Estábamos cerrando el sitio a Valencia cuando se presentó un emisario del rey al-Mustain de Zaragoza al que acompañaban sesenta caballeros. Nos dijo que venía en misión caritativa, como corresponde a cualquier buen musulmán, y que sólo pretendía pagar rescate para liberar a los súbditos del rey de Zaragoza que habían sido apresados por nuestras patrullas o que habían quedado retenidos en Valencia.
Creímos en su buena voluntad y le dejamos entrar en la ciudad, pero lo que pretendía el emisario de al-Mustain era lograr que Ibn Yahhaf le entregara Valencia a su rey a cambio de la protección contra el Cid e incluso contra los almorávides. Cuando Rodrigo se enteró del plan maquinado por su antiguo aliado, mostró su disgusto, pero al cabo de un rato me dijo:
—Bien por ese cachorro de al-Mutamin. No tiene fuerzas que oponerme, pero ha intentado ganarme por la mano usando la astucia.
—Algo le queda del valor de su padre.
—Si tuviera el mismo valor que al-Mutamin se hubiera presentado aquí con cuantos soldados hubiera podido reunir y nos hubiera hecho frente.
—Al-Mutamin nunca fue un gran estratega militar.
—Tal vez tengas razón, aunque no tuvo tiempo para demostrarlo; pero fue el hombre más valiente que he conocido. En cualquier caso, ahora es su hijo quien gobierna Zaragoza y no voy a darle la oportunidad de enfrentarse conmigo. Mañana mismo atacaremos los arrabales con todas nuestras fuerzas.
Además de en la medina, los valencianos se habían hecho fuertes en dos arrabales, el de la Alcudia y el de Villanueva, ambos protegidos por murallas de ladrillo y tapial, menos sólidas que las de piedra de la medina.
Recuerdo aquellos dos días como los más cruentos y terribles de cuantos me ha tocado vivir. Al amanecer estábamos preparados más de dos mil hombres, con todo nuestro equipo de combate dispuesto y armados hasta los dientes. A una orden de Rodrigo avanzamos desde nuestro campamento en Mestalla hasta el arrabal de Villanueva, que asaltamos causando una gran mortandad entre sus defensores. Irrumpimos en la calle principal, donde se alineaban la mayoría de los comercios del barrio, arrasando todo cuanto encontramos a nuestro paso. Algunos comerciantes que intentaban defender sus tiendas con espadas y dagas fueron degollados a las puertas de sus comercios, que saqueamos requisando cualquier cosa que tuviera algo de valor. A media mañana la resistencia había acabado y todos sus habitantes o estaban muertos o eran nuestros prisioneros.
Al día siguiente caímos sobre el arrabal de la Alcudia. Mientras acosábamos sus muros, más altos y fuertes que los del de Villanueva, una parte de nuestra mesnada atacó la puerta de Alcántara de la medina, que había quedado un tanto desprotegida pues algunos de sus guardianes habían acudido a la defensa del arrabal de la Alcudia, donde, sin duda, tenían parientes, amigos y propiedades. Nuestros hombres casi habían ganado las almenas, trepando con cuerdas y escalas, cuando desde lo alto de la muralla comenzó a caer sobre ellos una lluvia de piedras que los hizo desistir del ataque. Al levantar la vista contemplaron asombrados que no eran soldados los que con tanta energía se defendían, sino mujeres y jovencitos que se habían encaramado a las almenas para rechazar el asalto de nuestros mejores guerreros.
Repuestos de la sorpresa, ya estaban los nuestros preparando un segundo asalto cuando la puerta de Alcántara se abrió y salió al exterior una turba de jinetes que gritaba «Dios es grande, Dios es grande» en tanto cargaban sobre los nuestros.
En la misma puerta del puente se libró una de las batallas más sangrientas que recuerdo. Los defensores, desesperados porque, si cedían, la ciudad quedaría desprotegida y en nuestras manos, se afanaban por luchar con todas sus fuerzas y nuestros hombres empujaban sabedores de que la toma de aquella puerta significaba la conquista de Valencia con todas sus riquezas. Unos y otros se empleaban con tal contundencia que el suelo estaba lleno de cadáveres por todas partes y la sangre corría por la vereda en tal cantidad que las orillas del río Turia comenzaron a teñirse de rojo. La batalla de la puerta de Alcántara duró hasta mediodía. La mayor parte de los defensores cayeron muertos defendiendo su ciudad y también entre nosotros hubo bastantes bajas, pero con su sacrificio lograron su objetivo de evitar que nuestra vanguardia entrara en Valencia por aquel lugar.
Los musulmanes creyeron que había pasado el peligro: se equivocaban una vez más. Rodrigo volvió a dar buena muestra de su espíritu indómito y, aunque estábamos casi muertos de cansancio tras dos días de lucha, ordenó una nueva carga contra la Alcudia esa misma tarde.
Nos repusimos de la fatiga comiendo un poco de carne asada y tortas de harina y aceite, y volvimos a caer sobre los muros de la Alcudia como un león sobre su presa confiada tras haberse librado del primer ataque.
Pasmados ante nuestro ímpetu, los pobladores del arrabal, que ya sabían lo que les había pasado a sus vecinos de Villanueva, salieron ante nosotros desarmados, reclamando el amán, que es como los musulmanes denominan una petición de paz.
Al oírlos, Rodrigo se alegró mucho (hasta un hombre de su fiereza estaba cansado de tanta sangre) y nos ordenó a gritos que no causáramos más mortandad.
—Cortaré la cabeza de aquel que cause el menor daño a cualquiera de estos hombres —dijo el Cid.
