Capítulo XXIV

Las primeras medidas que Rodrigo promulgó como nuevo señor de Valencia fueron bien acogidas por los musulmanes. Conminó a todos sus hombres a que se abstuvieran de hacer daño o mofa hacia los valencianos, y con toda su energía amenazó con colgar de lo alto de las murallas a cualquiera que quebrantara esta orden.

Entre los nuestros cundió cierto descontento, pues tras casi dos años de asedio eran muchos los soldados que clamaban venganza; algunos habían perdido parientes y amigos durante las escaramuzas y mantenían el odio encendido en sus corazones.

Unos días después de entrar en Valencia, el Campeador convocó a los notables de la ciudad a una asamblea a la que también acudieron los alcaides de las fortalezas de todo el reino. Les dijo que quería mantener la ley y los impuestos como estaban antes de la conquista y que sería para ellos un gobernante justo y un juez benéfico, y para demostrarlo, nombró alcaide al alfaquí al-Waqasi, cuyo prestigio entre sus vecinos seguía siendo muy grande. Los musulmanes conservarían todas sus propiedades, aunque Rodrigo confiscó todos los instrumentos de hierro, pues no quería que tuvieran la tentación de utilizarlos para fabricar armas con las que combatirnos.

Quedaba pendiente el caso de Ibn Yahhaf; el último gobernador musulmán de Valencia se había mostrado muy sumiso con el Cid y había obligado a varios comerciantes a entregarle grandes sumas de dinero para agradar a Rodrigo. Pero éste, renegando de los halagos de Ibn Yahhaf, ordenó que lo condujeran preso al castillo de Cebolla, donde lo recluyó hasta que decidiera qué hacer con él.

Rodrigo quería que Ibn Yahhaf confesara dónde había escondido el tesoro de al-Qádir y para ello lo sometió a terribles tormentos. Dos días después, Ibn Yahhaf escribió una confesión con su propia mano en la que hacía una lista de todo lo que había incautado al anterior rey de Valencia, pero en la que no figuraba ninguna cantidad de dinero, tan sólo joyas, sedas y objetos lujosos.

El Cid no lo creyó y ordenó que fueran apresados sus amigos y principales colaboradores. El miedo es la mejor de las armas para convencer a alguien, y todos los que fueron interrogados aparecieron ante Rodrigo cargados de joyas y dinero; aseguraban que había sido Ibn Yahhaf quien se los había entregado poco antes de que se rindiera la ciudad y que les había prometido que si los mantenían ocultos les daría una buena parte de ellos.

El Cid, airado pero sereno, llamó a al-Waqasi y le preguntó sobre cuál era el castigo que según la ley coránica debía aplicarse a aquellos que obraban de mala fe contra su señor y a quienes causaban daño al Estado.

—Señor don Rodrigo: nuestra ley condena a ser lapidado a quien comete tales delitos, pero vos sois el dueño de esta ciudad, obrad como mejor estiméis. No obstante, Ibn Yahhaf tiene un hijo de corta edad que no es culpable de cuanto haya podido hacer su padre; os pido que lo dejéis libre —propuso al-Waqasi.

—El niño quedará en libertad, pero deberá salir de la ciudad, pues no es bueno que viva aquí el hijo de un traidor. En cuanto a Ibn Yahhaf, será lapidado, como dicta vuestra ley.

Ibn Yahhaf fue conducido a un descampado a las afueras de la ciudad; allí se cavó una fosa de cuatro palmos de profundidad, en la que se introdujo al reo de pie, cubriendo de nuevo el hoyo con arena. El condenado quedó como plantado en tierra hasta la altura de los muslos. El Campeador solicitó voluntarios para proceder a la lapidación y se presentaron varios hombres de nuestra mesnada. Ibn Yahhaf fue apedreado hasta morir.

Una lapidación es algo horrible. Yo he visto morir a hombres de todas las maneras posibles: en la batalla tajados por espadas o hachas de combate, atravesados por lanzas o saetas, aplastados por mazas o por los cascos de los caballos, y en el cadalso ahorcados hasta la asfixia, descabezados con hachas o alfanjes e incluso descuartizados por cuatro caballos, pero una lapidación es la muerte más horrible de todas, y si los que lanzan las piedras se ensañan con el reo, el sufrimiento del condenado puede durar horas.

La muerte de Ibn Yahhaf fue bastante rápida pero no exenta de sufrimiento. Nuestros hombres no habían participado nunca en una lapidación y comenzaron a lanzar las piedras más grandes que podían con todas sus fuerzas. Alguien dijo de pronto que si le acertaban de lleno con uno de aquellos guijarros moriría enseguida y la diversión habría acabado, por lo que propuso lanzarle piedras más pequeñas y con menos fuerza. Para entonces Ibn Yahhaf estaba cubierto de heridas y de sangre, tenía un ojo reventado y le faltaba parte de la carne de los labios y una oreja. Su aspecto era tan macabro que parecía estar riendo, pues, descarnados sus labios, sus dientes quedaban al descubierto.

