Tras firmar la paz con los aragoneses sólo nos preocupaban los almorávides, o al menos eso creíamos hasta que un mensajero llegó desde Valencia, reventando caballos y con una expresión en el rostro como si hubiera visto al mismísimo demonio.
—Señor, don Alfonso está ante Valencia —dijo el correo apenas se presentó ante el Cid, a quien acompañábamos sus principales capitanes.
—¡Qué estás diciendo! —se sorprendió Rodrigo.
—Llegó hace cuatro días. El rey Alfonso se ha instalado en el poyo de Cebolla, nuestra guarnición allí nada ha hecho para impedirlo, y aguarda a que las flotas de Pisa y de Génova corten cualquier posibilidad de suministros por mar. Ha firmado sendos acuerdos con el rey de Aragón y con el conde de Barcelona para que le ayuden a someter Tortosa y Murviedro.
Jamás había visto a Rodrigo tan contrariado. Si el rey de León conquistaba Valencia, su sueño de convertirse en el señor de todo Levante habría acabado. Rodrigo nos pidió que lo dejáramos solo y se quedó un buen rato meditando en una de las habitaciones de su finca en la huerta de Santa Engracia. El día era caluroso y seco, una de esas jornadas zaragozanas en las que el sol calienta tan fuerte que ni las serpientes se atreven a salir de sus covachuelas.
Mientras Rodrigo decidía qué hacer, yo acompañé al mensajero a que tomara una jarra de vino rebajado con agua y algo de comida. Me confesó que la situación en Valencia era desesperada y que el rey Alfonso había reclamado el pago de cinco años de parias. Al-Qádir dudaba entre hacer efectiva esa cantidad o resistir el asedio en espera de que Rodrigo acudiera en su ayuda y en contra del rey leonés.
Según el derecho castellano, el rey Alfonso había incumplido el acuerdo al que había llegado con el Campeador. La presencia de Alfonso ante las murallas de Valencia y la gran coalición con Barcelona, Aragón, Génova y Pisa era un golpe en pleno rostro de Rodrigo. Mientras esperábamos a que el Cid decidiera qué postura adoptar, especulábamos sobre cuál sería su decisión: unos decían que ya era hora de darle su merecido a don Alfonso, pero la mayoría se inclinaba por resistir de manera pasiva y aguantar hasta que llegara el invierno y don Alfonso no tuviera más remedio que retirarse de Valencia.
Cuando salió Rodrigo y se presentó de nuevo ante nosotros, su semblante era serio, pero sereno. Nos miró uno a uno y dijo:
—No iremos contra don Alfonso, pero haremos cuanto podamos para que Valencia no caiga en sus manos.
—Eso va a ser difícil sin una intervención directa de nuestra parte —le advertí.
—Tenemos suficientes hombres en esa ciudad como para soportar el asedio durante bastante tiempo, y nuestros almacenes allí están repletos de grano y de aceite. Es preciso resistir hasta la llegada del invierno. Organizaremos algunas partidas que impidan a los sitiadores recibir alimentos; sin suministros, no tendrán otra opción que retirarse.
Y así lo hicimos. El rey Alfonso, desde su campamento del poyo de Cebolla, contemplaba impotente cómo una y otra vez sus convoyes con víveres eran interceptados por nuestros destacamentos y día a día escaseaban sus provisiones.
Además, las flotas pisana y genovesa, que deberían haber acudido ante Valencia hacia finales de julio, no aparecían, como si el mar las hubiera engullido, y los valencianos recibían cuanto necesitaban desde la playa.
Rodrigo había decidido no intervenir frontalmente, al menos por el momento, pero de alguna forma tenía que hacer saber al rey Alfonso que disentía gravemente de su forma de actuar. Así, escribió una carta al rey de León en la que le manifestaba su dolor por el acto del asedio de Valencia y le recordaba que ambos habían firmado un acuerdo por el cual el rey le había otorgado el privilegio de poseer cuantas tierras conquistase a los musulmanes. Le recomendaba que no se dejara aconsejar por ciertas personas que sólo pretendían su beneficio aun a costa de los intereses de Castilla, y se reservaba el derecho a defenderse de sus enemigos si fuera necesario y cuando lo estimara conveniente.
La carta de Rodrigo era a la vez elegante y dura, y no dejaba ninguna duda de que estaba decidido a mantener sus derechos sobre Valencia por encima del mismo rey.
