Regresé a Daroca a las dos semanas y encontré a Rodrigo bastante repuesto. Se levantaba con facilidad y daba algunos paseos por los patios de la alcazaba apoyado en un bastón. No había recuperado el volumen muscular ni había perdido la palidez del rostro, pero las ojeras, antes tan marcadas, apenas se le notaban y había ganado bastante peso.
—Os encuentro muy bien —le dije.
—El aire de estas sierras siempre ha obrado milagros… y el vino. Pero cuéntame, ¿cómo te ha ido por Zaragoza?
Crucé mis brazos delante del pecho, carraspeé, tomé aire y dije:
—Al-Mundir nos recibió con toda cordialidad, como acostumbra. Os envía un saludo y su amistad.
—¿Sólo eso? —inquirió Rodrigo—. ¿Qué hay de nuestro acuerdo?
—Estaba presente un invitado con el que no contábamos.
—¿Quién?
—El conde de Barcelona.
—¡Berenguer! Demonio de hombre, mil veces que le venza, mil veces que volverá contra mí. ¿Es que jamás voy a poder quitármelo de encima?
—Como enemigo, tal vez no, pero si aceptáis su amistad… el conde de Barcelona dejará de ser un problema.
—¿Amistad? Ese maldito conde siempre ha estado en mi contra. Hace años que desea liquidarme; lo intentó en Almenar y de nuevo en Tevar, se ha aliado con el rey de Lérida, con los condes de Pallars, con el rey de Aragón, con el rey de Zaragoza, y hasta ha procurado convencer al rey de León para crear una gran alianza con el único fin de eliminarme. ¿Y ahora me propone que acepte su amistad?
—Berenguer Ramón estaba al lado de al-Mundir cuando éste me recibió en el Salón Dorado de su palacio de la Alegría. Parecen unidos por una férrea amistad; no creo que estén dispuestos a romperla por nuestra causa.
—Son ya nueve años los que hace que me persigue ese conde entrometido y ambicioso. Nada ha cambiado para que deje de ser mi enemigo. Hace sólo dos meses que intentó acabar conmigo en Tevar, y no tengo ninguna duda de que si me hubiera derrotado ahora yo estaría muerto o prisionero en una mazmorra de Barcelona.
—Es probable que el conde obre ahora de buena fe. Mirad.
Extendí delante de los ojos de Rodrigo el documento que había firmado Berenguer Ramón en Zaragoza. Rodrigo tomó el pergamino y lo leyó con detenimiento.
—No creo lo que dice —asentó Rodrigo.
—Renuncia a sus derechos sobre Lérida a cambio de que no lo molestemos en la repoblación de las ruinas de Tarragona.
—No es suficiente.
—Fijaos en las subscripciones: el diploma viene avalado por la firma del propio al-Mundir.
Rodrigo volvió a ojear el diploma.
—No creo en la sinceridad de Berenguer.
—Sois injusto, y creo que por primera vez no sabéis aprovechar una determinada circunstancia en vuestro favor. Si firmáis ese acuerdo, nuestra situación mejorará mucho: ya no sólo gozaremos de la amistad del rey de Zaragoza, como habíamos previsto, sino también de la del conde de Barcelona. Ese acuerdo es nuestra garantía de supervivencia.
—Ha sido mi enemigo…
—Le habéis vencido. Es él quien os demanda amistad, no vos. Así es como os pide perdón por sus errores y por su enconamiento contra vos. ¿Qué más queréis, que se arrastre a vuestros pies suplicándoos que lo aceptéis como amigo? ¡Por Dios Santo, es el soberano de un Estado cristiano!
—Rodrigo se arrebujó en su capote de lana. Se había movido un desapacible viento del oeste y unas nubes plomizas amenazaban lluvia.
—Se acerca el invierno —comentó Rodrigo.
—¿Firmaréis el tratado de amistad con el conde de Barcelona?
