Capítulo XXI

Don Alfonso había perdido las parias de todos los reinos taifas ocupados por los almorávides y estaba furioso. Cinco años atrás, antes del desastre de Sagrajas, nadie hubiera osado oponerle la menor resistencia; todos, musulmanes y cristianos, se rendían entonces ante el poder y el empuje del conquistador de Toledo. Pero, ¿qué era el rey de León ahora?: un monarca abatido en todos los combates, sin otra tierra que la que heredara de su padre y de su hermano… y además Toledo, que seguía siendo cristiana aunque eran pocos los que confiaban que permaneciera así por mucho tiempo, pues nadie dudaba de que un prolongado ataque almorávide a esa ciudad supondría recuperarla para el islam.

Recuerdo que aquel domingo de principios de enero llovía sobre Valencia. La lluvia barría los tejados y extendía por toda la ciudad un olor a humedad salina. Al-Qádir nos había invitado al Campeador y a sus capitanes a una copiosa comida tras la cual disfrutábamos de la hospitalidad del rey, que nos agasajaba con joyas, collares y anillos, bandejas de pastelillos de canela y almendra, infusiones de abrótano, vino aromatizado con esencias, licores de dátil y de naranja e inhalaciones de humo de cáñamo. Tras la comida nos habíamos reunido varios hombres, Rodrigo entre ellos, en una de las salas del palacio real, en torno a una gran mesa, tumbados sobre mullidos almohadones de terciopelo rojo bordados con hilo amarillo de seda.

Charlábamos y dormitábamos sumidos en el sopor que invade el cuerpo después de una copiosa comida, amodorrados con los efluvios del humo del cáñamo y el sopor del vino. El rey de Valencia tenía dibujada en sus labios una extraña sonrisa, como si se le hubieran congelado las facciones en un momento preciso y ese rictus lo mantuviera inalterado. Sus profundos ojos acuosos parecían mirar errabundos como perdidos en la nada.

De una puerta salieron de pronto (creo que poco antes al-Qádir había hecho una indicación a uno de los pajes que nos servían) una docena de muchachas vestidas con vaporosas telas de tul que se fueron colocando a nuestro lado y nos frotaron el pecho y las piernas con agua aromatizada con un perfume que supuse una mezcla de áloe y almizcle. Entre las carcajadas de al-Qádir, una risa entrecortada e hilarante, más propia de un becerro que de un rey, aquellas muchachas fueron alcanzando con sus hábiles manos todas las partes de nuestros cuerpos. La que conmigo estaba parecía disfrutar con lo que hacía, pues no cesaba de sonreír cada vez que mis ojos y los suyos se encontraban.

La sala comenzó a llenarse de jadeos y balbuceos, y entre las gasas y tules de la muchacha que me había correspondido, atisbé cómo algunos caballeros ya habían sido desnudados por las jóvenes que ahora se afanaban en lamerlos.

Sin que apenas me diera cuenta, tanta era su habilidad, mi muchacha me había quitado el jubón, las botas y las calzas, dejándome sólo con la ropilla de algodón que cubre la carne. Tumbada entre mis piernas, sus labios chupaban los dedos de mis pies y luego lamía mis tobillos provocándome una sensación de placer nunca antes conocida. Muy despacio, la muchacha fue subiendo su cabeza mordisqueándome las piernas y las rodillas, y por fin enterró su cabeza entre mis muslos, debajo de la camisa, y juro que si hubiera estado muerto, hubiera resucitado allí mismo.

Envueltos entre los almohadones, nos amamos como si mil demonios nos hubieran poseído, y no sé qué hicieron los demás, pues con aquella joven entre mis brazos tenía los cinco sentidos pendientes de su cuerpo y ninguna otra cosa me ocupó en esos momentos que disfrutar de aquel regalo de al-Qádir.

Me desperté abrazado a la cintura de la muchacha y contemplé a mi alrededor cuerpos desnudos, gasas y túnicas aventadas por toda la sala y bandejas y copas derramadas. El aire olía a una mezcolanza de dulzones aromas aceitosos y acres, y tras una celosía sonaba una dulce música de laúd, una melodía que rasgaba el aire como el lamento de dos enamorados a punto de separarse.

