La conquista de Toledo por el rey Alfonso extendió el terror por los reinos de taifas. Rodrigo estaba recuperado de su enfermedad, pero su semblante se turbó al enterarse de la caída de Toledo.
—Esta nueva situación nos acarreará muchas dificultades —me dijo.
—¿Creéis que don Alfonso atacará Zaragoza? —le pregunté.
—Por supuesto. Su estrategia consiste en ir ahogando uno a uno a todos los reinos musulmanes. Está jugando una gran partida de ajedrez y quiere eliminar peones y figuras, uno a uno, hasta acabarla con el jaque final. Después de Toledo vendrá Zaragoza, luego Valencia, y por fin Badajoz, Sevilla y Granada. Quiere dominar toda la Península y no cejará en su empeño hasta lograrlo.
—Y en caso de que ataque Zaragoza, ¿qué haremos?
Rodrigo se acercó a una mesa, cogió un vaso de vino y me sirvió otro.
—Nuestro pacto con al-Mutamin nos obliga a defender Zaragoza de cualquier ataque… salvo si procede de Castilla.
—Habremos de retirarnos, pues.
—No lo sé. Cuando llegue ese momento, que no tardará, ya decidiré.
Un criado nos anunció que Yahya esperaba ser recibido por Rodrigo. El consejero real entró en la estancia y nos miró desorientado.
—Perdonad, caballeros, ¿he interrumpido alguna reunión importante?
—No, Yahya, no, estábamos hablando de la toma de Toledo —le respondió Rodrigo.
—De eso precisamente venía a hablaros. Su majestad me ha ordenado elaborar un informe sobre nuestras fuerzas. Quiere saber cuántos hombres hay disponibles, cuántos podrían quedar en la reserva, cómo se encuentran nuestras fortalezas y castillos, el estado de los muros de la ciudad, el número y calidad de las armas que poseemos…, todas esas cosas. Está convencido de que don Alfonso no se detendrá en Toledo.
—Tal vez estime que su reino es ya lo bastante grande como para colmar su ambición —observé.
—Vamos, don Diego, vos sabéis que ningún rey considera a su reino lo suficientemente grande como para no desear nuevas tierras que añadir a su Corona.
—Si pagáis las parias no tenéis nada que temer —añadió Rodrigo.
—Voy a confesaros un secreto: en la reunión que celebraron los reyes de las taifas aquí en Zaragoza con motivo de la boda del hijo de su majestad al-Mutamin, hubo dos propuestas: la primera consistió en negarse a pagar las parias a don Alfonso, en lo que todos se mostraron de acuerdo; y la segunda… en cesar a Rodrigo Díaz como general del ejército hudí.
—¡Cómo! —se extrañó el Campeador.
—¡Ah!, no os preocupéis, su majestad al-Mutamin se negó en redondo siquiera a debatir tal posibilidad. Os defendió con toda su fuerza y les dijo a esos empavesados reyezuelos que jamás renunciaría ni a vuestros servicios ni a vuestra amistad —aclaró Yahya.
Toledo se rindió el día 6 de mayo, pero don Alfonso no entró en la ciudad hasta diecinueve días después, una vez se cumplieron las condiciones previstas en el tratado de capitulación. Entronizado en Toledo, el rey de León y de Castilla se sentía el soberano que al fin había logrado recuperar la vieja capital de los godos, desde donde se gobernó la Hispania cristiana antes de que los musulmanes la conquistaran.
Pocos días después murió Abú Bakr, el reyezuelo de la taifa de Valencia, a quien sucedió su hijo Utmán. Don Alfonso tenía las manos libres para actuar sobre Valencia, donde, según el acuerdo secreto que había pactado con al-Qádir, debería entronizarlo a cambio de haberle entregado sin lucha Toledo.
Para don Alfonso, el único problema era al-Mutamin… y Rodrigo. El rey de Castilla no estaba seguro de que haría el Campeador en caso de que decidiera atacar Zaragoza. Y es que, en aquellos días, las mesnadas de Rodrigo éramos ya un ejército formidable; los pocos centenares que lo acompañamos al exilio en el año 1081 nos habíamos convertido en varios miles de soldados bien entrenados, veteranos en varias batallas, fieles a nuestro señor hasta la muerte y fortalecidos en nuestra moral de combate por las victorias a las que nos había conducido siempre el Cid.
