Capítulo XVIII

Rodrigo me envió a Toledo para que explicara al rey Alfonso el motivo de nuestra ausencia en la campaña de Aledo. Cabalgué con dos escuderos todo lo deprisa que pude, reventando caballos y hurtando tiempo al sueño y al descanso. Era el mes de diciembre y hacía un tiempo frío y brumoso que nos calaba hasta los huesos, como esa fina lluvia de Galicia que cae día tras día sin cesar.

Don Alfonso me recibió en el alcázar de Toledo, aunque antes me hizo esperar dos días, que pasé aguardando a que su majestad me concediera el permiso para explicarme.

El rey tenía unos cincuenta años y, aunque su cuerpo era todavía fuerte y nervudo, aparentaba algunos más porque su cabello y su barba eran totalmente canos. Me incliné y le ofrecí mis respetos, pero él apenas me prestó atención; se limitó a sentarse en un trono de madera engastado con hebras de oro y plata y, con un displicente gesto de la mano, me indicó que hablara.

—Majestad —le dije—, vengo en nombre de Rodrigo Díaz, vuestro más fiel vasallo y servidor, sobre quien tantas injurias y mentiras se han vertido. Don Rodrigo afirma ser inocente de la acusación de traidor y me envía para retar en su nombre a duelo en un juicio de Dios a todo aquel que se atreva a acusarlo de semejante felonía; luchará con sus propias manos contra cualquiera que mantenga esas falsedades.

Don Alfonso ni me miró, ni siquiera sé por qué me recibió aquel día; tal vez lo hiciera porque alguno de sus consejeros juristas se lo recomendara, o porque no tenía otra cosa mejor que hacer. Quizá ni escuchara mi intervención, que había preparado durante todo el camino.

El canciller se acercó hasta mí y me pidió que saliera de la sala.

—Pero si su majestad no me ha respondido nada —objeté.

—Lo hará en su momento. Ahora salid.

Y me fui del alcázar con la sensación de haber hablado a las paredes. Volví al día siguiente para recabar noticias, pero nada me comunicaron. Al fin, dos días más tarde, me recibió el canciller en unas dependencias de la planta baja del alcázar.

—Su majestad no quiere volver a oír nada más de don Rodrigo. Mantiene los cargos de felonía y traición contra vuestro señor y la pena de destierro, así como la confiscación de sus bienes y de sus feudos. Ahora bien, teniendo en cuenta sus anteriores servicios, permite que doña Jimena y sus hijos queden libres para reunirse con él.

Quise replicar al canciller, pero éste se limitó a alargarme un pergamino donde se contenía la ratificación de los cargos contra Rodrigo y la libertad para doña Jimena y sus hijos.

—¿Puedo ir en busca de doña Jimena? —le pregunté.

—Haced lo que os plazca, contra vos no existe ninguna acusación. Aquí tenéis el documento para su liberación.

Ordené a uno de los dos escuderos que me habían acompañado que regresara deprisa a Elche y que le contara a Rodrigo cuanto había sucedido en Toledo. En compañía del otro escudero, me dirigí a Burgos para brindar protección a Jimena en espera de que llegaran instrucciones del Campeador.

El merino de Burgos me hizo entrega de Jimena y de los hijos del Cid cuando le presenté el documento firmado por el propio don Alfonso y confirmado por el canciller. La mujer y los niños estaban bien de salud, aunque los cuatro tenían el semblante triste y sombrío. Diego, un muchachito de trece años, no parecía mostrar ningún miedo, pero las dos niñas, similares como dos gotas de agua, se aferraban a las faldas de su madre con los ojos temerosos.

—¡Diego, qué alegría verte! ¿Cómo está mi esposo? —me preguntó Jimena.

—Don Rodrigo se encuentra bien, señora. Os espera en Elche.

—Me han dicho cosas horribles de él.

