Capítulo XVII

Al-Mustain nos recibió con todos los honores que Rodrigo merecía. Desde Zaragoza el Cid hizo un llamamiento a todos cuantos quisieran enrolarse en su mesnada, haciendo correr la voz de que estaba preparando una gran expedición que reportaría a todos sus componentes fama, prestigio y dinero. Tal era la capacidad de Rodrigo para organizar una hueste, que incluso los guerreros musulmanes querían enrolarse a sus órdenes. Para entonces su fama de invencible se había extendido por todas partes y los propios poetas musulmanes recitaban canciones en las que hablaban con admiración del caballero castellano, de quien decían que Dios le había tocado con su diestra otorgándole la gracia de la victoria.

Al-Mustain nos convocó a su palacio de la Alegría. El salón del trono lucía como nunca. La techumbre de madera estaba pintada con estrellas amarillas sobre un fondo azul oscuro, a modo del firmamento en un anochecer de verano. Al-Mustain estaba sentado en su trono de oro y piedras preciosas cubierto con un manto dorado, como si fuera el mismísimo sol en el centro de un diminuto universo.

Rodrigo se adelantó al pequeño grupo que componíamos cuatro de sus capitanes y saludó a al-Mustain:

—Majestad, me alegra veros de nuevo.

—Sé bienvenido a mi reino, Rodrigo. Tu presencia siempre nos es grata.

No creo que al-Mustain recordara con agrado nuestra visita anterior, durante la cual le cobramos un buen montón de oro, pero algunos de aquellos reyezuelos de las taifas sabían adoptar posturas tan altivas como las de un pavo real, aun cuando todo su poder y toda su gloria se limitasen a una ciudad y un pequeño territorio circundante.

—A mí también me agrada volver, majestad.

—Tengo que proponerte una interesante oferta —dijo al-Mustain.

—Os escucho.

—Sé que el rey Alfonso ha delegado en ti para que actúes en su nombre en Levante; como sabes, el rey de Lérida está acampado desde hace varias semanas a las puertas de Valencia con la intención de incorporar esta ciudad a sus dominios. Ya es rey de Tortosa y Denia, y si también ganara Valencia, todo el Levante estaría bajo su dominio y su poder crecería de tal modo que sería una amenaza para Zaragoza, pero también para Castilla: mi tío al-Mundir es muy ambicioso.

»Para evitar que siga creciendo, te propongo que unamos nuestras fuerzas y vayamos a Valencia.

Desde el lateral de la sala donde nos encontrábamos vi cómo los ojos de Rodrigo se encendían. Y no me hizo falta nada más para darme cuenta de qué es lo que estaba pasando en ese momento por su cabeza. El rey don Alfonso le había concedido el señorío de cuantas tierras pudiera conquistar, y Valencia era el mejor bocado que conquistador alguno pudiera probar en toda la Península. Rodrigo nos miró a los cuatro capitanes, nos hizo un movimiento de cabeza y se volvió hacia al-Mustain.

—De acuerdo, majestad. Iremos a Valencia.

Nuestra mesnada estaba lista para la partida, pero hubo que esperar una semana a que lo estuviera la de los zaragozanos. Salimos hacia el sur por la vieja calzada que discurría paralela al valle del río Huerva, bordeando colinas rojizas y cerros cubiertos de carrascas y pinos en los que abundaban los conejos y las perdices. Al-Mustain había heredado de su abuelo al-Muqtádir la pasión por la cetrería y de vez en cuando nos deteníamos a la vera de algunos árboles o junto a los muros de una atalaya para que el rey cazara palomas y perdices con sus halcones.

Una noche, después de haber cenado, Rodrigo se acercó a mi tienda.

—Si su padre todavía viviera entre nosotros, ya estaríamos a las puertas de Valencia —me dijo el Campeador recordando el valor indomable y la firme voluntad de su amigo, el fallecido al-Mutamin.

—Jamás habrá otro soberano como él —le dije.

—Es el único hombre al que en verdad he admirado —me confesó Rodrigo.

El Campeador bebió un sorbo de una escudilla que le ofrecí.

—Todavía está caliente —le advertí.

—Ya sabes que lo prefiero frío, pero con este relente no está mal un buen trago de vino templado.

—¿Creéis que llegaremos a Valencia antes de que el de Lérida la haya conquistado?

—Eso espero, salvo que al-Mustain se detenga cada vez que vea revolotear cerca una perdiz.

Por fortuna para nuestra marcha, las perdices desaparecieron y pudimos continuar hasta el curso del Jiloca. Nos pertrechamos con provisiones en Calamocha y volvimos a contemplar el poyo por cuya falda habíamos transitado el año anterior camino de Castilla, de regreso del exilio.

—Ese cerro, Diego, es un lugar extraordinario para construir una fortaleza.

Y Rodrigo me pidió que lo acompañara hasta la cumbre para cerciorarnos.

Ascendimos sobre nuestros caballos por un empinado sendero y conforme íbamos subiendo el horizonte parecía ensancharse en todas las direcciones. A media ladera había una zona cubierta de rocas y por todas partes se veían muros levantados con enormes bloques de piedra.

—Estas ruinas debieron de ser habitadas por gigantes. Fíjate en el tamaño de esas rocas y en el grosor de esos muros —me dijo Rodrigo señalando lo que parecía haber sido una poderosa muralla que discurría por el cerro encaramándose por la pendiente como un collar en el cuello de una mujer hermosa.

El pedregal fue en aumento hasta que tuvimos que descender de nuestros caballos, que apenas podían caminar por entre el cascajal. Tirando de las riendas, continuamos hacia arriba hasta alcanzar la cima del cerro.

—Ya te lo dije, Diego, este lugar es magnífico para construir una fortaleza; no me explico cómo no se ha dado cuenta el rey de Zaragoza. Los antiguos, fueran quienes fuesen los que construyeron estas murallas, sí supieron verlo.

—En verdad que no sólo la posición del cerro, sino lo que se domina desde aquí arriba no ofrece ninguna duda sobre la idoneidad del mismo para levantar un castillo —ratifiqué a Rodrigo.

—No olvides este lugar, tal vez algún día lo necesitemos.

Rodrigo me dijo aquellas palabras como si supiera que tarde o temprano aquel cerro desolado y pedregoso sería una de nuestras principales fortalezas.

Cuando descendimos del cerro y regresamos al campamento, que habíamos instalado en un altozano a orillas del río Jiloca, al-Mustain nos preguntó jocoso si en lo alto del poyo habíamos encontrado buena caza.

—No había una sola perdiz, majestad, pero no hay mejor sitio para los halcones.

Al-Mundir se encogió de hombros expresando con aquel gesto que no había entendido las palabras de Rodrigo, pero no le pidió que se las explicara. Simplemente miró a lo alto del cerro, se volvió hacia Rodrigo y le dijo:

—Demasiado desolado para un halcón.