La fama, la riqueza y la suerte nos sonreían, y cada día eran más los caballeros y soldados de fortuna que acudían a Zaragoza para ponerse a las órdenes del Campeador. Después de cinco años haciéndolo, nuestra oficina de reclutamiento funcionaba de manera extraordinaria. No había nadie en la Península, ni el mismísimo rey de León y de Castilla, capaz de realizar una leva de tropas con la rapidez con que podíamos hacerlo nosotros, ni de organizar una mesnada con tanta celeridad. Nuestra preparación y disponibilidad para el combate eran tales que en apenas tres días estábamos en condiciones de salir en campaña con dos mil hombres perfectamente armados, equipados y entrenados.
Como ya hiciera con sus propiedades en Vivar, yo me había encargado de organizar las finanzas de Rodrigo de tal modo que siempre hubiera una reserva importante de dinero para hacer frente a pagos inmediatos o para pagar a las tropas sin necesidad de recurrir a prestamistas judíos.
Pero nosotros sólo éramos un puñado de hombres exiliados que se ganaban el pan prestando sus armas al servicio del señor que las pagase. Y en aquellos días había otros muchos como nosotros, la mayoría hijos segundones de nobles venidos a menos que no habían recibido otra herencia que un ilustre apellido y tal vez una vieja coraza, hombres desesperados, condenados a vivir con una mano en la espada y la otra en las riendas del caballo, combate tras combate, aguardando en cada batalla un destino incierto, pidiéndole a la Providencia tan sólo un día más de regalo para seguir viviendo.
Éramos una raza de hombres de un tiempo a la vez esplendoroso y oscuro. Las damas y los niños nos contemplaban atónitos cuando desfilábamos ante ellos con nuestras relucientes espadas, nuestros bruñidos cascos de combate calados, nuestras cotas de malla, nuestras sobrevestes multicolores y nuestras lanzas enristradas; admiraban asombrados cómo cabalgábamos a lomos de nuestros corceles de guerra, cual centauros prestos a protagonizar venturosas hazañas que más tarde cantarían los juglares y narrarían los cronistas en sus anales. Tal vez muchos de aquellos asombrados niños, cuando contemplaban nuestras demostraciones ecuestres, soñaran con ser como nosotros algún día, y regresar victoriosos tras haber vencido en un combate, con los enemigos derrotados atados por las muñecas a las sillas de sus caballos.
Parecíamos héroes de leyenda, pero sólo éramos hombres de carne y hueso, con la piel cosida a cicatrices y el alma partida en mil pedazos, producto de las heridas recibidas en el combate y en el corazón. Teníamos que parecer guerreros despiadados sin otro sentimiento que el de la victoria, pero todos soñábamos con una casa de paredes de piedra y cubierta de tejas a la vera de un río de aguas cristalinas, y con cálidos atardeceres en los que el olor de la tierra mojada por la lluvia se mezclara en el aire con el del perfume a lavanda y espliego de una hermosa mujer, con el del pan caliente recién salido de la tahona y con el sonido de las voces de unos niños correteando por un prado de hierba fresca.
Ésos eran nuestros sueños tras librar batallas en las que los alaridos de los hombres tajados por el filo de las espadas, los horribles lamentos de los mutilados y el nauseabundo olor a sangre corrompida, a orina y a heces de los cadáveres y de los heridos se sucedían combate tras combate en una vorágine de horrores a la que nunca logré acostumbrarme.
Nos debatíamos entre la fidelidad natural a un señor (unos al rey de León y de Castilla, otros al de Aragón y de Pamplona, otros al conde de Barcelona) y la libertad de ofrecer nuestros servicios militares a quien mejor los pagara. Luchábamos para ganar el pan, pero también lo hacíamos por el honor de la victoria, la fama y la honra de nuestro linaje. No teníamos arraigo a otra cosa que no fuera nuestra propia vida, pero la arriesgábamos en cada combate como si no tuviera más valor que un celemín de trigo; no creíamos sino en nuestras propias fuerzas, pero rezábamos a Dios rogándole que nos concediera la suya en la batalla; confiábamos nuestra suerte a nuestra habilidad y a nuestro empuje, pero reclamábamos del destino fortuna y un azar propicio; no pensábamos sino en el día a día, pero añorábamos un futuro lleno de venturas y paz.