A fines de agosto los sitiadores de Valencia habían agotado sus provisiones, los aragoneses y catalanes no habían podido ocupar Tortosa y los genoveses y pisanos seguían sin dar señales de vida. La situación del rey de León era tan desesperada que, ante el peligro de verse él mismo encerrado en su campamento del poyo de Cebolla, optó por levantar el asedio y regresar fracasado a Castilla.
Cuando lo supimos en Zaragoza, apenas un día después gracias al sistema de comunicaciones por señales visuales a través de las atalayas, Rodrigo pareció reconfortado y más todavía cuando nos comunicaron que aragoneses y catalanes también se habían retirado de Tortosa, pues, aunque las naves genovesas y pisanas habían aparecido al fin, ya era demasiado tarde.
Durante aquel verano, nosotros no habíamos permanecido quietos. Además de interceptar los convoyes del rey Alfonso, habíamos estado reclutando nuevos caballeros y peones para nuestra mesnada. Disponíamos de abundante dinero y en aquellos días nadie hacía ascos a un buen puñado de monedas, aun a costa de tener que poner la vida en peligro para obtenerlas. La hueste del Campeador se amplió con contingentes francos, pero también con muchos guerreros musulmanes que deseaban servir a las órdenes del caudillo a quien admiraban.
Durante la leva de tropas, en la mente de Rodrigo no bullía otra cosa que la venganza. En todos los años que hasta entonces yo había estado a su servicio jamás lo había visto manifestar ese deseo, tan común por otra parte a la mayoría de los hombres. Rodrigo había podido vengarse de algunos de sus enemigos en muchas ocasiones y por diferentes motivos, pero jamás hasta entonces lo había hecho; siempre había mantenido una actitud indiferente, confiado en que para alcanzar sus objetivos debía conservar el espíritu firme, el ánimo frío y el corazón sereno. La venganza parecía un sentimiento ajeno a su conciencia.
Por eso me sorprendió el día en que me confesó sus planes.
—Vamos a asolar las tierras de García Ordóñez. Caeremos sobre él con tanta fuerza que creerá que el cielo se está derrumbando sobre su cabeza.
—¡Santo Dios, son castellanos! ¿Pensáis atacar la Rioja? —le pregunté.
—Hace más de quince años que García Ordóñez es señor de esas tierras, que yo mismo, y antes mi padre, contribuimos a ganar con la espada. Si no hubiera sido por ese entrometido, tal vez yo sería ahora el señor de la Rioja y el título condal adornaría mi blasón familiar. Ese maldiciente conde es el culpable de nuestra situación y de que hayamos andado errantes en busca de fortuna durante tantos años. Es hora de que pague su deuda.
Rodrigo convocó a toda su hueste para una cabalgada; más de tres mil hombres formaron en el llano de la Almozara, de ellos casi la mitad eran caballeros musulmanes.
Partimos hacia el noroeste siguiendo el curso del Ebro, que discurría muy menguado en aquellos últimos días de septiembre. Parecíamos el ejército de la muerte, pertrechados con túnicas negras y pardas, con los grandes espadones curvos, las hachas de combate de doble filo y las mazas de cabezas de púas de acero colgando de las sillas de nuestras monturas como badajos que anunciaban la tragedia. El Cid nos había arengado de manera muy eficaz, y nos había convencido de que el culpable de la mayoría de nuestros males era el conde García Ordóñez, al que acusó de engañar al rey Alfonso con la sola intención de ponerlo en su contra.
Avanzábamos por caminos polvorientos en silencio, mascullando cada uno de nosotros nuestros propios temores, callados y casi inmóviles, como estatuas de piedra dispuestas a cobrar vida tan sólo para matar, destruir e incendiar.
La primera localidad que encontramos habitada en tierras de Castilla fue Alfaro, que conquistamos sin esfuerzo. Y allí nos visitó un emisario del conde García Ordóñez con una carta en la que nos pedía que aguardáramos siete días y aseguraba que él se presentaría con su ejército para librar batalla y expulsarnos de sus tierras.
Cuando Rodrigo leyó la misiva que contenía el reto de García Ordóñez, rió a carcajadas ante los ojos aterrados del emisario del conde, quien temblaba como un arbusto zarandeado por un vendaval.
—Decidle a vuestro conde que aquí lo espero —afirmó Rodrigo.
García Ordóñez buscó apoyos por toda Castilla y aun por León y consiguió reunir un gran contingente de tropas con las que se dirigió hacia Alberite, donde se había pactado celebrar la lid.
