Capítulo XVI

A principios de noviembre nos enteramos del desastre de Sagrajas, y por ello nuestra situación cambió como si de repente un eclipse hubiera oscurecido nuestras vidas. El reino de León y de Castilla estaba amenazado, el rey Alfonso derrotado y los reyes de las taifas habían recobrado el espíritu de lucha que perdieran hacía tiempo. Rodrigo me llamó para evaluar las nuevas perspectivas y me dijo:

—Diego, no podemos seguir en Zaragoza; ahora el rey de Aragón es aliado de don Alfonso, y aunque su ayuda en Sagrajas no ha servido para obtener la victoria, creo que a cambio de futuros auxilios consentirá en ceder a don Sancho Ramírez los derechos de conquista de Zaragoza.

—Tampoco es demasiado halagüeña la situación de al-Mustain. Ha sido el único de los reyes de taifas que no ha pactado con los almorávides; lo considerarán un traidor y se sentirán con derecho a ocupar su reino. Zaragoza está aislada y sola —le comenté.

—Toda la Hispania cristiana está bajo el protectorado o la alianza con don Alfonso, y todo al-Andalus aliado con los almorávides; si no nos podemos quedar aquí en Zaragoza, sólo tenemos un sitio adonde ir.

—¿Cuál? —le demandé.

—Castilla.

—¡Queréis regresar! —exclamé—. Después de lo que don Alfonso os ha hecho…

—Castilla va a necesitar a todos sus hombres. Si los almorávides deciden avanzar, no hay fuerza capaz de detenerlos; en un mes podrían entrar en León.

—Pero don Alfonso no os aceptará.

—Creo que no tardará en llamarme a su lado.

Y el Campeador no se equivocó. Un mensajero se presentó con una carta de don Alfonso en la que pedía a Rodrigo que acudiera a Toledo con su hueste para defender el reino. A la vez que esa carta, salió hacia toda la cristiandad una desesperada llamada de auxilio.

Cuando leímos el llamamiento de don Alfonso a todos los cristianos para que lo ayudaran contra los almorávides, nos dimos cuenta de que la derrota de Sagrajas había causado una enorme impresión en el rey de León y de Castilla. No era su primera derrota; cuando sólo era rey de León y su hermano Sancho regía Castilla, don Alfonso ya había sido vencido en Llantada y Golpejera, e incluso había perdido su corona en favor de su hermano, aunque nada de aquello era comparable con el desastre de Sagrajas.

Todos esperábamos que Ibn Tasufín ordenara a su ejército avanzar hacia el norte, hasta Toledo y después hasta León, pero los almorávides se detuvieron y regresaron a África, dejando un contingente de tres mil jinetes para la defensa de al-Andalus y para tranquilidad de los taifas. Al principio estimamos que se trataba de una estratagema de Ibn Tasufín, pero pronto supimos que el hijo y heredero del emir había muerto, y éste había regresado a Marrakech, la nueva capital de su imperio, para resolver los problemas sucesorios.

Rodrigo reunió a todos sus capitanes y nos comunicó su decisión:

—El que quiera regresar a Castilla lo hará libremente, y del mismo modo el que desee quedarse en Zaragoza podrá hacerlo. Esta misma mañana he hablado con el rey al-Mustain y hemos decidido de mutuo acuerdo zanjar el pacto que nos unía. Desde hoy dejo de estar a su servicio, pero me ha prometido que cualquiera de vosotros o de vuestros hombres que desee seguir aquí puede hacerlo como auxiliar en su ejército. Recibirá la paga acostumbrada y una gratificación de diez dinares.

»A los que deseen seguirme a Castilla les repartiré una parte de las rentas de las heredades que el rey me ha prometido y serán hombres a mi servicio. Don Diego de Ubierna tomará nota de aquellos que quieran quedarse aquí y les entregará otros diez dinares de mi peculio; los que vengan conmigo a Castilla recibirán la mitad de esa cantidad.

