Una de las mejores cosas que le pueden tocar a uno en la vida es una infancia feliz. La mía lo fue. Tenía una casa y un jardín que me gustaban mucho, una juiciosa y paciente nodriza, y por padres dos personas que se amaban tiernamente y cuyo matrimonio y paternidad fueron todo un éxito.
Mirando hacia atrás, veo que el nuestro era un hogar feliz, gracias, en gran parte, a mi padre que era un hombre muy complaciente. En nuestros días no se da mucha importancia a esta cualidad. Se suele preguntar si un hombre es inteligente e industrioso, si contribuye al bienestar común, si tiene influencias. En cambio, Charles Dickens centró la cuestión magníficamente en David Copperfield:
«¿Tu hermano es un hombre complaciente, Pegotty? —inquirí con cautela.
—Sí, es un hombre sumamente complaciente —exclamó Pegotty».
Hazte tú esa pregunta con relación a la mayoría de tus amigos y conocidos; quizá te sorprendas de lo difícil que resulta dar una respuesta como la de Pegotty.
Según los juicios de valor actuales, mi padre no merecería aprobación. Era un hombre bastante vago. Corrían los tiempos en que había rentas que bastaban para vivir, y si uno gozaba de una así, no trabajaba ni nadie esperaba que lo hiciera. De cualquier modo, sospecho que mi padre no habría sido un buen trabajador.
Todos los días salía por la mañana de nuestra casa de Torquay para ir al club; pagaba un coche para regresar a la hora de comer, y por la tarde otra vez al club a jugar a las cartas hasta que volvía a casa a cambiarse con el tiempo justo para la cena. Durante la temporada de cricket, se pasaba los días en el club del que era presidente. De vez en cuando organizaba también representaciones de aficionados. Tenía muchos amigos y le encantaba invitarles a casa. Todas las semanas daba un banquete, y solía comer fuera con mi madre cada dos o tres días.
Sólo más tarde me di cuenta de cuánto le quería la gente. Después de su muerte llegaron cartas de todo el mundo y, en nuestra ciudad, comerciantes, taxistas, antiguos empleados o algún anciano, se me acercaban sin cesar para decirme: «¡Ah, recuerdo muy bien al señor Miller! Nunca le olvidaré. Ya no quedan muchos como él».
Sin embargo, carecía de cualidades extraordinarias. No era muy inteligente. Creo que poseía un corazón sencillo y amable y que se preocupaba realmente del prójimo. Tenía un gran sentido del humor y gran facilidad para hacer reír. No había en él mezquindad alguna, ni envidia; era generoso casi hasta la exageración y de un natural alegre y sereno.
Mi madre era completamente distinta, de una personalidad enigmática y llamativa, más fuerte que la de mi padre; muy original en sus ideas, tímida poco segura de sí y, en el fondo, algo melancólica.
Se había conquistado a la servidumbre y a los niños, que la obedecían siempre a la menor insinuación. Hubiera sido una educadora magistral. Todo lo que decía cobraba en seguida interés e importancia. Le aburría la monotonía y pasaba de un tema a otro de tal modo que a veces su conversación resultaba desconcertante. Mi padre solía decirle que no tenía sentido del humor, a lo que respondía con tono ofendido: «Sólo porque no le veo la gracia a tus tonterías, Fred…» Y mi padre soltaba la carcajada.
Tenía unos diez años menos que él, y desde que era una cría le había amado apasionadamente. Mientras él derrochaba su juventud en incesantes correrías entre Nueva York y el sur de Francia, mi madre, que era una niña tímida y silenciosa, permanecía sentada en casa pensando en él, escribiendo alguna que otra poesía en su álbum y recamando un billetero que mi padre conservaría toda la vida.
Un noviazgo típicamente victoriano, pero con la riqueza de un sentimiento profundo.