Rodrigo ordenó enviar unos espías para que nos informaran sobre los movimientos del ejército del conde, al que se había unido un escuadrón de caballería enviado por el mismo rey don Alfonso.
—Son más de seis mil, tal vez unos seis mil quinientos; han avanzado hasta Calahorra y parecen decididos a librar batalla —nos informó uno de los espías.
—Nos doblan en número, pero García Ordóñez no se atreverá a atacarnos. Sus oteadores ya le habrán informado de que somos tres mil pero no pueden competir con nosotros en el campo de batalla —supuso Rodrigo.
El alarde del conde fue una mascarada. Desde Calahorra hizo avanzar a su ejército formado en orden de combate anunciando a todos los vientos que nos iba a arrollar. Supuso que, ante su despliegue de fuerza, Rodrigo se amilanaría y huiría a Zaragoza. Pero García Ordóñez no conocía al Campeador. Nos mantuvimos firmes en Alfaro aguardando la llegada de las tropas enemigas, que ralentizaron su marcha cuando sus oteadores les informaron que, lejos de huir, estábamos preparándonos para luchar.
El Cid ordenó formar a dos millares de hombres, con el equipo completo de combate, y con él al frente salimos de Alfaro avanzando hacia las posiciones del enemigo. Eso bastó para que entre las filas de García Ordóñez cundiera tal pánico que su ejército se disolvió como la niebla a mediodía. Aquellos hombres habían sido reclutados de entre los campesinos de los dominios de los parientes del conde y no estaban preparados para enfrentarse a un ejército de veteranos curtidos en decenas de batallas.
Aunque estábamos ya lo bastante envalentonados con las arengas de Rodrigo, todavía lo estuvimos más al enterarnos de la deserción masiva de las tropas de García Ordóñez. Toda la Rioja, con sus riquezas intactas, se ofrecía ante nuestras manos; sólo teníamos que extenderlas para recogerlas y hacerlas nuestras con la misma facilidad que el que recolecta manzanas maduras.
Y eso es lo que hicimos. Desde Alfaro nos dirigimos a Calahorra, que había quedado despoblada. Saqueamos la ciudad, apenas repuesta de siglos de abandono, y seguimos río arriba hasta Logroño. Esta villa, que gracias al tránsito de peregrinos estaba creciendo deprisa en torno al gran puente sobre el Ebro, no nos opuso ninguna resistencia. Sus habitantes, los pocos que se habían quedado tras enterarse de lo que habíamos hecho en Calahorra, salieron a recibirnos a las puertas solicitando que no les hiciéramos daño, pero Rodrigo no tuvo misericordia alguna. Ordenó a la vanguardia del ejército, integrada por soldados veteranos de las primeras campañas en el reino de Zaragoza, que asolara la villa y, que tras apropiarse de cuanto encontrara de valor, incendiara el resto.
Logroño ardía por los cuatro costados y el Cid contemplaba el incendio desde lo alto de un escarpe sobre el Ebro a unas dos millas de la ciudad.
—Mira eso, Diego —me dijo con la mirada fija en las llamas y el humo que ascendían sobre el valle—; esa villa pudo ser mía hace algún tiempo si el rey Alfonso me hubiera concedido el condado de la Rioja. Si don Alfonso hubiera sido justo, habría ahorrado muchos sufrimientos a sus súbditos, pero prefirió a ese cobarde de García Ordóñez.
—Esas gentes no tienen la culpa de lo que haya hecho su señor; acudieron a vos para pediros clemencia —aduje.
—Hace tres días formaban parte de un ejército dispuesto a acabar con nosotros; también son culpables.
Rodrigo mantenía la mirada serena y el rostro inexpresivo mientras ardía Logroño, pero sus palabras estaban bañadas en el odio acumulado tras tantos años de desprecio y menoscabo. La destrucción de la Rioja era su venganza, y aunque dicen que su sabor es siempre dulce, yo creo que Rodrigo sintió en aquel momento el amargor de quien destruye un bien deseado que sabe que nunca podrá llegar a poseer.
Ebrios de esta vorágine de sangre, muerte y destrucción, nuestros soldados arrasaron cuanto se interpuso en su camino. Distribuidos en divisiones de doscientos hombres, asolaron aldeas, monasterios y propiedades. Nada quedó incólume entre Alfaro y Nájera: villas y aldeas quemadas y saqueadas, monasterios despojados de sus joyas, graneros incendiados, árboles talados y cepas arrancadas fueron las secuelas de la ira desatada de Rodrigo sobre las tierras riojanas del conde García Ordóñez.