»Comunicadlo a los hombres de vuestros escuadrones y decidles que tienen tres días para tomar una decisión. El jueves saldremos hacia Toledo, allí nos espera el rey don Alfonso.

¡Tres días! Había que hacer tantas cosas…

Esa misma tarde me dirigí a casa de Yahya. El consejero real estaba leyendo en el jardín; hacía fresco, y cubría sus hombros con un ligero manto de lana blanca.

—Nos marchamos a Toledo el jueves —le dije.

—¿No deseáis quedaros? —me preguntó.

—Han sido cinco años magníficos los que he vivido aquí, pero mi lugar está junto a mi señor el Cid.

—¿Don Rodrigo os obliga a ir con él?

—No, en absoluto, nos ha concedido a todos la libertad de elegir entre marcharnos o quedarnos; yo lo seguiré.

—Aquí podríais vivir una vida más…, digamos más tranquila.

—Ya renuncié en una ocasión a un futuro sosegado. Fue cuando Rodrigo vino a buscarme al monasterio de Cardeña; en cuanto vi sus ojos supe que mi destino quedaba ligado para siempre al Campeador.

—Si quisierais… yo podría ofreceros un puesto en la biblioteca; sabéis leer y escribir en árabe y en latín, y en estos tiempos muchas obras se están traduciendo de uno a otro idioma.

—Hace tiempo que cambié la pluma por la espada; ahora ya no sé hacer otra cosa —me excusé.

—Hubiera sido estupendo trabajar con vos.

—Para mí es un orgullo que un sabio como vos opine eso, Yahya.

—Que Dios os acompañe —me dijo el consejero real estrechándome las dos manos.

—Que Él os proteja.

Salí de casa de Yahya con pies ligeros y al girar la esquina de la calle me detuve unos instantes. Volví la cabeza y contemplé el bullicio de los mercaderes que comenzaban a recoger las mercancías expuestas en las puertas de sus tiendas. Por unos instantes me imaginé el futuro al lado de Yahya, entre libros, aparatos astronómicos y animadas charlas de eruditos y filósofos. No lo recuerdo bien, pero es probable que me asaltara la duda; en cualquier caso, me alejé de allí corriendo, como si necesitara huir de la cercanía de Yahya para no caer en la tentación de aceptar su oferta.

De los trescientos caballeros cristianos que integrábamos la mesnada del Cid en ese momento, sólo decidieron quedarse en Zaragoza un par de docenas; la mayoría porque se habían casado con muchachas mozárabes y habían formado familias, y cinco de ellos porque habían dejado algunas cuentas pendientes en Castilla con grandes magnates y no querían volver para no tener que saldarlas.

Nos separamos de los que habían sido nuestros compañeros y formamos la caravana en el llano de la Almozara. Algunos zaragozanos habían acudido a despedirnos, aunque no tantos como cuando nos recibieron como héroes tras las batallas de Almenar y del Ebro.

Desfilamos en el campo de la Almozara ante el rey al-Mustain, a cuyo lado estaban el visir Ibn Hasday y Yahya. Al pasar junto a ellos miré a Yahya a los ojos y el director del observatorio real me hizo una mueca esbozando una sutil sonrisa.

El Cid, que encabezaba la hueste, se detuvo ante al-Mustain y lo saludó con una leve inclinación de cabeza. El rey de Zaragoza se levantó de su trono de madera, se acercó hasta Rodrigo y lo abrazó ante las aclamaciones de los zaragozanos. Conforme fuimos pasando ante la gente que se había congregado para vernos marchar, un grito fue creciendo en las gargantas de los zaragozanos hasta que todas ellas aclamaron a Rodrigo como una sola voz: «¡Cid, Cid, Cid!».

Enfilamos el camino de Toledo hacia el sureste divididos en seis escuadrones, remontando el curso del río Huerva por un camino en buenas condiciones, bien protegido por atalayas y castillos colgados en los escarpes de los páramos, hasta descender al amplio valle del Jiloca. Rodrigo encabezaba la marcha y tras él formaban dos escuadrones de caballería de cincuenta hombres cada uno. Habíamos colocado en el centro de la caravana los carros con las mujeres, los niños, todos los objetos de valor que poseíamos y las provisiones, protegidos por un escuadrón. Tras ellos formaban otros dos escuadrones, después las bestias y animales de carga y el ganado, y por fin, cerraba la caravana un escuadrón a mi mando.