—No creáis ni una sola de esas mentiras. Vuestro esposo no ha hecho nada de lo que un caballero castellano deba avergonzarse.

—Algunos afirman que traicionó al rey.

—Eso es falso. Quien se atreva a sostener semejante infamia deberá enfrentarse con don Rodrigo en un juicio de Dios. Pero lo que ahora importa es vuestro estado y el de los niños; ¿cómo os encontráis, os han tratado bien?

—Sí. Nos detuvieron en Orbejón y hace unos días nos trasladaron aquí a Burgos. Nos han privado de libertad, pero el trato ha sido correcto.

—Debemos esperar a que don Rodrigo me envíe instrucciones. Entre tanto, os instalaréis en el monasterio de Cardeña con los niños; yo y mi escudero lo haremos en una posada de Burgos.

Llevé a Jimena y a los niños al cenobio de San Pedro y los dejé bajo la custodia del abad. Regresé a Burgos y me hospedé en la posada del Gallo Rojo, en donde le había dicho al escudero que envié a Elche que estaría aguardando sus noticias.

Pasaron varios días en los que no hice otra cosa que cabalgar por los helados campos de Burgos. Volví a recorrer los parajes por los que años atrás cabalgara con Rodrigo, por las aldeas de Vivar, Celadas y Ubierna. Visité a mis parientes y a mi hermano, que seguía al frente de los molinos del Ubierna, ahora propiedad del rey. Pasé con él el día de Navidad y juntos rezamos ante las tumbas de nuestros padres en la pequeña iglesia del pueblo. El olor a pan recién hecho y a las tajadas de tocino cociéndose en la olla con berros y cardo trajeron a mi memoria viejos recuerdos de la infancia; y lloré por no ser capaz de dibujar en mi mente los rasgos de los rostros de mis padres, que con el paso del tiempo se habían difuminado como el humo en el aire.

Era el día de Año Nuevo; la noche anterior había nevado más de un palmo y los niños jugueteaban tirándose bolas de nieve en la ribera del Arlanzón. Mi escudero y yo comíamos en la posada un reconfortante caldo de verduras con carne y un pan anisado. Los seis caballeros entraron en la estancia y enseguida nos localizaron.

—¡Don Diego! —exclamó uno de ellos.

—¡Amigos! —grité.

Nos abrazamos y les pedí que se sentaran junto a nosotros.

—Acabamos de llegar de Elche. El Cid nos envía para que os escoltemos: desea ver cuanto antes a su esposa y a sus hijos —dijeron.

—Estaréis agotados y hambrientos. ¡Posadero, posadero!, más caldo para estos caballeros, y pon un cabrito a asar, que bien se lo merecen.

Dimos buena cuenta del cabrito y de medio cántaro de vino tinto.

—Partiremos enseguida; aquí nada más tenemos que hacer.

—El Cid nos ha ordenado que leamos su reto en la plaza y en las puertas de Burgos, tomad.

Uno de nuestros caballeros me alargó un pergamino en el que Rodrigo juraba que no había cometido ninguna traición contra el rey y retaba a los que sostuvieran lo contrario a enfrentarse con él en duelo.

—Proclamaremos este juramento del Cid por toda la ciudad, pero me temo que no sirva de nada.

Al día siguiente así lo hicimos. Rodeado por los seis caballeros y por mi escudero, voceé el juramento y el reto de Rodrigo en la plaza de la catedral, en cada una de las esquinas de la calle Mayor y en todas las puertas de Burgos, y al fin lo entregué al merino, que lo recibió y lo guardó en un cajón de su archivo. Poco después pagué doce monedas de plata a un sayón para que pregonara el reto y el juramento de Rodrigo durante doce jueves seguidos, el día de mercado, en las puertas y en la plaza de la catedral.

