Nimrud, Iraq. 2 de abril de 1950.
Nimrud es el nombre moderno de la antigua ciudad de Calah, la capital militar de los asirios. Nuestro cuartel general es de adobes. Se asienta sobre la parte este de un montículo; tiene cocina, salón-comedor, una pequeña oficina, taller, sala de dibujo, una gran despensa y un cuarto oscuro (todos dormimos en tiendas). Pero este año se ha añadido un cuarto de unos tres metros cuadrados con el suelo de yeso, cubierto con esteras de juncos y un par de alegres y toscas alfombras. En la pared, un cuadro de un joven artista iraquí que representa a dos burros atravesando un mercado árabe, pintado a base de cubos de vivos colores. A la derecha, una ventana permite ver los picos nevados de las montañas del Kurdistán. Afuera, colgado de la puerta, hay un letrero cuadrado que dice en caracteres cuneiformes «Beit Agatha» (Casa de Agatha).
Ésa es mi «casa». Mi propósito es estar completamente aislada en ella para escribir. A medida que avancen las excavaciones, no me quedará tiempo. Habrá que limpiar y reparar objetos, fotografiarlos, catalogarlos y embalarlos. Pero, durante una semana o diez días, estaré libre.
De todos modos, es difícil concentrarse. En el tejado, sobre mi cabeza, los obreros árabes se mueven alegremente, cambiando de sitio las inseguras escaleras. Los perros ladran y los pavos gluglutean, El caballo del policía sacude la cadena, y la puerta y la ventana no paran de abrirse y cerrarse ruidosamente. Trabajo sobre una mesa de madera bastante firme, y junto a mí tengo una caja de lata pintada, como las que utilizan les árabes en sus viajes, en la que guardaré las hojas que vaya mecanografiando.
Debería inventar una novela policíaca, pero, con la urgencia natural que tiene todo escritor de escribir lo que no debe, siento deseos inesperados de redactar mi autobiografía. Me han dicho que les ocurre a todos, antes o después. Parece que me ha tocado el turno. Pensándolo bien, «autobiografía» es una palabra demasiado solemne, que sugiere un estudio serio de la propia vida con nombres, fechas y lugares en orden cronológico; lo único que yo pretendo es meter la mano en el baúl de los recuerdos y sacar un puñado escogido de ellos.
Me parece que la vida se divide en tres partes: el presente absorbente, por lo general feliz, y que vuela con velocidad fatal; el futuro oscuro e incierto, para el que se pueden planear muchas cosas, cuanto más extrañas mejor; no se realizarán, pero resulta divertido; en tercer lugar, el pasado, los recuerdos y realidades que son la base del presente, evocados de pronto por un olor, la forma de una colina, una canción antigua o cualquier trivialidad que nos hace decir: «Recuerdo que…» con un placer peculiar bastante inexplicable.
Recordar es una de las compensaciones placenteras de la edad. Pero, por desgracia, muchas veces no nos basta con ello y pretendemos también contar los recuerdos; entonces hay que tener cuidado no aburrir a los demás. ¿Por qué habrían de interesarse en lo que, después de todo, es tu vida y no la suya? De vez en cuando, no obstante, los jóvenes te escuchan con cierta curiosidad histórica.
—Supongo —dice con interés una chica bien educada— que recordará todo lo referente a la guerra de Crimea.
Algo ofendida, le contesto que no soy tan vieja. Niego asimismo toda participación en el motín de la India, pero admito que recuerdo la guerra de los Boers, pues mi hermano luchó en ella.
Mi primer recuerdo es una imagen clara de mí misma paseando con mi madre por las calles de Dinar en día de mercado. Un muchacho con un gran cesto lleno de chismes choca violentamente conmigo, agarrándome del brazo hasta el punto de tirarme al suelo. Me duele; comienzo a llorar. Tengo unos siete años.
Mi madre, partidaria del comportamiento estoico en lugares públicos, me regaña.
—Piensa en nuestros valientes soldados que luchan en Sudáfrica.
—No quiero ser soldado valiente, sino cobarde —contesto yo.
¿De qué depende la elección de los recuerdos? La vida es como sentarse en el cine. Ahora se me ve comiendo pastelillos el día de mi cumpleaños. De pronto, han transcurrido dos años; estoy en el regazo de mi abuela, atada ceremoniosamente como una gallina recién traída de la tienda de Mr. Whiteley, y muy excitada por la gracia del juego. Se recuerdan momentos concretos y, en medio, largos espacios vacíos de meses e incluso años. ¿Dónde estábamos entonces? Como pregunta Peer Gynt: «¿Dónde estaba yo, todo el hombre, el verdadero hombre?»
Nunca conocemos al hombre total, aunque a veces, iluminados repentinamente, conocemos al verdadero hombre. Creo que las propias memorias representan los momentos que, por insignificantes que parezcan, descubren con verismo nuestra interioridad.
Soy todavía aquella niña formal con tirabuzones. La casa en que habita el espíritu crece, surgen en ella instintos, gustos, emociones y capacidades intelectuales, pero yo, la verdadera Agatha, soy la misma. No me conozco totalmente; sólo Dios conoce así.
Todas nosotras, la pequeña Agatha Miller, la Agatha Miller adulta, Agatha Christie y Agatha Mallowan, recorremos nuestro camino… ¿Hacia dónde? Como no se sabe, la vida resulta más interesante. Siempre me ha parecido así.
Puesto que se conoce tan poco de ella, sólo una diminuta parte personal, somos como el actor que no tiene más que unas pocas palabras en el primer acto; se las dan por escrito con algunas anotaciones e ignora el resto; no lee la obra, ¿para qué? No tiene que decir más que: «El teléfono está estropeado, señora», y se retira de la escena. Pero al levantarse el telón el día del estreno, seguirá toda la función con los demás, listo para intervenir cuando le toque.
Participar de algo que no se entiende en absoluto es una de las cosas más intrigantes de la vida.
Me gusta vivir. He pasado momentos de mucha desesperación, sintiéndome desgraciada y muy afligida, sin olvidar a pesar de todo que el solo hecho de vivir es algo grandioso.
Así que pienso disfrutar de los placeres de la memoria, sin prisas, escribiendo de vez en cuando unas cuantas líneas. Es una tarea que requerirá años. Pero ¿por qué llamarla tarea? Es un placer. Una vez vi un pergamino chino que me encantó. Representaba a un anciano sentado bajo un árbol, haciendo una cunita con una cuerda entre los dedos. Se titulaba «Anciano disfrutando de los placeres del ocio». Nunca lo he olvidado.
Aclarado que lo que pretendo es divertirme, comenzaré. Aunque no pienso ser fiel a la cronología, por lo menos empezaré por el principio.