Remontamos el Jiloca y entramos en tierras del rey de Albarracín. Esta pequeña taifa estaba regida por Husam ad-Dawla, apodo que significa «sable de la dinastía» y con el que se hacía llamar Abd al-Malik. Las tierras de esta taifa se dividían en dos zonas muy distintas: en el valle del Jiloca se extendía la Sahla, es decir, «la llanura», en tanto que la otra mitad del reino yacía escondida entre las montañas, en cuyas entrañas los Banu Razin habían construido una poderosísima fortaleza enriscada en un lugar casi imposible, de rocas cortadas a pico en medio de un desfiladero tajado por el río y a cuya sombra había crecido una ciudad llamada Santa María de Oriente, aunque nosotros preferíamos denominarla Albarracín.

Cruzamos la Sahla sin más inconvenientes que la humedad de los pantanos y un terrible aguacero que nos sorprendió de pronto en medio de la llanura, y avistamos la sierra de Javalambre, al sur, que atravesamos hasta que comenzamos a descender por un empinado camino hacia las ricas y feraces huertas valencianas.

Los alcaides de Jérica, un enriscado castillo que es la puerta de Levante, y de Segorbe, la primera ciudad que encontramos desde que salimos de Zaragoza, salieron a rendirnos pleitesía, aterrados ante la posibilidad de que nuestras fuerzas fueran a ir contra ellos. Los tranquilizamos asegurándoles que nuestro objetivo era Valencia, pero ambos recelaron y mantuvieron las puertas de sus muros cerradas para nosotros.

Acampamos aguas abajo de Segorbe, a orillas del río Palancia, y allí recibimos la noticia de que el rey de Lérida, enterado de que avanzábamos hacia Valencia con un poderoso ejército que mandaba el Campeador, levantó el asedio de esa ciudad. Gracias a unos espías nos enteramos de que el rey de Lérida, al tiempo que se retiraba hacia el norte, había enviado un mensaje a al-Qádir en el que le animaba a no entregar la ciudad al rey de Zaragoza y que para ello le ofrecía su ayuda.

Así es a veces la política: el mismo que ha intentado quitarte el trono, te ayuda después para que otro no te lo quite. Nada más fútil que la condición humana.

Por fin avanzamos hasta los muros de Valencia y aguardamos pacientes la visita de al-Qádir. El que fuera rey de Toledo antes que de Valencia salió a recibirnos con una escolta, pero tras él se cerraron las puertas de la ciudad. Estaba claro que el débil al-Qádir no iba a entregarnos su última posesión.

Todo fueron cordiales palabras de bienvenida, declaración de buenas intenciones y ofrecimiento de regalos valiosos, pero ni una sola palabra sobre la entrega de la ciudad.

Decidimos mantenernos a la expectativa y esa misma noche un enviado de al-Qádir visitó a Rodrigo. El rey de Valencia le ofrecía al Campeador una enorme suma de dinero si le ayudaba a deshacerse de al-Mustain. Rodrigo contempló al mensajero como a un gusano antes de aplastarlo con el pie y lo despidió de su tienda a patadas.

Al día siguiente, al-Mustain, tal vez enterado de la oferta de al-Qádir y de la negativa de Rodrigo, le confesó al Campeador que su intención era apoderarse de Valencia e integrarla al reino de Zaragoza.

Rodrigo se sinceró con al-Mustain y le dijo:

—Majestad, he servido a vuestro abuelo y a vuestro padre con lealtad, y lo he hecho con vos hasta que don Alfonso me reclamó a su lado. Los derechos de conquista sobre Valencia pertenecen a Castilla, y así lo confirman la ley y todos los tratados. Si al-Qádir tiene ahora esta ciudad y su reino, es porque don Alfonso se la dio a cambio de la entrega de Toledo. Si queréis Valencia, deberéis ganarla vos mismo, y en eso yo os ayudaré, pero ahora soy un caballero al servicio del rey de León y de Castilla, y si la ganara por mí, debería entregarla a mi rey.

—Me disgustan esas palabras tuyas, Rodrigo. Durante más de cinco años fuiste nuestro campeón en Zaragoza y tu fama y tu riqueza se deben sobre todo a esos años. Nos debes mucho —dijo al-Mustain.

—Ambos nos debemos mucho, majestad. Es cierto que mi servicio a vuestro padre me reportó fama, riqueza y fortuna, pero mis hombres y yo mismo hemos vertido mucha sangre por ese servicio; habéis heredado un gran reino gracias a vuestro abuelo y a vuestro padre, pero gracias también al temple de nuestras espadas, no lo olvidéis. No obstante, vuestra ayuda en esta campaña bien merece una recompensa. El castillo de Murviedro podría compensar vuestro esfuerzo. Os prometo que si lo conquistamos, será para vos.

Al-Mustain repasó sus tropas; apenas eran doscientos jinetes frente a los casi dos mil soldados de la hueste de Rodrigo. El rey de Zaragoza no podía hacer otra cosa que retirarse a su reino y esperar a que el Cid le entregase Murviedro.

Al-Qádir se mantuvo recluido en su ciudad, agazapado como un conejo en su madriguera en tanto los zorros merodean en los alrededores en busca de un hueco por donde atraparlo. Nosotros nos dedicamos a saquear el territorio del castillo de Murviedro, ante la imposibilidad de conquistar semejante fortaleza, que los antiguos llamaron Sagunto. Creíamos que acabando con la resistencia de las aldeas de los alrededores y cortando los suministros, Murviedro caería como un higo maduro, pero no fue así. El alcaide entregó el castillo al rey de Lérida, que se había alejado de Valencia para instalarse a una distancia no muy grande y que se apresuró a tomar posesión de la fortaleza.

Aquel golpe de mano desorientó a Rodrigo, que no sabía muy bien qué hacer, si atacar al de Lérida, si ocupar Valencia o si mantenerse a la espera de acontecimientos. Decidió recabar la opinión del rey Alfonso y envió a unos mensajeros a Castilla. Entre tanto, los tres reyes musulmanes, el de Valencia, el de Zaragoza y el de Lérida, remitían continuos mensajes a Rodrigo prometiéndole grandes riquezas en caso de que decidiese entregar la ciudad a cualquiera de los tres.

En la carta que dirigió a don Alfonso, Rodrigo le decía que su mayor interés estaba en mantener su mesnada en tierras de moros a costa de ellos, sin que le supusiese una sola moneda al rey de León y de Castilla. Aseguraba que mientras su riqueza procediera de los musulmanes, éstos serían cada vez más débiles, lo que significaría una mayor facilidad para la conquista de estas tierras y su incorporación a la cristiandad.

Rodrigo pretendía seguir en tierras de Valencia con sus propios recursos, viviendo del botín y del saqueo, debilitando a los musulmanes a costa de empobrecerlos mediante el pago de tributos. Don Alfonso, qué otra cosa podía hacer, autorizó a Rodrigo a continuar en Levante y le confirmó la cesión de los derechos de conquista de cuantas tierras pudiera ganar.