—¿Acaso me has dejado otra opción? Te ordené que pactaras con al-Mundir contra Berenguer y regresas con un acuerdo de paz y amistad con el conde de Barcelona.
Creo que si Rodrigo no hubiera estado todavía convaleciente de su enfermedad, y por ello débil de cuerpo, hubiera acabado conmigo allí mismo, pero es probable que la lucidez que algunas enfermedades provocan en la mente le hiciera ver que el tratado que tenía ante sus ojos era la mejor opción en ese momento.
—Acompáñame.
Entramos en la alcazaba y fuimos directos a un torreón en el que habíamos dispuesto nuestra pequeña cancillería. Rodrigo, todavía renqueante, cogió una pluma, la mojó en el tintero y firmó junto al nombre de Berenguer Ramón.
—Regresa a Zaragoza y entrégale este documento al conde de Barcelona. Dile que acepto su amistad. ¡Maldita sea!
Volví a Zaragoza y quedó sellado el acuerdo entre Berenguer y Rodrigo. El conde de Barcelona estaba encantado con su nuevo aliado y me propuso ir al encuentro con el Campeador.
—Se está reponiendo de una enfermedad —le dije.
—Pues en cuanto se encuentre bien, decidle que deseo verlo.
Regresé a Daroca. Rodrigo estaba curado de su enfermedad, y le comuniqué las intenciones de Berenguer.
Supusimos que tal vez fuera un truco, pero desistimos de semejante idea cuando vimos a Berenguer acercarse hasta Daroca con sólo una docena de caballeros.
El Campeador y el conde se saludaron con cordialidad aunque sin efusión. Berenguer Ramón sonreía abiertamente y parecía dichoso con su nuevo amigo. Rodrigo se mantenía serio pero afable, haciendo cuantos esfuerzos era capaz de realizar para fingir el rechazo que le seguía causando su antiguo enemigo.
—¡Amigo mío! —exclamó Berenguer al ver a Rodrigo, que había salido a recibirlo a las afueras de Daroca.
—Señor conde, sed bienvenido.
Los dos nuevos aliados cabalgaron codo con codo, como si nunca hubiera existido entre ellos la más mínima animosidad, y juntos entraron en la alcazaba.
Durante una semana el conde de Barcelona fue huésped del Campeador; comieron juntos, cabalgaron juntos y cazaron perdices con halcón en las laderas de las sierras que rodean Daroca. La personalidad alegre y desenfadada del conde, un hombre atractivo y seductor (varias muchachas pudieron comprobarlo en sus propias carnes aquellos días), limó las últimas reticencias del Cid, que acabó aceptando con gusto la amistad que se le ofrecía.
Aquella noche comíamos las perdices que los halcones habían abatido el día anterior. Rodrigo había organizado un banquete para recibir a varios caballeros catalanes que habían venido hasta Daroca para reunirse con su señor.
En la gran sala de la alcazaba cenábamos medio centenar de personas: Rodrigo y su esposa Jimena, los capitanes de la mesnada del Campeador, el conde de Barcelona y sus caballeros, el gobernador musulmán de Daroca y varios personajes de la ciudad, entre los que se encontraba el médico Abú Muhámmad, que con tanto acierto había logrado sanar al Cid. Entre perdiz y perdiz corría el recio vino de la tierra, de tono violáceo como los arándanos y de textura y sabor tan espesos que sólo podía beberse rebajado con agua y endulzado con miel.
El gobernador darocense había contratado a unas bailarinas y a unos músicos, que tañían dos rabeles y tocaban una chirimía y un tambor. Las muchachas bailaban entre los gritos y aullidos de los caballeros, cada vez más animados a causa del vino y de las contorsiones de las bailarinas, y pugnaban por zafarse de las manos de aquéllos a los que osaban acercarse demasiado.
Unos saltimbanquis hacían cabriolas entre danza y danza.