Era mediodía cuando salimos de Burgos por la glera del Arlanzón, como hiciéramos ocho años atrás, cuando don Alfonso condenó a Rodrigo a su primer exilio. En Cardeña recogimos a Jimena y a los niños y enfilamos camino hacia el sur. Vadeamos el Duero y seguimos la ruta por Medinaceli, Molina y Albarracín. En invierno, el frío y la nieve la hacen más difícil y peligrosa que la del Jalón y el Jiloca, pero no quise atravesar el reino de Zaragoza, pues no confiaba en su rey al-Mustain, ahora aliado del conde de Barcelona.

El alcaide de Molina nos recibió muy bien y nos trató como si fuéramos su propia familia; incluso puso a nuestro servicio una escolta de seis soldados que nos acompañó hasta cerca de Albarracín.

—En esta época del año estas tierras están atestadas de lobos. No dejéis de vigilar en ningún momento vuestras monturas —nos aconsejó.

Y tenía razón el alcaide. Durante las tres agotadoras jornadas de camino entre Molina y Albarracín estuvimos acompañados por una manada de lobos que nos seguía a cierta distancia. De vez en cuando alguno de ellos se dejaba ver en lo alto de una loma, aunque desaparecía de inmediato entre los árboles. Por fortuna pasamos las dos noches en sendas aldeas muradas con tapias, en donde pudimos dejar las caballerías a buen recaudo, aunque ordené a los soldados que durmieran con las botas puestas y las espadas al alcance de la mano.

Desde Albarracín seguimos por la ruta interior de Requena y Villena hasta Elche, donde nos aguardaba Rodrigo con el campamento ya casi desmantelado. Nuestros helados huesos se reconfortaron con el clima dulce y suave de Elche, donde el sol calienta con fuerza incluso en los días más cortos y fríos del invierno.

El Cid se abrazó a su esposa y a sus hijos y después lo hizo conmigo.

—Pocas veces me he alegrado tanto de verte —me dijo.

—No pude convencer al rey…

—No importa. ¿Proclamaste mi reto en Burgos? —me preguntó.

—Lo hice en todas las esquinas y en todas las puertas. Y durante doce semanas un sayón lo pregonará a todas las gentes que acudan al mercado de los jueves.

—Eso es suficiente.

Sólo permanecimos tres días en Elche, porque Rodrigo nos ordenó avanzar hacia el norte, siguiendo la línea de la costa.

A una jornada de marcha se encuentra el castillo de Polop, una de las principales fortalezas del reino de Denia, donde el rey al-Mundir guardaba un extraordinario tesoro. Rodrigo se había enterado por unos espías que en una cueva de este castillo estaba depositado el más prodigioso tesoro de cuantos poseían los reyes de taifas. Se decía que un rey de Denia lo había amasado gracias al comercio con Egipto.

Pusimos sitio al castillo de Polop y combatimos sus murallas con nuestras máquinas de guerra, lanzando sin cesar flechas y piedras sobre las almenas. Tras varios días de asedio, los sitiados sintieron desfallecer sus fuerzas, y aprovechamos esa situación para lanzarnos al asalto de los muros. Rodrigo fue uno de los primeros en alcanzar la muralla por unas grandes escalas de madera que habíamos construido para esta ocasión. Lo vi pelear entre el fragor del combate, repartiendo mandobles con sus poderosos brazos, tajando brazos y cabezas, abriéndose paso hacia la puerta de la fortaleza, que abrió con sus propias manos para que entráramos en tropel los que esperábamos fuera sobre nuestros caballos.

El alcaide rindió el castillo a Rodrigo, que le requirió por el tesoro.

—Aquí no guardamos ningún tesoro —aseguró el alcaide.

—Mientes; sé que en alguna cueva bajo el castillo se oculta toda la fortuna del reino de Denia. Confiesa dónde está escondida o te juro que no vivirás para ver cómo no dejo piedra sobre piedra en este maldito lugar.

—Os repito, señor, que no hay ningún tesoro.