Instalados en Requena, desde donde dominábamos la ruta entre Valencia y Toledo, asolamos varias aldeas, cobramos tributos, recaudamos dinero, caballos y joyas, imponiendo nuestras armas a cualquier otra razón de justicia o de piedad. Rodrigo quería demostrar que él solo era capaz de ganar el pan para sus hombres, sin depender del oro de ningún soberano, y de que sus mesnadas podíamos subsistir en terreno hostil con la sola garantía de nuestras aceradas espadas, nuestra sólida voluntad y nuestra acreditada pericia. Para la mayoría de aquellas gentes que sufrían nuestra presión no éramos sino bandoleros disfrazados de caballeros, ávidos de oro, sangre y botín, pero para unos pocos significábamos el espíritu de libertad y de independencia que nadie podía encarnar mejor que Rodrigo, y eran ésos los que se acercaban hasta el Campeador para pedirle que los dejara unirse a su hueste, y los que lo servirían con lealtad hasta la muerte.

El Cid decidió que era hora de regresar a Castilla, una vez que había sometido de nuevo a al-Qádir a vasallaje y garantizado el cobro de las parias; Rodrigo, seguro de que pasara lo que pasara sería capaz de mantener a sus hombres sin necesidad de recurrir a vender sus servicios a otro monarca, como se viera obligado a hacerlo tras el destierro, consideró que ése era el momento oportuno para aparecer en la corte cargado de triunfos y de oro y tal vez conseguir al fin el título condal que tanto anhelaba. Dejamos una guarnición al cuidado del castillo de Requena y otra en Valencia para defenderla de los leridanos y volvimos a Castilla.

Un atardecer, mientras caminábamos hacia Burgos por las nevadas parameras de Molina, Rodrigo me confesó sus anhelos:

—Ser conde, Diego, ser conde. Mi padre se dejó la piel y la vida luchando por Castilla y sólo consiguió el señorío de algunas aldeas en torno a Burgos. Honraré su memoria si logro para su linaje la dignidad condal. Don Alfonso me necesita más que nunca. Con los almorávides al otro lado del Estrecho, dispuestos a regresar para obtener una nueva victoria, nuestra presencia en Levante es imprescindible para sostener la defensa de León y de Castilla. ¿Qué es lo que deseo?: «el condado de Valencia» y cierta autonomía para seguir luchando, sin límite, siempre hacia el sur, siempre hacia el fulgor luminoso de Sirio.

Rodrigo se volvió para señalarme la estrella más brillante del firmamento otoñal, Sirio, la única que a esa hora lucía en el cielo azulado, rivalizando en belleza y brillo con Venus.

Durante el último mes del otoño y el primero del invierno recorrimos las nuevas heredades de Rodrigo, yendo de una a otra para recibir el vasallaje de los tenentes de cada uno de los castillos y dándoles instrucciones para la recaudación de las rentas, cuestión en la que, tras varios años de hacerlo para los reyes de León y de Zaragoza, nos habíamos convertido en verdaderos maestros.

Alentados por la nueva situación propiciada por el desarrollo de las ciudades y el comercio, los campesinos se habían aprestado a roturar bosques y a desecar lagunares para ampliar sus campos de cultivo ante las crecientes demandas de alimentos de las gentes que poblaban las ciudades. La producción agrícola de la mayoría de los feudos del Cid era mayor que la que podíamos consumir cuantos vivíamos en esos feudos, y por ello pudimos destinar la parte sobrante a abastecer los mercados de Burgos, Nájera, Sahagún e incluso de León. Con el dinero obtenido compramos caballos gallegos y asturianos y armas toledanas en Burgos y fortificamos con nuevas defensas los castillos más al sur, los más cercanos a la frontera.

Una vez más, algunos nobles gallegos volvieron a sublevarse. Galicia es una región de horizontes quebrados, con ásperas montañas y valles brumosos cubiertos de bosques casi impenetrables, y los gallegos son gentes independientes y austeras, pegados a la tierra como las raíces de sus castaños.

Encabezaba esta rebelión uno de sus nobles más poderosos, el conde Rodrigo Ovéquiz, quien, como antes nosotros, también había tenido que exiliarse en Zaragoza, donde había vivido bajo la protección de sus reyes aunque sin prestarles servicios militares. Tras la derrota de Sagrajas y la debilidad que mostró don Alfonso, el conde Ovéquiz decidió regresar a Galicia y promover la rebelión contra el rey, acusándolo de ser un usurpador del trono.

Pero este conde no quería reintegrar la legalidad ni reparar injusticias, sino aprovecharse de las circunstancias. Todos nos quedamos con la boca abierta y los ojos en blanco cuando nos enteramos de que Ovéquiz había enviado una embajada al rey Guillermo de Inglaterra, el duque normando que atravesó el canal de la Mancha para conquistar esa isla, ofreciéndole el trono de Galicia. Pero el rey Guillermo murió al poco tiempo y los planes de Ovéquiz quedaron en nada. Fracasada su intentona, el conde se refugió en su fortaleza de Ortigueira, en el extremo norte de Galicia, a orillas del mar Cantábrico.

En los campos de Vivar verdeaban los trigos y la primavera quería despertar entre las frías madrugadas de marzo. Rodrigo estaba inquieto; se movía de un lado a otro con grandes zancadas, firmes y amplias, parecía uno de los leones encerrados en las jaulas del palacio de la Alegría de Zaragoza. Tal vez se sintiera como ellos, prisionero en sus señoríos de Castilla. Rodrigo no era un hombre común. Cualquiera de los infanzones de la corte envidiaba su situación; era el primero de todos ellos, el rey lo colocaba al lado de los magnates y todos estaban convencidos de que don Alfonso acabaría concediéndole la dignidad condal, pues nadie atesoraba más méritos que el Campeador para optar a semejante honor.

Cuántos hombres hubieran querido disfrutar de una situación semejante: gobernar feudos, dirigir una gran mesnada, participar en las curias al lado del rey, disfrutar de una esposa como Jimena y de tres hijos sanos y fuertes… La vida de Rodrigo hubiera sido la de un vasallo ejemplar… si su espíritu inquieto no le hubiera empujado un paso más allá. Cantan ahora los juglares por calles y plazas que fue un gran caballero, leal y fiel vasallo de su rey, pero tal vez cantan así porque no lo conocieron. Es notable cómo se alteran los hechos de la vida de los grandes hombres cuando éstos ya han muerto y no queda nadie para desmentir lo que unos inventan y fabulan para deleite de los que escuchan.

Rodrigo era uno de esos escasos hombres que surgen de siglo en siglo y que poseen un alma indómita, una voluntad sólida como una montaña de granito y una fe tal en sí mismos que pueden alcanzar cuantos logros se proponen. En mi larga vida yo sólo he conocido a dos de ellos: uno era Rodrigo, mi señor, y el otro al-Mutamin, el rey musulmán de Zaragoza: almas gemelas a las que el destino deparó un final parejo.