Cruzamos el valle del Jiloca por Calamocha y nos dirigimos hacia el oeste. En medio de la gran llanura del alto Jiloca acampamos en la falda de un alto poyo, maravilloso y grande, donde años más tarde, cuando nos vimos obligados a regresar a estas comarcas, construimos una de nuestras principales fortalezas.

El otoño agonizaba y las noches en las parameras de la tierra de Molina eran ya frías. Era mediado diciembre cuando, tras descender por el valle del Henares y del Jarama, llegamos al Tajo. Dos días después entramos en Toledo.

Toledo había sido más grande y populosa que Zaragoza, pero la conquista de don Alfonso había provocado la emigración hacia el sur de muchos de sus habitantes y encontramos más de la mitad de sus casas vacías. El barrio más floreciente era el de los judíos, en cuyas manos habían quedado el comercio y la artesanía. El merino real administraba la ciudad y recaudaba los tributos para don Alfonso, pero en realidad eran los judíos quienes hacían latir el pulso de Toledo. Creo que sin ellos don Alfonso hubiera gobernado una ciudad muerta. Había también muchos mozárabes, que se dedicaban sobre todo a la agricultura. Las huertas de los antiguos dueños musulmanes habían sido entregadas a los mozárabes, muchos de ellos pobladores hasta entonces de las aldeas cercanas pero que tras la conquista se habían refugiado tras las murallas de la ciudad para protegerse en caso de un contraataque musulmán.

El rey acababa de celebrar una curia en la propia Toledo, en la cual había comunicado a los condes y a los magnates del reino su reconciliación con Rodrigo y en la que también se había decidido defender la ciudad a toda costa en cuanto los almorávides lanzaran la ofensiva, tal y como se esperaba que hicieran cuando acabaran las exequias por la muerte del hijo de Ibn Tasufín y se resolviera la sucesión del emirato. Toledo era la nueva llave, y si los almorávides la conquistaban, tendrían abierta la puerta de toda Castilla.

Don Alfonso recibió a Rodrigo en solemne audiencia en el que fuera alcázar real de los reyes de la taifa toledana, un maravilloso castillo-palacio en lo más alto de la colina que bordea el Tajo y donde se asienta la vieja medina.

En una enorme sala, en la que al-Mamún recibiera a sus visitantes más ilustres, estaba formada toda la corte, con el rey de León sentado en el trono de los antiguos soberanos musulmanes y a su izquierda la reina doña Constanza con la pequeña princesa Urraca. A los dos lados del trono se alineaban, en riguroso orden jerárquico por su proximidad al rey, los condes, obispos y magnates de León y de Castilla. El primero entre los castellanos era el conde García Ordóñez, a quien Rodrigo venciera y humillara en Cabra. No me hizo falta sino contemplar cómo miraba al Campeador para darme cuenta de que no sólo no había olvidado aquella afrenta, sino que pondría cuanto estuviera en su mano para causar todos los problemas que pudiera a Rodrigo.

El Cid entró en la sala de la mano de Jimena seguido por sus seis capitanes; yo lo hice justo detrás de él. Caminaba con paso firme, la cabeza alta, la mano derecha en la izquierda de Jimena y la izquierda cruzada delante del pecho, sobre el corazón. Al llegar ante el estrado donde estaban los reyes nos inclinamos y clavamos la rodilla izquierda en tierra. Rodrigo hizo entonces un gesto del que nada nos había dicho pero que asombró a todos cuantos allí nos encontrábamos. Se adelantó un par de pasos, sacó unas briznas de hierba de un bolsillo de su túnica de gala y se las colocó en la boca; después hincó sus dos rodillas en el suelo y juró fidelidad y vasallaje a don Alfonso.