Cuando tras dos semanas de saqueos y pillajes las tropas se concentraron de nuevo en Alfaro, cada uno de los soldados portaba una talega repleta de joyas y monedas. Todo lo que tenía algún valor y podía ser transportado con facilidad había sido robado y aquello que los soldados no habían podido llevar consigo lo habían quemado o lo habían arrojado al fondo del río.
Dejamos a nuestro paso tal reguero de desolación y de muerte que todavía hoy, casi veinte años después, quedan secuelas de aquellos terribles días en los que la ira de Dios pareció derramarse con toda su fuerza sobre los feraces campos de la Rioja.
Mucho más ricos en nuestras bolsas pero mucho más pobres en nuestros corazones, dejamos la Rioja y regresamos a Zaragoza. Allí volvimos a ser recibidos como verdaderos héroes, cuando habíamos sido meros ladrones y carniceros sedientos de sangre y de venganza.
—¿Qué creéis que hará ahora don Alfonso? —le pregunté a Rodrigo mientras cenábamos un cordero asado aderezado con comino y romero en su finca de Zaragoza.
—Buscará estar en paz con nosotros y pretenderá ganar de nuevo nuestra amistad —aseguró tranquilamente.
—Pero hemos asolado una de sus posesiones más queridas y hemos afrentado a uno de sus hombres de confianza; ¿no suponéis que vendrá contra nosotros? —pregunté.
—Ante todo, Alfonso de León es un soberano que ambiciona mantener su Corona por encima de cualquier otra cosa. Ha aprendido una dura lección que no olvidará. Sabe que jamás podrá ganar Valencia sin nuestra ayuda y que estamos en condiciones de plantarnos en el mismo León si nos lo proponemos.
Rodrigo hablaba con tal seguridad, que yo mismo, pese a llevar ya casi treinta años a su servicio, no me había acostumbrado a su temple y a sus nervios de acero. Tenía tal convicción cuando juzgaba la reacción de una persona que no solía equivocarse. Y en esta ocasión volvió a acertar de pleno cuando previó la reacción del rey de León.
A fines del verano llegó un mensajero castellano a Zaragoza. Venía en nombre del rey Alfonso y traía una carta del monarca en la que éste perdonaba al Cid de cualquier falta que hubiera podido cometer con anterioridad, le levantaba la condena del destierro y lo invitaba a regresar a Castilla cuando el Campeador desease.
Rodrigo leyó la carta con atención, me miró y me dijo:
—Esto es exactamente lo que esperaba que hiciera.
—Podemos volver a Castilla y vos recuperar de nuevo vuestros feudos —le dije.
Rodrigo se volvió hacia mí despacio, sosteniendo el pergamino con la carta de don Alfonso en su mano, y sentenció:
—He conseguido lo que pretendía: el temor y el respeto del rey. Castilla ya no me interesa.
Mientras nosotros arrasábamos la Rioja, los almorávides conquistaban al-Andalus. Los guerreros norteafricanos se habían hartado de atravesar una y otra vez el Estrecho para poner en orden a las taifas y habían decidido, sencillamente, suprimirlas. El momento que tanto habíamos temido estaba a punto de llegar, pues, una vez conquistado todo el sur, los almorávides vendrían hacia Valencia, y esa ciudad estaba bajo nuestra protección.
Durante nuestra ausencia, ciertos valencianos habían manifestado que los almorávides eran los únicos capaces de reintegrar la unidad al islam andalusí, y habían establecido contacto con algunos de los gobernadores que los norteafricanos habían nombrado en las ciudades conquistadas. En esos días de finales de 1093, Játiva y Denia ya estaban bajo su poder.
Al-Qádir, sin la presencia del Cid, perdía adeptos conforme los ganaba el partido proalmorávide, y ante la delicada situación por la que atravesaba nuestro protegido, uno de los caballeros que se habían quedado en Valencia para defender nuestros intereses cabalgó hasta Zaragoza para informar a Rodrigo de que, si no hacíamos algo y pronto, los valencianos no tardarían en desembarazarse de ese reyezuelo, al que odiaban todavía más si cabe que cuando se instaló en la ciudad procedente de Toledo.
El Campeador me ordenó que convocara a todos los hombres disponibles y que nos preparáramos para partir hacia Valencia. Lo hicimos despacio, siguiendo el camino del Huerva hasta el Poyo junto a Calamocha, donde acampamos una vez más. Allí nos encontramos con los hombres que habíamos dejado en Valencia, que habían huido en busca del Cid junto con algunos de los criados de al-Qádir. Fueron ellos quienes nos dijeron que un destacamento almorávide había entrado unos días antes en la ciudad.