Me incorporé y miré hacia el lugar que había ocupado Rodrigo y vi que ya no estaba. Al-Qádir seguía con su estúpida sonrisa esculpida en sus labios, dormitando abrazado a las piernas de dos jóvenes rubias y Martín Antolínez cabalgaba poderoso sobre la grupa dorada de una hermosa mujer.

Salí de la sala y atravesé un pasillo hasta salir a uno de los patios de palacio. Vi a Rodrigo apoyado en una de las pilastras que sostenían unas arcadas de yeserías floreadas. Parecía sereno pero enojado. Me acerqué hasta él y me preguntó:

—¿Recuerdas el jabalí?

—No sé a qué os referís —le contesté.

—El jabalí de los bosques de Ubierna…, hace muchos años.

—Sí, claro, me salvasteis la vida.

—Hoy te has equivocado de nuevo. Si al-Qádir hubiera querido tendernos una trampa, ni siquiera te hubieras dado cuenta, pero ese idiota es incapaz de pensar más allá de lo que atañe a la conveniencia de su estómago o de su polla. Y vosotros, mis valientes capitanes, no estáis lejos de seguir su ejemplo. Es suficiente una buena comida, un vino de frutas, un poco de humo de cáñamo y las piernas de una jovencita para que olvidéis mantener la guardia y permanecer atentos. Debería echaros a todos. ¡Vamos!, despierta a esa cuadrilla de inútiles —me ordenó.

—Martín Antolínez está despierto, o al menos así lo he dejado ahora mismo.

—Pues despierta a los demás, nos marchamos.

Entré en la sala y uno a uno fui llamando a los capitanes de la hueste del Campeador. Por sus rostros risueños y aterciopelados, parecían mesoneros borrachos y no los fieros soldados que en realidad eran. Uno a uno fueron saliendo al patio, donde Rodrigo permanecía como una estatua, con los ojos fijos en el cielo que comenzaba a oscurecerse y en el que brillaban los luceros.

Cuando hubimos salido los seis, nos miró fijamente, con esa mirada de halcón, intensa y glacial a la vez, carente de sentimientos, tan fría que de sólo mirarla podía helarte la sangre, y simplemente dijo:

—Mañana, al amanecer, presentaos los seis con el equipo completo de combate en el llano de la Alcudia; no faltéis ninguno.

Y se marchó dando grandes zancadas, como si quisiera alejarse de nosotros poniendo una insalvable distancia de por medio.

Sentía la cabeza como si me la hubieran pateado cien caballos desbocados. Los efluvios de los licores de frutas y el humo del cáñamo se habían agarrado a mis sesos como la arena a la cal en la argamasa. Tenía la boca seca y los labios ardientes como brasas, y mi corazón latía desacompasado, tal vez herido por la etérea mordedura amorosa de la muchacha o quizá palpitando por el recuerdo de viejos amores perdidos.

El sol rayaba el horizonte sobre el mar Mediterráneo y una brisa ligera y fresca batía los palmerales del arrabal de la Alcudia. Los seis capitanes que habíamos participado en el banquete de al-Qádir la noche anterior estábamos formados con nuestros caballos en el campo de entrenamiento, donde nos había ordenado Rodrigo.

—Estaba muy enfadado ayer; nunca lo había visto así —comentó Martín Antolínez.

—Tal vez se le haya olvidado, no lo veo por aquí —adujo Bermúdez.

—Os equivocáis, ahí viene —les avisé.

Atravesando el arenal al trote se acercaba Rodrigo; su figura se recortaba sobre el sol del amanecer como un espectro negro sobre un fondo dorado. Venía hacia nosotros con la lanza en ristre y el casco de combate calado, y la punta de su lanza nos señalaba amenazadora y firme.

—¡Está loco! ¡Carga contra nosotros! —dijo Bermúdez.

—Nunca haría eso, simplemente viene al trote —alegó Antolínez.

Pero conforme se aproximaba más y más, Rodrigo le exigía mayor velocidad a su caballo y su cuerpo se arrebujaba sobre su montura como si en verdad estuviera realizando una carga contra un enemigo real.

—¡Nos va a embestir! —volvió a insistir Bermúdez muy alterado.

—No, no lo hará —dije.