El rey hizo un esfuerzo para incorporarse; la herida en la pierna que había sufrido en Sagrajas era reciente y don Alfonso tuvo que apoyarse en un bastón para mantenerse en pie. Cogió por los hombros a Rodrigo y le ordenó que se levantara. El Campeador limpió sus labios de la hierba y el rey le tomó las manos, lo recibió como vasallo y lo besó en la boca. El conde García Ordóñez miraba al Cid con ira.

—Además de conservar todas las propiedades que poseía antes del exilio, me hace entrega de la tenencia del castillo de Ordejón y de las villas y aldeas de Langa, Ibia, Briviesca, Eguña, Campos y Dueñas, con todos sus derechos y rentas.

Rodrigo estaba eufórico cuando regresó de una entrevista con don Alfonso, dos días después de la ceremonia por la que le había prestado vasallaje. Yo estaba con Jimena y sus tres hijos, esperándolo en el palacio que el rey le había asignado mientras permaneciera en Toledo.

—Tal vez te ofrezca pronto la dignidad condal —dijo Jimena.

—No hemos hablado de eso…, todavía. Por el momento hay cosas más urgentes que hacer. Los almorávides pueden regresar en cualquier momento y hay que estar preparados para hacerles frente. Pero antes iremos a Galicia; aprovechando la derrota de Sagrajas, unos nobles gallegos han acusado a don Alfonso de impostor y se han rebelado con la excusa de que García es su verdadero rey.

»Don Alfonso quiere que lo ayude a sofocar esa rebelión; de ninguna manera desea tener una revuelta a sus espaldas en caso de que atacaran los almorávides.

El Cid envió a Jimena y a sus hijos a Burgos, y con toda su mesnada acompañó al rey a Galicia. Aquellos pobres aristócratas gallegos no se imaginaban lo que se les venía encima. Caímos sobre ellos como centellas, y en apenas quince días la rebelión estaba sofocada y los cabecillas encadenados. Actuamos con tal contundencia y eficacia que don Alfonso nos premió a cada uno con una buena bolsa de las nuevas monedas de plata que acababa de acuñar en Toledo con su nombre y su efigie. Creo que al vernos luchar se dio cuenta de que el resultado de la batalla de Sagrajas hubiera sido otro bien distinto de haber tenido a su lado a la mesnada del Campeador.

Condujimos a los prisioneros a León, donde los principales responsables fueron ejecutados y los demás encarcelados en un castillo de las montañas del norte, cerca de donde seguía encerrado don García, el que durante seis años fuera rey de Galicia.

Desde León viajamos con el rey hasta Sahagún y allí pasamos el mes más frío del invierno, aguardando a que remitiera un temporal de hielo y nieve que duró tres semanas.

No había ninguna noticia de los almorávides. Don Alfonso había ordenado a los merinos de todo su reino que dispusieran guardias permanentes en todas las atalayas de la frontera por si avistaban movimientos de tropas hacia el norte. Las informaciones que procedían de Sevilla y de Granada a través de la red de mercaderes judíos, entre los que había numerosos espías al servicio de don Alfonso, tampoco hablaban de movimientos de tropas o preparativos de una gran expedición.

—No lo entiendo —me confesó Rodrigo—; han aplastado al ejército real en Sagrajas, y en vez de aprovechar esa circunstancia y lanzar una ofensiva contra Toledo para recuperar la ciudad, se retiran de nuevo a África y renuncian a la ventaja que habían adquirido.

—Quizá no sean tan fuertes como suponemos.

—Deben de serlo: en Sagrajas tenían enfrente un poderoso ejército, bien pertrechado y con moral de victoria, y acabaron con él. Son buenos soldados y muy numerosos, pero su estrategia no lo es tanto. Cuando nos enfrentemos contra ellos emplearemos una táctica muy distinta a la que el rey Alfonso aplicó en Sagrajas. No volverán a sorprendernos.

—¿No esperáis un ataque de los taifas?; tienen tres mil jinetes almorávides con ellos, tal vez decidan actuar por su cuenta —supuse.