Ocupado el arrabal, el Campeador reunió a todos sus pobladores en la mezquita y les dijo que podían seguir realizando su vida normal, y que si se sometían les garantizaba su vida y sus bienes. Todos los hombres allí reunidos se comprometieron a acatar el dominio de Rodrigo y le juraron fidelidad como señor.
Ahora ya no había nada que se interpusiera entre nosotros y los muros de la medina de Valencia. La conquista de la ciudad parecía sólo cuestión de tiempo.
Dentro de las murallas de Valencia cundió el desánimo y algunos notables valencianos insistieron ante Ibn Yahhaf para que pactara con el Cid.
Una delegación de ellos se presentó en nuestro campamento de Mestalla; la encabezaba un visir de mediana edad, de aspecto circunspecto y ademanes nobles.
—Don Rodrigo, vengo en nombre de los ciudadanos de Valencia a ofreceros la paz.
—No estáis en condiciones de ofrecer nada —respondió el Cid.
—Este asedio está causando demasiados problemas a todos. Si os retiráis, estamos dispuestos a ofreceros una buena compensación.
—Hablad.
—Os pagaríamos el dinero que valía cuanto teníais en vuestros almacenes antes de que fuera…, antes de la muerte de al-Qádir, y os pagaríamos mil dinares mensuales a partir de vuestra retirada.
—Añadid mil dinares mensuales desde que comenzó el asedio, la propiedad del arrabal de la Alcudia y del poyo de Cebolla.
—Es demasiado, no podremos…
—Claro que podréis. ¡Ah!, y además los soldados almorávides que permanecen dentro de la ciudad deberán marcharse inmediatamente. Yo les garantizo que podrán irse en paz.
El visir frunció el ceño y salió de la tienda del Campeador cabizbajo. Al día siguiente regresó para decirnos que se aceptaban todas las condiciones impuestas por el Cid.
Firmamos el acuerdo, dejamos salir a los almorávides, que estaban cansados de permanecer dentro de aquellos muros tanto como los valencianos de soportarlos, y nos retiramos al poyo de Cebolla. Enviamos un correo para decirle a Ibn Yahhaf que si nos entregaba la ciudad lo protegeríamos de los almorávides, pues de ellos sólo podía esperarse rudeza y nepotismo si algún día llegaban a gobernar Valencia.
Aprovechamos aquellos días de tregua para organizar el gobierno del arrabal de la Alcudia. El Cid nombró a un musulmán su administrador y lo dotó de poderes para recaudar los impuestos y las rentas sobre las tierras, las industrias y los comercios. Cuanto habíamos aprendido en Zaragoza sobre la forma de llevar las cuentas nos sirvió de mucho, pues los musulmanes sabían organizar la recogida de impuestos mejor que nosotros.
Entre tanto, algunos de nuestros capitanes recorrieron las tierras de las montañas de Albarracín y de Morella en busca de nuevos guerreros para reemplazar a los que habían muerto durante la larga campaña ante Valencia. Les prometíamos una buena soldada, tierras y casas en Valencia o en sus arrabales y el orgullo de formar parte del mejor ejército del mundo.
Fueron bastantes los jóvenes que bajaron de las sierras para integrarse en nuestra hueste. En aquellas desoladas planicies no tenían más futuro que la miseria y el olvido ni más horizonte que las crestas de sus serranías, sus famélicos ganados y sus chozas de barro y paja. Con nosotros podían alcanzar fama y riqueza, ricas heredades y espléndidas casas y, sobre todo, aventuras y horizontes abiertos. ¿Qué joven que se precie renunciaría a ganar esa gloria a pesar del peligro que conlleva cualquier batalla?
Organizamos el gobierno de la Alcudia, construimos una ciudad en lo que hasta entonces había sido tan solo el castillo de Cebolla, reclutamos tropas de refresco y las entrenamos, pactamos con Ibn Yahhaf para que no entregara Valencia a los almorávides y aún tuvimos tiempo para reforzar nuestro castillo de Peña Cadiella e ir hasta Alcira, unas cuantas millas al sur de Valencia, y saquear sus campos por haber pactado su alcaide con los almorávides.
Todos ambicionaban Valencia: el Cid, el rey de Zaragoza, los almorávides, don Alfonso de León… y el rey de Albarracín. Este curioso personaje, que gobernaba ese pequeño reino desde hacía casi cincuenta años, le ofreció al rey de Aragón un castillo y la promesa de grandes sumas de dinero a cambio de su ayuda militar. Los aragoneses, que se habían establecido en Oropesa y Castellón, en la costa entre Tortosa y Murviedro, ambicionaban también Valencia, y vieron en este ofrecimiento de Abd al-Malik de Albarracín la ocasión para intervenir en los asuntos valencianos. El rey de Albarracín ya poseía Murviedro y había firmado un pacto de amistad con el Cid, quien, ante las noticias de que Ibn Razin anhelaba ganar Valencia, consideró esta iniciativa como un acto de traición.
Nada nos había dicho Rodrigo sobre sus intenciones. Aguardó a que toda la cosecha estuviera recogida y a buen recaudo en los almacenes que habíamos construido al abrigo de las murallas del poyo de Cebolla y me mandó llamar a la estancia que ocupaba en ese castillo.
—Diego, prepara un escuadrón de dos centenares de hombres, los mejores, con todo el equipo militar y con provisiones para siete días. Que estén listos mañana al amanecer.
—¡Doscientos hombres…! Puedo preguntar adónde vamos.
—Mañana, Diego, mañana.
Tal y como había ordenado Rodrigo, los doscientos mejores caballeros de nuestra mesnada formaban con su equipo de combate completo y dos caballos cada uno en la explanada que se extiende a las puertas del recinto murado que habíamos construido alrededor del poyo de Cebolla.