Me intereso por mis padres no sólo porque lo fueran, sino porque consiguieron algo rarísimo: un matrimonio feliz. Hasta la fecha, sólo he conocido cuatro matrimonios totalmente acertados. ¿Existe alguna fórmula para el acierto? Me parece difícil. De los cuatro casos, uno es el de una chica de diecisiete años que se casó con un hombre que le llevaba quince. El marido había objetado que todavía no podía saber bien lo que hacía; ella replicó que lo sabía perfectamente y que había decidido casarse con él hacía unos tres años. Su vida matrimonial se complicó cuando primero una suegra y después la otra fueron a vivir en su casa, lo que es suficiente para echar a perder a la mayoría de las alianzas. La esposa es sosegada, pero tiene una profunda vitalidad. Me recuerda algo a mi madre, aunque carezca de su inteligencia, inquietudes intelectuales. Tienen tres hijos, que desde hace mucho viven por su cuenta. Su unión perdura desde hace más de treinta años y todavía lo son todo el uno para el otro.
Otro caso es el de un joven y una viuda que le llevaba quince años. Durante mucho tiempo ella le rechazó; al fin, consintió y vivieron muy felices hasta que murió ella, treinta y cinco años más tarde.
Mi madre, Clara Boehmer, tuvo una infancia desdichada. Su padre, oficial de los Argyll Highlanders, se cayó del caballo y resultó mortalmente herido, dejando viuda a mi abuela, joven y encantadora con cuatro hijos a la edad de veintisiete años, sin más sustento que la pensión de viudedad. Entonces, la hermana mayor que se acababa de casar en segundas nupcias con un rico norteamericano, se ofreció a adoptar a uno de los niños para criarlo como si fuera suyo.
La joven y afligida viuda que se pasaba el día cosiendo para sacar adelante a los hijos, no podía rechazar el ofrecimiento. De los tres niños y una niña, eligió a ésta, bien porque le pareció que los muchachos se abrirían paso en la vida por su cuenta, mientras que la niña necesitaba las ventajas de una vida regalada, o bien, como creyó siempre mi madre, porque quería más a los niños. Lo cierto es que mi madre dejó Jersey para ir al norte de Inglaterra a un hogar extraño. Creo que el resentimiento, la herida profunda de sentirse indeseada, la marcó para toda la vida. La hizo desconfiada de sí misma y del afecto de los demás. Su tía era una mujer bondadosa, de buen carácter y generosa, pero incapaz de percibir los sentimientos de la niña. Mi madre gozaba de todas las comodidades y de una buena educación; pero lo que perdió y nada podía reemplazar, era una vida despreocupada con sus hermanos en su propio hogar. Con bastante frecuencia he leído en las secciones de correspondencia con los lectores, cómo algunos padres afligidos preguntan si deben dejar que su hija vaya a vivir con alguien que pueda ofrecerle lo que ellos no pueden, como es una educación de primera clase. Y siempre me han entrado ganas de gritar: No la dejéis marchar. ¿De qué vale la mejor educación del mundo comparada con el propio hogar, la propia familia y la seguridad de sentirse en su sitio?
Mi madre fue profundamente desdichada en su nueva vida. De noche lloraba hasta quedarse dormida; adelgazó y, finalmente, se puso tan mala, que su tía tuvo que llamar al médico, un hombre mayor de mucha experiencia, quien, después de hablar con la criatura, sentenció:
—La niña tiene nostalgia de su casa.
La tía se mostró sorprendida e incrédula.
—No, no puede ser —dijo—. Clara es una niña buena y tranquila, no causa ninguna molestia y es muy feliz.
Pero el anciano doctor habló de nuevo con la niña:
—Tienes hermanos, ¿verdad? ¿Cuántos? ¿Cómo se llaman? Entonces ella rompió a llorar y se descubrió la verdad.