—No, ya conoces a esos reyezuelos. No harán nada sin permiso de Ibn Tasufín. Ahora han logrado cuanto querían: derrotar a don Alfonso y dejar de pagarle parias. No les interesa otra cosa que atesorar su dinero y mantener su lujo; para ellos, la situación actual es la más deseable.

—Y nosotros qué vamos a hacer, ¿aguardar a que nos ataquen? —le pregunté.

—Ayer hablé con el rey de este asunto. Le he propuesto realizar una cabalgada por tierras de Badajoz en cuanto pasen estos fríos terribles. Si contraatacamos nosotros, aunque sea una mera expedición en busca de algún botín, la moral de nuestros hombres se reforzará pese al desastre sufrido, y los musulmanes se darán cuenta de que no estamos vencidos, de que todavía somos capaces de responder con contundencia a pesar de la derrota.

Cruzamos la sierra Central por Béjar y asolamos el valle del Jerte y las campiñas al norte de Badajoz. Sólo cien caballeros formábamos la cabalgada y apenas estuvimos dos semanas en ello, pero fue suficiente para obtener algún botín y aparentar que teníamos capacidad de respuesta. Y sobre todo, el Cid le demostró a don Alfonso que su concurso era imprescindible si quería conservar su reino y mantenerlo a salvo de los almorávides.

De vuelta a Sahagún nos enteramos de que un gran ejército formado por caballeros aquitanos, borgoñones, provenzales e italianos había atravesado los Pirineos y se dirigía hacia Castilla en respuesta a la llamada de auxilio que había hecho don Alfonso a toda la cristiandad con motivo del desastre de Sagrajas. Venían henchidos de orgullo, empapados en ideales de cruzada y con la idea de recuperar las tierras de al-Andalus para la cristiandad. Pero don Alfonso, confiado en la nueva alianza con el Cid, y con el emir almorávide al otro lado del Estrecho, ya no necesitaba el auxilio de ese ejército, que de instalarse en Castilla constituiría más un problema que una ayuda. Envió a unos mensajeros con algunos regalos para indicarles que no siguieran adelante y los cruzados, desalentados por ello, decidieron dirigirse hacia Tudela, una importante ciudad del reino de Zaragoza, a la que pusieron sitio durante la primavera, aunque sin resultados, pues ante el desbarajuste del asedio se vieron obligados a retirarse en abril a sus tierras de procedencia.

Creo que la decisión de don Alfonso fue muy acertada, pues uno de los jefes de los cruzados era el gigantesco Guillaume le Charpentier, vizconde de Mélun, un personaje que obraba con doblez y que hubiera causado no pocos problemas de haberse quedado en Castilla.

Pero no todos regresaron a Francia; algunos caballeros recibieron permiso de don Alfonso para venir a Castilla. Se trataba de algunos parientes borgoñones de la reina doña Constanza, entre ellos el joven Ramón, conde de Amours, sobrino de la reina, que llegó hasta León para visitar a su tía; este joven noble se quedó en Castilla como caballero al servicio de don Alfonso, y su tía la reina lo preparó para que casara con la princesa Urraca, entonces todavía una niña pero que a la muerte de don Alfonso se ha convertido en la reina de León y de Castilla.

Seguía sin haber noticias de los almorávides y don Alfonso decidió que era el momento de retomar el cobro de las parias. Al-Mustain de Zaragoza se había quedado solo, sin aliados musulmanes a los que sumarse ni protectores cristianos, una vez zanjada su relación con el Cid, a los que recurrir. Así, el reino de Zaragoza fue el primero en el que se fijó don Alfonso para solicitar el pago de las nuevas parias.

Al-Mustain no tenía otra salida que pagar, y así lo hizo. Rodrigo fue el encargado de recibir las parias de Zaragoza. Allí nos dirigimos en el mes de junio y, aunque el hijo de al-Mutamin nos recibió con amabilidad, su actitud era distante y fría, bien distinta a la que su padre mostrara hacia Rodrigo o a la que él mismo tuviera en los primeros meses de su reinado. Al-Mustain nos entregó diez mil dinares y la promesa de que seguiría pagando esa misma cantidad todos los años.