Corrían los primeros días de septiembre y el sol calentaba con fuerza. Pedro Bermúdez quedaba al mando en Cebolla en tanto Martín Antolínez y yo acompañamos al Cid a una misión de la que nada sabíamos.
Nos pusimos en marcha a una orden de Rodrigo y me sorprendí bastante cuando vi que nos dirigíamos hacia el norte.
—Valencia queda al sur —le dije a Rodrigo adelantándome a su altura.
—Sé bien dónde queda Valencia, Diego.
—¿Puedo saber ahora adónde vamos? —le pregunté.
—A Albarracín —me contestó lacónico.
—Pero estamos equipados para librar una batalla.
—Ese reyezuelo engreído se cree que puede tramar una traición a mis espaldas y que voy a quedarme de brazos cruzados. Va a comprobar en sus propias carnes qué significa traicionar a Rodrigo Díaz.
Subimos por el camino de Valencia a Zaragoza hasta las tierras del reino de Albarracín y fortificamos un campamento en un lugar llamado la Fuente Llana, desde donde dominábamos la ruta hacia la capital de ese reino.
—Formaremos cuatro batallones de cincuenta jinetes cada uno. Tú, Diego, y tú, Antolínez, mandaréis dos de ellos, yo lo haré con el tercero y el cuarto se quedará guardando el campamento. Mañana nos desplegaremos uno en cada dirección y asolaremos cuanto encontremos a nuestro paso. Avanzad en la dirección señalada hasta mediodía, predando y capturando cuanto ganado y otros bienes podáis conseguir, y justo a mediodía regresad aquí, donde nos encontraremos a la caída del sol.
Y así lo hicimos. Aquellas gentes estaban desprevenidas, pues nadie les había informado sobre nuestras intenciones, que en realidad ni nosotros mismos conocíamos hasta que la mañana de nuestra partida nos las comunicó Rodrigo.
Yo recorrí varias millas hacia el norte, hasta la villa de Cella, que saqueamos llevándonos con nosotros todo el ganado, mujeres y niños cautivos y todo el cereal que encontramos; aquellas gentes acababan de cosechar y tenían los silos y graneros repletos.
Algunos de los soldados de mi batallón violaron a las mujeres que no pudieron esconderse en los bosques de las montañas y otros lo hicieron con los niños. He visto el dolor y la angustia reflejados en demasiados rostros, y muchos de ellos se han borrado de mi memoria, pero todavía quedan en ella las caras aterrorizadas de unas muchachitas que gemían de pánico mientras contemplaban cómo nuestros soldados cortaban las cabezas de sus padres y las paseaban por la calle de su aldea, todavía chorreando sangre, clavadas en la punta de las picas.
Aquello no fue ninguna hazaña de la que considerarnos orgullosos, aunque nadie se avergüenza en nuestros tiempos de acciones como éstas, que se estiman como normales en tiempos de guerra, pero sin otro esfuerzo que el que supone levantar una espada para rebanar un cuello, conseguimos un enorme botín en ganado, cereales y cautivos que enviamos al poyo de Cebolla custodiado por la mitad de los hombres que habíamos participado en aquella algara.
El rey de Albarracín, aterrorizado por nuestra acción tan cruenta como inesperada, se refugió tras las murallas de su inexpugnable fortaleza, ante la cual nos instalamos los que habíamos quedado junto a Rodrigo.
La ciudad de Albarracín, que los musulmanes llaman Santa María de Oriente, está construida sobre un espolón rocoso que el río Guadalaviar corta a pico entre farallones de piedra gris. En el centro de la ciudad hay una enriscada alcazaba desde la que se domina el curso del río y donde tienen sus casas el rey Abd al-Malik y su familia. La alcazaba está rodeada de una muralla de piedra con torreones circulares y se alza poderosa sobre las casas de la medina, que se amontonan escalonadas a su alrededor como las celdillas de un panal de miel.
El Cid reclamó a gritos la presencia del reyezuelo, pero éste no dio señales de vida. Confiado en que no se atreverían a salir de su refugio enriscado, Rodrigo se acercó hasta el pie de las murallas acompañado por sólo tres caballeros, entre ellos Martín Antolínez. Yo me había quedado con el resto de la hueste en un amplio llano donde el valle del río se ensancha tras abrirse camino entre las paredes de roca.
Desde la distancia pude avistar cómo salían por un portillo de la muralla una docena de caballeros equipados con corazas que atacaron al Campeador. Eran doce contra cuatro, y otro que no hubiera sido Rodrigo habría intentado huir, pero el Cid cargó contra los que le atacaban y derribó a dos de ellos.
Sorprendido por la salida de los de Albarracín y sin tiempo para pensar otra cosa, ordené a todos los hombres que arrearan los caballos para acudir a la defensa del Campeador.
Mientras nos acercábamos a todo galope, vi cómo Rodrigo se enfrentaba a otros tres jinetes, que lo acosaban por ambos flancos sin que ninguno de los que lo acompañaban pudiera ayudarlo. El Cid pudo esquivar con su escudo la lanzada de uno de ellos, pero otro aprovechó la ocasión para clavar su lanza en el cuello de Rodrigo. El Campeador cayó del caballo y cuando el jinete que lo había derribado se aprestaba a rematarlo, apareció Martín Antolínez, que se interpuso y con su escudo desvió el golpe que pretendía ser definitivo. Pero Antolínez nada pudo hacer para evitar que el primero de los jinetes, que había recuperado su posición tras ser rechazado por el Cid, clavara su pica en la espalda del burgalés, que cayó de bruces. La acción de Antolínez nos dio el tiempo suficiente para llegar hasta Rodrigo y evitar que lo remataran. Todos los de Albarracín murieron atravesados por nuestras lanzas; nosotros dejamos tres muertos sobre el campo.