Al desahogarse disminuyó la tensión, pero tuvo siempre el sentimiento de «ser rechazada». Creo que no se lo perdonó a mi abuela hasta el día de su muerte. Le tomó mucho cariño a su tío americano. Por entonces era un hombre enfermo, que le tenía un gran afecto a la tranquila Clarita, quien solía leerle el libro que más le gustaba a ella, The King of the Golden River. Pero el verdadero solaz de su vida lo constituían las visitas periódicas del hijastro de su tía, Fred Miller, «su primo» Fred, quien tenía entonces veinte años y siempre se mostraba amabilísimo con su «prima». Un día, teniendo ella unos once años, Fred le dijo a su madrastra:
—¡Qué ojos tan bonitos tiene Clara!
Ésta, que siempre se había considerado terriblemente ordinaria, subió a contemplarse en el gran espejo del tocador de su tía. «Quizá sus ojos no eran tan feos…». Se sintió inmensamente animada. Desde entonces su corazón se entregó a Fred irrevocablemente.
Allá en los Estados Unidos, un viejo amigo de la familia le dijo al despreocupado joven:
—Freddie, un día te casarás con tu prima la inglesita. Asombrado, respondió:
—¿Con Clara? Si es una niña.
Pero siempre le había profesado un afecto especial a la cariñosa cría. Conservaba sus cartas infantiles y las poesías que le escribía; tras una larga serie de galanteos con bellas chicas de la alta sociedad y alegres muchachas de Nueva York (entre ellas, Jenny Jerome, quien más tarde sería Lady Randolph Churchill) volvió a su casa de Inglaterra a pedir la mano de la sobrinita.
Es muy propio de mi madre que le rechazara con firmeza.
—¿Por qué? —le pregunté una vez.
—Porque yo era regordeta.
Un motivo extraordinario, pero válido para ella.
Pero mi padre no se dio por vencido. A la segunda intentona, mi madre superó sus dudas y, aunque de forma poco clara, consintió casarse con él, con grave temor de decepcionarle.
De modo que se casaron y el retrato que tengo de ella con su vestido de novia muestra una encantadora cara seria de pelo moreno y grandes ojos castaños.
Antes de que naciera mi hermana se fueron a Torquay, un lugar de moda para residencia invernal, con la fama de que gozaría luego la Riviera, y alquilaron unas habitaciones amuebladas. Mi padre, a quien le apasionaba el mar, quedó encantado con Torquay. Vivían allí varios de sus amigos, y otros, americanos, pasaban el invierno. Mi hermana Madge nació en aquel pueblecito, y poco después mis padres se fueron a los Estados Unidos donde pensaban establecerse de forma permanente. Vivían aún los abuelos de mi padre, que se habían hecho cargo de él en la apacible campiña de Nueva Inglaterra al morir su madre en Florida. Se sentía muy unido a ellos, quienes por su parte ansiaban ver a su esposa y a su hijita. Allá nació mi hermano. Algún tiempo después mi padre decidió regresar a Inglaterra. Pero, apenas llegado, algunos problemas financieros le obligaron a volver a Nueva York, tras sugerir a mi madre que tomara una casa amueblada en Torquay y se estableciera en ella hasta su regreso.
Mi madre partió, pues, a Torquay en busca de una casa amueblada.
Regresó con una noticia triunfante: «Fred, he comprado una casa». Poco le faltó a mi padre para caerse de espaldas. Pensaba seguir viviendo en Norteamérica.
—Pero ¿por qué la has comprado? —preguntó.
—Porque me gustó —explicó mi madre.
Resultó que había visto unas treinta y cinco casas, pero sólo una le había llenado, y precisamente ésa estaba en venta; los dueños no querían alquilarla. De modo que, habiéndole dejado dos mil libras el esposo de mi tía, acudió a ésta que era su administradora y sin más compraron la casa.
—Pero sólo estaremos allí un año —gruñó mi padre; como mucho. Mi madre que, según nosotros, era clarividente, le contestó que siempre estarían a tiempo de venderla. Tal vez vislumbraba que viviríamos en ella muchos años.