Aquella noche no hubo caballero que lo deseara que no yaciera con una mujer. ¡Dios, qué hermosos son sus cuerpos desnudos a la luz de la luna tras una sabrosa cena y una jarra de buen vino!
Las negociaciones con el conde fueron rápidas y precisas. Tal y como se había firmado, Berenguer renunciaba a sus pretensiones sobre Lérida, Tortosa y Denia, tanto de conquista como de cobro de parias, y a cambio tenía las manos libres para poblar Tarragona y su tierra, hasta las montañas de Prades.
El otoño se nos echó encima como un vendaval, y Rodrigo, ya totalmente repuesto, decidió dejar Daroca y poner de nuevo rumbo hacia Valencia. Desaparecido el peligro de un nuevo ataque por parte del conde de Barcelona y renovada la amistad con al-Mustain de Zaragoza, Valencia era otra vez nuestro objetivo y el objeto de nuestra ambición. Los darocenses nos despidieron alegres e incluso nos aprovisionaron de abundantes viandas para el camino. Estaban felices al vernos partir, pues durante los meses que allí permanecimos les causamos tan enorme dispendio que tardarían al menos un año en recuperarse.
Ascendimos por la fértil vega del Jiloca y pasamos la primera noche en el Poyo, junto a Calamocha. Todavía estaba en pie nuestra fortificación, en la cima del cerro sobre la llanada, pero no subimos hasta allá arriba para comprobar su estado de cerca, pues todos sabíamos que nuestro destino estaba en las ricas huertas de Valencia.
Desde el Poyo avanzamos hasta Teruel, una pequeña aldea de apenas cien casas encaramada en lo alto de un cerro desde el que se domina el paso hacia Albarracín por el río Guadalaviar, el camino hacia el norte por el Alfambra y la ruta hacia el sur por el Turia. Desde allí cruzamos unos desolados páramos en dirección sureste hasta que alcanzamos el curso del río Mijares, que seguimos hasta la costa. El Campeador había elegido Burriana como centro de nuestras futuras operaciones, y allí nos asentamos para desesperación de sus moradores, que tuvieron que vaciar sus graneros, sus bodegas y sus silos para abastecernos de pan, vino y aceite.
Desde Burriana dominábamos el camino de la costa entre Tortosa y Valencia y teníamos al alcance de nuestras lanzas la fortaleza de Sagunto, cuyo alcaide, Ibn Lupp, nos ofreció ocho mil dinares anuales a cambio de que lo dejáramos en paz, cosa que de momento hicimos con gusto.
Exigimos el pago de parias a todos los reyezuelos, gobernadores y alcaides de la región: Denia, Játiva, Tortosa, Albarracín, Alpuente, Segorbe, Jérica, Almenar, Liria y Valencia, todos trajeron su dinero a Burriana. Cuando hubimos recogido todos los impuestos, nuestras arcas estaban rebosantes. Hice un inventario de lo que contenían y sumé ciento cuarenta y nueve mil doscientos dinares; había tanto oro como el peso de seis hombres. Los musulmanes de Levante habían pagado sin excepción porque habían perdido toda esperanza en los almorávides; Yusuf ibn Tasufín no sólo no había podido reconquistar Toledo, sino que, iracundo por su fracaso, había vuelto sus armas contra Granada, a cuyo rey Abdalá había depuesto, incorporando esta ciudad y su reino al imperio africano. Los reyezuelos musulmanes ya sabían a qué atenerse: o nos pagaban parias a los cristianos a cambio de mantener su independencia o desaparecían devorados por la vorágine almorávide.
Habíamos superado los momentos más difíciles desde que saliéramos de Castilla, pero nos faltaba de nuevo la tierra, y para nosotros la tierra no era otra que Valencia. Durante las Navidades planeamos en Burriana los pasos a seguir para apoderarnos de Valencia. Rodrigo sostenía que primero era necesario someter a todos los castillos y fortalezas que la defendían, sobre todo aquellos que estuvieran a menos de veinticinco millas, y que la ciudad caería después por sí sola. Martín Antolínez creía que un asalto frontal sería lo más eficaz, aunque estimaba que las murallas y la abundante población eran armas poderosas.