El Cid levantó su espada sobre la cabeza del aterrorizado alcaide dispuesto a partirlo en dos, y el hombrecillo cayó entonces de rodillas y se puso a llorar.

—No me matéis, os lo suplico, no me matéis. Os mostraré dónde está el tesoro.

El alcaide nos condujo por un pasillo hasta una pared de roca; con la ayuda de una palanca forzamos una enorme losa, que se abrió como si de una puerta se tratara, y entramos en una cueva excavada bajo el castillo por un pasadizo oscuro tallado en las entrañas de la tierra.

Tras caminar un par de docenas de pasos nos encontramos en una pequeña cámara abovedada en cuyo centro se amontonaban cofres llenos de monedas, joyas, vajillas preciosas, oro, plata, paños bordados en oro y lienzos de la más fina seda.

Rodrigo alzó la antorcha que portaba para iluminar mejor el lugar y exclamó:

—¡Dios Santo, jamás había visto tanta riqueza!

Y no creo que nadie en el mundo lo hubiera hecho antes, pues la fortuna allí acumulada era inmensa.

Durante unos largos instantes nos quedamos atorados, contemplando aquellas maravillas que brillaban a la luz de las antorchas como fulgurantes estrellas doradas en una noche sin luna. Después, lentamente, nos acercamos a los cofres y tocamos despacio cada una de aquellas riquezas, como si fueran algo mágico que pudiera desvanecerse al contacto con nuestras manos.

Vi el fulgor dorado del precioso metal reflejarse en los asombrados ojos de Rodrigo y el gesto encantado de sus labios entreabiertos, y la codicia de sus dedos acariciando cada uno de los objetos con la delicadeza de la mano del enamorado sobre el cabello de su amada.

—Dime que no es un sueño, Diego, dime que no lo es —me reiteró.

—No estoy seguro, señor, no sé si pueden existir sueños tan hermosos —repuse.

Aquel día todos los que formábamos la hueste de Rodrigo fuimos ricos. Durante toda la noche festejamos nuestra fortuna con cánticos, vino y mujeres; algunas también se hicieron ricas esa noche gracias a las generosas dádivas de los soldados. Rodrigo les dejó emborracharse y divertirse cuanto quisieron, salvo a los hombres del turno de guardia, a quienes arengó para que mantuvieran los ojos más abiertos y los oídos más atentos que nunca.

El Campeador, sin duda seguro de su éxito con tan gran cantidad de riquezas, nos reunió en la sala del castillo de Polop a todos los capitanes y por primera vez nos manifestó sus intenciones:

—Hace más de veinte años que luchamos para otros señores: para el rey de Castilla, para el de León, para el de Zaragoza…, siempre a las órdenes de soberanos ajenos, a veces sin otros méritos para serlo que el haber nacido en una regia cuna. Es hora de que nosotros seamos nuestros propios señores, y tenemos la oportunidad de conseguirlo y los medios para hacerlo. Desde ahora a nadie obedeceremos, sólo atenderemos a nuestros propios intereses y a nuestra razón.

Nos dirigimos hacia Denia atravesando la sierra costera por el puerto de Teulada y fortificamos un lugar llamado Ondara, apenas a seis millas de la ciudad de Denia. Al-Mundir de Lérida, rey también de Denia, nos envió unos mensajeros que portaban un principio de acuerdo. Al-Mundir le recordaba a Rodrigo la amistad trabada el año anterior durante el asedio a Valencia, y le proponía la entrega de una enorme cantidad de dinero a cambio de salir de su reino y le decía que renunciaba al dominio de Valencia y que ayudaría al Campeador a poseer esta ciudad si así lo deseaba.

Creo que ése fue el momento en el que el Cid decidió que Valencia sería suya algún día. Había roto sus relaciones con el rey de León y de Castilla y se había convertido en señor independiente con sus propios vasallos, sin otra obediencia que a sí mismo, con miles de soldados a sus órdenes a los que mantener y pagar. Pero le faltaba la tierra, porque en estos tiempos un hombre no es nadie si no posee la tierra que lo sustenta.