Nos retiramos llevándonos el cuerpo palpitante de Rodrigo con la garganta abierta y los cadáveres de Martín Antolínez, de un burgalés y de un joven riojano que se había unido a nosotros hacía un par de años en Zaragoza. El Cid estaba empapado en sangre y, aunque mantenía los ojos abiertos, creo que no era consciente de lo que le estaba pasando: la vida se le iba a borbotones con la sangre que perdía.
Lo tumbé sobre unas hierbas y le tapé la herida con un pañuelo, intentando detener la hemorragia como tantas veces había visto hacer a algunos médicos tras las batallas. Le quité la loriga de cuero y la cota de malla, y le lavé el cuello y el rostro con agua de una fuente cercana; después le cubrí la herida de nuevo con paños de lino y le hice un vendaje lo mejor que supe.
Salimos de allí a toda prisa y nos dirigimos hacia el campamento de la Fuente Llana, donde nos refugiamos. Creí que Rodrigo moriría, pues durante varias horas deliró y sufrió un acceso de fiebre muy alta. Le apliqué paños fríos en la frente y le lavé varias veces la herida, que no cesaba de sangrar.
«No hay más remedio que cauterizarla, o perderá toda la sangre», pensé. Y eso hice. Ordené a uno de mis hombres que pusiera al fuego un cuchillo de hoja ancha hasta que estuviera rusiente y se la apliqué a Rodrigo sobre la herida. Su cuerpo dio entonces un tremendo espasmo y pareció sumirse en un profundo sueño. La cauterización de la herida había conseguido que dejara de sangrar, pero había perdido tanta sangre que temíamos que no pudiera recuperarse.
Envié a dos mensajeros al castillo de Cebolla para que informaran a Pedro Bermúdez sobre cuál era nuestra situación, y enseguida vinieron a nuestro encuentro dos centenares de hombres con una enorme carreta llena de almohadones de seda. Colocamos a Rodrigo sobre los almohadones y lo llevamos de vuelta a Cebolla. Allí estaba Jimena, que lloró desconsolada ante el cuerpo inane de su esposo, al que todos creíamos a punto de morir.
—¿Qué haremos si muere, Diego, qué haremos? —me preguntó desesperado Pedro Bermúdez.
—No morirá, no antes de que Valencia sea nuestra —le aseguré.
Pero la muerte rondaba nuestras cabezas. En la iglesia del poyo enterramos a Martín Antolínez, a su escudero burgalés y al joven caballero riojano, cuyos cadáveres habíamos traído desde las tierras de Albarracín sobre unas parihuelas. Cuando las últimas paladas de tierra cubrieron la caja de madera que contenía el cuerpo de Antolínez, recordé su rostro siempre alegre y burlón, su descaro ante la vida y su vitalidad, y me pareció como si todos aquellos años no hubieran sido sino un sueño y que no tardaría en despertarme en mi catre de la celda del monasterio de Cardeña, con la campana de la iglesia tocando a maitines.
Rodrigo tardó cinco días en abrir los ojos. Estaba tan débil que apenas podía sostener los párpados, pero sus pupilas parecieron alegrarse cuando vio a su esposa a su lado. Habíamos hecho venir desde Valencia al que decían que era el mejor médico de la ciudad, el cual limpió la cicatriz cauterizada del cuello de Rodrigo con bálsamos y aceites y me felicitó por haber actuado de esa forma. Me dijo que al cortar la hemorragia le había salvado la vida, pues si hubiera seguido sangrando le habría sobrevenido una muerte segura.
—No hables, esposo, no hables —le dijo Jimena.
—Tiene que alimentarse, o lo que no ha podido lograr esa lanzada lo hará la falta de alimento.
—¿Qué le podemos dar? —me preguntó Jimena.
—El médico ha dicho que debe ingerir mucho líquido; sobre todo caldo de carne y vino con miel. Tiene que hacer sangre y por lo visto ese remedio es el mejor.
Durante toda una semana Rodrigo no ingirió otra cosa que esos nutritivos líquidos; claro que, con la garganta tan dolorida como la tenía, no hubiera podido comer nada sólido, pues aun tragar líquidos le provocaba unos terribles dolores.
A las tres semanas ya podía comer alguna papilla de cereales y algunas verduras bien cocidas y, aunque con dificultades, pronunció las primeras palabras más o menos inteligibles.
—¿Qué… ha… sido… de… Antolínez? —fue lo primero que me preguntó todavía balbuceante.
—Murió a las puertas de Albarracín —le confesé.
—¿Cuántos… más?
—Sólo su escudero burgalés y el muchacho riojano. Aquellos jinetes de Albarracín iban a por vos.
Dos meses fue el tiempo que tardó Rodrigo en recuperarse por completo. Se acercaba a cumplir los cincuenta años y no había perdido el espíritu con el que salió de Vivar aquella lejana mañana en la que el rey Alfonso lo condenó al exilio.
—Tantos años de batallas, de caminos polvorientos, de sangre derramada, de amigos muertos… y al final, la recompensa por tanto sufrimiento está al alcance de mi mano. No quiero morir sin poseer Valencia —me dijo desde lo alto del torreón del castillo de Cebolla, intuyéndose ya en la lejanía las torres de la ciudad soñada, cerca del mar, unas cuantas millas hacia el sur.