Al-Waqasi, que se acercó a presenciar la lapidación, le pidió al Cid que dejara participar en ella a algunos musulmanes, y Rodrigo, pese a las protestas de los soldados, aceptó. La intervención de los lanzadores de piedras que se incorporaron al tormento fue un alivio, porque los musulmanes, sin duda instruidos por al-Waqasi, lanzaron las piedras más grandes que encontraron con tanta fuerza y tal puntería que en apenas cuatro o cinco pedradas Ibn Yahhaf expiró.

La diversión se había terminado y, aunque algunos de nuestros soldados quisieron seguir lanzando piedras sobre el cadáver de Ibn Yahhaf, Rodrigo ordenó con voz potente que se detuvieran; todavía tuvieron que acudir dos miembros de la escolta del Campeador a sujetar la mano de uno de los nuestros que había hecho oídos sordos a las órdenes para que cesara la lapidación.

El cuerpo de Ibn Yahhaf estaba doblado por la cintura como un pelele roto y a su alrededor había un gran charco de sangre y pedazos de carne, de huesos y de piel. El rostro estaba tan desfigurado que nadie hubiera podido reconocerlo. Fue entonces cuando algunos de los apedreadores que tanto empeño habían puesto en torturarlo se alejaron unos pasos para vomitar. Enseguida todo se llenó de moscas.

Rodrigo ordenó que lo sacaran de la tierra y le dieran sepultura según el rito islámico. Así fue como murió Ibn Yahhaf. Tiempo después de aquel día he oído que algunos cronistas musulmanes han modificado la versión de la muerte de este personaje. Aseguran que Ibn Yahhaf murió en una hoguera y que él mismo se acercaba las brasas con las manos para morir antes y sufrir menos. Pero no fue así; yo estuve allí y vi cómo moría el que quiso ser dueño de Valencia y sólo logró que su ciudad cayera en nuestras manos. Sin duda que estos cronistas musulmanes, ahora al servicio y a sueldo de los almorávides, pretenden hacer creer a quienes los leen que Rodrigo era un ser cruel y despiadado, y por eso han cambiado la forma de la muerte de Ibn Yahhaf. También aquí se equivocan: yo puedo asegurar que la muerte por lapidación es la más horrible de cuantas puede sufrir un hombre.

Ni siquiera hacía dos meses que habíamos conquistado Valencia cuando Rodrigo organizó una expedición militar contra Denia. Fue él mismo quien, al frente de un batallón de trescientos hombres, recorrió la costa asolando aldeas y consiguiendo botín y víveres para almacenar de cara al invierno. No se trataba de una expedición de conquista, pues todavía no estábamos en condiciones de emprender nuevas aventuras, sino tan sólo de asegurar la frontera sur y demostrar a los almorávides que nuestras intenciones no acababan en Valencia, sino que estábamos dispuestos a ir más y más hacia el mediodía.

Aquella incursión fue suficiente para que los de Denia temblaran a la vista de lo que les había ocurrido a los de Valencia. Sin duda, eran conscientes de que ellos serían los próximos, y para evitarlo hicieron una desesperada llamada de auxilio a los almorávides.

Ibn Tasufín, anciano pero al parecer repuesto de sus últimos achaques, atravesó el Estrecho una vez más y se estableció en Ceuta. Desde allí organizó el ejército, que puso al mando de uno de sus sobrinos, un tal Abú Abdalá. Además, para cogernos entre las dos pinzas de una tenaza, pidió al rey de Albarracín que se aliara con él contra nosotros, pero el de Santa María de Oriente le dio largas y supo mantenerse al margen.

A mediados de octubre el ejército almorávide acampó en Mislata, apenas a un tercio de jornada al sur de Valencia. Un mensajero se acercó a todo galope para traernos la noticia. Recuerdo bien que ese día estábamos en la casa de Rodrigo en el arrabal de Villanueva, organizando con nuestros consejeros judíos y los oficiales musulmanes la distribución de las provisiones para el invierno.

—Pueden atacarnos en cualquier momento —dijo el mensajero.

—¿Cuántos son? —le preguntó Rodrigo.

—Doce mil hombres.

Alarmados por aquella cifra, algunos de los capitanes propusieron al Cid abandonar Valencia y buscar refugio en las montañas del norte, en torno a Morella.

El Campeador salió afuera y contempló el cielo durante un buen rato.

—¿Qué hace? —me preguntó uno de los capitanes, un noble de Périgord que se había incorporado a nuestro ejército con una mesnada de veinte caballeros porque había oído hablar de Rodrigo en su tierra natal a los juglares.

—Reflexiona —le dije.

—No. Está mirando el vuelo de las aves —me corrigió el de Périgord.

Y tenía razón. Rodrigo se dejaba llevar a veces por viejas supersticiones que le habían enseñado de niño en los campos de Vivar. De vez en cuando salía a la huerta y observaba en el vuelo de las aves algún indicio sobre si los agüeros eran o no favorables. Había aprendido un código muy simple: si las aves volaban a su izquierda, era señal de malos presagios, pero si lo hacían a su derecha, entonces los signos eran propicios.

