día y noche la Imitación de Cristo. Tengo el mismo libro junto a mi lecho.
Mi padre era un hombre de corazón sencillo, un cristiano ortodoxo.
Recitaba sus oraciones todas las noches y frecuentaba la iglesia todos los domingos. Su religiosidad era espontánea, sin necesidad de revisiones; pero si a mi madre le gustaban él no tenía nada que objetar. Como ya dije, era un hombre complaciente.
Creo que se alegró cuando mi madre volvió a la Iglesia de Inglaterra a tiempo para que me bautizaran. Me pusieron María como mi abuela, Clara como mi madre, y Agatha por una ocurrencia que tuvo un amigo de la familia; camino ya de la iglesia, asegurando que era un nombre muy bonito.
Mis ideas religiosas procedían especialmente de Nursie que era evangelista. No iba a la iglesia, pero leía la Biblia en casa. Era muy importante observar el sábado y ser mundana era falta grave a los ojos del Todopoderoso. Yo presumía, hasta resultar insoportable, de pertenecer a los «salvados». Me negaba a jugar, a cantar o tocar el piano los domingos y temía terriblemente por la salvación definitiva de mi padre, que no respetaba el descanso dominical y contaba chistes picantes sobre los curas, e incluso una vez sobre un obispo.
Mi madre, que se había entusiasmado mucho con la educación de las niñas, se había pasado, siguiendo su costumbre, al extremo opuesto. No debían aprender a leer hasta los ocho años; era mejor para los ojos y para el cerebro.
Pero en este punto sus planes no se cumplieron. Cuando me leían un cuento bonito pedía el libro y estudiaba las páginas hasta que se hacían inteligibles y cobraban sentido gradualmente. Estando fuera con Nursie, le preguntaba qué significaban las palabras escritas sobre las puertas de las tiendas y en las vallas. Como resultado, un día me di cuenta de que podía leer un libro titulado El ángel de amor y proseguí en voz alta para que me oyera.
Al día siguiente, Nursie le dijo a mi madre, como pidiendo disculpas:
—Lo siento, señora, pero la señorita Agatha sabe leer.
Mi madre quedó muy afligida, pero ya no tenía remedio. Sin haber cumplido los cinco años, el mundo de los libros se abría ante mí. Desde entonces, pedía cuentos en Navidad y en mis cumpleaños.
Mi padre dijo que, ya que sabía leer, convenía que aprendiera a escribir. No resultó tan agradable, ni mucho menos. Aparecen aún por los cajones cuadernos llenos de palotes y garabatos o líneas de bes y pes temblorosas, que distinguía con dificultad, pues había aprendido a leer por la apariencia de las palabras y no por las letras.
Luego mi padre dijo que también podía aprender aritmética, y todas mañanas después del desayuno, me sentaba junto a la ventana del comedor entreteniéndome mucho con los números, que eran menos recalcitrantes que las letras del alfabeto.
Mi padre estaba muy orgulloso y complacido con mis progresos. Me trajo un librito marrón de «Problemas». Me encantaban los problemas. Aunque se trataba sólo de números disfrazados, tenían un sabor que intrigaba. «Juan tiene cinco manzanas, Jorge tiene seis; si Juan le quita dos manzanas a Jorge, ¿cuántas tendrá Jorge al cabo del día?», etcétera. Hoy, pensando en el problema, me dan ganas de responder: «Depende de lo que le gusten a Jorge las manzanas». Pero entonces escribí 4, con la sensación del que acaba de resolver una cuestión espinosa, y añadí, por decisión propia, «y Juan tendrá 7». A mi madre le pareció raro que me gustara la aritmética; reconocía que ella nunca había utilizado los números, y le resultaban tan fastidiosas las cuentas domésticas que era mi padre quien las llevaba.
La siguiente emoción de mi vida fue el regalo de un canario. Se llamaba Doradín, y se volvió tan manso que saltaba por todo el aposento de los niños, posándose algunas veces sobre el gorro de Nursie o mi dedo cuando le llamaba. No sólo era mi pájaro, sino el inicio una nueva saga secreta. Los personajes principales eran Dickie y su amada. Cabalgaban en briosos corceles por todo el país (el jardín) y corrían grandes aventuras, escapando a duras penas de las garras de los bandidos.
Un día ocurrió la catástrofe suprema. Doradín desapareció. La ventana estaba abierta y la puerta de la jaula sin el pasador. Lo más probable era que se hubiera escapado. Recuerdo aún lo terriblemente largo y lento que fue aquel día. Se alargaba más y más. Yo lloraba y lloraba y lloraba. Pusieron la jaula fuera de la ventana con un terrón de azúcar entre las barras. Mi madre y yo recorrimos el jardín llamándole: «Doradín, Doradín, Doradín». Mi madre amenazó a la criada con despedirla por comentar con ligereza: «Seguro que se lo ha zampado un gato», con lo que me hizo llorar de nuevo.
Cuando, en la cama ya, seguía sollozando espasmódicamente mientras apretaba la mano de mi madre, se oyó un débil pero alegre gorjeo. Desde lo alto de la barra de las cortinas descendió Doradín; revoloteó una vez por la estancia y entró en seguida en la jaula. ¡Qué maravilla! Se había pasado todo aquel día, interminable y aciago, allá arriba en la barra de las cortinas.
Mi madre aprovechó la ocasión para decirme:
—¿Ves lo tonta que has sido? ¿Ves qué inútil ha sido llorar tanto? Nunca llores por nada hasta que no estés segura de lo ocurrido.
Le aseguré que no lo haría nunca más.
Además de recuperar a Doradín, recibí entonces algo más: la fuerza del amor y la comprensión de mi madre en la hora del sinsabor. En el oscuro abismo de la aflicción, el único consuelo había sido aferrar con fuerza su mano. Tenía algo magnético y curativo en su tacto. En los momentos de enfermedad, no había nadie como ella. Transmitía su propio vigor y vitalidad.