—Hemos rendido otras fortalezas —alegó Martín Antolínez para justificar su propuesta.
—Jamás nos hemos enfrentado a un asedio de una gran ciudad como Valencia —le respondió el Cid.
—¿Qué importa el tamaño? Los valencianos se rendirán como conejos en cuanto el primer destacamento de nuestras tropas esté asentado en lo alto de cualquiera de sus muros.
—Tal vez, pero si no aseguramos los castillos que rodean Valencia, los sitiados seríamos entonces nosotros.
Como de costumbre, triunfó Rodrigo, quien gustaba de oír la opinión de sus capitanes aunque siempre tomaba él la decisión a seguir, y nos pusimos en marcha hacia Liria y el poyo de Cebolla, las dos principales fortalezas que defendían Valencia por el norte.
Cebolla se entregó sin apenas luchar en cuanto apretamos un poco el asedio, pero Liria estaba regida por un alcaide al servicio del rey de Zaragoza, quien pidió al Cid que le devolviera el dinero gastado en mantener dicho castillo si lo quería para él. Rodrigo no aceptó ninguna condición de al-Mustain y asolamos los alrededores de Liria, logrando un buen botín que enviamos a Burriana. El castillo era fortísimo y el alcaide, un hombre valiente y leal, estaba dispuesto a defenderlo a toda costa. Fue preciso requerir numerosos peones y ballesteros para reforzar el asedio, y en ello estábamos cuando hasta en nuestro campamento a los pies del castillo de Liria se presentó un correo del rey don Alfonso.
Una de las cartas que este correo portaba era de la propia reina doña Costanza. En ella recomendaba a Rodrigo que se reconciliara con su esposo el rey de León y de Castilla, y le ofrecía una buena oportunidad con motivo de la expedición que don Alfonso estaba preparando para atacar Granada. La presencia de los almorávides en ese reino había acabado con las abundantes parias que desde allí le pagaban a don Alfonso y el rey no estaba dispuesto a dejar así la cuestión.
Aquella cálida noche de primavera Rodrigo nos reunió a todos sus capitanes en el castillo de Cebolla, del que hacía muy poco que habíamos tomado posesión.
—La reina y algunos amigos de los pocos que me quedan en Castilla me recomiendan que acuda a la campaña de don Alfonso contra Granada. Me aseguran que si lo hago el rey me perdonará y aceptará la reconciliación. Estamos, queridos amigos, ante un gran dilema: si abandonamos lo que hemos logrado en tierras de Valencia y regresamos a Castilla, así como nuestros sueños de lograr ganar estas feraces huertas y nuestras heredades, abandonaremos nuestra vida errante y llena de peligros y podremos gozar de un solar seguro para nosotros y nuestros hijos.
—Yo prefiero el riesgo de la aventura a la placidez del sosiego —intervino el intrépido Martín Antolínez.
—Castilla es nuestra tierra, todo hombre necesita sentirse de algún sitio —dijo Bermúdez.
—¡Tonterías! Un hombre es de donde come. ¿Os habéis fijado bien en esta tierra? Hacedlo mañana al amanecer: contemplad desde lo alto de esta torre esas ricas y frondosas huertas repletas de árboles frutales, disfrutad con los anegados arrozales y con las exuberantes verduras y hortalizas, mirad el mar y las olas resbalando sobre la playa, disfrutad de la suave y cálida brisa acariciando la piel como la mano de una mujer, y luego decidme si cambiaríais todo esto por los yermos de Castilla —adujo Antolínez.
—Somos castellanos; si nuestra reina nos pide ayuda, debemos acudir prestos —sostuve yo.