El rey de León seguía muy preocupado por los almorávides. No entendía por qué tras la batalla de Sagrajas su emir se había retirado a África sin recoger los frutos que esa victoria le hubiera propiciado. Don Alfonso sólo encontraba una justificación, y es que Yusuf ibn Tasufín se hubiera marchado para preparar un mayor contingente de tropas para atacar a la Península y acabar con los reinos cristianos. La muerte del heredero almorávide no había parecido suficiente explicación para la retirada.

Sus consejeros le habían asegurado que los almorávides eran una secta de fanáticos compulsivos que habían jurado por sus vidas extender el islam por toda la tierra. Alguno de los sabios astrólogos de Toledo decía que esta secta pretendía lograr lo que no habían conseguido sus antepasados que atravesaron el Estrecho hace ahora cuatrocientos años: llegar hasta Jerusalén recorriendo toda Europa y así conquistar todos los países mediterráneos. Yo he visto algunos mapas del mundo conocido en los códices de los monasterios, y no sé cuán grande pueda ser, y creo que los almorávides tampoco lo saben, pues ¿quién puede siquiera imaginar hasta dónde alcanzan los confines del mundo?

Finalizaba el invierno y don Alfonso preparaba desde Toledo la defensa de la frontera ante el previsible ataque de los almorávides. El rey reclutaba soldados, fortificaba castillos, construía murallas y nombraba merinos y alcaides para gobernar las tierras amenazadas y mantener las fortalezas atendidas.

Mi señor me dejó al cargo de sus asuntos en Vivar y se acercó hasta Toledo, donde el rey reclamaba el consejo de sus nobles. Allí permaneció tres semanas. Lo vi partir alegre y confiado, sin duda esperando una vez más que en esa curia de Toledo don Alfonso lo nombrara conde, pero regresó callado y ojeroso. Había firmado documentos al lado de su soberano, pero detrás de los condes leoneses y castellanos.

Como todos esperábamos, y temíamos, Yusuf ibn Tasufín desembarcó en Algeciras a principios del mes de mayo. El rey estaba en campaña por tierras del sur, pero no tardó demasiado en enviarnos a Vivar un mensaje en el que nos reclamaba ayuda ante la amenaza de los almorávides. Rodrigo pareció cobrar nueva vida; dejó a Jimena y a los niños al cuidado de una docena de caballeros y convocó a toda su mesnada, reclutando nuevas tropas con dinero que le envió el propio rey don Alfonso.

Tres mil hombres formábamos en el arenal de Burgos aquella mañana de fines de mayo. El sol lucía con fuerza y calentaba nuestras celadas de hierro y nuestras cotas de malla. Rodrigo pasó revista a los batallones formados tras sus capitanes galopando sobre su corcel de guerra. Se detuvo frente a la hueste, tal vez la más numerosa y aguerrida que jamás vieran estos páramos, y estuvo un buen rato contemplándonos. Algunos de los soldados se miraban entre expresiones de extrañeza y otros murmuraban sobre qué estaría aguardando Rodrigo. El murmullo fue creciendo hasta que un rumor se extendió por todas las filas. Entonces, el Campeador levantó su espada, señaló hacia el sur y ordenó iniciar la marcha.

—Don Alfonso me ha ordenado que defienda las fronteras orientales ante los almorávides. Es una buena oportunidad para volver a Valencia. El rey de Zaragoza ha buscado nuevas alianzas con el conde de Barcelona, su viejo enemigo, a cambio de una buena cantidad de oro. Ambos se han dirigido a Valencia; si mantienen el asedio durante varios meses, al-Qádir acabará entregándoles la ciudad y eso sería para nosotros una catástrofe. Imagino que el rey de Lérida estará muy enojado por la traición de su antiguo aliado el conde barcelonés. Iremos hasta Valencia para socorrer a al-Qádir y asegurar la ciudad, sólo así podremos detener a los almorávides si se deciden a avanzar por el este —me dijo Rodrigo poco después de salir de Burgos camino del Duero.

En cinco etapas, tras agotadoras jornadas de marcha aprovechando los largos días de finales de primavera, llegamos a Calamocha. Acampamos allí el día de Pentecostés y lo celebramos con un festín de carne de ovejas que habíamos requisado en nuestro camino hacia el sur.

De nuevo estaba ante nosotros el alto poyo en medio de la llanura del Jiloca. Rodrigo lo miró, se volvió hacia mí y me dijo:

—Mañana comenzaremos la construcción de un castillo en lo alto de ese poyo. Si los almorávides quieren hostigar Castilla desde Levante, esta fortaleza los detendrá.

Y así lo hicimos. Apenas había amanecido, Rodrigo ya estaba preparado, con su espada siempre al cinto y sus guantes colgando del cinturón de cuero remachado con tachuelas de plata que su esposa le había regalado poco antes de partir.

Más de quinientos hombres iniciaron el ascenso de la empinada ladera del poyo provistos de picos, palas, azadones, cedazos, barrenos, odres y cántaros de agua.

Sobre la cumbre del cerro, mientras los hombres descansaban tras la dura subida bajo un sol cada vez más inclemente, Rodrigo indicó cómo debería ser el nuevo castillo:

—En el centro, aquí en lo más alto, construiremos la torre, de al menos quince pasos de lado y veinte codos de alto, y todo en derredor un recinto circular en el que puedan refugiarse no menos de mil hombres.

Odón de Bueña, un maestro alarife que había trabajado en las obras de la catedral de Santa María de Burgos y que se había enrolado con nosotros para huir de un marido celoso que lo había amenazado de muerte, fue quien marcó con una línea de yeso en polvo el trazado del castillo.

De inmediato, los hombres se pusieron a desmantelar las viejas paredes arruinadas de la ciudad que poblaran los antiguos, tal vez en tiempos del Diluvio Universal, pues oí decir a uno de los trabajadores, un antiguo clérigo que se había unido a nosotros en Fresno de Caracena, que algunas gentes, intentando escapar del Diluvio, se habían refugiado en lo alto de los montes, y aseguraba que aquellas posadas que salían al picar en la cima del cerro eran los restos de aquellos desgraciados que Dios había condenado a ahogarse por no seguir sus mandamientos. Mientras explanábamos la cima para sentar la base del torreón, algunos hombres encontraron monedas, suelos con mosaicos e incluso algunas tinajas de barro. La mayoría estaban rotas y eran inservibles, pero aún pudimos aprovechar alguna de ellas.

Un caballero que se había educado en la escuela episcopal de Palencia, donde conservaban un ejemplar de la Historia de Roma de Tito Livio, nos aseguró que las gentes que habían vivido en aquellas casas ahora arruinadas no eran de la época del Diluvio, sino del Imperio romano, pues en esas monedas que encontramos podían leerse todavía los nombres de algunos de los emperadores, y es bien sabido que, como se asegura en la Biblia, los tiempos del Diluvio precedieron en muchos años a los del imperio de Roma.