Entre batalla y batalla, sobre todo después de cada una de ellas, nos creíamos inmortales.
Mientras los demás reyes de taifas se lamentaban por la pérdida de Toledo, sin que ni uno de ellos hubiera movido un solo dedo por evitarlo, al-Mutamin se esforzaba en el campo de la Almozara en aprender el manejo de la lanza y la espada, preparándose para el momento en el que don Alfonso cayera sobre Zaragoza como el halcón sobre la paloma. El valeroso monarca hudí compaginaba la escritura de sus libros de matemáticas con la práctica de los ejercicios militares. Rodrigo acudía al campo de maniobras oculto en una litera; se le habían reproducido sus periódicos ataques de fiebre y extrañamente le había vuelto a supurar una vieja herida, nunca bien curada, que recibiera en la batalla contra el rey de Aragón. Apenas podía mover la pierna derecha y se ocultaba para evitar que su postración desmoralizara a los soldados, que lo consideraban invencible.
En ausencia del Cid, era el propio al-Mutamin quien arengaba a las tropas, el primero en encabezar una simulada carga de caballería, el primero en llegar al campo de entrenamiento y el último en abandonarlo cuando las últimas luces del día eran derrotadas por las primeras sombras de la noche.
Al-Mutamin escribió a todos los reyes musulmanes de al-Andalus solicitándoles su colaboración para enfrentarse unidos a la amenaza que para su supervivencia constituía el rey leonés; pero, aunque todos le contestaron con hermosas y bienintencionadas palabras, ninguno se mostró dispuesto a dar el primer paso frente a don Alfonso.
Los musulmanes temían a los cristianos, pero más fuerte que ese miedo era la envidia que se tenían unos a otros. Al-Mutamin era el más grande, el más valeroso y el mejor soberano de todos ellos, y si no hubiera anidado el egoísmo en sus corazones, hubieran corrido a ofrecerse como fieles súbditos y a ponerse a sus órdenes para que fuera el monarca zaragozano quien los dirigiera contra don Alfonso. Pero eran cobardes y mezquinos, y sólo aspiraban a seguir viviendo una vida regalada en sus lujosos palacios, entre paredes y arcos decorados con yeserías policromadas, rodeados de jardines de aromáticos arrayanes y de serrallos con las más hermosas mujeres de todas las razas posibles.
Incapaces de luchar ellos mismos para defender lo suyo, los taifas buscaron en otro lugar quien los defendiera. No siempre se puede disponer de un Rodrigo Díaz para sostener un reino, y aunque los taifas no tenían el menor inconveniente en pagar mercenarios cristianos para defenderlos de otros cristianos, de otros musulmanes o de todos los demonios si fuera preciso, al-Mutamid de Sevilla, el que gobernaba el reino más rico y poderoso, estimó que estarían mejor defendidos por otros musulmanes y volvió a insistir en que la esperanza en la supervivencia de al-Andalus estaba en los almorávides, que proseguían victoriosos avanzando por el norte de África.
Al-Mutamin sabía que cuando don Alfonso atacara Zaragoza, el corazón de Rodrigo se dividiría entre su amistad para con él y su fidelidad para con su señor natural, el rey de León y de Castilla. El rey de Zaragoza amaba al Campeador; por encima de la admiración que le tenía como guerrero, estaba incluso el afecto que sentía como amigo. En tiempos difíciles, cuando el reino de Zaragoza se encontró rodeado de poderosos rivales que ambicionaban conquistarlo, con un rey anciano y delirante y una situación de guerra civil entre los príncipes herederos, fue el Campeador quien sostuvo la independencia de Zaragoza, quien venció a sus enemigos y quien logró convertir a los acomodados soldados hudíes en una milicia disciplinada y eficaz.
Veinticinco años después, todavía recuerdo aquel nefasto día de otoño con amargura.
Aquella misma tarde Yahya se había acercado hasta el campo de la Almozara, de vuelta a casa tras su trabajo en la biblioteca y en el observatorio del palacio de la Alegría, para invitarme a cenar:
—Mi criado ha preparado un guisado de cordero bien aderezado con las más refinadas especias y un pastel de almendras. Me gustaría saborearlo con vos —me dijo.
