A finales del invierno murió al-Mundir de Lérida; le sucedió su hijo Sulaymán, que adoptó el apodo de Said ad-Dawla, «la espada de la dinastía». El conde de Barcelona aprovechó esa circunstancia para avanzar hacia nosotros con un gran ejército que había reclutado durante el invierno con el dinero que le había pagado al-Mundir. Atravesó el reino de Zaragoza y fue a acampar cerca de Calamocha.
El Cid optó por abandonar Morella y ordenó que nos trasladáramos hacia el este. Nos fortificamos en un lugar al que llamamos Iber, una formidable posición desde la que dominábamos los caminos hacia Zaragoza, Morella y el río Jiloca.
El conde de Barcelona encabezaba un ejército formidable, pero ni aun así estaba seguro de su victoria, pues buscó la alianza del rey de Zaragoza. Nuestros espías nos informaron que los dos soberanos se entrevistaron en Daroca. Berenguer Ramón y al-Mustain habían sido enemigos, pero en aquella entrevista trataron de acabar con las inveteradas disensiones entre ambos. Berenguer Ramón era un gobernante ambicioso y ávido de riquezas y al-Mustain no estaba en condiciones de enfrentarse con él. Pactaron que Zaragoza pagaría a Barcelona parias a cambio de la paz y la amistad y que ambos se ayudarían mutuamente contra cualquier enemigo que los atacase.
Esta alianza jugaba en nuestra contra, y Berenguer Ramón quiso aprovechar la ventaja para convencer a al-Mustain de encabezar juntos un ataque contra Rodrigo. El zaragozano nos conocía bien y sabía de nuestra capacidad para el combate, por eso frenó el ímpetu del barcelonés y lo convenció para ir a ver al rey de León y de Castilla; si don Alfonso se aliaba con ellos, daban por segura nuestra derrota.
Entre tanto, nosotros seguíamos a la espera de lo que pudiera suceder. En ningún momento bajábamos la guardia y cada semana enviábamos patrullas para vigilar los caminos; Rodrigo demandaba constante información y nuestro campamento era un permanente trajín de idas y venidas en todas las direcciones. Jimena y los niños habían quedado a resguardo en el castillo de Morella, donde habíamos dejado a un centenar de hombres, suficientes para defender la fortaleza hasta que acudiéramos en su ayuda si era necesario.
Aguardábamos con impaciencia, y no sin cierto temor, la decisión que tomara don Alfonso cuando Berenguer Ramón le propuso venir contra nosotros, y respiramos aliviados al conocer que el rey de León había rechazado la alianza con el barcelonés. Don Alfonso sabía que si el Cid desaparecía de esta región, todas las tierras entre Tortosa y Denia caerían en manos de Barcelona, y tal vez también Zaragoza, y el monarca leonés no quería renunciar a incorporar ambos reinos a su corona.
Nuestra situación era peor que nunca. Estábamos rodeados de enemigos por todas partes y nada teníamos para apoyarnos. Berenguer Ramón disponía de un ejército que, según nuestros informadores, nos doblaba en número de efectivos y la mayor parte de sus componentes estaba curtida en sangrientas batallas y luchas fronterizas.
—Estamos acosados, Diego, y no tenemos a quién acudir. Dependemos de nosotros mismos y por primera vez luchamos para sobrevivir.
—Podríamos pedir ayuda a don Alfonso —le dije.
—El rey sigue muy enojado conmigo; no ha hecho nada para liquidarme, pero tampoco moverá un sólo dedo para salvarme. El conde de Barcelona no ha olvidado la afrenta de Almenar, y una bestia herida es más peligrosa que una sana. Y Berenguer Ramón está herido en su orgullo, que es donde más le duele.
—Sí, un jabalí herido es muy peligroso, lo recuerdo muy bien, pero en esa situación su ataque suele ser ciego. Carga de frente contra lo primero que ve pero no se fija en lo que está pasando a sus flancos.
—Pese a todo deberemos emplear toda nuestra fuerza y toda nuestra astucia, y además contar con que la suerte y la fortuna nos sean propicias.
Rodrigo seguía creyendo en las señales, por eso se alegraron sus ojos cuando al acabar de hablar de la suerte y la fortuna cruzaron volando ante nosotros dos palomas blancas.
El ejército barcelonés, con nuevos efectivos, se desplegó por los alrededores de Calamocha, instalando un puesto de observación en el que había sido nuestro castillo del Poyo. El conde había regresado de su entrevista con el rey de León con las manos vacías y eso había sembrado algunas dudas entre los nuevos aliados.