Rodrigo nos miró, se levantó de la silla y, apoyándose en la mesa con los puños, nos dijo:
—Iremos a Granada, pero no dejaremos cuanto hemos ganado aquí. Tú, Diego, vendrás conmigo y tú, Martín, quedarás al mando de la hueste en Cebolla.
Con dos millares de soldados nos pusimos en marcha hacia Granada, y alcanzamos al rey don Alfonso unas cuantas millas al norte de esta ciudad, después de dos semanas de marcha. Rodrigo y don Alfonso se saludaron cortésmente; el Cid clavó su rodilla derecha en tierra y le besó la mano al rey. Aquella fue la última vez que lo vi postrarse ante alguien. Don Alfonso lo recibió con todos los honores.
Reunido el ejército, avanzamos hasta Granada. El rey instaló su campamento sobre las ruinas de una ciudad llamada Elvira, famosa y muy poblada tiempo atrás pero que había quedado abandonada cuando los nuevos reyes de la dinastía Zirí decidieron trasladar la capital a Granada. Rodrigo nos ordenó plantar nuestras tiendas en la llanura, justo entre Granada y Elvira. Y aquello disgustó a don Alfonso. Hubo algunos maldicientes que intrigaron ante el rey diciéndole que Rodrigo había levantado su campamento en ese lugar con evidentes ganas de provocar. Dijeron que entre las huestes del Cid se comentaba que el campamento real, a resguardo en lo alto de las colinas de Elvira y con la espalda protegida por las alturas de Sierra Nevada, parecía obra de cobardes, mientras que el del Campeador, en plena llanura, había sido dispuesto por hombres que no conocían el miedo.
Don Alfonso debió de creer aquellas patrañas, porque se sintió muy molesto y demandó de Rodrigo la causa de la ubicación de su campamento.
—Me habéis llamado para que os ayude, señor. Y mi mejor ayuda es la de serviros de escudo contra esos almorávides. Si deciden golpearnos con un ataque, yo estaré entre vos y ellos, y os serviré como coraza y defensa.
Al oír estas palabras en boca de Rodrigo, los nobles leoneses y algunos de los castellanos que acompañaban a Alfonso murmuraron entre ellos. Pude escuchar cómo alguno decía que la soberbia y altanería de ese desterrado infanzón era intolerable y que su apostura y descaro bien merecían un castigo.
Don Alfonso estaba serio y circunspecto. Rodeado de una camarilla de nobles, tan inútiles como envidiosos, tampoco podía soportar que un caballero como Rodrigo, a quien por dos veces había desterrado, hubiera podido sobrevivir por sí mismo, reclutar semejante ejército y someter a parias a tantos reinos, ciudades y castillos de al-Andalus. La propia existencia del Campeador hacía más evidentes sus propias carencias y sus fracasos, y de ningún modo podía consentir eso un monarca como don Alfonso.
Durante varios días permanecimos acampados cerca de Granada. Los almorávides, parapetados detrás de las murallas de la ciudad, no ofrecieron batalla, pese a los requerimientos que para ello les hacíamos en todo momento. Ni siquiera recibieron a una embajada que portaba una misiva retándolos a un combate a las puertas de su ciudad.
Don Alfonso, iracundo y cansado, parecía agotado y rendido, pero sobre todo humillado por no poder hacer nada para conquistar Granada. Los defensores almorávides se mofaban de él desde lo alto de las murallas y algunos de sus hombres murmuraban que Rodrigo había sido mucho más valiente al plantar sus tiendas en el llano y no sobre las colinas. El rey, desesperado y muy molesto, ordenó levantar los campamentos y regresar a Toledo.
Nos detuvimos cerca de la ciudad de Úbeda, en la ribera del río Guadalquivir. Rodrigo nos ordenó que montáramos las tiendas a la orilla misma del río, cerca de un vado por el que lo cruzaríamos al día siguiente. Don Alfonso había elegido para acampar un pequeño altozano desde el que se dominaba la llanura y el río. Desairado al ver que el Campeador se instalaba por su propia cuenta, montó su caballo y, escoltado por una docena de jinetes de su guardia personal, irrumpió en la tienda de Rodrigo.