Trabajamos deprisa divididos en dos turnos de quinientos trabajadores, y la cima del poyo fue cobrando otro aspecto: a los tres días de comenzar los primeros desmontes, la base del castillo ya estaba preparada para recibir las primeras piedras. Subir el agua fue la tarea más pesada, pues había que traerla desde las fuentes al pie del cerro o desde el río Jiloca; en cambio, la piedra la obteníamos sin ninguna dificultad allí mismo, pues no sólo el cerro era de roca, sino que las paredes de las casas arruinadas estaban levantadas con rocas, las más duras simplemente careadas y otras más blandas y porosas perfectamente labradas.

Poco a poco, como una mariposa saliendo del capullo de la crisálida, los muros del castillo fueron creciendo como un collar de eslabones de plata, con la torre en el centro, en lo más alto, como el pezón erecto del pecho de una joven muchacha.

Cuando se colocó la última piedra sobre el torreón, le pregunté a Rodrigo qué estandarte quería que ondeara sobre las almenas.

—El del león —me contestó con la mirada puesta en la amplia llanura en dirección al sur.

—¿El del reino de León? —le pregunté extrañado.

—No, he dicho el del león, el que me entregó al-Mutamin en Zaragoza tras nuestra victoria en Almenar.

—Esa enseña no es la del rey de León.

—Ya sé que no lo es, Diego, conozco muy bien el estandarte que yo porté durante el reinado de don Sancho; ¿lo has olvidado?

—En ese caso, ¿en nombre de quién tomáis posesión de este cerro y de su castillo?

Rodrigo meditó un buen rato la respuesta, apoyó sus manos sobre el muro, alzó la cara al cielo, tomó aire y me respondió:

—En el nombre de Dios… y en el mío propio.

Y aunque hacía tiempo que imaginaba los anhelos de Rodrigo, fue en ese momento cuando comprendí que nunca más obedecería a otro señor que a él mismo; lo supe al contemplar sus ojos castaños que parecían dotados de luz propia, sus labios finos apretados, su mandíbula firme y sus poderosas manos asidas al pretil como a la vida.

Estábamos solos en medio de la nada, entre Zaragoza y Valencia. Al frente teníamos el pequeño reino de Albarracín, en cuyas tierras, o al menos en tierra que para si reclamaba su rey, nos habíamos establecido.

Temeroso de que atacáramos a su pequeño reino, recibimos una visita de un mensajero del rey Abd al-Malik de Albarracín que nos anunciaba la disposición de su monarca para acordar una paz perpetua con Rodrigo y nos ofrecía amistad eterna. Siempre he admirado la retórica de aquellos reyezuelos musulmanes que hablaban con la grandilocuencia de los califas, se contorneaban con el orgullo de los poetas y se vestían con las sedas y los oropeles de los emperadores.

El Campeador mostró al mensajero su buena disposición a la entrevista que quedó fijada para la semana siguiente en Calamocha, al pie del castillo del Poyo.

Abd al-Malik apareció ataviado como un pavo real, lleno de plumas, collares y broches de oro y piedras preciosas. Este soberano tenía entonces más de sesenta años. Sus facciones denotaban su origen bereber, pues era de rostro enjuto y cetrino, de labios finos y bien perfilados, nariz aguileña y dientes separados los unos de los otros; reía a destiempo, hablaba más de la cuenta y demostraba una ignorancia impropia de un ser de su estirpe y su posición. Sus miembros relajados y sus ojos vacíos denotaban indolencia, tal vez desgana por los asuntos reales; no obstante, el tono de su voz era similar a la de los pícaros que abundan cada día más en las ciudades. Debía de creer de sí mismo que era un seductor, pues hablaba como si sus palabras fuesen arrullos, y no desaprovechaba ninguna oportunidad para declamar alguno de sus poemas, tan vacíos y faltos de gracia que tiempo después leí en alguna crónica decir de ellos que eran «cual cuerpos sin alma, cual noches sin alba».

Todavía hoy sigo sin comprender cómo un personaje como aquél fue capaz de regir un reino hasta su muerte. Por mucho menos, soberanos más versados en el arte de gobernar han sido depuestos y decapitados. Pero aunque no entiendo cuál pudo ser, alguna gracia especial de la Divinidad debía de tener Abd al-Malik para que muriera plácidamente en la cama de su alcazaba de Albarracín a los ochenta años, tras sesenta ininterrumpidos de reinado.

—Mi reino es pequeño y pobre —dijo Abd al-Malik—, nada podéis ganar en él, mas si pasáis de largo y nos dejáis en paz en nuestras sierras y con nuestros ganados, os daremos regalos y os colmaremos de honores.

—¿Cuánto podéis pagar? —le preguntó Rodrigo.

—Somos pobres —asentó Abd al-Malik.

—A la vista de vuestras ropas y de vuestras joyas no lo parece.

—Un rey debe serlo pero también parecerlo.

—Diez mil dinares estaría bien; a pagar cada año, después de la cosecha.

—Es una elevada suma, demasiado dinero —alegó el rey de Albarracín.

—No para vos. He oído decir que vuestro padre pagó tres mil dinares por una esclava cantante.

—¡Ah!, aquellos tiempos… Entonces Albarracín era un reino rico y poderoso, pero ahora estamos rodeados de enemigos que nos hostigan por todas partes y somos más pobres. Fijaos en esas tierras —Abd al-Malik señaló hacia unas montañas al sur—, sólo sirven para sostener unos cuantos rebaños de cabras y de ovejas. No tenemos otros bienes que nuestra libertad, y si la perdemos, ¿qué nos quedaría?

El de Albarracín hablaba como si estuviera dirigiéndose a un auditorio de colegiales en una clase de retórica; entre frase y frase hacía una larga pausa, con estudiadas cadencias entre las palabras.

Rodrigo comenzaba a impacientarse.

—Si no estáis dispuesto a pagar diez mil dinares por vuestra libertad, es que la valoráis en muy poco, y en ese caso nada os penará perderla —dijo Rodrigo.

Abd al-Malik se atusó la barba y mudó el rostro. Su representación no había servido de nada, pero todavía insistió:

—Haciendo un gran esfuerzo, quitándonos parte de la comida de la boca, podríamos entregaros cinco mil dinares.

—De acuerdo —asentó Rodrigo.

Los ojos del rey de Albarracín parecieron iluminarse y sus labios dibujaron una sonrisa plena de satisfacción, pero volvió a mudar el rostro cuando oyó al Campeador que apostillaba:

—Cinco mil dinares cada seis meses, el primer pago en abril y el segundo tras la cosecha.

—Pero vos, habéis dicho que… —balbució Abd al-Malik perdiendo su compostura.

—Es un precio muy escaso por vuestra libertad… y por vuestro lujo.

Abd al-Malik bajó la cabeza, cogió con su mano un collar de oro y rubíes, lo acarició como si del cabello de una de sus esposas se tratara y asintió en el pago.

Albarracín estaba sometido. No era para nosotros ningún peligro, pues su ejército apenas estaba integrado por dos o tres centenares de caballeros, pero era mucho mejor tener a Abd al-Malik de nuestro lado, o al menos, en una situación neutral, sobre todo porque la capital de la taifa estaba ubicada en una enriscada posición casi imposible de conquistar y dominaba una de las vías de comunicación desde Levante hacia Castilla, que podría sernos muy útil en cualquier momento.