Al-Mustain había pactado un acuerdo con Berenguer Ramón confiado en que don Alfonso también lo haría, pero cuando el leonés rechazó la alianza, al-Mustain tuvo serias dudas. Quizá temiera a nuestras fuerzas, o tal vez se arrepintiera de su alianza prematura con el barcelonés, o probablemente recordara los tiempos en que siendo príncipe de Zaragoza, durante el reinado de su padre el gran al-Mutamin, Rodrigo le enseñara a montar a caballo y a manejar la lanza y la espada.
Rodrigo escribió una carta al rey de Zaragoza en la que insultaba a los guerreros del conde de Barcelona: los llamaba débiles y recomendaba a al-Mundir que se buscara una mejor y más valerosa compañía.
Estábamos comiendo en el campamento de Iber después de haber revisado, como todos los días, el estado de las tropas. Uno de los guardias entró en la tienda, donde dábamos buena cuenta de un guiso de cordero, y nos anunció que aguardaba un correo del rey al-Mustain con un mensaje del soberano de Zaragoza para el Cid.
Martín Antolínez, siempre desconfiado, le preguntó al soldado de guardia si habían cacheado al mensajero, y éste le respondió que lo habían desarmado.
Rodrigo ordenó que lo condujeran a su presencia y poco después entró en la tienda un hombre joven, de tez morena y pelo pajizo.
—Señor don Rodrigo —dijo—, me envía mi soberano al-Mustain billah, a quien Dios guarde, señor de Zaragoza…
—De acuerdo, de acuerdo. ¿Qué quiere mi viejo amigo? —Rodrigo pronunció la palabra «viejo» remarcando cada una de las sílabas, como si las acompañara con el toque de una campana.
—Su majestad está apenado por haber pactado una alianza en contra vuestra; cometió un error y desea resarciros.
—¿Me envía tropas para ayudarme contra su nuevo aliado? —Rodrigo volvió a emplear el mismo tono con la palabra «nuevo».
—Me temo que eso no es posible, pero os traigo una información que os será muy útil.
—Habla.
—Su majestad quiere que sepáis cuáles son las intenciones del conde de Barcelona.
—Eso no es ninguna novedad —intervino Rodrigo.
—El conde os atacará con todas sus fuerzas. Os quiere sorprender en vuestro campamento y caer sobre vos como el azor sobre la paloma desprevenida.
—¿Cuántos son? —preguntó Rodrigo.
—Seis mil jinetes; todos ellos veteranos en combate.
—¡Seis mil! —exclamó Martín Antolínez.
—¡Un momento! —intervino Rodrigo—. ¿Cómo sabemos que no eres un impostor al servicio del conde de Barcelona?
—Por el anillo de oro que luce don Diego de Ubierna en su mano; en el interior está escrita en árabe la palabra «amistad». ¿Os sirve como garantía?
Froté el anillo que me había regalado Yahya y asentí con la cabeza.
—¿Podemos fiarnos de este hombre? —me preguntó Rodrigo.
—Ciegamente —afirmé con rotundidad recordando la amistad de Yahya.
—Bien, ¿hay tropas de Zaragoza con el conde? —inquirió Rodrigo.
—Un batallón, unos cincuenta hombres, algo testimonial.
—¿No decías que tu rey estaba arrepentido? —le dije.
—No ha tenido otro remedio que aportar ese batallón, de lo contrario el conde de Barcelona amenazó con ir contra Zaragoza.
Después, el mensajero de al-Mustain nos detalló los planes de Berenguer Ramón, el camino que iba a seguir, la configuración de su ejército, su fortaleza y su debilidad. Fue un amplio informe que nos sirvió de gran ayuda para preparar la estrategia en la batalla que se avecinaba.
—Seis mil hombres… ¡Hum!, es una fuerza formidable; tal vez el mayor ejército cristiano jamás reunido en estos reinos. Diego —me dijo Rodrigo—, coge pergamino y pluma, y escribe.
Llamé a mi criado y le ordené que me trajera la caja donde guardaba mis instrumentos de escritura. En cuanto estuve preparado, el Campeador me dictó la siguiente carta:
A mi leal amigo al-Mustain, soberano de Zaragoza:
Agradezco vuestra información sobre los movimientos del conde de Barcelona y sobre su intención de atacarme. No le tengo ningún miedo, aunque sus guerreros sean tantos como las estrellas del cielo, y por la fe que profeso en Dios, le aguardaré sereno, firme, y si desea entablar batalla, lo estaré esperando.