—Lo lamento, pero esta noche ceno con Rodrigo; hemos encargado un asado de cordero al estilo de Castilla. Venid vos a cenar con nosotros.
—¿Celebráis algo especial?
—Rodrigo quiere agasajar a sus hombres con un banquete. Hace tiempo que no lo hacemos, ya conocéis su delicado estado de salud a causa de las fiebres y de esa herida mal curada, y ahora que se encuentra mejor ha decidido que es hora de compartir un buen asado con sus fieles.
—En ese caso es mejor que estéis solos, tal vez la próxima semana —lamentó Yahya.
—Sí, la próxima semana —asentí.
Habíamos estado toda esa mañana ejercitando el tiro con arco y experimentando con esa nueva arma diabólica que llaman ballesta en el campo de la Almozara. Al-Mutamin se había empleado a fondo, como siempre hacía, aunque en un intenso ejercicio de esgrima, en el que yo era su oponente, lo vi desfallecer por un instante.
—¿Os encontráis mal, majestad? —le pregunté.
—No, don Diego, no es nada, sólo un pequeño mareo —me dijo—. Esta noche apenas he dormido: he estado corrigiendo el último libro de geometría que he escrito y se me ha echado encima el amanecer sin que me diera cuenta. Tal vez me he quedado frío, y ahora…
Al-Mutamin se tambaleó a los lados y tuve que sujetarlo para evitar que cayera al suelo. Pedí ayuda y acudieron dos caballeros que practicaban junto a nosotros.
—Llevémosle a palacio y avisad a Ibn Buklaris —le dije—. Su médico sabrá qué hacer.
En cuanto dejamos al rey en el palacio de la Alegría corrí en busca de Rodrigo. El Campeador, ya muy recuperado de sus fiebres, estaba en el patio de su finca del arrabal de las Santas Masas jugando con su hijo Diego. El muchachito había cumplido diez años y en su mano sujetaba una espada que su padre había encargado fabricar a medida a un orfebre zaragozano. El hijo del Cid se iniciaba en el manejo de las armas y lanzaba estocadas al aire siguiendo los consejos del Campeador.
—Rodrigo —lo interrumpí.
—¡Diego! Has acabado pronto el entrenamiento. La cena es más tarde.
—El rey ha sufrido un desfallecimiento mientras practicábamos con la espada.
—¿Es grave?
—No lo sé, pero no me ha gustado nada la expresión de su rostro. Lo hemos llevado a palacio y hemos avisado al hakim de la corte.
—Ibn Buklaris es el mejor médico que conozco, lo curará. Cogeré mi capa; acompáñame a palacio.
Salimos de la casona de Rodrigo ante las protestas de su hijo, que quería continuar el juego con su padre, y cabalgamos al galope hasta el palacio de la Alegría.
Los soldados de la puerta nos franquearon el paso y guardaron nuestros caballos.
—¿Dónde está el rey? —inquirió Rodrigo al jefe de la guardia.
—En sus aposentos privados, con su médico personal.
—Llévame hasta él.
—No podéis entrar ahí —asentó el jefe de la guardia.
Rodrigo se volvió y miró con furia al soldado, que bajó los ojos incapaz de mantener la mirada del Campeador.
—He dicho que me lleves ante el rey.
El jefe de la guardia nos condujo a través del patio del salón del trono hasta los aposentos privados que mandara construir al-Muqtádir dentro de la vieja alcazaba para conmemorar su victoria en Barbastro.
Al-Mutamin agonizaba. Junto a él estaban el visir Ibn Hasday y el hakim Ibn Buklaris.
—¡Don Rodrigo! —se sorprendió Ibn Hasday.
—¿Cómo se encuentra?
—Tiene una hemorragia interna y fuerte fiebre; el corazón apenas le late —dijo el médico.
El Cid se arrodilló ante el lecho del rey.
—¿Podéis oírme? —le preguntó—. Soy yo, majestad, Rodrigo.
Al-Mutamin hizo un esfuerzo angustioso para levantar ligeramente y doblar la cabeza.
—Ro… dri… go —balbució el rey.
—Sanaréis, majestad, sanaréis.
Vi como el rey extendía su mano hasta coger la del Campeador y cómo su frente y sus labios estaban perlados por gotitas de sudor.