Pasamos la Cuaresma en Ondara, festejando la fiesta de Pascua como hacía años que no la disfrutábamos. Corrieron la carne y los pescados asados, los pasteles de almendras y miel y la fruta y el vino. Hasta unos cuantos soldados improvisaron una orquestina con codófonos de tres cuerdas, flautas, dulzainas y crótalos.

Constituíamos un ejército formidable, pero éramos demasiadas bocas para alimentar y los recursos de una comarca no tardaban en agotarse en cuanto permanecíamos más de tres o cuatro meses en el mismo lugar. Por eso teníamos que movernos de manera constante, yendo de un sitio para otro, como los nómadas que recorren enormes distancias para proveer a sus rebaños de los mejores y más frescos pastos. En nuestro caso éramos a la vez los pastores y nuestro propio ganado.

Salimos del reino de Denia, cumpliendo el acuerdo con al-Mundir, y entramos en tierras de Valencia. Antes de llegar a Cullera al-Qádir envió a unos mensajeros para que nos dieran la bienvenida con ricos regalos y presentes. Nos establecimos en las afueras de la ciudad y el propio al-Qádir, cada día más cobarde y rastrero, se acercó a nuestro campamento para reiterar su amistad al Campeador.

Me parece que Rodrigo disfrutaba viendo a un rey arrastrarse a sus pies, y ese dominio sobre al-Qádir le complacía. El rey de Valencia adulaba al Campeador de tal modo que si le hubiera quedado algo de la dignidad que nunca tuvo, la habría perdido allí mismo. Era un ser despreciable, pero todavía conservaba cierta astucia, pues sin ella no hubiera logrado salvaguardar su reino por tanto tiempo. Hizo correr el rumor de que el Campeador estaba de su parte y que lo protegía, y así lo hizo saber a al-Mundir, que se mantenía a la expectativa en el castillo de Murviedro. Pero en cuanto llegaron a los oídos del rey de Lérida las noticias propagadas por al-Qádir, al-Mundir creyó que el Cid estaba pactando con el valenciano en su contra y abandonó Murviedro, y al-Qádir aprovechó para recuperar este castillo tan importante para la defensa de la frontera norte de Valencia.

Nosotros vendimos parte del botín conseguido en Polop y Ondara a mercaderes valencianos, que enseguida lo sacaron a la venta en sus zocos, y avanzamos por la comarca de la Plana adelante, hasta Burriana, donde nos fortificamos para pasar otra temporada. Nos pagaban parias la ciudad de Valencia y todos sus castillos y los reinos de Albarracín y Alpuente, cuyo rey Abdalá ibn Cazin al fin se había sometido; poseíamos grandes cantidades de oro y plata y nos temían musulmanes y cristianos; éramos dueños de nuestro destino y no obedecíamos a otro señor que a Rodrigo, pero no poseíamos tierra, ni un solo palmo de tierra.

En la mente de Rodrigo se había asentado la idea de que un día Valencia sería suya, y todas las maniobras que realizamos en esos meses tenían como fin ese objetivo. La defensa de la frontera norte del reino, en Burriana, no sólo pretendía alejar a al-Mundir de Valencia, sino también sentar unos límites claros y precisos para fijar el señorío sobre ese reino. Si Rodrigo quería mantener a toda costa la integridad territorial de Valencia no era por agradar a al-Qádir ni por prestarle ayuda, sino para definir unas tierras que quería para sí.