—Da las gracias a tu rey y deséale en mi nombre salud y buena ventura.
En cuanto se hubo marchado el mensajero de al-Mustain, Rodrigo ordenó convocar a todos los capitanes.
—Caballeros —nos dijo—, el conde de Barcelona viene contra nosotros al frente de un ejército de seis mil hombres. Le haremos frente en el barranco de Tevar.
—Pero nos triplican en número. Sería más seguro retirarnos hacia Morella —opinó Pedro Bermúdez.
—Tal vez fuera eso lo más prudente, pero… ¿qué haríamos después, adónde iríamos?
—Morella es inexpugnable —dijo Bermúdez.
—Tal vez, pero por un tiempo. ¿Cuántos meses podríamos resistir en Morella antes de que nos rindiera el hambre? ¿Tres, cuatro…, tal vez seis?
—Hemos de combatir —intervino Martín Antolínez.
—Sabéis que en muchas ocasiones he sido partidario de alcanzar un acuerdo antes que librar una batalla, pero ahora sólo tenemos una cosa que el conde de Barcelona desee de nosotros: nuestra propia vida.
—Busquemos un lugar hermoso para la batalla y muramos empuñando nuestras espadas si es preciso —sentenció Martín Antolínez.
Rodrigo sabía que no podíamos vencer al conde de Barcelona en campo abierto y optó por levantar el campamento de Iber y marchar hacia un valle cerrado en el pinar de Tevar, al cual sólo se podía acceder a través de una estrecha garganta. Allí nos parapetamos y construimos barreras que hicieran todavía más difícil la entrada de un ejército.
Por las alturas circundantes comenzamos a avistar patrullas de soldados catalanes que seguían nuestros movimientos y que regresaban ante su señor para mantenerle informado de nuestra situación.
La alegría de Berenguer Ramón debió de ser enorme cuando le informaron de que estábamos encerrados en un valle sin posibilidad de escapar. Fue entonces cuando el conde se envalentonó y, mediante un jinete que enarbolaba una bandera blanca, le envió a Rodrigo una carta en la que lo llamaba cobarde y traidor y le aseguraba que pronto se cobraría la afrenta de que le había hecho objeto en Almenar.
—Fijaos —nos contó Rodrigo—: el conde Berenguer me reta a una batalla y me amenaza con asirme a un cepo de hierro, y aun con la muerte.
Y Rodrigo le contestó burlándose del conde, recordándole anteriores derrotas y acusándolo de falta de valor y de su crimen fratricida.
—Cuanto más enojado esté el conde, más errores cometerá —me dijo Rodrigo cuando el guerrero catalán se alejaba hacia sus líneas portando nuestra respuesta.
Berenguer Ramón estalló de ira cuando leyó la carta con la que el Campeador respondió a su misiva y, ciego por los deseos de venganza, decidió atacar al día siguiente.
Nuestra posición era precaria y sólo podíamos vencer recurriendo a la astucia o a la intrepidez. Debilitar las fuerzas del contrario siempre es una buena táctica, y por eso nos planteamos cómo lograrlo. Rodrigo tramó un ardid mediante el cual algunos de nuestros caballeros fingirían una deserción y contarían a los capitanes del conde de Barcelona que el Cid estaba planeando aprovechar la noche para escapar por diversos lugares de los montes que cerraban el valle.
—Si convencemos a nuestro enemigo de que aprovechando la noche vamos a dispersarnos por todas partes, deberá emplear a muchos de sus hombres para cerrar todas las posibles vías de escape. Entonces, debilitado su frente de combate, tendremos alguna oportunidad.
Así, un par de docenas de caballeros salió en busca de las patrullas del conde, se entregaron afirmando que huían del bando de Rodrigo porque no querían morir en aquel estrecho valle, y contaron al conde de Barcelona que esa misma noche todos los hombres del Campeador tratarían de huir escalando las laderas de los montes y dispersándose por aquellas boscosas sierras.
Berenguer Ramón creyó lo que contaban los falsos desertores y ordenó que se formaran varias patrullas, todas ellas muy numerosas, y que desde el atardecer se fueran apostando por todos los pasos de los cerros y montes para impedir que escapara un solo hombre de la hueste del Campeador. Casi la mitad del ejército barcelonés se empleó en esta tarea, en tanto la otra mitad quedó en posición de combate a la entrada del valle.