Ese día una bandada de palomas blancas y grises voló a la derecha de Rodrigo, hacia la costa, y el Campeador entendió que la fortuna del destino estaba de su lado.

—Nos quedaremos en Valencia —dijo al fin—. Nos ha costado mucho ganar esta ciudad, no la abandonaremos sin luchar por ella.

Nuevos mensajes vinieron a empeorar nuestra situación. El día de la aparición de la luna nueva, cuando los musulmanes celebraban el final del Ramadán, nos dijeron que Lérida, Tortosa y Alpuente habían aceptado la soberanía almorávide y que Badajoz y Lisboa ya estaban en sus manos. Sólo los reinos musulmanes de Zaragoza y de Albarracín y el señorío de Valencia quedaban fuera de su poder en todo al-Andalus.

Ese mismo día se presentaron las primeras avanzadillas de los almorávides ante los muros de nuestra ciudad, y las tiendas negras y marrones de piel de dromedario y de la tupida lana de las ovejas bereberes se plantaron por la huerta como terribles buitres aguardando la muerte de su futura presa.

Rodrigo dispuso urgentes medidas para resistir el asedio: ordenó que las mujeres y los niños salieran de Valencia, así como los musulmanes que se habían manifestado afines al partido proalmorávide, aunque prefirió que los suyos y Jimena se quedaran con él en el alcázar, no dejó que los musulmanes valencianos mantuvieran armas, pues no se fiaba de su actitud, dispuso guarniciones en todos los castillos y reforzó cuanto pudo los muros y las defensas de la ciudad.

Contemplábamos el despliegue del ejército almorávide por las huertas del sur desde lo alto de las torres del alcázar.

—Esta vez no se retirarán sin luchar. No tienen excusa: ni llueve ni carecen de provisiones —dijo Rodrigo.

—Tal vez en cuanto pasen unos días… —supuse.

—Ahora no. Pueden recibir suministros desde Denia y desde Murcia de manera ininterrumpida, y saben que desde que poseen Lérida y Tortosa es muy difícil que podamos recibir ayuda por el norte. En esta ocasión habrá que resistir… o luchar.

Otra vez los valencianos recuperaron la esperanza y se mostraban contentos, pues decían en círculos privados que pronto Valencia volvería a ser una ciudad del islam.

El campamento almorávide se instaló en Cuarte, a una cabalgada de distancia de Valencia. Desde allí, todas las noches se acercaban en grupos numerosos hasta los muros de la ciudad con antorchas y tambores y lanzaban una lluvia de flechas sobre nosotros, que soportábamos con tranquilidad, como habíamos visto que hacía Rodrigo en cada ocasión en la que habíamos estado en dificultades.

Un ejército como aquél, si hubiera estado bien dirigido, nos hubiera derrotado con facilidad, pero los generales almorávides eran un verdadero desastre; y sus soldados, acostumbrados a vivir en sus tierras africanas de polvo y calor, desconocían el sentido de la disciplina, imprescindible en cualquier ejército que quiera alcanzar la victoria, y estaban enfrentados en rencillas internas que arrastraban desde hacía decenios y tal vez siglos. En cuanto los almorávides permanecían quietos en un lugar durante más de diez o doce días, la inactividad hacía mella en su comportamiento y estallaban de nuevo los rencores y cundía la confusión y el desorden. Y Rodrigo lo sabía, y trataba de aprovechar al máximo el desconcierto entre las filas enemigas.

Para desmoralizar a los almorávides, hicimos correr el rumor de que los reyes Alfonso de León y de Castilla y Pedro de Aragón se acercaban con sendos ejércitos para ayudarnos. Esta falsa noticia desorientó a los africanos, que, aunque ya habían vencido en Sagrajas a estos dos soberanos, temían la eficacia de la caballería pesada cristiana.

El Cid envió un mensaje urgente a don Alfonso solicitándole ayuda, pero no quiso esperar a que ésta llegara. Armado del valor y del coraje que yo bien conocía, Rodrigo nos convocó a Pedro Bermúdez y a mí una tarde en la alcazaba de Valencia.

—No vamos a esperar ninguna ayuda —nos dijo—; tenemos que resolver este problema nosotros solos. Todo al-Andalus está en las manos de los almorávides, y si ocupan Valencia, ambicionarán también los territorios cristianos, y todo nuestro esfuerzo habrá sido vano. Escuchad mi plan.

Rodrigo nos acercó dos jarritas de cerámica melada y nos sirvió vino dulce de una jarra de cristal.

—Son muchos —aduje.

—Por eso mismo hemos de emplear la astucia y la sorpresa. Mañana por la noche emboscaremos parte de nuestra caballería cerca del campamento almorávide y, en cuanto amanezca, el resto del ejército saldrá de Valencia ofreciéndoles batalla. Si no me equivoco, ellos lanzarán toda su fuerza contra nosotros, que fingiremos huir para que nos persigan y se alejen al máximo de la tienda de su jefe. En ese momento nuestros hombres emboscados atacarán su campamento; espero que la confusión entre sus filas sea tal que, cogidos entre dos frentes, podamos derrotarlos.