—¿Cómo ha ocurrido? —les preguntó Rodrigo.
—Arrasaron las comarcas del sur de Valencia, sometiendo todo a sangre y fuego. En la ciudad estalló una gran rebelión encabezada por el cadí Ahmad ibn Yahhaf y el magistrado Ibn Wahib. Quemaron las puertas, que guardaban soldados fieles a al-Qádir, y ayudaron a un escuadrón de cuarenta jinetes almorávides a escalar los muros. La muchedumbre, enardecida por estos dos cabecillas, asaltó el alcázar real. El rey pudo huir aprovechando la confusión y disfrazado entre sus mujeres —nos contó uno de nuestros soldados.
—¿Quién gobierna ahora la ciudad? —inquirió Rodrigo.
—El cadí y el magistrado, pero lo hacen en nombre del emir almorávide. En las calles cunde la intranquilidad y el miedo; los notables han enviado a sus mujeres, hijos y riquezas a los castillos de la comarca, a Segorbe y Olocau sobre todo, buscando la protección que no parecen tener en Valencia. Nosotros tuvimos que huir porque la gente comenzaba a amenazarnos. Nos decían que cuando llegaran los almorávides seríamos empalados vivos. No nos quedó más remedio que abandonar nuestras casas en el arrabal de la Alcudia y huir con todo lo que pudimos recoger.
—¿Qué ha sido de al-Qádir? —preguntó Rodrigo.
—Disfrazado de mujer consiguió escabullirse por un portillo con un saco lleno de joyas, pero lo buscaron por todas partes y lo localizaron escondido en una casa en las afueras de Valencia. Lo llevaron ante Ibn Yahhaf, quien ordenó su ejecución. Hemos sabido que la muchedumbre asistió gozosa al suplicio del que fuera su rey. Los más exaltados le cortaron la cabeza y la clavaron en una pica que pasearon por toda la ciudad hasta que, cansados de esta macabra procesión, la arrojaron a la laguna; nadie derramó una sola lágrima. En verdad que ese hombre no era querido en esa ciudad. El cadáver hubiera sido devorado allí mismo por los cuervos si un piadoso mercader no le hubiera dado sepultura, en una fosa, sin mortaja, como un vil pordiosero.
—Triste fin para un rey —comenté.
—Sin duda, pero ahora tenemos las manos libres para actuar —dijo Rodrigo.
—¿Ahora? —me sorprendí.
—Claro, Diego, ahora. El asesinato de al-Qádir ha sido un acto de traición de lesa majestad. Nosotros éramos los encargados de su defensa, estaba bajo nuestra protección; eso significa que podemos actuar contra los usurpadores que detentan el trono de Valencia. Era la oportunidad que estaba esperando. Sin rey en su trono, Valencia será nuestra al fin.
Dejamos el Poyo junto a Calamocha y cabalgamos a toda prisa hacia el sur. Si hubiéramos llegado a Valencia unos días antes, la revuelta no hubiera triunfado y los almorávides no se hubieran apoderado de ella. Todavía hoy me pregunto por qué Rodrigo esperó tanto tiempo a dirigirse hasta Valencia y permaneció en Zaragoza a la espera de acontecimientos; y sólo encuentro una explicación: Rodrigo quería que al-Qádir fuera depuesto para así tener una justificación para ocupar Valencia y convertirse en su señor.
Toda la prisa que hasta entonces no habíamos tenido pareció desatarse de pronto. Corrimos por los valles del Jiloca y del Turia hasta alcanzar el poyo de Cebolla. Nuestra presencia ante las puertas de Valencia fue suficiente como para que la mitad del contingente almorávide se retirara. Creímos que Valencia caería fácilmente en nuestras manos, pero el cadí Ibn Yahhaf se hizo fuerte en el alcázar, reforzó la guardia de las murallas y reorganizó la administración de la ciudad poniendo al frente de la misma a sus más fieles seguidores.
El cadí no sólo se había apoderado del gobierno, sino también de todas las riquezas que había atesorado al-Qádir: oro, plata, piedras preciosas y sobre todo un hermosísimo cinturón de diamantes, zafiros y perlas del que se decía que había pertenecido a Zubaida, una de las esposas del califa Harún ar-Rachid, el que hiciera de Bagdad la ciudad más grande y suntuosa del mundo.