El rey de Lérida quiso rehacer sus alianzas y a fines de aquel verano, angustiado por el avance del Cid hacia el norte, buscó de nuevo la ayuda del rey de Aragón y del conde de Barcelona, sus antiguos socios. Pero el rey de Aragón estaba empeñado en conquistar Huesca, Barbastro y Monzón, y bajar por fin de las montañas a la tierra llana; el aguerrido Sancho Ramírez sabía que sin los graneros de Huesca su pequeño reino pirenaico estaba condenado al colapso y a la miseria. El conde Berenguer Ramón de Barcelona también rechazó la petición de ayuda de al-Mundir, pues el taimado conde catalán ambicionaba Tortosa y aun la propia Lérida. Al-Mundir estaba solo frente a Rodrigo, y sin la ayuda de sus antiguos aliados ese enfrentamiento era muy desigual.

A fines de otoño, en la comarca de Burriana apenas quedaban provisiones con las que mantenernos. Surgía de nuevo el problema que desde hacía algún tiempo nos amenazaba cada pocos meses: miles de soldados y cuantas personas los siguen no pueden vivir de las rentas de una pequeña región, por lo que de nuevo nos vimos obligados a buscar sustento en otro lugar.

Rodrigo recordó que en la región montañosa de Morella el invierno era frío y húmedo, pero también abundante en caza y en ganado. Morella está enriscada en una posición inaccesible para cualquier ejército y su defensa es muy fácil. Hacia allá fuimos antes de que cayeran las primeras nevadas, lo que no produjo sino más desazón en al-Mundir, que contemplaba aterrado cómo nos acercábamos a Lérida paso a paso.

Nos instalamos en Morella, donde se acantonó la mayoría de la hueste, aunque varios escuadrones fueron distribuidos por los castillos de la comarca. Las aldeas de estas sierras son pequeñas y con poca población, pero gozan de altas rentas debido a la gran cantidad de ganados que poseen merced a los ricos y frescos pastos y a la madera que les proporcionan sus frondosos bosques. Son gentes trabajadoras y aprovechadas que saben utilizar sus humildes recursos como no he visto en ningún otro sitio. Riegan las huertas más minúsculas que se pueda imaginar con complejos sistemas de canales, cultivan las laderas más escarpadas, explotan los bosques de los que extraen madera, frutos silvestres, miel y resina que venden a mercaderes de Tortosa, y con la abundante y fina lana de sus rebaños elaboran unos paños de buena calidad que venden en los mercados de las tierras bajas.

Diego, el hijo de Rodrigo, ya nos acompañaba en las incursiones que realizábamos desde Morella para recaudar tributos y parias por las aldeas de las montañas. Su padre le había regalado un alazán blanco que requisó en Denia cuando el muchacho cumplió los catorce años, y casi todos los días el Cid le dedicaba algún tiempo para practicar el manejo de la lanza y la espada. Cuando anochecía, en aquellas largas veladas invernales en Morella, yo repasaba algunos ejercicios de escritura y le hacía estudiar el libro del Fuero Juzgo para que se fuera habituando al conocimiento del derecho, y le mandaba leer algunas crónicas; otros días un gramático de Morella le enseñaba la lengua árabe, que para entonces ya hablaba con fluidez la mayoría de los hombres de la mesnada del Campeador, tanto que en algunos momentos más parecíamos moros renegados que cristianos viejos.

Pese a todo, no habíamos perdido nuestra fe ni nuestras raíces: seguíamos rezando a Cristo y celebrando la eucaristía, y a nuestro lado siempre había clérigos que impartían los sacramentos y mantenían vivas nuestras creencias. Desde que asediamos Valencia se nos había unido un clérigo que había sido el obispo de la comunidad mozárabe, un personaje extraño, del que apenas sabíamos nada, al que le gustaba rodearse de un aire de misterio y a quien llamábamos con el nombre de «obispo del rey Alfonso».

Y es que en aquellos años la iglesia hispana andaba muy revuelta: todavía coexistían los dos cultos, el hispano mozárabe y el romano, había obispos sin diócesis y diócesis sin obispo. El nuevo obispo de Toledo había logrado, tras un viaje a Roma, ser nombrado metropolitano por el papa Urbano II y reclamaba para sí como sufragáneas las antiguas diócesis que habían quedado bajo dominio musulmán y que ahora comenzaban a dotarse con nuevos prelados.