Rodrigo tenía un especial don para la planificación de las batallas, porque las cosas sucedieron tal como él las había imaginado. Y aún mejor, pues al asaltar el campamento, era yo quien dirigía a las tropas apostadas durante la noche, pudimos comprobar que su emir huía precipitadamente dejando a sus soldados abandonados a su suerte.

Sin general que los dirigiera, creyendo que habían sido sorprendidos por el ejército de los reyes cristianos que venían en auxilio de los sitiados en Valencia, los combatientes musulmanes se dispersaron en desbandada y huyeron dejando pertrechos, armas y caballos sobre el campo.

Aquella victoria fue quizá la más fácil de cuantas logramos, y sin duda la más sorprendente. Los almorávides estaban tan seguros de su superioridad y de su victoria que descuidaron la vigilancia y permitieron que desplegáramos durante la noche más de un millar de soldados con sus armas y caballos sin que nadie lo advirtiera.

Todo lo suyo cayó en nuestras manos: tiendas, caballos, cofres llenos de riquezas, algunas mujeres que dejaron abandonadas en su desesperada huida, carros y acémilas. Tras aquella muestra de cobardía y de caos todavía sigo sin entender cómo pudieron derrotar a don Alfonso en Sagrajas, cómo fue posible que aquellos desarrapados africanos vencieran a nuestra mejor caballería; tal vez fuera el griterío ensordecedor que voceaban al entrar en combate, o el retumbo de sus tambores de piel de hipopótamo, o por las carencias tácticas de don Alfonso… ¡Cuántos generales han perdido batallas que tenían ganadas de antemano por improvisación, falta de celo o cobardía!

En la batalla de Cuarte empleamos una de las tácticas que habíamos ensayado en numerosas ocasiones y que consistía en sustituir los ataques frontales y contundentes, sólo efectivos cuando se goza de ventaja numérica sobre el enemigo, por maniobras dilatorias mediante las cuales fingíamos huir para atraer a nuestros oponentes a una trampa de la que no podían zafarse. A esta maniobra la llamábamos «la tornada» y siempre nos dio tan excelentes resultados, que muchos generales nos han imitado y hoy sigue siendo una de las tácticas más usadas en las guerras en la Península.

Tras la batalla y el recuento de ganancias del botín, que se repartió entre nuestros soldados según acostumbrábamos, Rodrigo se entrevistó con el rey Pedro de Aragón, que, aunque tarde, acudió a Valencia con varios caballeros. Desde que su padre el rey Sancho se instalara en Oropesa y Castellón, varias decenas de millas al norte de Valencia, los aragoneses eran para nosotros un seguro de vida y unos fieles aliados. También vino en nuestra ayuda el rey Alfonso, a quien enviamos numerosos regalos procedentes del botín; el rey de León, al enterarse de que habíamos derrotado a los almorávides y que su ayuda no era necesaria, giró hacia el sur antes de alcanzar Valencia y, aprovechando que había organizado una mesnada, realizó algunas correrías por Guadix y su territorio.

Por ciertos mercaderes supimos que el emir Ibn Tasufín estaba colérico; la derrota de Cuarte era la primera que sufrían los almorávides, hasta entonces siempre victoriosos, y cargó todas las culpas del desastre en su sobrino, el general que mandaba las tropas en Cuarte, ciertamente un hombre de carácter débil y apenas preparado para dirigir una hueste. El general derrotado, que se había retirado a Játiva, intentó justificar su derrota alegando que ésos eran los designios de Dios. Ibn Tasufín lo perdonó, pero al poco tiempo lo sustituyó al frente del ejército africano destacado en Játiva.

El prestigio de Rodrigo era ahora más grande que nunca; no sólo era el único que había vencido a los temibles almorávides, sino que además era el señor natural de un enorme reino, rico y bien situado. No se coronó rey, pero tampoco prestó vasallaje por Valencia a ningún otro señor, y, ciertamente, su comportamiento comenzó a ser el de un verdadero soberano.

Conquistada Valencia y salvaguardada del asedio almorávide, era hora de gobernar la ciudad y el reino. Fueron meses dedicados a recaudar impuestos, establecer las nuevas normas, facilitar que los campesinos volvieran a sembrar sus cosechas, restaurar mercados y talleres…, todo ello fue fácil porque el Cid trataba a los musulmanes igual que a los cristianos, y la mayoría de los sometidos veían en él a un gobernante más justo y más benéfico que sus anteriores reyes y gobernadores, que habían aprovechado su posición en beneficio propio y de sus allegados.