—Me encantó la casa apenas entré en ella —insistía—. Tiene un aire maravillosamente apacible.
Los dueños eran unos cuáqueros de apellido Brown; cuando mi madre, titubeando, se compadeció de la señora Brown por tener que abandonar la casa en la que había vivido tantos años, la anciana le dijo amablemente:
—Soy feliz pensando que usted y sus hijos vivirán aquí, hija mía. Fue, decía mi madre, como una bendición.
Creo en serio que la casa tenía una bendición. Era una villa bastante ordinaria, que no se hallaba en una zona elegante como Warberrys o Lincombes, sino al otro extremo de la ciudad en la parte más antigua de Tor Mohun. En aquella época la calzada a cuya vera estaba situada conducía casi de inmediato a la rica campiña de Devon con sus caminos y sus campos. La casa se llamaba Ashfield y ha sido mi hogar de manera irregular durante casi toda mi vida.
Porque, después de todo, mi padre no se estableció en Norteamérica. Le gustó tanto Torquay, que decidió quedarse. Se apegó a su club, a las cartas y a sus amigos. A mi madre no le gustaba vivir junto al mar, le desagradaban las reuniones sociales y era incapaz de jugar a las cartas. Pero se sentía feliz en Ashfield, daba grandes banquetes, frecuentaba los actos sociales, y en las tranquilas noches hogareñas le preguntaba a mi padre con ansiosa impaciencia por los sucesos locales y lo ocurrido en el club durante el día.
—Nada —respondía mi padre tranquilamente.
—Pero, Fred, alguien habrá dicho algo interesante.
Mi padre, para complacerla, se estrujaba el cerebro sin conseguirlo. Por fin, le contaba que fulano era tan tacaño, que no compraba el diario, pero que, después de leerlo en el club, quería revendérselo a los otros socios. «Oíd, compañeros, ¿habéis visto que en la frontera noroccidental…?» A todos les fastidiaba mucho pues era uno de los más ricos.
Mi madre, que se lo había oído ya otras veces, no quedaba satisfecha. Mi padre volvía a caer en un estado de satisfacción silenciosa. Se reclinaba en la silla, estiraba las piernas hacia el fuego y se rascaba suavemente la cabeza (un pasatiempo prohibido).
—¿En qué estás pensando, Fred? —preguntaba mi madre.
—En nada —contestaba con absoluta veracidad.
—¡Es imposible que no pienses en nada!
Una y otra vez esa respuesta llenaba de contrariedad a mi madre.
No le cabía en la cabeza, aunque sus propios sentimientos volaban raudos como golondrinas. Lejos de no pensar en nada, solía estar pensando en tres o cuatro cosas al mismo tiempo.
Como comprendí mucho más tarde sus ideas siempre se alejaban algo de la realidad. Para ella, el universo era de un color más vivo del que tenía, y la gente mejor o peor de lo que era. Quizá, porque durante su niñez se había mantenido silenciosa, reprimida, escondiendo en lo más profundo sus emociones, solía ver el mundo en términos dramáticos, incluso a veces melodramáticos. Tenía una imaginación tan creativa, que nunca veía las cosas monótonas u ordinarias. Le daban, además, curiosos golpes de intuición, como saber de repente qué estaban pensando otras personas. Siendo mi hermano un joven soldado y teniendo dificultades económicas que pretendía ocultar a sus padres, le dejó sorprendido una noche, cuando, al verle algo preocupado, le dijo:
—Oye, Monty, te has liado con los prestamistas, ¿eh? ¿Has pedido dinero con la garantía del testamento de tu abuelo? No deberías hacerlo. Es mejor que se lo cuentes a tu padre.
Su capacidad de adivinación maravillaba continuamente a la familia. Mi hermana decía una vez:
—Lo que no deseo que conozca mi madre, ni siquiera lo pienso si está ella presente.