Clavé mi lanza en el suelo, arrojé sobre la arena mi escudo, mi espada y mi daga y me dirigí al encuentro de Rodrigo con los brazos abiertos en forma de cruz. El campeador había vadeado un suave declive del terreno y cargaba al galope con la lanza apuntando mortalmente hacia mi pecho.

«Detente, maldito cabrón, tienes que pararte» dije para mí intentando darme fuerzas para superar el miedo que me estaba atenazando.

Pero no parecía que Rodrigo tuviera intención de detenerse. Estaba apenas a veinte pasos de mí y el extremo de su lanza, acerado y mortal, apuntaba a mi garganta. Cuando esperaba la irremediable lanzada, el Cid tiró bruscamente de las riendas con la mano izquierda, donde además sujetaba el escudo, y su caballo se frenó justo a tiempo para que la punta de acero quedara a un palmo de mi garganta. Fue entonces cuando me di cuenta de que un sudor frío recorría todo mi cuerpo y mi corazón latía con tal fuerza y tan deprisa que parecía a punto de reventar entre mis costillas.

—Has cometido un nuevo error, Diego. Nunca te dejes matar sin luchar.

—Vos no me mataríais.

—¿Estás seguro? —me preguntó. De nuevo contemplé su mirada firme y serena, aquella que siempre tenía antes de entrar en batalla.

—Lo estoy.

—¿Y ésos? —me preguntó señalando a sus capitanes.

—También os seguirían hasta la muerte. No creo que merezcan que los matéis, pues ellos morirían por vos.

—El error que cometisteis ayer nos pudo causar la muerte a todos si hubieran sido otras las circunstancias.

—Somos seres humanos, Rodrigo, no podéis pedirnos más de lo que somos capaces de dar. Nuestras vidas son vuestras, ¿qué otra cosa queréis de nosotros?

El Campeador bajó su lanza, que seguía apuntando a mi garganta, y la apoyó en una faltriquera de la cincha de su silla de montar. Me miró reflexivo, tiró de las riendas de su caballo y dio media vuelta. Se alejó unos pasos al trote y de repente espoleó al caballo y se perdió entre las palmeras con la misma celeridad con la que había aparecido.

Los capitanes, que habían quedado a mi espalda, se acercaron a mi altura.

—Creí que te iba a ensartar. ¿Qué te ha dicho? —me preguntó Martín Antolínez.

—Que estemos más atentos.

—¡Sólo eso! ¿Para eso nos ha hecho venir aquí con todas nuestras armas?

—Tal vez haya querido comprobar nuestra disciplina, o quizás esté buscándose a sí mismo, ¿quién sabe?

—¿Qué quieres decir?, no te entiendo —dijo Antolínez.

—No importa.

El incidente del arrabal de la Alcudia había quedado zanjado, pero yo no acababa de sentirme bien. No podía imaginar que Rodrigo hubiera estado a punto de atravesarme el cuello con su lanza; varios días después todavía no estaba seguro de si había sido tan sólo una pesadilla. Rodrigo estaba taciturno; algo en su interior bullía y no lo dejaba tranquilo.

Un día recibimos una buena noticia. Hasta la Alcudia se acercó un mensajero para anunciarnos que el rey de Aragón enviaba cuarenta caballeros, que no tardarían en arribar a Valencia, para ayudarnos en la defensa contra la invasión almorávide.

Y tal como se había anunciado, los cuarenta caballeros aragoneses, magníficos sobre sus caballos percherones, entraron en Valencia. El Cid los recibió en su finca de la Alcudia. El capitán que los mandaba le dijo que el rey don Sancho Ramírez de Aragón ofrecía su ayuda al Cid y que le brindaba su amistad eterna.

El Campeador saludó uno a uno a los cuarenta caballeros, que parecían formidables luchadores, y les proporcionó varias casas para que se asentaran. Aquella noche celebramos un banquete durante el cual los aragoneses dieron buena cuenta de un tonel de vino y de varios corderos.

Antes de que acabara el año recorrimos la frontera norte del reino de Valencia, acercándonos hasta Morella, donde manteníamos una guarnición. Con las fortalezas de Morella al norte y la nueva de Peña Cadiella al sur, Valencia estaba bien protegida. La ciudad quedaba en nuestras manos y, cuando decidiéramos ocuparla, nada podría impedírnoslo. Entre tanto, los almorávides seguían sometiendo a los reinos de taifas, pero no había ningún indicio de que prepararan un ataque a Valencia.