La noche estaba en calma y sólo se oían las llamadas de algunas aves en celo y el canto de los grillos y las cigarras. Poco antes de amanecer vimos recortarse sobre las cimas de los montes circundantes las figuras de los soldados catalanes que durante la noche habían tomado posiciones a nuestro alrededor.
Rodrigo apretó los dientes y nos ordenó que nos caláramos la celada y enristráramos las lanzas.
—En cuanto estén desplegados cargaremos con toda nuestra fuerza. La mitad de sus hombres está desperdigada por las alturas; ahora estamos en igualdad, frente a frente.
El Campeador se colocó en primera línea. Vi cómo se apretaba el casco de combate tirando bien fuerte de las correas y cómo se estiraba los guantes para que quedaran perfectamente ajustados a sus manos. Miró a su derecha y a su izquierda y comprobó que todos sus caballeros estábamos dispuestos para la batalla. A la entrada del valle, en la estrecha garganta, aparecieron los catalanes. La angostura del terreno no les permitía maniobrar con soltura y apenas podían formar un frente de veinte jinetes. Cuando la mitad del ejército del conde estuvo dentro del valle, Berenguer Ramón mandó cargar. El catalán cometió un grave error, porque nuestra respuesta resultó mortal.
El Cid espoleó a su caballo y todos lo seguimos a la muerte o a la victoria. La precipitación y la falta de prudencia del conde fueron su ruina. Confiado en su ventaja numérica y en que la iniciativa estaba de su lado, no supo esperar a que todo su ejército estuviera dentro del valle, desplegado frente a nosotros, y su ansiedad por vencer lo condujo a una terrible derrota.
Caímos sobre ellos como rayos aprovechando que nuestra posición en la zona alta del valle nos otorgaba ventaja, que nuestra caballería se había desplegado en casi todo su frente y que el enemigo estaba encajonado en la estrecha garganta en la que sus escuadrones apenas podían maniobrar. Los arrollamos como a un trigal abatido por la tormenta. Rodrigo repartía tajos a uno y otro lado ante los aterrorizados y sorprendidos catalanes, que caían a sus pies como las mieses ante la hoz del segador. Yo luchaba a su lado, como acostumbraba desde que lo hice en la primera batalla, protegiéndonos mutuamente los flancos. Los catalanes comenzaron a retroceder ante nuestro empuje, luchábamos por nuestras propias vidas, y cedieron agobiados por nuestra carga y por la estrechez del lugar, donde apenas podían moverse.
Yo me sostenía sobre mi caballo lanzando estocadas y tajos, procurando mantenerme firme entre Rodrigo y un caballero franco que se nos había unido meses atrás atraído por la fama del Campeador. Nuestra carga había sido tan contundente que los catalanes retrocedían hacia la garganta pisándose los unos a los otros, aplastados por nuestros caballos. Casi los habíamos arrollado cuando oí un relincho a mi izquierda. Me giré para ver qué pasaba y vi que el caballo de Rodrigo se encabritaba sobre los cuartos traseros y caía al suelo atrapando al Campeador bajo su enorme corpachón acorazado.
Algunos de nuestros jinetes dudaron en seguir luchando al contemplar la figura de su señor descabalgada, pero yo les animé a que continuaran peleando como lo estaban haciendo. Sin Rodrigo, cualquier combate era mucho más difícil, pero gracias a la Providencia logramos vencer al conde.
Cuando cesó la batalla, centenares de soldados catalanes yacían muertos a la entrada del valle. Muchos habían caído ensartados en nuestras lanzas, sorprendidos por la violencia de nuestra carga, otros habían sido muertos con nuestras espadas y muchos más habían sido aplastados por los cascos de nuestros caballos. Atrapados entre nosotros y la estrecha garganta, muchos de ellos ni siquiera habían tenido oportunidad de enristrar sus lanzas o de desenvainar sus espadas. La matanza fue terrible. No menos de dos mil cadáveres yacían por el suelo, deshechos y ensangrentados, y otros tantos soldados fueron apresados.
Rodrigo había quedado maltrecho; la caída del caballo le había producido fracturas en la pierna y en un par de costillas, y tenía medio cuerpo lleno de heridas y magulladuras.