—¡Maldito insolente! —gritó el rey en cuanto vio al Campeador.
—Majestad, es un honor recibiros en mi campamento.
—¡Eres un perro traidor!
—Os equivocáis, señor —asentó el Cid con serenidad.
—Desde que llegaste a nosotros has buscado cualquier ocasión para desacreditarnos ante nuestros hombres. Lo hiciste ante los muros de Granada, poniéndonos en evidencia al no proteger en las alturas tus tiendas, y ahora vuelves a hacerlo colocando tu campamento a la orilla del río, mientras nosotros nos asentábamos al refugio de ese altozano. Pretendes que todos crean que no tienes miedo y que eres el mejor y el más valeroso de nosotros. Tu ayuda no es sino una farsa y tus excusas una sarta de mentiras. Has sido un traidor y lo seguirás siendo mientras vivas. En tu sangre habita la esencia de la mentira y el engaño, y sólo infidelidad y traición pueden esperarse de ti.
—Esas acusaciones son falsas —dijo Rodrigo.
—¿Me tratas de mentiroso?
—No, majestad, sólo os digo que cuanto estáis afirmando es falso.
—Nunca debí hacer caso a mi esposa.
El rostro de don Alfonso estaba rojo de ira. Sus ojos brillaban como ascuas encendidas y las venas del cuello palpitaban como el corazón abierto de una gacela. Hizo ademán de empuñar su espada, pero comprendió que Rodrigo se defendería, y además no estaba seguro de si sus hombres podrían reducir a los del Campeador. Lo pensó dos veces y giró sobre sus pasos. Subió al caballo con la ayuda de un escudero y maldijo al Cid y a su familia antes de marchar.
—¿Cómo lo habéis aguantado? Deberíamos haber…
—No, Diego, no —me interrumpió Rodrigo—. Si me hubiera vuelto contra él, sus palabras hubieran sido proféticas. El rey esperaba que yo alzara mi mano ante él, y así tener una buena excusa para detenerme. Gracias a Dios he podido resistir la tentación de ensartarlo aquí mismo con mi espada.
»Ordena a los capitanes que digan a sus hombres que recojan las tiendas; esta misma noche regresamos a Valencia.
Levantamos el campamento con las armas en la mano. Rodrigo no confiaba en el rey y nos previno para que estuviéramos atentos, pues creía probable que aprovechando la noche, don Alfonso decidiera apresarlo. Nos había dicho que en ningún momento provocáramos a las tropas reales, pero que si nos atacaban, respondiéramos como si se tratara de nuestros peores enemigos.
Por fortuna no ocurrió nada y nos marchamos tranquilos hacia el este, camino de Valencia. Rodrigo cabalgaba cabizbajo, triste y apenado. Todos comentaban que su abatimiento era debido a que el rey de León había sido injusto con él, pero yo creo que eso le importaba bien poco; me parece que su tristeza la causaba el remordimiento por no haber hecho nada por callar la boca a don Alfonso. Rodrigo había cambiado tanto desde el segundo destierro que todavía sigo sin entender cómo pudo contenerse ante los insultos del rey. No creo equivocarme si digo que si en el viaje de regreso a Valencia el Cid se hubiera topado de nuevo con don Alfonso, no le hubiera permitido afrentarlo del modo en que el rey de León lo hizo en el vado del Guadalquivir. Yo mucho me equivoco, o el Campeador hubiera deseado que el rey hubiera desenvainado su espada para hacerle frente y zanjar de una vez por todas cuantos agravios le había causado en los últimos años.