Los hombres con los que nos encontramos en el poyo de Calamocha nos habían dicho que los partidarios de al-Qádir que habían logrado escapar se habían hecho fuertes en el poyo de Cebolla, y por ello confiábamos en que su alcaide nos entregaría su castillo. Pero no fue así. Cuando llegamos ante el castillo que es la llave para el dominio de Valencia, el alcaide se negó a abrirnos sus puertas. Creo que aquel hombre tenía miedo, pues no estaba seguro de que pudiéramos hacer frente a los almorávides y creía que éstos pronto serían los dueños de todo al-Andalus. Nada había que reprocharle, pues eran muchos quienes en aquellos días pensaban que nadie sería capaz de detener a los aguerridos norteafricanos en su arrollador avance.
No tuvimos otro remedio que plantar nuestro campamento a los pies del cerro de Cebolla, pues sabíamos que su posesión era esencial para ocupar Valencia. Algunos de los que se habían refugiado en el castillo se nos unieron poco después, y el Cid les permitió integrarse en nuestra mesnada.
Rodrigo envió una carta a Ibn Yahhaf, que se pavoneaba adoptando aires de príncipe desde el alcázar, en la que le conminaba a devolverle los víveres que guardábamos en nuestros depósitos del arrabal de la Alcudia y en la que le acusaba de ser un traidor y un usurpador del gobierno de Valencia, por lo cual lo retaba a un duelo.
Ibn Yahhaf le contestó con una misiva en la que decía que nuestros víveres de la Alcudia habían sido saqueados durante la revuelta y que no podía devolverse algo que no existía; además, le decía a Rodrigo que la ciudad pertenecía ahora a los almorávides y le aconsejaba que se sometiera a ellos, y que en ese caso le ayudaría como mediador.
Cuando Rodrigo leyó la carta, tildó a Ibn Yahhaf de inútil y traidor, y juró que no cesaría en su empeño hasta que acabara con aquel indeseable y vengara la muerte ignominiosa de al-Qádir, a quien no había considerado digno de ser rey en vida, pero a quien había respetado como rey legítimo de Valencia.
El alcaide del poyo de Cebolla se resistió a entregarnos el castillo y envió un correo al rey de Albarracín ofreciéndole otras fortalezas que estaban bajo su dominio, sobre todo la poderosísima de Murviedro; Ibn Razin acudió enseguida con un escuadrón de caballería y tomó posesión, en tanto el alcaide seguía sin entregarnos Cebolla, cuyo dominio era imprescindible para la conquista de Valencia.
Los alcaides de otros castillos nos aportaban víveres y dinero para continuar nuestro asedio, y entre tanto, enviábamos dos veces al día patrullas que recorrían la huerta valenciana. El cerco a Valencia se apretaba día a día.
—Si no ceden, asolaremos sus campos —dijo Rodrigo harto de la resistencia valenciana y de la del castillo de Cebolla.
—Eso sería un error, Rodrigo —objeté—. Permitid que los labradores sigan cultivando los campos, pues así tendremos asegurados los suministros la próxima primavera. Si destruimos los árboles y las cosechas, los valencianos pasarán hambre, pero nosotros tampoco tendremos con qué sustentarnos. Además, cuando Valencia sea vuestra, será mucho mejor que las tierras sigan productivas.
—Tienes razón; ordena a los jefes de las patrullas que no molesten a los campesinos, pero que requisen el ganado y todos los bienes que encuentren.
Durante el invierno redoblamos nuestros esfuerzos y hasta tres veces al día recorríamos los caminos cercanos a Valencia, apresando a cuantos encontrábamos intentando introducir alimentos en la ciudad. La situación de los sitiados comenzaba a ser difícil y el cadí Ibn Yahhaf se las compuso para reunir, mediante el envío de correos que lograron eludir nuestra vigilancia, a trescientos caballeros, que acudieron para contribuir a la defensa de la ciudad. Unos procedían de Denia y otros eran parte de la avanzadilla almorávide que se encontraba acampada cerca de Játiva.
Una mañana de primavera recorríamos la huerta, cerca de los muros de la ciudad, en una de las patrullas que diariamente salían desde nuestro campamento de Cebolla para mantener el asedio. Estábamos apenas a trescientos pasos de la puerta de Alcántara cuando ésta se abrió. Observamos asombrados cómo unos cien jinetes, las lanzas en ristre, cargaban sobre nosotros. Ordené dar media vuelta y huir hacia el norte, por el camino de Cebolla. Mi patrulla estaba integrada por veinte caballeros y nada podíamos hacer ante un enemigo que nos quintuplicaba en número.