Don Alfonso había roto todas las relaciones con el Campeador, y había ido todavía más allá al asegurar a sus consejeros que estaba planeando la conquista de Valencia. Supimos de ello por un comerciante musulmán que viajaba con frecuencia a Toledo.

—El rey Alfonso quiere ahogarnos. Sabe que dependemos de este reino para nuestro sustento y que no tenemos otro lugar adonde ir, y pretende echarnos de aquí —se lamentaba Rodrigo en el palmeral de la Alcudia.

—Podemos ir a Zaragoza, a Barcelona o a Aragón; los tres soberanos de esos Estados son ahora nuestros amigos y aliados —aduje.

—No he luchado tantos años para volver a ser el paladín de otro. Te lo dije hace algún tiempo y te lo repito: necesitamos nuestra propia tierra, o seguiremos siendo almas errantes en busca de pan. Nos hace falta un puñado de tierra donde nuestros hijos crezcan seguros y donde nuestros cuerpos sean sepultados y reposen en paz.

—¿Queréis ser rey? —le pregunté.

—La realeza no es una cuestión de deseo, sino de linaje y de derecho.

Rodrigo me contestó como si hace tiempo que esperara a que alguien le hiciera esa pregunta.

—Sin duda, vos habéis ganado el derecho a ser rey.

—Todavía no he conquistado ningún reino y no sé si valdría para reinar.

—Al-Qádir es rey y vos tenéis mil veces su capacidad. Si os lo propusierais, todos vuestros caballeros os seguiríamos.

—No estés tan seguro de ello; en no pocas ocasiones algunos me han abandonado.

—Siempre han sido los menos.

Rodrigo se cubrió con el capote. Un frío viento se había levantado desde levante y barría el arrabal de la Alcudia con fuerza.

De nuevo estábamos en una encrucijada. Don Alfonso preparaba la conquista de Valencia, los almorávides habían iniciado la marcha hacia levante y el rey de Aragón recorría los campos cercanos a Zaragoza inspeccionando sus defensas en espera de desbaratarlas. Y nosotros otra vez en medio de todo aquel embrollo.

Apenas habían acabado las fiestas de Navidad, que celebramos en la Alcudia, cuando acudió desde el reino de Zaragoza un extraño personaje con una oferta para Rodrigo. Decía ser hijo del señor de Borja, una de las principales fortalezas del reino de Zaragoza, cerca del Moncayo, y que había sido expulsado de ella por un usurpador. Le ofrecía a Rodrigo el dominio del castillo de Borja a cambio de que lo repusiera al frente del mismo.

Rodrigo pareció no fiarse de ese individuo, pero aquélla era una oportunidad rodada para salir de Valencia antes de que en primavera aparecieran las tropas del rey de León.

Nos convocó a todos los que integrábamos su hueste y nos expuso su plan:

—Nos ofrecen el castillo de Borja, una poderosa fortaleza que algunos conocéis, si ayudamos a su dueño a recuperarla.

—Borja pertenece al reino de Zaragoza —le recordé—. Podríamos entrar en conflicto con al-Mundir.

—Tal vez, aunque no creo que al-Mundir esté en condiciones de oponérsenos; bastante tiene con soportar la presión de los aragoneses.

Rodrigo hubiera aceptado cualquier cosa con tal de no estar en Valencia cuando se presentara ante sus murallas Alfonso de León y de Castilla. No es que le tuviera miedo, pero no estaba seguro de qué haría la mayoría de su hueste en caso de que sus soldados se vieran obligados a enfrentarse a sus parientes y amigos castellanos en un campo de batalla y frente a unas tropas mandadas por el mismo rey que había jurado defender los fueros y leyes de Castilla en Burgos. El Cid no quería tentar a la suerte y la invitación para tomar el castillo de Borja fue vista por todos como un verdadero alivio. Estábamos preparando nuestro equipo para partir hacia Borja cuando se presentó en Valencia un emisario del rey de Zaragoza. Al-Mundir reclamaba la ayuda de Rodrigo ante los ataques de que estaba siendo objeto por parte del rey de Aragón.