Ordené a unos escuderos que llevaran a Rodrigo a su tienda y a nuestros soldados que colocaran a los prisioneros en el fondo del valle, de espaldas a una pared de roca. Después fui a la tienda de Rodrigo, donde lo estaban lavando con agua de hierbas.
—¿Cómo os encontráis? —le pregunté.
—Tengo el cuerpo tan dolorido como si me hubieran pateado cien yeguas furiosas —me dijo.
—Creo que se ha roto la pierna y varias costillas. Tenemos que inmovilizarlo —comentó el físico que nos acompañaba en cada batalla.
—El conde se ha rendido con todos sus hombres; los hemos agrupado al fondo del valle: son casi tres mil —le dije a Rodrigo.
—¿El conde está bien?
—Tiene algunas lesiones en las manos y en el rostro, pero su aspecto parece bueno; sin duda, lo que más herido tendrá será el orgullo.
—Ordena que lo separen del resto de los hombres y que lo retengan en una de las tiendas.
Y así lo hice. Cuando fui a buscarlo, el conde Berenguer estaba en medio de sus soldados, rodeado por una docena de nobles. Todos estaban sentados en el suelo, con la cabeza entre las manos, el pelo y la barba llenos de sangre seca y las túnicas hechas jirones.
—Señor conde —le dije—: acompañadme, os instalaréis en una de las tiendas; si lo deseáis, os enviaré a nuestro físico para que cure vuestras heridas.
—Estoy bien. Sólo deseo ver al Cid.
El conde tenía los ojos llorosos y la aflicción en el alma.
—Os conduciré hasta su tienda, pero no sé si él querrá veros.
—Os lo ruego —insistió.
—Acompañadme.
Escoltado por dos lanceros, lo conduje hasta la tienda de Rodrigo y le dije que esperara ante la puerta. Yo entré y vi a Rodrigo sentado en una silla de madera, con la pierna entablillada atada con unas gruesas tiras de cuero.
—Señor, afuera está el conde de Barcelona; os pide que lo recibáis.
—No deseo verlo. Llévatelo de aquí y que quede bajo custodia permanente.
No me atreví a replicar y salí en busca del conde.
—Mi señor no desea recibiros —le dije escueto.
—Os lo ruego, insistid, tengo que hablar con él.
—Lo siento, señor conde.
—¡Tened misericordia, apiadaos de mí, os lo suplico, os lo suplico!
El conde chillaba con todas sus fuerzas para que el Cid pudiera oírlo, pero Rodrigo se mantuvo dentro de su tienda sin querer hablar con Berenguer. No sé por qué lo hizo, pero creo que Rodrigo no quiso que el conde de Barcelona lo viera postrado, con la pierna entablillada.
Entre tanto, el Campeador ordenó perseguir a las patrullas que se habían desplegado por los montes de alrededor, la mayoría de las cuales huyó hacia el norte en cuanto se enteró de la derrota del conde, y dio permiso a nuestros hombres para que saquearan el campamento enemigo. Allí encontramos una enorme cantidad de tesoros, sobre todo un juego de vasos y copas de plata en oro macizo que el conde usaba en su mesa.
Con la ayuda de dos criados hice el inventario de todo lo conseguido como botín, y durante dos días nos dedicamos a curar nuestras heridas, a vigilar a los prisioneros y repartir el botín ganado en la batalla.
Una semana después del combate de Tevar, el Cid no parecía mejorar. Seguía con la pierna entablillada, no podía andar y el pecho le dolía cuando respiraba o cuando comía. Poco a poco fuimos liberando a los prisioneros. Siguiendo las instrucciones de Rodrigo, yo había acordado con el conde de Barcelona un rescate de ochenta mil marcos de oro según el peso de Valencia. Esa cantidad era la más grande que jamás habíamos visto junta.
Durante dos semanas más nuestro campamento fue un ir y venir de gentes que marchaban a sus casas y regresaban con el dinero del rescate; en cada entrega, un nuevo contingente de prisioneros era liberado.
Por fin, cansado de tanto trasiego y ya casi repuesto de las fracturas, Rodrigo optó por liberar a los últimos prisioneros y les perdonó parte del rescate pactado. Aquel hecho fue algo insólito y causó una enorme admiración entre los catalanes que todavía quedaban en nuestro campamento.