Claro que siempre hay gentes dispuestas a hacerse notar. En tanto sometíamos a los castillos del reino que todavía se resistían a admitir el señorío del Campeador, tuvimos que soportar, y al principio lo hicimos fingiendo que nada nos importaba, que un tal Hamdún ibn al-Muallim, un santón que tenía mucho predicamento entre ciertos grupos, predicara en la mezquita de al-Qadi que los musulmanes no deberían consentir vivir sometidos a la autoridad de un cristiano. Sus prédicas eran verdaderas soflamas que enervaron el ánimo de algunos de sus seguidores hasta tal extremo que a punto estuvo de estallar una rebelión. Gracias a la información de nuestros espías, bien distribuidos por toda la ciudad, pudimos atajar esta sublevación y acabar con sus cabecillas.

Identificamos a todos los rebeldes y cuando tuvimos certeza de dónde vivía cada uno de ellos, irrumpimos en sus casas. Es cierto que algunos de nuestros soldados se propasaron y causaron mucho daño, pues acabaron con los rebeldes a sangre y fuego, pero así es la guerra y así es como Rodrigo castigaba a los que lo traicionaban. Todavía intenté mediar ante él para que dejara en libertad y enviara al exilio a algunos de los conjurados que nuestros hombres habían traído vivos hasta la alcazaba, o al menos para que no los matara, pero el Campeador se mostró inflexible.

—Todos estos rebeldes merecen morir y morirán —asentó escueto y contundente.

—Una medida de gracia sería bien vista por los valencianos —insistí.

—El castigo debe ser ejemplar. Si dejo con vida a los que se han sublevado, otros muchos intentarán hacer lo mismo, y jamás detendremos la rebelión. Las conjuras, como la gangrena, hay que atajarlas de golpe, si dejas que se extiendan, estás muerto.

De nuevo tuve que rendirme ante la decisión de Rodrigo, que contempló sin pestañear cómo ardían en la hoguera los rebeldes que habían sobrevivido al asalto de nuestros soldados.

Transcurrieron dos años en calma. Nada nos preocupaba, salvo estar pendientes de los almorávides, que de vez en cuando amenazaban con venir hasta Valencia y asediar la ciudad, pero durante esos dos años nunca vimos a menos de veinte millas a uno solo de esos guerreros africanos.

Hacía ya casi dos años que estábamos instalados en Valencia cuando Rodrigo decidió que era hora de consagrar la mezquita mayor como catedral cristiana. En el acuerdo que habíamos firmado con los musulmanes para la rendición, se estipulaba que podrían mantener el culto en su mezquita mayor durante un año; todavía les permitimos usarla como tal algunos meses más hasta que fue consagrada en honor de Santa María. Sé que aquello causó un enorme malestar entre los musulmanes, pero supieron cumplir su parte del pacto y no pusieron ningún inconveniente; además, optamos por no alterar la arquitectura del edificio, pese a que algunos de los nuestros querían derribar todas las paredes y levantar un templo nuevo, siguiendo el estilo francés de las iglesias que se estaban construyendo en Santiago o en Burgos, a lo que el Cid respondía que a Dios se le podía honrar en cualquier casa y que la antigua mezquita era un edificio grande, espacioso y magnífico, de muy buena factura y que una vez consagrado serviría bien para rendir culto al Altísimo.

Por aquellos días llegó de Francia, de la región de Périgord, un clérigo muy instruido que dijo llamarse Jerónimo; venía recomendado por el arzobispo don Bernardo de Toledo, quien escribió a Rodrigo señalándole que si nombraba a Jerónimo como obispo de Valencia, él se encargaría de mediar ante el papa para que éste ratificara el nombramiento y reconociera a la iglesia diocesana de Valencia la misma categoría y dignidad que a la de Burgos o a la de Compostela. Como quiera que necesitábamos la ayuda de la Iglesia, Rodrigo aceptó, y Jerónimo de Périgord se convirtió en prelado de Valencia a la muerte del obispo del rey Alfonso.

Pese a la calma de aquellos meses, sabíamos que Yusuf ibn Tasufín no dejaría las cosas como estaban y que se dispondría a recuperar Valencia para el islam. Fue a principios del año 1096 cuando el emir almorávide atravesó el Estrecho, lo que para él ya se había convertido en una costumbre, y desembarcó en Algeciras al frente de un ejército muy bien pertrechado.

Todos pensábamos que vendrían a por nosotros y que se plantarían en un par de semanas a las puertas de Valencia, pero en esta ocasión los almorávides avanzaron hacia el norte, en dirección a Toledo. Fue ahora el rey Alfonso quien nos demandó ayuda. Rodrigo se la debía y me indicó que dispusiera seis batallones de cincuenta jinetes cada uno para acudir a la defensa de Toledo. Cuando me dijo que él no iba a dirigir esa hueste, creí que sería yo el designado para hacerlo, pero, para mi sorpresa, ordenó a su hijo Diego que se dispusiera a marchar al encuentro de don Alfonso.

—Tú te quedarás conmigo en Valencia —me dijo—. Es probable que los movimientos de los almorávides hacia Toledo sean una treta para distraer nuestra atención. Debemos estar preparados por si en el último momento Ibn Tasufín decide venir sobre nosotros.

—Perdonad, Rodrigo, que os sea tan franco, pero vuestro hijo tiene poco más de veinte años; no lo creo preparado para dirigir la hueste.