Rodrigo actuaba día a día con mayor independencia. Casi todas las noches nos reunía a sus capitanes en el torreón del Poyo y a la luz de las brasas en las que se asaba un cordero nos daba las instrucciones a seguir en cada momento.

Su plan consistía en socorrer a al-Qádir y levantar el asedio al que el rey de Zaragoza y el conde de Barcelona habían sometido a Valencia, y así nos lo explicó. Habíamos hecho del castillo del Poyo una fortaleza magnífica y Rodrigo no estaba dispuesto a abandonarla. No podíamos dejarla desasistida, pues ahora que se había demostrado su valor estratégico, otros, el rey de Zaragoza o el de Albarracín, podrían ocuparla. Por ello, antes de partir hacia Valencia, dejamos en el Poyo una guarnición de un centenar de hombres, los más cansados y viejos, y algunos enfermos.

Los demás avanzamos Jiloca arriba hacia el sur. A nuestro paso los habitantes de las aldeas se refugiaban en sus casas o se marchaban a esconderse a las colinas cercanas con sus rebaños y sus enseres. No sabían que en absoluto nos interesaban sus menguadas propiedades y sus míseros bienes. Les requisábamos la comida y el ganado, pues aquellas pobres gentes apenas nada más poseían, y algunos de nuestros hombres se propasaban con las muchachas más jóvenes. Tal vez por mi estancia en el monasterio y por las enseñanzas y disciplina allí recibidas, mi ánimo seguía rechazando aquel comportamiento de nuestros hombres, para mí repugnante, y si de mí hubiera dependido lo hubiera prohibido, pero Rodrigo insistía en que sus soldados necesitaban desfogar sus calenturas y que en las guerras siempre habían sido las cosas así.

—Un hombre con la entrepierna satisfecha es más obediente —solía repetirme una y otra vez cuando yo le insinuaba, lo que sucedía a menudo, mi rechazo a las violaciones.

En nuestro camino hacia Valencia sometimos el castillo de Jérica y la ciudad de Segorbe y nos hicimos fuertes en una aldea llamada Torres, cerca de Murviedro, a las mismas puertas de la llanura de Valencia.

Berenguer Ramón de Barcelona y al-Mustain de Zaragoza estaban apostados ante las mismas puertas de Valencia. Habían fortificado dos castillos en Liria y en un altozano a unas pocas millas al norte de la ciudad en el poyo de Yuballa, que los cristianos pronto denominamos como de Cebolla.

Cuando se enteraron de que Rodrigo había acampado a unas pocas millas al norte de la ciudad, cundió la desazón entre ambos soberanos. Los dos sabían lo formidable que era el Campeador en la batalla: el barcelonés porque lo había sentido en sus propias carnes cuando fue derrotado y preso en Almenar, y el zaragozano porque había comprobado la pericia de Rodrigo y la preparación de su hueste durante los meses que estuvimos a su servicio en Zaragoza.

Algunos de los capitanes de Rodrigo le aconsejaron que atacara de inmediato a los sitiadores antes de que se repusieran de la sorpresa por nuestra aparición. Pero Rodrigo calculaba siempre las acciones a desarrollar con sumo cuidado y, aunque los romances que ahora narran sus hazañas nada dicen de su prudencia y sí mucho de su valor, el Campeador siempre se mostró partidario de la negociación antes que de la pelea.

Durante varios días, emisarios de uno y otro señor celebraron reuniones cruzadas en un auténtico caos de pactos, acuerdos y desencuentros. Las alianzas habían cambiado: ahora el rey de Zaragoza cabalgaba al lado del conde de Barcelona y Rodrigo entabló relaciones amistosas con el rey de Lérida.

Pese al asedio de zaragozanos y barceloneses, al-Qádir resistía encerrado tras los altos muros de Valencia. Lo imagino desesperado, a punto de entregar la ciudad a cambio de que respetaran su vida y sus riquezas, dispuesto a vender a sus propios súbditos a cambio de su seguridad. Pero nuestra presencia le devolvió la esperanza perdida.

Yo mismo fui el encargado de llevar el mensaje de Rodrigo al conde de Barcelona. Berenguer Ramón estaba apostado en el arrabal de Cuarte, frente a la puerta de Valencia. Me recibió delante de su tienda, bajo su estandarte rojo con cinco escudos plateados. Parecía sereno y dispuesto a alcanzar un acuerdo honroso.

Lo saludé inclinando mi cabeza y le dije:

—Señor conde, don Rodrigo Díaz os pide que pongáis fin al asedio de Valencia y salgáis de las tierras de al-Qádir, pues es nuestro rey don Alfonso quien posee los derechos de conquista sobre estas comarcas.

—¿Y si no lo hago? —planteó el conde.

—En ese caso, mi señor se verá obligado a defender al rey de Valencia por ser vasallo del rey de León y de Castilla, a quien sirve don Rodrigo.

—No toméis en cuenta las amenazas de ese pretencioso perro castellano, señor —intervino uno de los caballeros catalanes que acompañaban a Berenguer Ramón.

—Es nuestra oportunidad de derrotar a ese mal nacido —terció otro.

Uno a uno, los nobles catalanes que rodeaban a su conde hablaron en contra de cualquier acuerdo con el Campeador y algunos se mofaban de Rodrigo, instando a su señor a que atacara nuestra posición en Torres y vengara la afrenta de Almenar.

Entre tanto, el conde guardaba silencio, escrutaba con la mirada a sus caballeros y permanecía a la espera de que acabaran sus intervenciones. Cuando habló el último de los barones, el conde se volvió hacia mí y me dijo:

—Transmítele a tu señor que en dos días tomaré una decisión. Se lo haré saber con un mensajero.

Volví a inclinarme ante Berenguer Ramón y me retiré ante la torva mirada de algunos de los nobles catalanes que me imprecaban y me insultaban amenazándome con mandarme al infierno la próxima vez que me vieran.

De vuelta a nuestro campamento informé a Rodrigo de lo sucedido en Cuarte.

—¿Crees que el conde se retirará? —me preguntó.

—Todos sus caballeros desean luchar; dicen que no han venido hasta aquí para marcharse sin ningún beneficio, pero el conde tiene el semblante serio y no deja entrever su última decisión.

—En ese caso, debemos estar preparados para el combate.

—No obstante, he visto en sus ojos la duda, y un hombre que duda acaba cediendo. Si no me equivoco, dentro de dos días os solicitará una retirada honrosa.

—Valencia es la clave de todo esto, Diego; sin Valencia no podré lograr mis planes.

Y fue entonces cuando entendí: Rodrigo no quería defender Valencia para salvaguardarla para don Alfonso, quería Valencia para sí. El Campeador estaba harto de luchar para otros, ya era hora de hacerlo para sí mismo.