—El rey Sancho Ramírez ha construido una fortaleza que llama El Castelar a muy pocas millas de Zaragoza. Su majestad al-Mundir os pide vuestra mediación para que hagáis desistir al aragonés de su empeño —dijo el mensajero zaragozano.

—Ambos reyes son amigos y aliados míos. El rey de Aragón me ha enviado cuarenta caballeros para reforzar mi mesnada y el de Zaragoza me ofrece su amistad si yo lo ayudo a desembarazarse del aragonés. ¿Cómo puedo optar por uno de los dos si a ambos estimo por igual? —se preguntó el Cid.

—Su majestad dice que os acordéis de su padre, el rey al-Mutamin; él fue vuestro mejor amigo. Ahora su hijo os reclama y os pide ayuda en su nombre.

—Yo estuve al servicio de al-Mutamin mientras vivió, y tal vez hubiera seguido toda mi vida a su lado si no hubiera muerto. También serví a al-Mundir, pero jamás me comprometí a hacerlo hasta la muerte.

—El recuerdo de al-Mutamin…

—Los recuerdos pasan y cambian —cortó Rodrigo al mensajero zaragozano—. Dos hombres que hayan presenciado la misma escena la recordarán de forma distinta tiempo después, e incluso el mismo hombre la recreará de manera bien diferente con el paso del tiempo. Los recuerdos no permanecen en la cabeza de los hombres estables como las montañas, sino que cambian conforme cambiamos nosotros mismos.

—¿Debo decirle a su majestad que no le ayudaréis contra los aragoneses?

—Decidle que me honra con su amistad, pero que no puedo ayudar a un amigo en contra de otro. Si así lo hiciera, traicionaría la amistad de uno de los dos.

El correo de al-Mundir se marchó sin obtener la ayuda que había venido a buscar, y nosotros salimos hacia Borja dejando en Valencia a un escuadrón de caballería y a los cuarenta caballeros aragoneses enviados por Sancho Ramírez.

Todo aquel asunto de Borja fue un engaño que todavía hoy no comprendo. ¿Fue una estratagema de al-Mustain para atraernos a Zaragoza y de este modo enfrentarnos con los aragoneses? No lo sé, pero si al-Mustain estuvo detrás de aquello, le salió bien.

Nosotros nos presentamos ante Borja, una pequeña ciudad cerca del Moncayo con un castillo poderosísimo y unas sólidas murallas. Estábamos confiados en que el musulmán que nos había ofrecido su posesión era sincero, pero nos engañó. No teníamos demasiadas tropas y Rodrigo, airado pero complaciente al fin, decidió ir hasta Zaragoza.

La capital de los Banu Hud aguardaba temerosa el asalto de los aragoneses, que creían inminente. Había quienes aseguraban que el ataque a Zaragoza no se produciría antes de la conquista de Huesca, pues los aragoneses no cometerían el error de dejar a sus espaldas una ciudad tan importante como ésa. Por el contrario, la mayoría opinaba que los planes para asediar Zaragoza ya estaban trazados y que el rey de Aragón creía que si caía Zaragoza lo harían todas las ciudades al norte, y aun la taifa entera.

Los zaragozanos nos recibieron con gusto. Muchos de ellos nos aclamaron cuando nos vieron atravesar sus calles formados con nuestros equipos de combate, en fila de a dos, enarbolando las banderas y gallardetes con los colores que al-Mutamin había concedido al Campeador. Creían que regresábamos para liberarlos de los aragoneses, que no cesaban de ganar posiciones en el norte e incluso se permitían recorrer de vez en cuando y de manera impune la mismísima huerta del arrabal de Altabás. Pero en verdad, nadie imaginaba que nuestra presencia en Zaragoza se debía a que nos habían engañado con el asunto de Borja.

De regreso a Zaragoza me acerqué a visitar a Yahya, y aquélla sí que fue la última vez que vi a mi viejo amigo, de quien ahora sólo sé que todavía vive en esa ciudad dedicado al estudio de la astronomía y de la ciencia.

Lo encontré triste y abatido. Cenamos en su casa del arrabal y bebimos hasta caer casi borrachos. Yahya me habló entonces de un gran amor que era para él inalcanzable. Allí estábamos, dos viejos solterones, cargados de vino y recuerdos, hablando de lo que habrían podido ser nuestras vidas si nuestros destinos nos hubieran deparado otro rumbo. Me confesó que tenía un hijo con la esposa de otro hombre; sólo entonces supe que hacía mucho tiempo había sido esclavo y que de niño fue de dueño en dueño hasta recalar en casa de un rico platero de Zaragoza, con una de cuyas esposas había tenido a ese hijo.