Yo fui a visitar a Yahya, pero su criado me dijo que estaba en la ciudad de Tarazona, adonde se había desplazado por orden del rey para buscar a un par de sabios con los que iniciar un grupo de profesores que serían los primeros de una gran escuela que quería fundar en Zaragoza al estilo de la que los califas habían establecido en Bagdad. Lamenté no ver a mi amigo, pero no podíamos esperar, pues el rey nos aguardaba en Burgos, adonde debíamos acudir con el oro que nos acababa de entregar al-Mustain.

Regresamos a Burgos y allí permanecimos durante unos días del mes de julio. Rodrigo volvió a firmar varios documentos como testigo real, y lo seguía haciendo con los mismos errores gramaticales que tantas veces yo le había observado pero que él se empeñaba en no corregir, como escribir «affirmo» con una sola «f» u «hoc» sin «h». Decía que había que hacer la escritura más sencilla y que la única manera de conseguirlo era acercarla al idioma que hablaban las gentes del común. Ahora ya empieza a ser algo habitual, pero en aquellos tiempos todavía no estaba bien visto escribir en otra cosa que no fuera en latín; una forma más, supongo, de acentuar las desigualdades que nos separan a los hombres. Que Rodrigo volviera a confirmar documentos al lado del rey significaba que el Cid había recuperado su puesto en la corte y que estaba en el camino de lograr que don Alfonso lo promoviera al fin a la dignidad condal.

Pero lo más extraordinario que el rey concedió a Rodrigo, y de lo que creo que no tardó en arrepentirse, fue la licencia para conquistar todas las tierras, ciudades y castillos que pudiera en tierras de moros, y que esas conquistas fueran íntegramente suyas, con carácter hereditario. Hasta entonces nunca ningún rey había otorgado a un vasallo un privilegio semejante.

Valencia había sido abandonada a su suerte cuando Álvar Fáñez tuvo que marchar con sus caballeros a Sagrajas, y sin la protección de los jinetes castellanos el débil al-Qádir no era capaz de gobernar ni su propia casa. El rey de Valencia se sintió desprotegido y buscó en el emir almorávide Yusuf ibn Tasufín a su nuevo protector, considerando quizá que la derrota de Sagrajas supondría la caída de don Alfonso y el dominio de los almorávides sobre todo al-Andalus. Pero al-Qádir, que no sólo era un cobarde sino también un pésimo gobernante, perdió el apoyo de los alcaides de los castillos de su reino. Esta nueva situación en Valencia fue aprovechada por el rey de Lérida, que también lo era de Tortosa y de Denia, para, con la ayuda de mercenarios catalanes, hostigar a al-Qádir a quien logró arrinconar dentro de las murallas de la ciudad.

Al-Qádir, desesperado, pidió ayuda a don Alfonso, y solicitó su perdón por haber firmado una alianza con el emir almorávide, y también al rey de Zaragoza, que seguía enemistado con el leridano. Al-Mustain vio en esta petición de ayuda la excusa necesaria para apoderarse de Valencia, que los reyes zaragozanos ambicionaban desde hacía mucho tiempo.

Éste fue el motivo por el que don Alfonso envió al Cid a Valencia y le concedió semejante privilegio sobre las tierras que conquistara. Don Alfonso todavía no se había recuperado del desastre de Sagrajas y sólo Rodrigo tenía una mesnada con la capacidad suficiente como para mantener a raya a los musulmanes en Levante.

Tras la reunión de Burgos entre don Alfonso y Rodrigo, el rey salió hacia el valle del Guadalquivir para castigar las comarcas de Úbeda y Baeza, en tanto encomendaba al Cid que estuviera atento a los movimientos que se produjeran en la frontera oriental.

Rodrigo creyó oportuno ir hasta Zaragoza, y así lo hicimos.