El mensajero de don Berenguer Ramón acudió a nuestro campamento el día previsto. Rodrigo sonrió cuando le oyó decir que el conde de Barcelona se retiraría de Valencia, pero que lo haría atravesando nuestras líneas entre Torres y Segorbe. Berenguer quería demostrar a sus caballeros que no tenía miedo al Campeador. El Cid aceptó la condición del conde y el ejército barcelonés, con los restos que habían quedado de los zaragozanos, cruzó ante nuestras posiciones enarbolando sus estandartes al viento y cantando canciones que hablaban de victorias y de hermosos valles verdes entre elevadas montañas.

En cuanto se retiraron, nos dirigimos a Valencia. Todavía no habíamos avistado siquiera las murallas de la ciudad cuando vino a nuestro encuentro una delegación valenciana cargada de regalos para nosotros, a quienes nos consideraban como sus libertadores.

Entramos en Valencia entre las aclamaciones de las gentes que se habían agolpado para ver al Campeador y para festejar el final del asedio. En presencia de al-Qádir, que se mostraba tan sumiso ante Rodrigo que parecía más un siervo que un rey, el Cid adujo el documento por el cual don Alfonso le concedía libremente cuantas tierras pudiera conquistar en tierras de moros y todos sus derechos.

—En adelante me entregaréis mil dinares mensuales de las rentas de la ciudad de Valencia y los alcaides de los castillos de todo el reino me pagarán las mismas cantidades que estaban entregando hasta ahora al rey de Castilla o al conde de Barcelona. A cambio de esas parias, mi espada y mis hombres os protegerán de cualquier agresor que ose venir contra vosotros, sea musulmán o cristiano —zanjó Rodrigo.

Entre los acuerdos pactados, escritos y rubricados en pergamino con al-Qádir, Rodrigo se reservaba el poder residir dentro de la ciudad, vender sus excedentes en los mercados sin traba alguna e incluso disponer de almacenes dentro de las murallas de Valencia y en el arrabal de Alcudia para guardar alimentos para sí y para sus hombres. El Campeador se convertía de hecho en el soberano de la ciudad y de su reino. En esos mismos días también entró en parias el alcaide del poderoso castillo de Murviedro, que hasta entonces había actuado a su propia conveniencia, pactando con unos y otros para mantener su propia autonomía y que incluso había llegado a ofrecerse al rey de Lérida.

No sé si entonces se dio cuenta, pero el Cid había dado el primer paso que lo conduciría por un camino insospechado y que lo iba a convertir en el primer señor independiente de la Península. «Ser su propio señor», un sueño jamás alcanzado hasta entonces por hombre alguno.

Sometidos Albarracín, Valencia y Murviedro y con una buena suma de oro en nuestras arcas, nos dirigimos hacia el interior y nos instalamos en Requena, donde ya lo habíamos hecho el año anterior. Conminamos al reyezuelo de Alpuente, la pequeña taifa al sur de la de Albarracín, a que nos entregara parias y a que reconociera nuestra protección, pero se negó. Rodrigo no podía consentir que eso sucediera, pues podría ser imitado por los demás, y durante dos semanas asolamos ese pequeño reino, causando tanta destrucción y muerte que incluso los soldados más fieros se asombraron de la saña con la que violaron, hirieron y mataron. Requena era un lugar estratégico para los planes de Rodrigo, pues desde allí dominaba toda la región sobre la que había decidido establecer su dominio.

Fue en Requena donde nos encontró un mensajero de don Alfonso. El rey de León y de Castilla nos avisaba del avance de los almorávides hacia el castillo de Aledo. Hacía ya dos años que el noble García Jiménez se había establecido en Aledo, desde donde no cesaba de realizar algaras contra los musulmanes de Almería, Murcia y Granada. Los reyezuelos musulmanes habían solicitado de nuevo ayuda del emir Yusuf ibn Tasufín para que los librara definitivamente del acoso de los cristianos, y Aledo era el primer objetivo.

En esa carta don Alfonso conminaba al Cid a estar preparado con su hueste a fin de acudir junto a él hasta Aledo para detener a los almorávides. Creo que don Alfonso estaba temeroso. Hacía sólo dos años que había sufrido la terrible derrota de Sagrajas y todavía resonaban los tambores almorávides en el cielo de al-Andalus por la magnitud de la batalla. El rey de León necesitaba todas sus fuerzas en esta ocasión, y sabía que la hueste de Rodrigo era la mejor de cuantas configuraban los ejércitos cristianos.

Aquella noche vi a Rodrigo ensimismado en las llamas azuladas de unos leños que crepitaban al fuego en la torre del castillo de Requena. Comíamos con deleite unos sabrosos filetes de venado aderezados con pimienta, comino y romero y bañados en salsa de almendras, pero Rodrigo tenía su plato lleno; los demás habíamos acabado nuestra ración y el Cid no había probado un solo bocado.

—¿No tenéis apetito? —le pregunté.

—¡Eh! sí, claro —dijo sin convencimiento a la vez que se llevaba a la boca un pedazo de carne que masticó lentamente.

—¿Os encontráis bien? —inquirí.

—¿Qué?

—Que si os encontráis bien —reiteré.

—Perfectamente.

—La cena está estupenda y…

—Tenemos que ir a Aledo.

—¿Cómo decís, señor?

—Que el rey nos espera en Aledo.

No entendí lo que quería decir, pero creo que en su mente se estaba fraguando una pelea entre la obligación de obedecer a su rey y la de seguir su instinto de libertad e independencia.

Ibn Tasufín se dirigió a Aledo, donde García Jiménez se aprestó a resistir hasta que acudiera don Alfonso con tropas suficientes como para levantar el sitio. El emir almorávide convocó en Aledo a todos los reyes andalusíes que lo habían seguido en Sagrajas, y todos lo hicieron salvo el de Badajoz. Pusieron sitio a la fortaleza atacándola con unas máquinas de asedio que había traído el rey de Almería, pero García Jiménez resistía al frente de tan sólo trescientos soldados.

Aledo era por tanto el lugar donde todo hacía pensar que se celebraría una nueva batalla. El Cid decidió avanzar hacia el sur para estar más cerca de Aledo, y desde Requena nos dirigimos hacia Játiva, donde nos fortificamos. Nuestra mesnada estaba compuesta por tres mil hombres, los mejor preparados y los más ardientes soldados de ese tiempo; si don Alfonso quería derrotar a los almorávides, esos tres mil hombres del Cid eran imprescindibles.

Fue en Játiva donde nos alcanzó un nuevo mensajero del rey. Don Alfonso comunicaba a Rodrigo que estaba presto a salir de Toledo con un poderosísimo ejército de más de diez mil hombres, tal vez el mayor nunca visto en los reinos cristianos. No quería que una nueva derrota como la de Sagrajas supusiera el final de su reino y había reunido todas las fuerzas que había podido convocar.