Le pregunté si el muchacho sabía quién era su verdadero padre, y Yahya me dijo que no, que jamás se lo confesaría. Entendí entonces la amargura de aquel hombre, grande como un caballo y noble como un león, enamorado de una mujer que jamás sería suya y padre de un hijo al que nunca reconocería como tal. Y pensé entonces en mi amada Leonor y la imaginé en Roma, recordando, quién sabe, aquellos lejanos días en que paseamos nuestro amor por las huertas del arrabal de las Santas Masas, entre olivos esmeraldas y albaricoqueros en flor.

Dejé a Yahya sumido en su melancolía, y con la mía a cuestas, sin despedirme de mi viejo amigo, salí de su casa bajo un cielo estrellado, y vagué por las calles desiertas en busca de cualquier sombra que pudiera significar una esperanza, pero sólo hallé soledad y vacío.

Rodrigo, que no quería de ningún modo enemistarse con el rey de Aragón, con quien mantenía un acuerdo de paz y amistad, decidió entrevistarse con al-Mustain. El rey de Zaragoza nos recibió en su palacio de la Alegría, que lucía magnífico, con sus salas recién pintadas y sus paredes engalanadas con tapices y jarrones de flores. Al-Mustain estaba sentado en su trono del salón de oro, vestido con un manto azul tachonado de estrellas doradas, como la techumbre azul estrellada del mismo salón. Quería aparecer como el sol en medio del firmamento, como un nuevo astro en el centro de su propio universo.

—Sé bienvenido a mi morada —dijo al-Mustain solemne.

—Me agrada volver a veros, majestad —correspondió Rodrigo.

—Nuestro reino se halla en peligro: los aragoneses no cesan en sus intentos por robar lo que es nuestro y los almorávides han manifestado sus deseos de someter a todo al-Andalus a su poder. En estas circunstancias, tu ayuda es para nosotros esencial.

Al-Mustain habló con toda claridad, lejos del lenguaje ambivalente y confuso que había empleado en otras ocasiones. Era consciente de que la taifa de Zaragoza había perdido buena parte del poder que tuvo en tiempos de su abuelo al-Muqtádir y de su padre al-Mutamin, y de que sólo la intervención del Campeador podía librarla del desastre.

—Te necesitamos —insistió al-Mustain—. Y creo que tú también nos necesitas a nosotros. Si los aragoneses conquistan Zaragoza, pronto lo harán también con Lérida, Albarracín, Alpuente y la misma Valencia, y te quedarás sin tierras que ganar… salvo que quieras ser un vasallo de Sancho Ramírez. Y si caemos en poder de los almorávides, Valencia será una isla rodeada de un mar almorávide, y en ese caso apenas tardarán en incorporarla a su imperio. La independencia de Zaragoza es la garantía para la tuya.

Rodrigo parecía perplejo por la claridad con la que hablaba al-Mustain. En verdad que el rey de Zaragoza debía de estar agobiado para hacerlo de ese modo y con semejante franqueza. Rodrigo reflexionó y se dio cuenta enseguida de que al-Mundir tenía razón: si Zaragoza caía en manos de los aragoneses o de los almorávides, el resto de Levante peninsular estaría perdido, y era allí donde Rodrigo quería instalar su señorío.

El Cid se atusó el pelo de la barba, me miró y retrocedió dos pasos. Vuelto de espaldas al trono, contempló el patio y las dos albercas de agua teñida de colores que había frente a él, se acercó hasta la más cercana y se agachó hasta tocar el agua con la mano; después alzó sus ojos al cielo y regresó ante al-Mustain.

—Ante este mismo trono y en este mismo lugar prometí a vuestro padre que os ayudaría si erais digno de ello. Habéis hablado con sinceridad y franqueza, y eso es propio de los grandes hombres. Mediaré ante don Sancho Ramírez por vos.

—Zaragoza te estará eternamente agradecida —asentó al-Mustain.