Sabíamos que algún día llegaría y nuestros oteadores destacados en Peña Cadiella lo confirmaron. Un gran ejército almorávide que mandaba Abú Bakr al-Lamtuni, un yerno del emir Ibn Tasufín, se acercaba hacia Valencia desde el sur. El ejército había sido convocado por el emir en persona, pero éste no había podido venir encabezándolo porque se encontraba enfermo.
Las intenciones de los almorávides no eran precisamente las de liberar Valencia del acoso del Cid, sino ganar la ciudad para su Imperio. Fue por ello que Ibn Yahhaf se mostró muy inquieto y demandó la ayuda de Rodrigo.
—Pero qué pretende este individuo —dijo Rodrigo un tanto malhumorado y ya repuesto de su herida en el cuello.
—Desea mantener su dominio sobre Valencia, o sobre lo que le queda de ella, a toda costa. Y sabe que para hacerlo necesita ahora de nuestra ayuda. Los andalusíes creyeron que los almorávides les ayudarían a liberarse de las parias a que los tenía sometidos don Alfonso y que después de eso se marcharían, pero ahora saben que han llegado como conquistadores. Han cambiado sus miserables jaimas de piel de camello y su arenoso desierto por los palacios y los jardines de al-Andalus, y han decidido quedarse para siempre. Ibn Yahhaf lo sabe, y sabe que si los almorávides entran en Valencia, sus días al frente de esta ciudad habrán terminado —le dije.
—Valencia ha de ser mía. No renunciaré a esta ciudad jamás.
—El ejército almorávide está compuesto por diez mil hombres, y tal vez venga otro de otros diez mil.
—Qué importa. Ya hemos batallado en más de una ocasión con enemigos que casi nos doblaban en número. Volveremos a hacerlo y volveremos a vencer.
—Nunca nos hemos enfrentado con los almorávides; son mucho más poderosos que los andalusíes y su espíritu todavía no está corrompido por los placeres de al-Andalus. Ellos vencieron a don Alfonso en Sagrajas.
—Don Alfonso planteó esa batalla sin inteligencia. Nunca ha sido un buen estratega y jamás ha tenido a su lado generales capacitados para dirigir el ejército con éxito. En Sagrajas se lanzó a una alocada e insensata carga sin tener en cuenta las consecuencias de su precipitación. Nosotros no cometeremos ese error. Los almorávides no son invencibles, encontraremos la manera de derrotarlos.
Como siempre, el Campeador estaba muy seguro de lo que hacía. Consideraba a los musulmanes unos buenos soldados, pero decía que su afán por morir en el combate para ganar el paraíso los hacía muy vulnerables.
«Un hombre que cree en viajar inmediatamente al paraíso si le sobreviene la muerte en la batalla suele luchar descuidado. Prefiero a aquellos que aman tanto su vida que hacen todo lo posible por no perderla. Esos son los mejores soldados, los que yo quiero en mi mesnada», me dijo en más de una ocasión.
Ibn Yahhaf nos envió un mensajero solicitando una entrevista para tratar el asunto de nuestro apoyo frente a los almorávides. El usurpador del trono de Valencia estaba aterrorizado ante lo que le podían hacer los africanos si ocupaban la ciudad y proponía al Cid aunar las fuerzas de ambos para derrotarlos.
Rodrigo aprovechó aquella circunstancia para reclamar de Ibn Yahhaf la entrega de una lujosa almunia que había pertenecido a los reyes de Valencia y que se extendía junto al arrabal de Villanueva. El cadí accedió y se la entregó a Rodrigo equipada con los más lujosos muebles que pudo encontrar y decorada con los más finos tapices y las más mullidas alfombras.
El Cid no quería ningún acuerdo con Ibn Yahhaf, pero le interesaba ganar todo el tiempo posible y dejar que Valencia siguiera debilitándose a la espera de encontrar la manera de rendirla. Por eso le fue dando largas sobre el asunto del tratado y, a través de algunos de nuestros agentes que se movían con libertad en el interior de la medina, trató de soliviantar a los valencianos en contra de su gobernador.
Además, por razones que desconocíamos, el ejército almorávide se había detenido en Lorca y no parecía que los africanos estuvieran dispuestos a llegar a Valencia de inmediato. Daba la impresión de que también ellos querían ganar tiempo. Probablemente estaban esperando a que nuestro asedio sobre Valencia debilitara tanto a sus defensores, y por ende a nosotros mismos, que ninguno de los dos bandos estuviéramos en condiciones de oponerles resistencia en cuanto se presentaran ante sus murallas.
Pronto supimos que los almorávides habían llegado a Murcia. La causa de su parada en Lorca era que su general había estado enfermo, pero una vez recuperado habían proseguido el avance. Dos días después, nuestros hombres en Peña Cadiella nos informaron que los almorávides habían rebasado este castillo, donde manteníamos una importante guarnición, sin siquiera molestarse en tomarlo, y que seguían avanzando hacia Valencia.
El Cid, que había logrado sembrar alguna discordia entre los valencianos, nos convocó a una reunión urgente a sus capitanes.
—Los almorávides se encuentran a una jornada de camino de Valencia, en Alcira. He estado pensando durante toda la tarde qué hacer. Tenemos dos opciones: o retirarnos hacia el norte y al oeste y reforzarnos en posiciones seguras en el poyo de Cebolla y en Requena, o mantenernos junto a Valencia. ¿Qué opináis? —nos preguntó.
—Si ese ejército es tan numeroso como dicen los informes de nuestros exploradores, lo más prudente sería asentarnos firmemente en Cebolla —intervine en primer lugar.