—Es su oportunidad para demostrar que puede ser… —en aquel momento creí que Rodrigo diría «el futuro rey de Valencia», pero se limitó a decir—: mi sucesor en el señorío de esta ciudad y de su reino.

—Dejad que al menos yo vaya con él —insistí.

—Te necesito aquí conmigo. Hay que pertrecharnos para un posible ataque almorávide.

Creo que enviando a su propio hijo, Rodrigo quería demostrarle al rey Alfonso su lealtad. Rodrigo amaba a su hijo y ese acto era una buena muestra de ello.

Durante varios meses, castellanos y almorávides intercambiaron escaramuzas en la frontera del Guadiana, enfrentándose en pequeños combates que solían acabar con algunos heridos y algún que otro muerto. Por fin, ambos ejércitos se vieron frente a frente en Consuegra, varias decenas de millas al sur de Toledo. Don Alfonso encabezaba un poderoso ejército de más de cuatro mil hombres, en el que había leoneses, castellanos, algunos aragoneses y nuestros trescientos jinetes mandados por don Diego Rodríguez, heredero del Campeador.

En contra de lo que yo pensaba, don Alfonso no había aprendido la lección de Sagrajas, pues volvió a cometer los mismos errores; ansioso tal vez de venganza por aquella derrota, cargó contra el frente del ejército africano con la caballería pesada. No tuvo la paciencia necesaria para esperar a que llegara Álvar Fáñez con un contingente de tropas de refuerzo, ni supo reservar en la retaguardia varios batallones de caballería ligera para acudir al frente en caso de apuro. Consuegra fue un nuevo desastre para el rey de León y de Castilla, y allí encontró la muerte Diego, el hijo en quien el Campeador había depositado toda su esperanza.

Don Alfonso pudo escapar y refugiarse en el castillo de Consuegra; el ejército almorávide avanzó hacia Cuenca y sorprendió al confiado Álvar Fáñez que acudía al encuentro con su rey desde el castillo de Zorita, y que también fue aniquilado.

Tres meses después de aquellas calamidades el rey Pedro de Aragón vencía a al-Mustain de Zaragoza en los llanos de Alcoraz y conquistaba la ciudad de Huesca. Junto al ejército zaragozano lucharon los condes castellanos García Ordóñez y Gonzalo Núñez de Lara. Aragón, como había soñado su rey don Sancho y antes su padre don Ramiro, había comenzado a dominar el llano; un motivo más de preocupación para el derrotado don Alfonso. ¡Cuántas veces debió de lamentar en aquellos días no haber tenido a Rodrigo a su lado!

Las dos victorias consecutivas y el recuerdo de Sagrajas hicieron olvidar a los almorávides la derrota de Cuarte y, ávidos por seguir cosechando triunfos, decidieron venir a por nosotros. Nuestros espías nos informaron que se acercaban haciendo atronar sus tambores por los caminos, gritando el nombre de Alá y recitando frases del Corán sobre la nueva vida en el paraíso que esperaba a los que murieran en el combate. Cabalgaban con sus estandartes negros desplegados, al trote sobre sus ágiles corceles de las estepas saharianas, esperanzados en ganar para el islam Valencia y aun todos los reinos cristianos.

Pero se encontraron con el mejor ejército del mundo, con los hombres más disciplinados y con el general más capaz. Rodrigo nos ordenó que saliéramos a su encuentro, y así lo hicimos. Formados en dos alas, marchamos hacia el sur, en busca de los africanos; a mi lado cabalgaba el obispo Jerónimo, que había colocado sobre su pecho enlorigado una camisola blanca con una enorme cruz roja, como decía que había visto hacer a los caballeros provenzales que se estaban preparando para partir hacia la reconquista de Tierra Santa en respuesta a la llamada del papa Urbano. A las mismas puertas de Valencia se nos unieron doscientos caballeros aragoneses, que venían exultantes de gozo y alegría por su gran victoria en Alcoraz. Su rey don Pedro, que cabalgaba al frente de los aragoneses, llegó a decir al Cid que juntos conquistarían el mundo, y que antes de que los franceses llegaran siquiera a avistar las murallas doradas de Jerusalén, las banderas de Aragón y los pendones de Rodrigo ondearían sobre la torre de David.

—Despacio, don Pedro, despacio, primero venzamos a los almorávides y después Dios dirá —le dijo Rodrigo.

Nos encontramos con los almorávides en Bairén, cerca de Játiva, a los pies de un pequeño castillo, en enero del año 1097. De nuevo los sorprendimos confiados; ni por un momento imaginaron que iríamos contra ellos como lo hicimos. Eran muchos más que nosotros y estaban pletóricos de moral de victoria. Creyeron que aguardaríamos parapetados detrás de los muros de Valencia esperando su llegada y preparados para resistir un largo asedio.

Pero Rodrigo volvió a dar una nueva muestra de su extraordinaria astucia y de su capacidad para obtener ventaja de una posición comprometida. Los almorávides apenas se dieron cuenta de lo que se les venía encima, y, sin tiempo para desplegar sus tropas, que avanzaban como una banda de amigos borrachos después de una noche en la taberna, caímos sobre ellos con la rapidez y el silencio del relámpago.