Habíamos vencido y todos los soberanos nos temían más que al mismísimo diablo, pero seguíamos enemistados con todos. Recogimos a Jimena y a los niños en Morella y nos movimos hacia el oeste. Durante el camino, Rodrigo comenzó a sentirse mal y pasó un par de noches con fiebre muy alta. Estuvimos asentados en un campamento cerca de Zaragoza, pero la fiebre de Rodrigo no remitía, por lo que creímos más seguro ir a Daroca, buscando refugio en su imponente fortaleza. Esta ciudad, a la que ya habíamos sometido a parias, era floreciente y entre sus ciudadanos vivía un famoso médico llamado Abú Muhámmad, a quien acudimos por ver si podía curar la enfermedad del Campeador.
Daroca está construida al abrigo de una fortaleza poderosísima. La medina se extiende por la falda de una ladera, donde se apiña medio millar de casas en terrazas. Sobre el caserío, como un guardián rocoso, se alza una enorme peña coronada por un enorme castillo donde tiene su sede el gobernador de esa comarca; es tan extenso, que en su interior existe una alcazaba que por sí sola es más grande que la mayoría de las fortalezas.
Nos instalamos en la alcazaba, pese a las reticencias del gobernador, que nada podía hacer para evitarlo, y demandamos la presencia de Abú Muhámmad. El médico vivía en una casita cerca de la plaza del zoco, al pie del castillo. Era un buen musulmán, creyente muy activo y conocedor de la Sunna y del Corán. Los caballeros que bajaron a buscarlo me dijeron que habían tenido que esperar a que acabara de comer y de rezar la oración del mediodía, la segunda de las cinco que todo musulmán tiene obligación de pronunciar cada día.
Yo aguardaba ansioso la venida del médico porque Rodrigo parecía empeorar por momentos. Durante las dos jornadas que duró nuestro viaje hasta Daroca no paró de sudar y de delirar un solo instante. La frente le ardía como si la tuviera cubierta de brasas rusientes y sus labios estaban agrietados como el barro seco. Jimena le calmaba la fiebre y el ardor de los labios con paños de agua fresca, y le ofrecía su consuelo de esposa.
—Aquí está el médico —me avisó uno de los caballeros que habían ido a buscarlo.
—Maestro, soy Diego de Ubierna —me presenté—, lugarteniente de don Rodrigo Díaz. Os agradezco que hayáis venido a visitarlo. Acompañadme.
—¿Qué le ocurre a vuestro señor? —me preguntó mientras subíamos por una rampa a la entrada de la alcazaba.
—Hace varios días resultó herido en una batalla. Cayó del caballo y éste a su vez le cayó encima. Se rompió una pierna y algunas costillas; nuestro físico os lo explicará mejor.
A mi lado estaba el físico que había tratado a Rodrigo, que saludó a Abú Muhámmad con ojos llenos de admiración.
—Bien, decidme —le indicó el hakim.
—Tiene rotas la pierna izquierda y dos costillas. Le he repuesto la fractura y le he entablillado la pierna. Para calmar el dolor le he dado unas infusiones de abrótano y unos masajes con agua de espliego y romero.
—¿Cuánto hace que tiene fiebre?
—Tres días.
Entramos en la alcazaba y nos dirigimos a la estancia donde reposaba Rodrigo, una pequeña alcoba decorada con filigranas de yeso pintadas en rojo, verde y negro que tenía una pequeña ventana ajimezada desde la que se veía la ciudad recostada bajo la peña del castillo, como una amante en el regazo de su amado.
—Veamos. Quitadle la ropa.
Abú Muhámmad colocó su mano sobre la frente de Rodrigo, mientras los dos caballeros que lo custodiaban lo desnudaban tras haber obtenido con un gesto mi consentimiento.
El hakim fue palpando lentamente todo el cuerpo de Rodrigo con las yemas de los dedos. Rodrigo tenía entonces más de cuarenta años, aunque seguía manteniendo sus músculos tan tersos como a los veinte. Estaba algo más delgado que de costumbre debido a los días de ayuno y a la fiebre y tenía la piel de un color pajizo.
—Preparad agua fría y paños limpios —ordenó Abú Muhámmad.
Cuando estuvieron listos, el hakim me dijo:
—Aplicadle paños de agua fría en la frente y en los pies durante toda la tarde, hasta que anochezca. Entonces secadlo bien y tapadlo con una sábana. Y evitad que se mueva.
—¿Qué le ocurre? —le pregunté.