—Si así lo hiciéramos, demostraríamos que los tememos. Yo soy partidario de aguantar donde estamos. Si nos retiramos, entre los almorávides y Valencia no quedará nada y la ciudad se les entregará sin resistencia. Además, siempre estaremos a tiempo de replegarnos si comprobamos que no podemos contenerlos —dijo Pedro Bermúdez.
Rodrigo se atusó la barba y se tocó la cicatriz del cuello, ya bien cerrada pero todavía enrojecida.
—Mantendremos nuestras posiciones, pero ampliaremos nuestras defensas. Hay que evitar que puedan desplegar su caballería en la huerta, para ello la inundaremos desviando el curso del río Turia y sólo dejaremos un paso estrecho desde el sur. Si se deciden a atravesarlo, lo deberán hacer en pequeños grupos, y así podremos hacerles frente, pese a su número. No obstante, reforzaremos nuestras posiciones en la retaguardia, y si nos vemos superados nos haremos fuertes allí.
Al día siguiente los almorávides se hallaban a media jornada de distancia. Sus avanzadillas ya habían sido avistadas por algunos de los exploradores que habíamos enviado para localizar sus posiciones. Rodrigo ordenó a media tarde disponer el ejército en dos cuerpos bien compactos, uno a cada lado del paso que habíamos dejado entre las tierras inundadas por el Turia. Finalizado nuestro despliegue, comenzó a llover de tal modo que la superficie anegada creció de manera considerable, favoreciendo nuestro sistema de defensa.
Entre tanto, nuestros agentes en Valencia nos informaron de que los ciudadanos proclives a los almorávides, cuyo número había ido creciendo conforme éstos se acercaban, estaban eufóricos y que festejaban con grandes gritos y cánticos la pronta liberación de su ciudad, que creían inminente. Algunos de los más exaltados ya habían organizado patrullas de jinetes para atacarnos por la espalda en cuanto nos viéramos obligados a enfrentarnos con los almorávides.
Aquel amanecer de mediados de enero el cielo estaba despejado y el viento en calma, y en el aire se respiraba un aroma a limón, a azahar y a tierra mojada. Los valencianos se habían lanzado a las almenas de sus murallas en cuanto despuntó el alba. Enarbolaban sus banderas y sus estandartes esperando ver los pendones negros de los almorávides desplegados por la llanura, avanzando triunfantes hacia Valencia. Durante un buen rato permanecieron en lo alto, agitándose, intentando atisbar en el horizonte algún movimiento que indicara la presencia de los africanos. Pero el ejército del emir Ibn Tasufín no aparecía por ningún lado.
A mediodía un jinete se acercó cabalgando hasta la puerta de la Culebra. Poco antes había atravesado nuestras líneas sin que nadie de los nuestros le impidiera el paso, pues sabíamos bien que las noticias que llevaba a los valencianos eran muy favorables para nosotros.
Los almorávides, uno de cuyos ejércitos acababa de conquistar Badajoz tras asesinar a su rey al-Mutawákkil, habían decidido no seguir adelante, y la noche anterior se habían retirado hacia el sur. Cuando los sitiados supieron esto por boca de aquel jinete, su alegría mudó en desesperanza. Sus rostros, pocas horas antes alegres y ufanos, parecían ahora desvaídos y ennegrecidos de tan tristes. Los gallardetes y pendones que se agitaban como ramas de olivos en lo alto de las murallas fueron desarbolados y un silencio como de muerte se extendió por toda la ciudad.
Por el contrario, en nuestros campamentos estalló la dicha. Nuestros soldados, tras una noche de tensa espera bajo una lluvia torrencial que parecía anunciar un nuevo diluvio, creyendo que al alba tendrían que luchar contra los fieros y temibles guerreros del desierto, estallaron en gritos de júbilo. Fueron muchos los que cabalgaron, lanza en ristre, hasta las murallas de Valencia, sobre cuyas almenas se lamentaban entre sollozos sus ciudadanos. Los más intrépidos hacían piafar a sus caballos al pie mismo de los muros y gritaban a los abatidos valencianos llamándolos «falsos traidores renegados» y anunciándoles que esa ciudad pronto sería del Campeador.
Nunca supimos por qué se retiraron los almorávides cuando tenían las torres de Valencia a la vista de sus ojos y su ejército era más numeroso que el nuestro. Ellos se justificaron ante los defraudados valencianos diciendo que el aguacero caído durante la noche y la falta de víveres les había obligado a replegarse a posiciones más seguras, y nosotros nos jactamos de que al verse frente a nuestra mesnada tuvieron miedo y les faltó tiempo para huir con el rabo —¿no eran acaso demonios?— entre las piernas.
Los valencianos perdieron toda esperanza cuando vieron que los almorávides se retiraban sin ayudarles a librarse de nuestro cerco, y nuestro ímpetu en el asedio aumentó mucho. Rodrigo nos ordenó entonces arrasar aquellos arrabales que todavía no habíamos dominado y en los que aún quedaban algunos musulmanes afectos a la causa de Ibn Yahhaf, que buscaron rápido refugio en el interior de las murallas de la medina. Durante la noche quemamos las casas de los arrabales, y sólo quedó en pie la medina, desnuda en medio de la llanura de la huerta, sola y uncida a sus murallas como la piel a los huesos.
Arreciamos nuestro ataque a las murallas con almajaneques y catapultas y no había día en el que no intentáramos el asalto a los muros, sobre los que los valencianos se defendían como fieras acosadas. A veces, aprovechando alguna debilidad por nuestra parte, salían varios jinetes desde alguna de las puertas y cargaban contra nuestros zapadores, causándonos algunos daños. Para atemorizar a nuestros enemigos, Rodrigo ordenó que a todos aquellos musulmanes que fueran capturados vivos en combate les fueran sacados los ojos, amputadas las manos y rotas las piernas y que sus cadáveres fueran colgados de los alminares de las mezquitas y de las palmeras del arrabal de la Alcudia, para que se pudrieran a la vista de los aterrados valencianos.