Aquellos jinetes eran parte de esos trescientos que Ibn Yahhaf había reclutado gracias al tesoro de al-Qádir y que se habían apostado dentro de las principales entradas de la ciudad para salir de improviso y acosar a nuestras patrullas.
Nos persiguieron durante una milla y ya nos iban dando alcance, pues sus caballos estaban más frescos que los nuestros. Creí que no nos quedaría otro remedio que vender caras nuestras vidas y conduje a mis hombres hacia una alquería en la que apostarnos a defendernos.
Descabalgamos, nos parapetamos detrás de unos muros de tapial y cargamos nuestras ballestas y arcos, prestos a disparar en cuanto nuestros perseguidores se colocaran a tiro.
Nuestra primera andanada de flechas tumbó a media docena de jinetes, pero el resto siguió avanzando hacia nosotros, espoleando a sus caballos, que relinchaban como demonios. Una segunda andanada derribó a otra media docena, pero seguían siendo muy superiores en número y ya estaban casi encima de nuestra posición. Antes de que pudiéramos largar una tercera andanada, los primeros jinetes irrumpieron en el cercado donde nos habíamos refugiado y comenzó una encarnizada lucha cuerpo a cuerpo. Ordené a mis hombres que se colocaran de espaldas a una pared de la alquería a fin de ofrecer un único frente a nuestros enemigos y dificultar así su ataque.
Jamás hasta entonces había visto la muerte tan próxima. Nos defendíamos como leones, pero ellos eran buenos soldados y sabían manejar bien la espada, y sobre todo eran muchos más. Cuando uno de la primera línea caía, enseguida era reemplazado por un compañero, pero cuando caía uno de los nuestros no había nadie para sustituirlo.
Las fintas que Rodrigo nos había enseñado y el duro entrenamiento a que nos sometía impidió que nos arrollaran en un instante, y logramos resistir el tiempo suficiente hasta que apareció el Campeador con un escuadrón de nuestros mejores hombres.
Justo cuando yo ya daba todo por perdido, apenas quedábamos en pie diez de nosotros, el Cid cayó por detrás de ellos como un rayo. Mis fuerzas estaban al límite y apenas sentía los brazos tras tantas estocadas y tantos golpes recibidos, pero los gritos de nuestros compañeros que acudían a nuestro auxilio me dieron las fuerzas suficientes como para protegerme de un espadazo de un almorávide que iba dirigido al centro de mi cabeza y que logré desviar a un lado, aunque me golpeó con fuerza el hombro izquierdo y me hizo una buena brecha pese a la protección de la cota de malla y de la loriga de cuero.
Cuando el almorávide se aprestaba a darme un segundo golpe, éste tal vez mortal, uno de los nuestros le tajó la cabeza, que se abrió como un melón maduro. En unos instantes no quedaba en pie ni uno solo de los que nos habían perseguido desde Valencia.
Rodrigo se acercó hasta mí y se interesó por mi hombro, del que manaba abundante sangre.
—No parece demasiado seria esa herida.
—Si hubierais tardado un poco más no podríais decir eso; gracias, señor —le dije.
—No creí que Ibn Yahhaf se atreviera a enviar a un grupo de jinetes contra nosotros fuera de las murallas. No obstante, en cuanto saliste esta mañana del campamento con la patrulla tuve una premonición. Por eso te he seguido de cerca con doscientos hombres.
—No sabéis cuánto me alegro de vuestra premonición.
En aquella escaramuza nosotros habíamos perdido veinte hombres, pero Ibn Yahhaf tenía cien jinetes menos para defender la ciudad que ambicionábamos.
Recogimos las armas y los caballos de los muertos y nos llevamos los cadáveres de los cristianos para darles sepultura junto a nuestro campamento del poyo de Cebolla. Nuestros auxiliares musulmanes se encargaron de enterrar según su rito a los sarracenos muertos.
Pese a ser un gobernante cercado y cautivo en su ciudad, Ibn Yahhaf se daba aires de gran soberano; gobernaba la Valencia asediada como si nada ocurriera fuera de sus muros, se reunía en consejo con los visires, alfaquíes, generales y altos dignatarios, recorría las calles sobre un caballo blanco al que rodeaba una guardia de soldados negros que le abrían camino entre la multitud mientras él repartía saludos y bendiciones como si se tratara de un santo profeta.