—Los huesos rotos curarán pronto; este hombre es muy fuerte. Pero me preocupa su hígado: probablemente sufrió algún golpe en la caída del caballo y no le funciona bien. El hígado sirve para purificar los malos humores del cuerpo, y si esos humores no se purifican, el enfermo muere irremisiblemente.
—¿Qué estáis diciendo? —inquirí.
—Que vuestro señor puede morir; está muy grave, pero creo que podré curarlo. Es fuerte de naturaleza, y por lo que he oído también de espíritu. Mañana volveré a verlo.
—¿Os marcháis?
—Aquí ya no soy útil… por ahora. Si empeorara, enviad a buscarme.
Pasé la noche junto a Rodrigo, dormitando al lado de su lecho. De madrugada debí quedarme dormido, pues me desperté sobresaltado con los primeros rayos del sol que entraban por la ventana ajimezada.
Rodrigo descansaba como hacía tres días que no lo había visto. Apenas sudaba y su fiebre había remitido mucho. Fui a las letrinas y después a la cocina en busca de algo para desayunar; había pasado todo el día anterior sin probar bocado y mi estómago me demandaba algo que lo calmase.
Abú Muhámmad ya estaba en la cocina preparando un caldo sobre el fogón.
—Maestro, no sabía que hubierais llegado.
—Ya sé que vuestro señor ha pasado la noche más tranquilo —me dijo.
—¿Qué es ese brebaje? —pregunté.
—Se trata del mejor remedio que conozco contra el mal de hígado; es un caldo a base de los jugos de varias plantas.
Me acerqué hasta la marmita y olí los vapores que emanaban.
—Huele bien.
—Es la hierbabuena; la he añadido para darle un sabor más agradable y para que disimule el amargor de la ruda y las ortigas.
—¿No le hará daño? —inquirí desconfiado.
Abú Muhámmad me miró sonriendo, se sirvió un vaso y bebió un trago.
—Es una bebida inofensiva. No temáis, no es ningún veneno. Bien, vayamos.
El Campeador ya estaba despierto pero mantenía los ojos cerrados.
—Rodrigo —le susurré al oído—, éste es el hakim Abú Muhámmad; os ha preparado una pócima. Bebedla, os sentará bien.
Ayudé a Rodrigo a que se incorporara en el lecho y el médico le acercó a los labios una escudilla con el caldo. El Cid bebió despacio, a pequeños sorbos.
Lo volví a dejar tumbado.
—Dadle media escudilla de este caldo cuatro veces cada día. En una semana sanará… o morirá. Ahora veamos los huesos.
Abú Muhámmad volvió a palpar la pierna y las costillas de Rodrigo.
—¿Están bien? —pregunté.
—La fractura de la pierna está repuesta, no tardará en recuperarse del todo, pero las costillas han quedado ligeramente desviadas; no deberíais haberlo movido —me dijo Abú Muhámmad.
—No podíamos dejarlo en medio de aquellos montes.
—Mañana le colocaré un cinturón de cuero; tal vez así vuelvan las costillas a su lugar.
Todas las mañanas subía el médico a la alcazaba. Una semana después de iniciar el tratamiento, el Cid ya podía incorporarse solo e incluso quiso levantarse del lecho con la ayuda de un bastón, pero el hakim se lo prohibió hasta que el hueso de la pierna estuviera totalmente soldado.
Hacía unas semanas que Yusuf ibn Tasufín había vuelto a desembarcar en Algeciras y estaba asediando Toledo al frente de un poderoso ejército almorávide. Un mercader musulmán que había viajado desde Toledo a Daroca con un cargamento de mercurio nos había informado de que escuadrones de caballería almorávide recorrían los alrededores de Toledo impunemente, y que el rey don Alfonso, a quien acompañaba el rey aragonés Sancho Ramírez, se había acantonado en la ciudad para resistir el asedio.
Una tarde de fines de verano Rodrigo me mandó llamar. Me acerqué hasta su aposento y me recibió vestido con un manto de algodón. Todavía se tambaleaba al andar, aunque ya podía apoyar la pierna rota, y tenía el rostro muy demacrado. Jimena estaba junto a él, leyéndole un libro sobre el héroe franco Roldán.
—Diego, tienes que ir a Zaragoza enseguida. Los almorávides asedian Toledo, y si cae esa ciudad, vendrán enseguida a por nosotros. Estamos solos, rodeados de enemigos por todas partes; debemos acordar un nuevo tratado de amistad con al-Mustain. La victoria de Tevar ha frenado al conde de Barcelona, pero ¿por cuánto tiempo? Si no aseguramos nuestras alianzas, volverá contra nosotros en cuanto se reponga.