—Bastará con diez mil dinares en oro y vuestro compromiso a renunciar a cualquier pretensión futura sobre Valencia —sentenció Rodrigo.

—Trato hecho.

Dos días después de aquella entrevista, al-Mustain y Rodrigo firmaron un tratado en el que se comprometían a ayudarse mutuamente si cualquiera de los dos era atacado por un tercero…, pero sólo en las tierras al sur del río Ebro.

Los aragoneses seguían entre tanto con sus algaradas en la frontera norte, y hacia allí nos dirigimos. Instalamos el campamento cerca de la villa de Zuera, a una jornada de camino al norte de Zaragoza en la ruta hacia Huesca. Nuestra presencia era una muestra de la voluntad de cumplir el pacto firmado con al-Mustain y de nuestra disposición a hacerlo hasta sus últimas consecuencias.

Los aragoneses se alarmaron y movilizaron un gran ejército, seguramente todo lo que eran capaces de reunir, que mediada la primavera se trasladó hasta Gurrea, sobre el río Gállego, apenas a media jornada de nuestro campamento. El ejército aragonés se había desplegado en formación de combate y por un momento creímos que estaban dispuestos a atacarnos. Pero las relaciones entre Sancho Ramírez y el Cid eran excelentes y todavía permanecían en Valencia los cuarenta caballeros que el aragonés había enviado para contribuir a la defensa de esta ciudad ante los almorávides.

Ninguno de los dos caudillos quería librar la batalla, y fue el rey de Aragón el primero en enviar a unos emisarios ofreciendo a Rodrigo la paz.

Recibimos a los embajadores aragoneses con toda cordialidad y les ofrecimos nuestro mejor vino y nuestro mejor cordero, como habíamos aprendido de la hospitalidad de los musulmanes. Nos dijeron que el rey Sancho y su hijo Pedro deseaban celebrar una vista con Rodrigo para ratificar en ella su amistad y sus deseos de paz y concordia.

Rodrigo me envió al campamento de los aragoneses de vuelta con sus embajadores para transmitirles los mismos deseos que ellos nos habían traído.

Don Sancho Ramírez me recibió en su campamento de Gurrea. Era un hombre de aspecto fornido y de rostro fiero. Estaba cerca de los sesenta, pero parecía veinte años menor. Sus hombros, anchos y robustos como los de sus antepasados navarros, se mantenían firmes y rectos, sin que la edad ni el tiempo hubieran causado la menor mella en ellos. Empeñado en crear un reino entre las pobres y agrestes montañas del Pirineo, no en vano había sido capaz de ir hasta la misma Roma para obtener del papa la sanción que legitimaba su derecho a la realeza, sus ojos dejaban entrever una fuerza de ánimo insuperable y sus finos labios denotaban un carácter sensual y a la vez noble.

A su lado estaba su hijo Pedro, quien ya había sido coronado rey de Monzón para evitar que nadie le discutiera sus derechos al trono y el privilegio para usar el título de rex. Don Pedro tenía poco más de veinte años, y, aunque había heredado la robustez de miembros y de cuerpo de su estirpe navarra, sus rasgos eran más refinados que los de su padre, similares a los de su madre Isabel, la hermosa hija del conde Armengol de Urgel.

Les transmití los buenos deseos de Rodrigo y les pedí que fijaran un lugar y un día para entrevistarse, pues el Cid tenía grandes deseos de verlos. Parecían ya olvidadas las derrotas que el rey de Aragón sufriera a manos del Campeador.

La entrevista tuvo lugar cerca de Gurrea, en un soto al lado del río Gállego. Don Sancho acudió con su hijo don Pedro y con cuatro caballeros, en tanto Rodrigo quiso demostrar su confianza acudiendo sólo conmigo.

—Rodrigo Díaz, tus hazañas han trascendido tu propia historia. Eres una verdadera leyenda viva —dijo el monarca aragonés.

—Los juglares son gente dicharachera y suelen exagerar las cosas para que sus versos sean más atractivos para la audiencia. Vos, majestad, sabéis bien de ello —espetó el Cid.

Los dos jinetes descabalgaron de sus monturas y se abrazaron, y después hizo lo propio el Cid con don Pedro.