Esa misma madrugada, poco antes de que el alba despuntara en el horizonte, se apagó la vida de Abú Amir ibn Hud al-Mutamin. Fue un asceta en la mayoría de las cosas mundanas, a pesar de vivir en uno de los palacios más lujosos que pueda imaginarse. Recuerdo un día que nos mostró sus tesoros y nos dijo: «No sé qué hacer con ellos; la vida es muy breve y cuando muera no me llevaré a la tumba otra cosa que mi mortaja».
Su reinado había durado poco más de tres años, pero fueron probablemente los tres años más gloriosos del reino de Zaragoza. Yahya, que llegó a palacio poco después de nosotros, acompañado por su amigo el filósofo judío Ibn Paquda, redactó el epitafio del rey. Todavía lo recuerdo, rezaba así: «El rey al-Mutamin ya goza de los bienes del paraíso. Sólo disfrutamos tres primaveras de la dicha de su reinado, pero él ha hecho florecer muchas primaveras en los corazones de quienes lo conocimos».
El visir Ibn Hasday se apresuró para que de inmediato el príncipe Ahmad, el hijo primogénito de al-Mutamin, fuera proclamado rey y jurado como tal por los cadíes, alfaquíes, gobernadores de las provincias, alcaides de los castillos y generales del ejército. En cuanto subió al trono tomó el nombre de al-Mustain billah, que en árabe quiere decir «el que se encomienda a Dios».
Rodrigo juró lealtad al hijo del que fuera su señor y su amigo, y ratificó con él el acuerdo que había pactado con su padre cuatro años atrás.
—El nuevo rey no tiene la energía de su abuelo, ni la sabiduría y el sentido de la justicia de su padre, pero creo que puede ser un buen rey —me confesó Yahya varios días después de la muerte de al-Mutamin.
Estábamos en su casa saboreando el guiso de cordero con especias y el pastel de almendras, además de un excelente vino dulce aromatizado con cardamomo y jengibre. Yahya había insistido en celebrar esa cena a la que me había invitado el día en que falleció al-Mutamin.
—Será difícil que pueda emular a su padre —dije.
—Jamás habrá otro rey como él —aseguró Yahya.
—Lo apreciabais mucho, ¿verdad?
—Sí, lo quería. Es uno de esos hombres de los que sólo nacen dos o tres en cada siglo. Tenía un sentido de la justicia, del honor y de la libertad como nunca he visto en persona alguna. Al-Mustain ha sido mi pupilo, lo conozco bien, pero aunque se esfuerza por parecerse a su padre, no tiene sus virtudes; nadie tiene las virtudes de al-Mutamin.
Yahya estaba realmente muy afectado, en cierto modo creo que la muerte de al-Mutamin lo afectó de la misma manera que a mí la muerte de Rodrigo años después.
Las primeras decisiones de al-Mustain como rey de Zaragoza fueron atrevidas pero muy peligrosas. Escribió una carta al rey de León y de Castilla negándose a pagarle las parias que éste le reclamó por su ascensión al trono, y pronunció una declaración, que mandó remitir en circulares a todos sus gobernadores y a los reyes de las taifas, en la que reclamaba para sí los derechos a la Corona de Valencia.
Unos pensaron que era un insensato que estaba jugando con fuego y otros que era un valiente soberano digno sucesor de su padre, pero todos estaban convencidos de que don Alfonso no dejaría sin respuesta el reto que le había lanzado el hijo de al-Mutamin. Y los hombres de la hueste del Cid contuvimos la respiración aguardando a ver qué haría el Campeador si don Alfonso decidía atacar Zaragoza.
Don Alfonso había apostado con fuerza y ya se proclamaba «emperador de toda Hispania». Soñaba con una Península unida bajo una sola corona, la suya, que fuera el germen de un gran imperio cristiano, tal vez capaz de emular al imperio romano cristiano de Teodosio o al de Carlomagno. Para ratificar su dominio y su afán de soberanía, acuñó en Toledo moneda de plata al estilo musulmán, los dirhemes, con su efigie, y luego hizo lo mismo con denarios al estilo franco; y para dotar a sus mercados de suficiente moneda, cada vez más necesaria ante el incremento del comercio en las ciudades, fundó cecas en Lugo, Santiago, Toledo y León.
Ya se había rodeado de todos los símbolos de poder imperial, sólo le faltaba construir el imperio, y en medio de ese camino se encontraba Zaragoza.