Nosotros avanzamos una jornada más hacia el sur, y de Játiva fuimos a Onteniente, acercándonos cautelosamente hacia Aledo. Allí nos llegó un nuevo mensaje de don Alfonso, en el que nos decía que lo esperáramos en Belliana, una localidad que identificamos con Villena, pues ninguno de nosotros había estado jamás en esas tierras tan al sur y teníamos que movernos por las informaciones que nos proporcionaban algunos guías musulmanes de cuya lealtad dudábamos. Desconocíamos aquellas comarcas y nada sabíamos de sus caminos, por lo que avanzábamos a ciegas sin un guía fiable que nos allanase las dudas ante la ruta a seguir.

Un cuarto mensajero nos dijo que esperáramos a que el rey pasara por Villena camino de Aledo y que allí nos incorporaríamos al ejército real. Y así lo hicimos. Nos fortificamos en Onteniente y estuvimos apostados, vigilando los caminos cercanos, enviando espías hacia el sur para que nos dieran cuenta de cualquier posible movimiento de tropas que pudiera atisbarse. Permanecimos varios días esperando en vano a que alguien apareciera con nuevas del rey de León, pero parecía como si la tierra se hubiera tragado al ejército de don Alfonso. Un pastor musulmán nos dijo que hacía dos días había visto a unos caballeros que parecían cristianos cabalgar hacia el este, en dirección a Hellín.

Hacia allí nos dirigimos atravesando la sierra de los Gavilanes, pero cuando nos presentamos en Hellín hacía ya varios días que el ejército cristiano se había marchado. Rodrigo montó en cólera. Un hombre de su temple no suele tener semejantes accesos de ira, pero en aquella ocasión el Campeador gritó y se encanalló como nunca más volví a verlo.

—¡Nos han engañado, nos han engañado! —gritaba como un poseso, tirando por los suelos cuantos objetos tenía al alcance de la mano.

—Ha sido un malentendido, señor —le dije para calmarlo—, don Alfonso lo entenderá.

—Me importa un rábano lo que piense don Alfonso; lo único que me preocupa es que alguien crea que Rodrigo Díaz de Vivar ha rehusado acudir a una batalla por miedo.

Eso era todo: el Campeador estaba furibundo porque su honor y su valentía hubieran quedado en entredicho.

No sé cómo pudo ocurrir, y todavía no he podido averiguarlo tantos años después, pero sigo creyendo que alguien nos engañó y nos distrajo haciéndonos esperar en Onteniente mientras el ejército del rey Alfonso pasaba por Villena camino de Aledo. No puedo asegurarlo, pero algo me dice en lo más profundo de mi corazón que fueron ciertos nobles castellanos y leoneses quienes tramaron ese engaño para que Rodrigo cayera de nuevo en desgracia a los ojos del rey. Esos nobles sabían que si Rodrigo luchaba al frente de sus hombres y conseguía vencer a los almorávides en Aledo, el rey Alfonso le concedería al fin la dignidad condal, y estaría a su misma altura, y en ese caso ya nadie sería capaz de disputarle el primer puesto entre los barones de Castilla.

Ocurrió que, mientras nosotros estábamos esperando en Onteniente, el ejército de don Alfonso había llegado hasta Aledo, de donde Yusuf ibn Tasufín se había marchado sin presentar batalla. El emir almorávide se hartó de las disensiones de los taifas y creyó oportuno retirarse a África antes que sufrir una derrota ante las disensiones del ejército musulmán. Rodrigo siguió tras las huellas de don Alfonso por Molina de Segura, cerca de Murcia, y Elche, con la única idea de demostrar que su retraso no había sido por cobardía, sino por un error, o tal vez por un engaño.

Nos habían engañado de nuevo. El rey se había dirigido hacia Toledo y allí sus principales consejeros le instaron a que rompiera toda relación con Rodrigo, al que incluso acusaron de obrar en connivencia con los almorávides.

En Elche, una deliciosa ciudad de clima suave y extensos palmerales, Rodrigo se sintió desalentado. Algunos hombres de su mesnada no entendían por qué habíamos aguardado tanto tiempo en Onteniente y no habíamos acudido antes a la defensa de Aledo; muchos de aquellos hombres tenían amigos y parientes entre los defensores de esa fortaleza y recelaron de las verdaderas intenciones de Rodrigo.

El Campeador se enteró del malestar de algunos y optó por darles explicaciones a todos. Nos reunió en una amplia explanada que se abría entre dos palmerales, y nos habló:

—Sé que entre algunos de vosotros cunde la desazón por lo ocurrido. No quiero justificar mi actitud, pues nada tengo de qué avergonzarme. Me conocéis bien, algunos hace ya veinte años que estáis a mi lado y sabéis que jamás os he fallado. Me consta que el rey don Alfonso está enojado porque no he acudido a su llamada, pero Dios es testigo de que no ha sido por mi falta de voluntad, sino por un malentendido o tal vez por una conspiración. Sois los hombres más leales que jamás haya tenido señor alguno, y por eso mismo, mi propia lealtad hacia vosotros me obliga a daros esta explicación, que espero aceptéis.

»Acabo de enterarme de que el rey planea una dura condena contra mí. Yo no quiero que seáis responsables de mis errores; por ello, el que desee volver a Castilla lo puede hacer con plena libertad, y si algún juramento de vasallaje tuviera conmigo, quede liberado de él para siempre. A los que decidan marcharse, nada les reclamaré y nada les reprocharé.

Todos los hombres guardaron silencio, algunos con los rostros hacia el suelo, como avergonzados por la decisión que iban a tomar. Muchos de ellos tenían propiedades y familia en Castilla y temían por lo que les podía ocurrir si decidían permanecer al lado del Campeador.

—Los que quieran regresar, que den un paso al frente —grité cuando me lo indicó Rodrigo.

Más de cien hombres lo hicieron. Algunos de manera decidida, sin dudar, otros más despacio, como temerosos de lo que pudiéramos pensar de ellos Rodrigo y los que habíamos optado por permanecer con él.

—Entrégales cinco dinares a cada uno y que se vayan en paz —me dijo el Cid.

—Tal vez don Alfonso comprenda…

—No es tan fuerte como su hermano Sancho, pero es un monarca enérgico y decidido. No puede pasar por alto la afrenta que cree que he cometido hacia él; guarda en su espíritu la ira regia de su abuelo don Sancho y de su padre don Fernando.

Y así fue.

Los cortesanos, encabezados por el conde García Ordóñez y por su cuñado Álvar Díaz de Oca, no cesaron de acusar a Rodrigo de cobarde, traidor y felón durante todo el viaje de regreso del rey a Toledo. Don Alfonso era un hombre ecuánime, pero su faz mudaba cuando le sobrevenían los terribles accesos de ira tan propios de los reyes de su estirpe navarra. Al fin, abrumado tal vez por las presiones de sus cortesanos, dio crédito a tanta insidia y condenó al Cid.

Promulgó un terrible edicto por el cual desposeía al Campeador de todos los castillos, propiedades, rentas y honores que poseía en Castilla, le confiscó todos sus bienes y apresó a su mujer y a sus hijos, que moraban entonces en el castillo de Ordejón. Las casas y castillos del Campeador fueron despojados de todos sus muebles, ropas y riquezas, de los que el rey se incautó.

El edicto acababa llamando traidor al Cid.