—Me he alegrado mucho cuando has aceptado nuestra amistad y renunciado a cualquier enfrentamiento entre nosotros; nada me hubiera disgustado más que tener que luchar contra ti —dijo el rey Sancho Ramírez—. Pero tu avance hacia el norte parecía una provocación, de ninguna manera podía quedarme indiferente.

—Sólo defendía a mi aliado el rey de Zaragoza —explicó el Cid.

—Zaragoza… no sabes cuánto anhelo conquistar esa ciudad. He paseado en alguna ocasión por sus feraces huertas y me he acercado hasta el pie de sus mismos muros. Aragón es un reino pequeño, encaramado en lo alto de los riscos pirenaicos; necesitamos estos valles para sobrevivir, para ser una nación poderosa y grande, para tener ciudades en las que se instalen nuestros artesanos y nuestros mercaderes.

—Tenéis Jaca —alegó el Cid.

—Jaca es pequeña; al lado de Zaragoza no parece sino una pobre aldea.

—He prometido mi ayuda al rey de Zaragoza; si atacáis la ciudad, o cualquier punto al sur del Ebro, no tendré más remedio que acudir en su defensa.

—Yo no deseo ganar aquello que tú proteges, pero mi reino necesita crecer; Aragón sobrevivirá si es grande, en caso contrario sólo será un reino perdido en la leyenda, que un día surgió de entre la nieve de las altas montañas y se derritió como esas mismas nieves en primavera, sin dejar otra huella que unos nombres oscuros escritos por una indecisa mano en las páginas de viejas crónicas olvidadas.

—Volved a vuestras montañas, os lo ruego; todavía no ha llegado vuestra hora.

—Tu amistad me honra, y a ella me debo. Quizá tengas razón y sea pronto para la hora de los aragoneses. Somos pocos y tal vez no estemos preparados para gobernar una ciudad y un reino como Zaragoza; es probable que tengan que pasar algunos años hasta que nuestro estandarte ondee sobre sus murallas de piedra, pero, por eso mismo, debemos estar preparados para cuando llegue nuestro momento.

Y así fue como acordamos un nuevo tratado de paz y amistad entre la mesnada del Cid y el ejército de Aragón, cosa no muy difícil. Más lo fue convencer a Sancho Ramírez para que hiciera lo propio con el rey de Zaragoza. Rodrigo tuvo que emplearse a fondo, como nunca antes lo había visto. Insistiendo en que Zaragoza era una pieza fundamental en la defensa ante la invasión almorávide, que seguía avanzando hacia el norte arrasándolo todo a su paso, al fin, ante la insistencia de Rodrigo y gracias a sus dotes de persuasión, Sancho Ramírez cedió y firmó el tratado de amistad con al-Mustain.

—Este aragonés es el hombre más terco con el que me he encontrado en toda mi vida; me ha hecho sudar mucho hasta que ha aceptado firmar la paz con al-Mustain y renunciar a Zaragoza, al menos por el momento —me confesó Rodrigo.

Regresamos con el tratado de amistad entre Sancho Ramírez y al-Mustain en la mano. En Zaragoza ya se conocía la noticia de que el ejército aragonés, cumpliendo sus compromisos, se había retirado hacia sus montañas del norte. Al-Mustain recibió a Rodrigo con los máximos honores que se concedían en el reino. Un escuadrón de la guardia real nos esperaba unas pocas millas al norte de la ciudad, ataviados con amplias capas amarillas y túnicas azules, con cascos con penachos de plumas y lanzas con gallardetes dorados. Rodrigo entró en la Ciudad Blanca atravesando el puente sobre el Ebro, aclamado por la multitud que lo había convertido en su héroe más apreciado.

—No creí que pudieras lograrlo —dijo al-Mustain cuando saludó a Rodrigo en el llano de la Almozara, donde se habían preparado varias competiciones para festejar el tratado de paz con los aragoneses.

—Fue duro. Esos aragoneses son difíciles de convencer.

—Tú, Rodrigo, lo has conseguido. Has demostrado ser un campeón en la batalla y un hábil diplomático en la paz. No sé qué admiro más, si tu habilidad y destreza en el uso de las armas y tu capacidad estratégica en el campo de combate, o tus dotes diplomáticas para alcanzar acuerdos ventajosos.

—Mi padre me enseñó a ser paciente y a no precipitarme, ni en mis juicios, ni en mis ímpetus.