El Cid peleó con la energía de siempre, pero tal vez con más furor que nunca. Lo vi tajar con todas sus fuerzas a cuantos almorávides encontró en su camino, con una saña como jamás antes había mostrado. Creo que en aquella batalla, cada vez que derribaba a un enemigo estaba imaginando que mataba al que había cercenado la vida de su hijo en Consuegra.

—¡Somos invencibles! —exclamó don Pedro de Aragón levantando el filo ensangrentado de su espada, a la vista del ejército almorávide que huía en desbandada en busca del refugio de las murallas de Játiva y Gandía.

Rodrigo se volvió hacia el rey aragonés. El Cid tenía sus ropas cubiertas con la sangre de los enemigos muertos en el combate y sus ojos brillaban como suelen hacerlo aquellos que han experimentado un dulce sentimiento: la venganza.

Mientras Aragón ganaba nuevas villas y nuevas tierras y el Campeador demostraba una y otra vez que él sí podía vencer a los almorávides, don Alfonso penaba sus derrotas y sus fracasos. Sólo el reino de Zaragoza pagaba parias al rey de León, que, incapaz de derrotar a los almorávides, se dirigió hacia Zaragoza para amedrentar al rey don Pedro, quien, a su vez, tras haber ganado Huesca y vencido en Bairén, no tenía reparos en asegurar que su próxima conquista sería la ciudad y el reino de Zaragoza, el sueño de todos los reyes del pequeño Estado montañés.

Pero ni siquiera esa añagaza de don Alfonso tuvo éxito; el rey de Aragón no se asustó e incluso hizo mención de acudir a su encuentro, por lo que don Alfonso dio media vuelta y antes de llegar a Zaragoza regresó a Castilla. Ibn Tasufín también volvió a su tierra; tal vez añorara las dunas doradas de su desierto africano, o tal vez creyera que dos derrotas a manos de Rodrigo eran suficientes, o quizá supuso que aquellos taimados musulmanes de al-Andalus no merecían un solo momento más de su atención.

A fines de ese año de 1097, Rodrigo, envidiado y respetado por todos los soberanos cristianos y musulmanes de la Península, casó a su hija doña Cristina con don Ramiro, infante de Navarra y tenente del fortísimo castillo aragonés de Monzón, nieto del rey García de Pamplona e hijo del infante Sancho, que muriera en la emboscada de Rueda; como dote de este matrimonio, el Cid entregó a don Ramiro la Tizona, una de las mejores espadas que jamás se han fabricado. A la otra hija, doña María, la casó un poco más tarde con el infante don Pedro de Aragón, que hubiera podido ser rey si no hubiera muerto tan joven. Ahora, doña María es la esposa del conde Ramón Berenguer de Barcelona: así es como en estos tiempos se sellan las más férreas alianzas.

Sin enemigos a los que batir, fue entonces cuando Rodrigo se sintió como un verdadero rey. No llegó a adoptar nunca ese título, aunque creo que lo podría haber hecho, pero a él le bastaba con ser el príncipe de Valencia. Ya no rendía pleitesía a nadie y nadie estaba por encima de él. Valencia era suya, y lo demás no le importaba nada. Tal vez si hubiera vivido su hijo…, pero Diego estaba muerto, y con él todas sus esperanzas de crear un reino en el que herederos de su sangre y de su linaje gobernaran por los siglos venideros. No obstante, sus hijas estaban casadas con miembros de la realeza y la sangre de sus nietos sería sangre real.

Sin los almorávides a la vista, pusimos sitio al castillo de Murviedro, la única fortaleza que había escapado al dominio de Rodrigo, la más poderosa de todo Levante, y, tras seis meses de rutinario asedio, la conquistamos. Allí fue donde observé el primer síntoma de debilidad en Rodrigo. Muchas veces lo había visto herido, enfermo y en peligro de muerte, aunque en todas esas ocasiones intuí en él la fuerza necesaria para vencer a la enfermedad y a las heridas. Pero bajo los muros de Murviedro, una tarde de lluvia inclemente, lo observé sentado en una silla de las de tijera, con el codo apoyado en el reposabrazos y la cabeza inclinada sobre las rodillas, y me pareció estar viendo a un hombre en el umbral de la muerte.

Tras la conquista de Murviedro discurrieron varios meses en los que Rodrigo se mostraba día a día más taciturno, más reservado; ya no participaba en los ejercicios que los soldados seguían practicando en los campos de entrenamiento, ya no acudía a los campamentos a compartir con sus hombres un asado de cordero al estilo de Castilla, ya no salíamos a cazar con los halcones a las colinas del oeste. Rodrigo se recluía en su fortificada alcazaba, lejos de las miradas de los hombres, sólo acompañado por dos o tres de sus criados y por su esposa Jimena, a quien el tiempo y el dolor habían envejecido tanto como los años de soledad y espera.