En el interior de la ciudad la vida era cada día más difícil. Los alimentos escaseaban y cuando podía encontrarse alguno, los precios eran tan altos que algunos cambiaban al peso harina y aceite por plata.
En éstas estábamos cuando los valencianos recibieron una carta del gobernador almorávide en la que les invitaba a resistir hasta que pudiera acudir en su ayuda. Les reiteraba que su retirada había sido causada por la falta de alimentos y por el aguacero que tuvieron que soportar, que había destruido sus menguadas reservas de víveres. Les animaba a mantener Valencia como ciudad del islam y les prometía que en cuanto pudiera enviaría un ejército para liberarlos del yugo cristiano.
Pero los almorávides incumplieron sus promesas y se retiraron incluso de Denia, donde habían permanecido durante mucho tiempo. Ahora sí, los valencianos comenzaron a debatir si no sería mejor entregar su ciudad al Cid, pues el Campeador había dado muestras de su magnanimidad al gobernar el arrabal de la Alcudia según las leyes islámicas y ningún musulmán sometido voluntariamente a su gobierno había sido objeto de la menor injusticia.
Ibn Yahhaf, que había sido relegado momentáneamente del poder por algunos aristócratas descontentos con su actuación, fue repuesto en el gobierno de Valencia. El cadí volvía a gobernar sobre una ciudad sitiada y con sus ciudadanos al borde de la desesperación. Nos escribió una carta muy amable en la que nos prometía el pago de parias si levantábamos el asedio. Ibn Yahhaf se entrevistó con el Cid en el arrabal de Villanueva. Rodrigo nos ordenó que lo recibiéramos como a un verdadero rey, y así lo hicimos. Después, los dos solos mantuvieron una entrevista en la que, según me contó más tarde, el Campeador le impuso una serie de condiciones durísimas que Ibn Yahhaf aceptó sin rechistar, entre ellas la pérdida del control sobre la recaudación de tributos en Valencia y la entrega de su hijo como rehén.
Entre tanto, el hambre y la muerte asolaban a los valencianos. Casi todos los días escapaba de la ciudad algún musulmán que corría hasta nuestras posiciones para entregarse; eran muchos los que nos decían que preferían vivir como esclavos de los señores cristianos que morir de hambre dentro de los muros de Valencia. Para amedrentar todavía más a los sitiados, Rodrigo dispuso una jauría de perros que descuartizaban a todos aquellos que intentaban huir hacia territorio musulmán.
Angustiado, Ibn Yahhaf envió a un mensajero hasta Zaragoza, solicitando la ayuda de su rey al-Mustain, pero éste contestó con evasivas. El cadí valenciano impuso nuevas limitaciones y requisó cuantos alimentos había en la ciudad, decretando un estricto racionamiento que causó un hondo malestar entre aquellas ya desesperadas gentes.
Rodrigo me encargó que tratara con los enemigos de Ibn Yahhaf a fin de que provocaran y alentaran una revuelta contra éste dentro de los muros de la medina, pero el cadí logró atajar la conjuración antes de que se extendiese y acabó con los intrigantes, que no supieron ganarse el favor de la población.
Pero los valencianos seguían muriendo de hambre y los que escapaban nos contaban que algunos desesperados llegaron a consumir carne de rata, de perro, de gato e incluso de los cadáveres que se amontonaban en las calles sin que los enterradores dieran abasto para proceder a su sepultura. Yo mismo fui testigo de cómo varios valencianos se abalanzaron sobre el cuerpo de un soldado cristiano que cayó al foso durante una de nuestras escaramuzas ante las murallas y lo descuartizaron para repartirse su carne. Fueron tantos los muertos, que en las plazas e incluso en las calles se cavaron fosas para enterrarlos.
Ibn Yahhaf, desbordado por los acontecimientos, se vio obligado a delegar el poder en manos de un afamado y respetado alfaquí llamado al-Waqasi, hombre religioso de gran prestigio al que los valencianos le encargaron la engorrosa tarea de acordar la rendición a las tropas del Cid.
A través de un intermediario, al-Waqasi nos hizo llegar sus intenciones, y el Cid aceptó proseguir con las conversaciones para la capitulación de Valencia. Como es habitual en estos tiempos, los valencianos solicitaron un plazo para recibir auxilio del exterior antes de rendirse; el Cid les concedió quince días, pero les obligó a prometer que si pasado ese tiempo no acudía ningún ejército en su socorro, Valencia se rendiría al Campeador.
Los valencianos enviaron unos emisarios en busca de esa ayuda, pero Rodrigo sospechó de ellos y les impuso la condición de que no pudieran llevar consigo sino cincuenta maravedíes para los gastos del viaje. Los emisarios salieron de Valencia y se dirigieron a la playa para embarcar en una nave hacia Murcia, donde esperaban recibir el auxilio solicitado. El Campeador receló de aquellas gentes y me ordenó que revisara lo que portaban, y en efecto, sus sospechas estaban bien fundadas, pues oculta entre sus objetos de viaje llevaban una gran cantidad de oro y plata que algunos comerciantes, ante la caída inminente de Valencia, habían intentado evadir.
Yo creí que el Cid me ordenaría matarlos allí mismo, pero se limitó a requisar todo lo que portaban, salvo los cincuenta maravedíes prometidos, y los dejó marchar.