A mediados del año 1093 nuestro cerco sobre Valencia era asfixiante. Algunos musulmanes intentaban animar a los suyos diciéndoles que los almorávides no tardarían en aparecer y que los liberarían del yugo del Campeador. Pero los alcaides de los castillos de la comarca habían comprobado nuestras fuerzas y sabían que estábamos dispuestos a hacer frente a cualquier ejército que viniera a auxiliar a los valencianos, y los propios valencianos estaban comenzando a cansarse de la actitud de Ibn Yahhaf y de la de los soldados almorávides que lo apoyaban.
Fue el propio Ibn Yahhaf quien se hartó de que los almorávides le reclamaran dinero para organizar un ejército de socorro. La demanda de ayuda del cadí valenciano a los generales almorávides establecidos en Denia y Játiva recibía siempre la misma respuesta: el auxilio llegaría siempre que Ibn Yahhaf entregara el tesoro que guardaba en el alcázar para pagar a los soldados.
El cadí decidió, tras consultar a una asamblea de notables, que entregaría una parte del tesoro a los almorávides a cambio de que éstos se presentaran en Valencia con un ejército, pero escondió la parte más valiosa. Los valencianos mantuvieron en secreto cómo se haría el envío del dinero, para evitar que nos enteráramos y pudiéramos interceptarlo, pero no sabían que Ibn al-Faray, un enemigo de Ibn Yahhaf, logró averiguar cuándo se produciría el envío.
Estábamos desayunando en la tienda del Campeador, en nuestro campamento al pie del cerro de Cebolla, cuando una de nuestras patrullas nos trajo a un individuo que preguntaba por Rodrigo como un desesperado.
—Señor —se presentó el jefe de la patrulla—, este valenciano dice que tiene algo muy importante que deciros. Ha salido de la ciudad esta misma noche y se ha entregado sin ofrecer resistencia. No parece que quisiera huir de nosotros. Lo hemos registrado y no lleva nada encima.
El Cid se levantó de la mesa y se acercó hasta aquel hombrecillo que temblaba de miedo ante Rodrigo.
—Traigo una noticia que puede interesaros, señor.
El valenciano nos contó que era un criado de Ibn al-Faray, cuya familia estaba enemistada con al-Yahhaf, y nos describió el plan del cadí para ganarse la ayuda almorávide.
Los emisarios de Ibn Yahhaf que portaban el dinero para los almorávides salieron de Valencia por un portillo del lado sur de la muralla. Aprovecharon la oscuridad de la noche para eludir nuestras patrullas, pero no sabían que unas cuantas millas al sur, en el camino de Denia, les aguardaban doscientos de nuestros hombres, que con Rodrigo al frente habían cabalgado durante toda la noche para rodear Valencia y tenderles una emboscada.
A media mañana Rodrigo estaba de vuelta en el campamento con un cofre lleno de monedas de plata y oro. Los emisarios valencianos habían caído en la trampa que les habíamos tendido y la ayuda almorávide no llegaría, al menos por el momento.
A mediados del verano, el alcaide del castillo de Cebolla se rindió. Ya hacía semanas que habíamos pactado con él la entrega del castillo a cambio de un saquillo con un buen puñado de monedas, pero había que dar la impresión de que el alcaide resistía a nuestra presión y por eso aguardamos cierto tiempo hasta hacernos con la fortaleza.
En cuanto tomamos posesión de Cebolla, supimos que ya nada podría evitar que Valencia cayera en nuestras manos. Para reforzar nuestra presencia y demostrar a los valencianos que nuestra intención de conquistar su ciudad era irrenunciable, fundamos una villa junto al poyo de Cebolla y la rodeamos de una muralla con torreones, mejorando mucho la defensa de este lugar. Con ello gritábamos a los cuatro vientos que allí estábamos y que teníamos la intención de quedarnos para siempre.
Con Cebolla en nuestras manos, era hora de sellar el cerco definitivo sobre Valencia. Trasladamos el campamento de operaciones militares al lado mismo de las murallas, a un lugar llamado Mestalla, cerca del arrabal de la Alcudia, donde años atrás habíamos tenido nuestras moradas.
Derribamos cuantas casas había alrededor de las murallas, quemamos alquerías, talamos árboles y asolamos las cosechas. Todo cuanto había en dos millas alrededor de la ciudad quedó yermo y desierto. Valencia estaba en nuestra mano y Rodrigo ordenó apretar el puño sobre sus pobladores hasta obtener su rendición o su muerte.