Don Alfonso trataba de favorecer a la Iglesia castellana para buscar en ella una aliada con la que contar a la hora de ganarse al pueblo de Castilla, todavía reticente con el rey de León, al que en algunos círculos se le seguía considerando culpable e instigador de la muerte de su hermano en Zamora.
A principios del año 1086 concedió grandes rentas y privilegios a la iglesia catedral de Santa María de Burgos, cuyo joven obispado se había convertido en uno de los más importantes del reino, y se enemistó con el obispo de Compostela, un clérigo sólo interesado en el enriquecimiento de su catedral y de su diócesis a costa de las donaciones de los peregrinos que acudían a visitar la tumba del apóstol Santiago.
Cumpliendo su promesa de entregar a al-Qádir Valencia a cambio de la rendición de Toledo, don Alfonso organizó una mesnada, a cuyo mando colocó a Álvar Fáñez, pariente del Campeador, que nos había dejado tras la traición de Rueda y había vuelto a Castilla. Don Alfonso se adelantó a los planes de al-Mustain para conquistar la capital de Levante y los castellanos se dirigieron a Valencia escoltando a al-Qádir.
El destronado soberano de Toledo envió por delante a Ibn al-Faray, uno de sus más fieles consejeros y que hasta entonces había sido el alcaide del castillo de Cuenca, a fin de que explorase el ánimo de los valencianos ante la recepción a su nuevo monarca.
Ibn Faray se presentó en Valencia acompañado por Álvar Fáñez y una poderosa escolta, en tanto al-Qádir esperaba en Requena; el joven rey Utmán no puso ninguna resistencia y entregó su corona al toledano, que pese a la reticencia de los valencianos tomó posesión de la ciudad y de su reino a fines de marzo. Al-Qádir, asegurada su entrada en Valencia protegido por las tropas de Álvar Fáñez, se instaló en el alcázar con todo su amplio séquito de mujeres y eunucos.
Al-Qádir significa en árabe «el potente», pero este monarca derrocado de Toledo, al que don Alfonso regaló Valencia como premio por haber traicionado a sus súbditos, tenía una imagen de impotencia física y moral como no he visto en ningún otro gobernante. Durante toda su vida no fue sino un juguete en manos de otros, bien del rey de León, bien de sus mujeres y de sus eunucos, nunca defendió otra cosa que su egoísmo y su propio beneficio y fue el soberano más despreciado por sus súbditos que jamás he conocido.
Álvar Fáñez Se quedó al frente de su mesnada, la única manera de garantizar el gobierno de al-Qádir, y previo pago de seiscientos dinares mensuales que aportaban los valencianos, lo que todavía los indignó más con su nuevo monarca.
El propio Álvar Fáñez recibió heredades en Valencia por su servicio y estableció su cuartel general en el gran arrabal de Ruzafa.
Zaragoza volvía a estar rodeada de enemigos y al-Mustain pidió al Campeador que elaborara un plan para la defensa.
El Cid ordenó derribar cuantos edificios se encontraban fuera del recinto exterior de tierra y adobe que encerraba la medina y los arrabales y reforzar los lienzos que estaban más deteriorados. La muralla de piedra de la medina se reconstruyó con piedras de viejos edificios romanos en ruinas que fueron completamente desmantelados, y se excavó una trinchera aumentando la anchura y la profundidad de los fosos. Fueron reforzados asimismo los castillos que constituían el cinturón defensivo de Zaragoza y las fortalezas y atalayas de los alrededores.
En la ciudad fueron movilizados todos los varones de entre dieciséis y cuarenta años y se organizaron en escuadrones por barrios y por cofradías para que cada uno de ellos supiera en cada momento a qué tramo de la muralla dirigirse para defenderla en caso de asedio. Todos los talleres de armas de la ciudad, había bastantes pues las armas que se fabricaban en Zaragoza eran muy apreciadas, se pusieron a trabajar forjando espadas, lorigas, cotas de malla, escudos, puntas de lanza y de flecha que se almacenaron en depósitos ubicados a lo largo de los torreones de las dos murallas. Las despensas de los palacios y los alcázares se llenaron de aceite, trigo, frutos secos y harina.