La situación de los Estados peninsulares no era mucho mejor. Los aragoneses seguían empeñados, no he visto gente más terca en mi vida que esos toscos montañeses, en conquistar Huesca y la tierra llana; los condes catalanes temían la hegemonía del condado de Barcelona y pugnaban por mantener su independencia ante la avidez de nuevos dominios de Berenguer Ramón; don Alfonso, que tras la conquista de Toledo se había sentido con fuerzas como para dominar en poco tiempo toda la Península, se mostraba ahora dubitativo ante la pujanza de los almorávides, que no acababan de definir su papel con respecto a los andalusíes; y por fin, los reinos de taifas, una extraña amalgama de dos o tres caudillos militares valerosos pero irresolutos, de reyezuelos tiranos que apenas gobernaban sobre media docena de aldeas y de ciudades dirigidas por autócratas que esquilmaban las rentas de las gentes con la excusa de mantener una libertad nunca alcanzada.

Y entre tanta confusión, en medio de aquel caos de soberanos sin corona, señores sin vasallos, falsos y verdaderos clérigos, mercaderes de fortuna y soldados de alquiler, estábamos nosotros, los guerreros de la hueste del Cid, hombres de espada y coraza, de caballo y camino, sin otro horizonte que el horizonte mismo y sin otro anhelo que seguir vivos día tras día labrando nuestro propio destino.

El invierno se nos echó encima como un manto helado, pero estábamos preparados para soportarlo. Rodrigo pasaba las largas veladas a la lumbre de la chimenea de la sala mayor del castillo de Morella en compañía de Jimena, de su hijo Diego y de sus dos hijas. Algunos días cenábamos juntos y aprovechábamos para repasar las rentas que yo seguía anotando en un códice de hojas de pergamino. Durante los años pasados en Zaragoza había aprendido una técnica que usaban ciertos comerciantes y que consistía en copiar en la hoja de la derecha del códice los ingresos y en la hoja izquierda los pagos; yo lo hice al revés que ellos, pues es bien sabido que los musulmanes escriben de derecha a izquierda y que sus libros se abren por lo que para los nuestros es el último folio. Al final de cada hoja sumaba todas las cantidades ingresadas o las gastadas, y así siempre sabía a cuánto ascendía nuestro tesoro.

Las largas veladas de Morella solían ser amenizadas por juglares y rapsodas que se acercaban hasta nosotros en busca de alguna dádiva del Cid. Sus canciones versaban casi siempre sobre el mismo tema: las hazañas del Campeador y sus victorias, o las de los héroes de la Antigüedad o de Francia. La mayoría de los juglares eran aduladores que pretendían obtener una buena cantidad de monedas por sus alabanzas a Rodrigo y cuyas dotes para la poesía y la música eran muy escasas; aunque de vez en cuando aparecía alguno verdaderamente bueno, sobre todo los que procedían del condado de Barcelona, de Provenza y del Languedoc.

En ningún caso descuidábamos la guardia de los castillos, la vigilancia de los caminos y la intendencia de los almacenes. Los hombres que no estaban de guardia o en alguna misión concreta realizaban ejercicios físicos a pie o a caballo, siempre bajo la mirada atenta de Rodrigo, que corregía los errores y daba las instrucciones pertinentes para que todos mejoraran su instrucción y su actitud en el combate.

No había semana en la que algún nuevo caballero no viniera hasta nosotros para solicitar formar parte de la mesnada del Campeador. Casi siempre eran caballeros sin tierras, hijos segundones que habían tenido que dejar los dominios familiares a la muerte del padre; la mayoría no poseía otra cosa que el orgullo de pertenecer a un linaje más o menos noble y no podían alardear de otra cosa que de los orígenes aristocráticos de su familia.