Al menos una vez a la semana yo me acercaba hasta la alcazaba y departía con él durante una tarde entera; me daba instrucciones para el gobierno de Valencia, repasaba conmigo los impuestos y los gastos, insistía en que no dejáramos nunca la guardia relajada ni el ánimo decaído. Le gustaba recordar a los compañeros muertos en la batalla, hablar de las victorias en Almenar, en Tevar o en Morella, describir los campos de Vivar en aquellas frescas mañanas soleadas de primavera en las que cantan las abubillas y zurean las palomas, y entonces parecía que estaba viendo los verdes campos de trigo mecidos por la húmeda brisa del oeste, los infinitos páramos teñidos del amarillo de las flores de las aliagas y creía aspirar el aroma de las violetas y los cerezos.

Rodrigo Díaz, el Cid, el Campeador, murió como soberano de Valencia el 10 de julio del año del Señor de 1099. Pocos días después, los caballeros cruzados conquistaron Jerusalén y colocaron sobre la torre de David la bandera blanca con la cruz roja de los caballeros de Cristo.

Desde Aragón vinieron su hija doña María y su esposo el infante don Pedro con los cien mejores caballeros aragoneses, y desde Monzón lo hizo doña Cristina con su esposo don Ramiro. Colocamos su cadáver en un sepulcro en la catedral y el obispo don Jerónimo rezó una oración fúnebre. Doña Jimena, doña Cristina y doña María vestían de estameña y lloraban desconsoladas la muerte del padre y del esposo.

Juramos a doña Jimena como señora de Valencia. La esposa del Campeador delegó en mí la jefatura del ejército y, siguiendo cuanto había aprendido de Rodrigo, pude rechazar un nuevo ataque almorávide a fines de ese mismo año. Los africanos sabían que el Cid había muerto y perdieron el miedo que los atenazaba.

Regresaron año y medio después y nos mantuvieron sitiados durante siete meses. Intenté imaginar qué hubiera hecho Rodrigo en aquellas circunstancias, pero ni yo era Rodrigo ni los almorávides nos temían como antaño. Recabamos ayuda de don Alfonso y el rey de León se presentó en Valencia mediada la primavera del año 1102, cuando los almorávides habían iniciado el tercer asedio desde que muriera el Cid.

Los africanos se retiraron hasta Cullera. Don Alfonso animó a doña Jimena a que mantuviera la defensa de la ciudad, pero la viuda de Rodrigo apenas tenía fuerzas para ello. El rey de León y de Castilla quiso emular a Rodrigo y salió al encuentro de los almorávides. Nos enfrentamos con ellos cerca de Cullera. La batalla duró todo el día y ninguno de los dos ejércitos fue derrotado, pero por eso mismo ninguno de los dos pudo declararse vencedor. Regresamos a Valencia convencidos de que no podríamos resistir a los almorávides porque regresarían una y otra vez hasta que consiguieran vencernos y matarnos a todos.

Así, ante la imposibilidad de defenderla, decidimos abandonar Valencia.

Recogimos cuanto de valor teníamos y empaquetamos muebles, alfombras, baúles llenos de ropa y sedas, armas, joyas, monedas… En uno de los carros colocamos el cadáver de Rodrigo, embalsamado dentro de una caja de madera forrada de seda. Ordenamos a los musulmanes que abandonaran la ciudad y, aunque algunos se negaron a hacerlo, los conminamos diciéndoles que íbamos a quemarla de todas formas y que si no salían de allí arderían dentro.

Un seco escalofrío me recorrió la espalda cuando arrimé una antorcha a los montones de paja seca que habíamos colocado en el centro del alcázar y de la catedral y en algunas de las casas más notables. Esperé para contemplar cómo prendía el fuego y espoleé a mi caballo hacia la puerta de Alcántara. A mi espalda las llamas comenzaban a consumir los edificios y el humo lo envolvía todo como la bruma.

Escribo en el año del Señor de 1110. Hace ya seis años que murió Jimena y once que el cadáver de Rodrigo reposa para siempre en el monasterio de San Pedro de Cardeña, donde yo he regresado para pasar mis últimos días esperando a que la muerte llame a la puerta de mi celda. Juglares, trovadores y cronistas cantan por ciudades, villas, aldeas y castillos las hazañas del Cid y ensalzan su figura; algunos inventan cosas que jamás ocurrieron y otros describen al Campeador de manera muy distinta a como realmente era. Al principio me gustaba corregirlos de sus errores, pero por fin he preferido dejar que las cosas queden como la gente quiere imaginarlas.

Muchas tardes, antes de la oración de vísperas, suelo pasear por los campos cercanos al monasterio y algunas veces me entretengo a la vera del camino rememorando aquellos lejanos tiempos en los que, jóvenes y pletóricos de energía, perseguíamos el honor, la fama y la riqueza. Y todavía hay noches en las que me despierto con la sensación de haber visto a Rodrigo cabalgando sobre su corcel de guerra, las crines al viento, y cierro de nuevo los ojos y entonces creo haber vivido sólo el tiempo de un suspiro.