Por esos mismos días llegó a Zaragoza una carta del rey al-Mutamid de Sevilla; en esa misiva el sevillano se autoerigía en portavoz de todos los reyes musulmanes de la Península, anunciaba a al-Mustain que se había concretado la alianza de Sevilla, Granada, Badajoz y Córdoba y lo invitaba a unirse a esta coalición contra el rey Alfonso, a la vez que le comunicaba que había enviado unos emisarios al norte de África para requerir la ayuda de Yusuf ibn Tasufín, el emir de los almorávides, con cuya ayuda tenía la esperanza de derrotar al rey de León y de Castilla.
La respuesta de al-Mustain volvía a ser tan atrevida como valiente: le dijo a al-Mutamid que Zaragoza no admitiría otra soberanía que la propia y que no se sometería ni al dictado de los almorávides ni a la tiranía de los castellanos. Le recordaba la famosa frase que corría por todo al-Andalus y que según recitaban los juglares había pronunciado al-Mutamid afirmando que «prefería ser camellero en África que porquero en Castilla»; al-Mustain aseguraba que ni uno solo de los camellos almorávides pastarían en los prados en los que ahora pacían sus ovejas y sus corderos.
Don Alfonso actuó más deprisa de lo que el propio Rodrigo hubiera imaginado y a fines del mes de abril, con las espadas envainadas tras instalar a al-Qádir en Valencia bajo su protectorado, vino a sitiar Zaragoza. Al mismo tiempo, el noble castellano García Jiménez, un intrépido caballero tan sagaz como valiente, ocupó en nombre de don Alfonso la poderosísima fortaleza de Aledo, a unas veinte millas al suroeste de Murcia, cortando así toda posible ayuda desde el sur y el este a los angustiados zaragozanos.
Al-Mustain convocó a Rodrigo al palacio de la Alegría y yo lo acompañé como su lugarteniente.
—No podemos entrar en guerra con don Alfonso —me dijo mientras cabalgábamos bordeando la medina hacia el palacio—. No puedo luchar a favor de uno de mis dos señores y en contra del otro. Voy a pedirle a al-Mustain que nos permita retirarnos y mantenernos neutrales mientras esto se dilucida.
—¿Creéis que aceptará?
—No tiene otro remedio, así lo acordé con su padre y así lo ratifiqué con él, mi lealtad a los Banu Hud acaba donde empieza mi lealtad al rey de Castilla.
Entramos en el palacio de la Alegría y nos condujeron a lo alto del torreón en el que estaba instalado el observatorio astronómico. Yahya acompañaba a al-Mustain.
—Acercaos, Rodrigo, y mirad.
Desde lo alto se avistaban las posiciones de los sitiadores castellanos, desplegados a lo largo de la muralla de tapial, al sur de la ciudad.
—Parece que don Alfonso va en serio esta vez.
—¿Cuántos hombres calculáis que hay apostados ahí fuera? —preguntó el rey.
—Ocho mil, tal vez nueve mil personas; entre ellas no menos de cinco mil estarán en condiciones de combatir.
—Algo así habíamos calculado; nada podemos hacer frente a semejante número. Mis generales me han dicho que apenas podemos armar a cinco mil hombres, y de ellos sólo dos o tres mil habrán empuñado un arma en alguna ocasión. No nos queda más remedio que resistir.
—Majestad, yo…
—Deseáis manteneros al margen, ¿no es cierto? —supuso al-Mustain.
—Ya conocéis nuestro acuerdo, no puedo luchar contra el que fue y sigue siendo mi rey… en Castilla.
—De acuerdo, ambos somos hombres de palabra que sabemos cumplir nuestros pactos.
—Desearía salir de la ciudad. Eso os favorecerá; mis hombres aquí sólo servirían para consumir más rápidamente vuestras reservas de alimentos y creo que vais a necesitarlas todas.
—Id al sur, a la medina de Daroca, y permaneced allí hasta que esto acabe.
—Si me lo permitís, majestad, prefiero ir al castillo de Escarp, en la frontera con Lérida. Allí os seré más útil; no puedo luchar contra el rey de Castilla, pero nada me impedirá hacerlo contra el de Lérida, que tal vez se sienta empujado a atacar algunas plazas de la frontera del Cinca en caso de que observe alguna debilidad en ellas por el asedio a Zaragoza.