Aguardamos expectantes los quince días pactados de tregua. Un mercader recién llegado de Zaragoza nos informó de que el rey Sancho Ramírez acababa de morir en el asedio de Huesca y que su hijo don Pedro era el nuevo monarca aragonés. Al término de las dos semanas de tregua no tuvimos ninguna noticia de los emisarios enviados por los valencianos y nuestras patrullas, que recorrían diariamente toda la zona, nos informaron que no se apreciaba ningún movimiento de tropas en dirección a Valencia por ninguna parte.
Rodrigo requirió de al-Waqasi la entrega de la ciudad, una vez finalizados los quince días de tregua, pero Ibn Yahhaf pidió una ampliación a tres días más, que Rodrigo no aceptó.
Recuerdo aquel día con cierta emoción, pero no sin un amargo sabor. Era mediodía del jueves 15 de junio del año del Señor de 1094 cuando vimos que las puertas de Valencia se abrían de par en par.
Rodrigo se había quedado en su almunia del arrabal de Villanueva y había dispuesto que fuera yo quien recibiera la rendición de los valencianos. Al abrirse las puertas, arreé a mi caballo y seguido por varios de mis hombres avancé hacia la entrada. Lo que vi me conmovió profundamente: a ambos lados de la puerta se alineaban hileras de cuerpos famélicos, verdaderos cadáveres andantes que nos miraban con ojos perdidos, vidriosos de hambre, privaciones, enfermedades y muerte; algunos nos pedían pan, otros ni siquiera tenían fuerzas para demandar alimento, los más se arrastraban como espectros surgidos de la oscuridad.
Ordené a los hombres de mi batallón que subieran de inmediato a las torres de la muralla y que requisaran todas las armas que encontraran, y dispuse una guardia armada en cada una de las puertas para impedir que nadie pudiera sacar de la ciudad oro, plata o cualquier objeto valioso.
Tras nuestros soldados, entraron los mercaderes, la mayoría musulmanes y judíos, que enseguida desplegaron sus tenderetes en los que vendían a precios muy elevados todo tipo de alimentos. Aquel día algunos hicieron verdaderas fortunas. Los que tenían algo de dinero pudieron comprar comida, pero los pobres o los que habían gastado todas sus reservas durante el asedio y que nada poseían salieron de la ciudad y corrieron hacia los campos cercanos en busca de raíces y hortalizas que llevarse a la boca. Aquellos hombres llenos de mugre y de miseria se abalanzaban sobre cualquier cosa que pudiera masticarse y se disputaban como fieras un pedazo de pan seco, las entrañas podridas de un cordero, los despojos arrojados a los estercoleros o las hortalizas olvidadas en los huertos tras la recolección.
Al día siguiente a la rendición, el Cid entró en Valencia. Su hijo Diego, que cumplía los diecinueve años, cabalgaba a su izquierda, yo lo hacía a su derecha y pude ver sus ojos, más tranquilos y serenos que nunca. Me dijo que lo acompañara y nos dirigimos hacia la torre más alta del recinto murado. Descendimos de los caballos y subimos a la terraza de la torre por unas escalas de madera. Desde arriba, Rodrigo puso sus manos en jarras y oteó el horizonte. Ante nosotros se extendía la huerta más feraz del mundo, verde y exuberante en aquellos días de fines de primavera en los que el calor apretaba ya de firme. Rodrigo se acercó hasta una de las almenas, apoyó sus dos manos sobre el pretil y me dijo:
—Al fin, Diego, al fin soy el señor de Valencia. Ningún conde castellano ha tenido jamás semejante señorío.
—Habéis conquistado un gran reino. Os lo pregunté una vez, permitidme que vuelva a hacerlo: ¿os coronaréis como rey de Valencia?
El Campeador me miró inexpresivo. Estaba cerca de cumplir los cincuenta años, tenía su cuerpo cosido a cicatrices y había superado enfermedades y heridas que hubieran bastado para matar a un buey, pero sus miembros conservaban la firmeza de un joven de veinte años. Su vitalidad seguía siendo proverbial; tanto, que algunos de los soldados de nuestra mesnada sostenían que era inmortal.
—No, Diego, no he nacido para ser rey. Cada uno de nosotros debe saber cuál es su sitio. Dios ha dispuesto que el mío sea éste, pero no ha dispuesto que fuera rey. Y no seré yo quien altere el plan divino de las cosas.
—Si lo intentarais, el papa tal vez os otorgara la corona real, él puede hacerlo —aduje.
—La realeza está en la sangre; sé que me vas a decir que muchos reyes no merecen serlo, pero eso no importa nada. Se es rey porque se lleva sangre real, y por mis venas no corre ninguna gota.
—Jimena es biznieta de un rey; ella sí tiene la sangre de los monarcas de León. Vuestro hijo Diego es portador de la realeza. Tal vez él…
—Diego es un muchacho todavía…, falta tiempo para que…
—Pensadlo —lo interrumpí—; vos no queréis coronaros, pero si vuestro hijo lo hiciera, sería vuestro linaje el que encarnara la nueva realeza cristiana de Valencia. Pensadlo, Rodrigo, seríais el fundador de una nueva casa real en esta maltratada Península; y quién sabe, tal vez algún día este linaje esté a la cabeza de toda ella y acabe al fin con tantos siglos de guerras, muertes y miserias.
—Diego es mi esperanza y él heredará estas tierras, pero hasta entonces nuestra obligación es defenderlas y consolidar en ellas nuestro dominio, o todo nuestro esfuerzo habrá sido en vano.
»Ahora vayamos al alcázar, hay mucho que hacer.
Antes de descender de la torre miré al este; el mar se extendía turquesa e infinito más allá de las arenas de la playa y una suave brisa del norte dulcificaba los ardientes rayos del sol.