Por el camino de regreso nos enteramos de que el emir de los almorávides había decidido acabar con los reinos de taifas. Numerosos ulemas habían dictado varias fatwas mediante las cuales consideraban lícito deponer a estos reyes, a los que consideraban corruptos y traidores al islam, y concedían los permisos religiosos y jurídicos a Yusuf ibn Tasufín para desbaratarlos e incorporarlos al Imperio almorávide.
Si los reinos de taifas quedaban integrados en el Imperio almorávide, el rey de León dejaría de cobrar las abundantes parias y sus arcas sufrirían un enorme quebranto. Por ello, intentó evitar la conquista almorávide enviando un ejército al mando de Álvar Fáñez para rechazar al que había desembarcado en Algeciras y que estaba conquistando el valle del Guadalquivir, pero aunque las tropas del pariente del Cid lucharon con fiereza y valentía y les causaron muchas bajas, los almorávides eran tan numerosos que acabaron venciendo en una batalla en Almodóvar.
Tras aquel combate, una princesa musulmana llamada Zayda, que había quedado viuda del hijo del rey de Sevilla (muerto defendiendo Córdoba contra los almorávides), se refugió entre los cristianos; fue amante del rey Alfonso durante varios años hasta que se bautizó y, viudo de nuevo el rey, se convirtió en su esposa adoptando el nombre cristiano de Isabel. Ella fue la madre del infante don Sancho, que fue muerto en la batalla de Uclés hace ahora dos años y que si hubiera sobrevivido, ahora sería el rey de León y de Castilla en vez de nuestra reina doña Urraca, su hermana.
Los almorávides avanzaban incontenibles por todas partes. Granada, Córdoba, Sevilla…, una a una, todas las orgullosas ciudades de los taifas fueron cayendo en sus manos, y sus monarcas, con todas sus familias, fueron deportados a África.
Nosotros volvíamos a encontrarnos en serias dificultades. Enemistados con don Alfonso, alejados de la amistad del rey de Zaragoza, limitados al norte por nuestro pacto con el conde de Barcelona, no teníamos más salida que resistir.
—Necesitamos una fortaleza, un fortín inexpugnable desde el que nos podamos defender del avance de los almorávides —me dijo Rodrigo.
—Tal vez si nos enfrentáramos a ellos en campo abierto… —observé.
—Sus ejércitos están compuestos por miles de hombres. Nos superan en uno a cuatro, por lo menos. En una batalla frente a frente no tendremos la menor oportunidad. Mi pariente Álvar no ha podido con ellos en Almodóvar, pese a disponer de abundantes tropas y soldados bien pertrechados, veteranos en cien batallas. Esos africanos son como la marea, como las olas de la playa: puedes rechazarlos una vez, pero vuelven de nuevo, y en cada envite con más fuerza. Nuestra única posibilidad es fortificarnos, esperar a que ellos mismos se desgasten y entonces darles el golpe definitivo.
—¿Qué pensáis hacer? —inquirí.
—He visto que los almorávides no tienen capacidad para asediar y conquistar fortalezas que estén bien provistas y defendidas, por eso levantaremos el castillo más poderoso jamás construido, lo dotaremos de murallas inexpugnables y lo abasteceremos de pertrechos y provisiones para que sus defensores puedan resistir al menos un año sin salir de él. Hay que buscar un lugar apropiado al sur de Valencia, así también defenderemos a esta ciudad, que ha de ser en el futuro nuestro sustento.
En aquellos días, en tanto dábamos vueltas buscando el lugar más apropiado para construir la fortaleza que había imaginado Rodrigo, el alcaide de Játiva ordenó derribar un castillo situado unas pocas millas al sur, sobre un cerro en la serranía que corre desde el interior hasta Denia.