Todos, sin excepción, decían saber pelear y manejar la espada y la lanza con habilidad, pero tras un simple examen descubríamos que su experiencia con las armas de combate se limitaba a perseguir jabalíes y corzos, asaetear perdices y faisanes y pelear con los muchachos de su aldea en riñas y pendencias domésticas. De vez en cuando se presentaba algún caballero experimentado, curtido en batallas, razias y algaras, pero ésos casi nunca alardeaban de su destreza, se limitaban a demostrarla en el palenque.

Venían de todas partes: francos del otro lado de los Pirineos atraídos por las riquezas sin cuento y las maravillas que en algunos romances y cantares se decía que podían ganar en la Península; otros eran navarros de las montañas, hijos segundones de pobres infanzones nacidos al abrigo de los umbrosos bosques de castaños y de robles, fuertes y enhiestos como sus troncos pero pobres y desposeídos como las ramas de las acacias en invierno; muchos procedían de Castilla y buscaban la sombra del Campeador por los dulces relatos que los juglares declamaban por las aldeas y ciudades castellanas, ávidos de fortuna, de fama y de dinero; los había aragoneses que se habían enemistado con su rey y catalanes enfrentados con sus condes; todos ellos hombres necesitados de un lugar donde vivir, donde ganarse el pan y donde soñar con casas de paredes cubiertas de ricos tapices, camas con dosel y cálidas estancias con chimeneas en las que arden gruesos leños mientras una bella mujer sirve una copa de vino aromatizado con canela y miel. Al fin y al cabo, ¿qué mejor cosa puede esperar un hombre?

Nuestros espías en Lérida nos hicieron saber que al-Mundir estaba desesperado; suponía que esa misma primavera el Cid avanzaría hacia Lérida para conquistar su reino. Desde luego que nada de eso pensaba Rodrigo, o al menos nada nos había dicho, y creo que su intención seguía siendo la de someter a Valencia a su protectorado. Le interesaba una Lérida independiente, con sus propios reyes, que sirviera como una especie de almohada protectora frente al ímpetu conquistador de aragoneses y catalanes. A fines de 1089 todo estaba muy confuso. Las alianzas y pactos se habían complicado de tal forma que era difícil saber quién era aliado de quién, pues de mes en mes cambiaban las alianzas como mudan las nubes tras la tormenta.

El rey Alfonso había enviado a Álvar Fáñez quien, desde que nos dejara para irse tras el rey después del desastre de Rueda, era uno de los principales caballeros de la corte, a cobrar las parias de Granada, cuyo rey Abdalá debía treinta mil meticales por los tres años de retraso que acumulaba desde que dejara de pagar animado por la victoria de los almorávides en Sagrajas. Este rey, que ha sido el último de Granada, creía mucho en los horóscopos y mandó hacerse uno en el que se revelaron augurios funestos: su vida estaba regida por los planetas Saturno y Marte, señores de la oscuridad y la desgracia para quienes creen en estas cosas, pero su signo era Tauro, donde radica la fraternidad y el parentesco, bajo el influjo de Venus, el planeta dador de la vida. Estas contradicciones suelen estar presentes en el horóscopo de cualquiera de nosotros, por eso los astrólogos afirman que acertar en el pronóstico es cuestión de interpretación, pero que nuestro futuro siempre está escrito en las estrellas.

Al-Mundir de Lérida también creía en las predicciones de los astrólogos, pero debía de confiar todavía más en las armas de sus aliados catalanes, pues envió una carta a Berenguer Ramón en la que, olvidando sus anteriores acuerdos, le ofrecía una enorme suma de dinero si éste se decidía a encabezar un ejército que atacara al Cid. Ramón Berenguer aceptó el trato, pero exigió el dinero por adelantado. Pronto supimos que el conde barcelonés estaba reclutando tropas por las comarcas pirenaicas y que agentes suyos habían viajado hasta Aragón y Navarra demandando soldados para la guerra.