—Al-Mustain y Berenguer son aliados, ¿creéis que vuestra oferta cambiará las cosas?
—La muerte del rey de Lérida deja a ese reino a merced del catalán. Es probable que vuelva sus ojos a Lérida, ahora que la gobierna el joven e inexperto Sulaymán, y que se olvide de Valencia y de nosotros. Ofrécele a al-Mundir nuestros servicios y convéncelo para que se aleje del conde de Barcelona; ya ha comprobado nuestra fuerza en Tevar, no tendrá dudas.
Salí para Zaragoza con seis caballeros, y en cuanto entré en esa ciudad me dirigí al palacio de la Alegría. El rey me recibió rodeado de cortesanos en el salón de oro y a su derecha vi al conde de Barcelona, a quien acompañaban algunos de los nobles que habíamos apresado en Tevar. Mi sorpresa fue enorme y, aunque intenté disimularlo, mi rostro debió de reflejar mi perplejidad.
—Majestad —hablé casi balbuceando por la inesperada y sorprendente presencia del conde de Barcelona—, don Rodrigo Díaz os presenta sus respetos. Yo, Diego de Ubierna, su lugarteniente, os los hago llegar en su nombre.
Le hice una indicación a uno de los caballeros que me acompañaban, y se adelantó para entregar al maestro de ceremonias de la corte hudí un pequeño cofre en el que habíamos colocado varias de las joyas que habíamos ganado al conde de Barcelona en la batalla de Tevar.
—Dile a Rodrigo que agradezco su presente y que le deseo la mejor ventura y la mayor felicidad. Y ahora dime, ¿qué te trae a esta corte?
El plan era ofrecerle nuestros servicios y forzarlo a que abandonara la alianza con el conde de Barcelona, pero en ningún momento habíamos previsto que Berenguer Ramón estuviera en ese momento junto a al-Mustain y, por lo que parecía, que ambos soberanos mantuvieran una estrecha amistad.
Durante unos instantes que me parecieron eternos, permanecí de pie, en silencio, delante del trono dorado. Por fin, levanté los ojos hacia el techo de casetones de madera con estrellas pintadas en amarillo sobre un fondo azul y dije:
—Mi señor don Rodrigo desea la paz y la amistad con Zaragoza… y con Barcelona —añadí pasando por encima de lo que me había ordenado el Cid.
Al-Mundir asintió:
—El Campeador siempre será bien recibido en esta corte.
Berenguer Ramón se adelantó un par de pasos y dijo:
—Ofrecedle mis saludos a don Rodrigo y decidle que deseo ser fiel y leal amigo suyo, y que de ahora en adelante jamás vuelvan a enfrentarse nuestros ejércitos, sino que permanezcan en paz para siempre.
Yo estaba tan sorprendido que no se me ocurría otra cosa que sonreír, mirar a todos los lados y asentir con la cabeza a cuanto se decía.
—Nada complacerá más al Campeador que la amistad de tan altos y poderosos príncipes —dije.
Desobedecí las instrucciones de Rodrigo, pero en ese momento creí que era mucho mejor para nuestros intereses acordar la paz con Berenguer de Barcelona. Durante una semana Yahya y yo mismo negociamos un acuerdo con uno de los consejeros del conde de Barcelona: el conde renunció a todos sus derechos sobre las parias de los taifas de Levante y a sus pretensiones sobre Lérida, aunque a cambio tuve que aceptar que pudiera repoblar con su gente la vieja y abandonada ciudad costera de Tarragona.
Aquel pacto era extraordinario para nosotros: el Cid ganaba las parias de todos los reyezuelos taifas, a excepción del de Zaragoza, alcanzaba la paz con Berenguer de Barcelona y tenía las manos libres para conquistar su deseada Valencia.
Me despedí de Yahya, que me había apoyado mucho durante la negociación con Berenguer y con al-Mundir, con un gran abrazo.
—Regreso a Daroca, y tal vez no vuelva jamás a Zaragoza. Rodrigo desea ganar Valencia cuanto antes y en ello centraremos todos nuestros esfuerzos —le dije a mi buen amigo.
—Cuidaos y que la fortuna os acompañe —me deseó Yahya—. Y quién sabe, tal vez algún día volvamos a encontrarnos.
—Que así sea.