Allí nos dirigimos y comprobamos que el lugar era extraordinario. Al pie de la sierra de Moncabrer, como un cachorro recostado a las faldas de su madre, se alzaba un cerro casi cónico, de laderas muy empinadas y de fácil defensa. Desde allí se atisbaban varias alturas y desde las atalayas cercanas se poseía un dominio casi absoluto de todas las rutas que desde el sur convergían hacia Valencia, Había agua abundante y los alrededores no eran propicios para el despliegue de un gran ejército. Unos batallones bien entrenados y formados por jinetes veteranos podían mantener en jaque a contingentes mucho mayores debido a las estrechuras del terreno y a lo angosto de los pasos.
A la vista de aquel cerro, por cuyas laderas se esparcían los restos arrumbados de la fortaleza recién demolida, Rodrigo decidió que ese otero, al que las gentes de aquella comarca llamaban Peña Cadiella, sería la base de nuestro castillo.
Nos pusimos manos a la obra de inmediato gracias a una buena cantidad de plata y oro que nos proporcionó el rey de Valencia. Nuestros alarifes, ya muy duchos en la edificación de fortalezas, excavaron un gran foso en el que asentaron con piedras y cal los cimientos; de Valencia vinieron albañiles mucho más expertos, y bajo su dirección se fueron elevando los muros de argamasa de cal hasta alcanzar la altura de ocho hombres, los más altos que hasta entonces habíamos construido. Durante todo el otoño, mientras los peones y los albañiles levantaban la fortaleza, nos ocupamos en conquistar y someter algunos pequeños castillos y atalayas y en aprovisionarnos para el invierno. Estábamos convencidos de que el ataque almorávide se produciría en primavera, en cuanto el emir Yusuf ibn Tasufín hubiera sometido las últimas taifas.
A fines del otoño del año del Señor de 1091, el castillo de Peña Cadiella estaba terminado; sus altos muros y sus paredes exteriores revocadas con argamasa le conferían un aspecto formidable. Cualquiera que se planteara conquistarlo lo pensaría dos veces antes de lanzarse a un asalto que parecía casi imposible.
Dejamos en Peña Cadiella una nutrida guarnición y volvimos a Valencia. Allí nos enteramos de que la fortaleza de Aledo había caído en manos almorávides. Fue para nosotros una enorme decepción, pues Aledo era al menos tan inexpugnable como Peña Cadiella, y muchos fuimos los que tuvimos dudas sobre la conveniencia de la construcción que acabábamos de finalizar. Rodrigo nos calmó a todos diciendo:
—Sé que estáis desolados por la pérdida de Aledo. Pero no es comparable a Peña Cadiella. El rey Alfonso había dejado a los defensores de Aledo abandonados a su suerte, sin apenas pertrechos y sin posibilidad de recibir tropas de refresco y ayuda. Eso no ocurrirá con Peña Cadiella: no consentiré que la fortaleza quede desabastecida y siempre habrá en la fortaleza almacenadas provisiones para al menos un año. Aledo estaba en el corazón del territorio musulmán, en cambio, para llegar hasta aquí tendrán que disponer de buenas líneas de suministros para sus tropas; en caso contrario no podrán permanecer más de dos o tres meses, y sabemos por experiencia que los almorávides no saben prácticamente nada de intendencia. Son incapaces de estar en campaña más allá de esas ocho o nueve semanas.
Las explicaciones y la firmeza de convicción de Rodrigo parecieron convencer a los capitanes, y la mayoría se quedó tranquila, pero yo sabía que la caída de Aledo preocupaba mucho al Campeador y por eso no tardó en ordenar que se construyera una segunda muralla para reforzar la fortaleza de Peña Cadiella todavía más. Y para que nadie tuviera dudas de que Rodrigo confiaba en su estrategia, envió por unos días a Jimena y a los niños a Peña Cadiella y nombró alcaide del castillo al caballero don Martín de Cillas, uno de los más competentes capitanes de nuestra mesnada.
Pasamos las Navidades en Valencia. Jimena y los niños acudieron a reunirse con Rodrigo, quien fue acogido con todos los honores por el débil al-Qádir.