—Sí, tenéis razón, aguardad en Escarp.
Rodrigo me envió al campamento de don Alfonso al sur de la ciudad para anunciarle que el Campeador y sus huestes la abandonaban en paz.
El rey de León y de Castilla me recibió en su tienda de campaña, recostado cómodamente en una silla de madera de las de tijera, sobre una tarima de un pie de alto; de las paredes de lona colgaban tapices con motivos de caza y varios caballeros armados lo rodeaban. A su derecha, clavada por la punta en un tronco de madera, podía verse la espada del rey, con su pomo de esmaltes verdes y azules.
—Majestad —me presenté—, soy Diego de Ubierna, vasallo de…
—Sé de sobra quién eres. Dime qué quiere Rodrigo.
—Os pide permiso para salir libremente de la ciudad con sus hombres.
—Acaso sea una estratagema.
—No, majestad, en absoluto. El Cid —al citar ese apodo oí cierto murmullo y atisbé irónicas sonrisas entre los nobles—…, el Cid Campeador —repetí con firmeza— ha pedido a al-Mustain quedar al margen de esta situación.
—¿Y qué piensa hacer Rodrigo entre tanto la resolvemos?
—Se instalará en la frontera de Lérida con su mesnada.
—¿No luchará contra mí?
—Nunca lo hará, majestad, sois su… nuestro señor natural.
El rey don Alfonso se atusó la barba, se levantó de la silla, caminó hacia un lado de la tienda y, volviéndose a un lado, me dijo:
—Rodrigo tiene mi permiso para retirarse de Zaragoza.
Nos instalamos en Escarp y desde allí seguimos día a día lo que estaba sucediendo en Zaragoza. Nuestra posición volvía a ser difícil: si vencía don Alfonso y conquistaba Zaragoza, habríamos perdido al señor a cuyo servicio nos ganábamos el pan, y apenas nos quedaría un lugar adonde ir; si lo hacía al-Mustain y don Alfonso se veía obligado a retirarse, es probable que perdiéramos la amistad del rey de Zaragoza y nuestra situación todavía sería peor.
—No os preocupéis —nos repetía Rodrigo en aquellas semanas—, siempre habrá algún soberano dispuesto a pagar por tener a su servicio una mesnada como ésta.
Por un mensajero que llegó a Escarp a mediados de julio supimos que los sitiados de Zaragoza se mostraban tranquilos y confiados. Estaban firmemente asentados tras sus murallas, disponían de un caudal inagotable de agua gracias a los pozos excavados hasta alcanzar las filtraciones del curso del Ebro, guardaban en los almacenes reales comida para al menos un año e incluso se suministraban desde el exterior a través del curso del Ebro y por el puente del arrabal de Altabás, que seguían dominando sin dificultad. Además, el cerco era tan relajado que los soldados castellanos sólo impedían introducir en la ciudad algunos alimentos y armas.
Días más tarde, unos mercaderes que viajaban camino de Barcelona nos dijeron que los zaragozanos estaban dispuestos a pagar hasta cincuenta mil dinares para que los castellanos se retiraran. Ese oro saldría del tesoro real pero también de los comerciantes y artesanos que estaban perdiendo mucho dinero con el asedio.
El quinto día de agosto nos enteramos de que don Alfonso había ordenado levantar el campamento y abandonar el asedio de Zaragoza sin resultado alguno. La causa no estaba en la fortaleza de las defensas de Zaragoza, sino mucho más al sur. El 30 de julio Yusuf Ibn Tasufín, emir de los almorávides, había cruzado el estrecho de Gibraltar y desembarcado en Algeciras al frente de un ejército de cien mil hombres, según decían, el más grande jamás visto en la Península.
—¡Cien mil hombres! Espero que sea una exageración más de las que suelen servirse los juglares para impresionar a su auditorio —me dijo Rodrigo.
—Si fuera verdad… —dudé.
—No hay fuerzas en toda Europa capaces de detener un ejército de cien mil hombres, Diego; si esos almorávides son tantos y tan fanáticos como dicen, puede que estemos asistiendo al fin de la cristiandad.
—Tal vez ese Ibn Tasufín sea el Anticristo que anuncian las profecías.
—Tal vez, Diego, tal vez. En cualquier caso, nuestra estancia aquí ha terminado. Ordena a todos los capitanes que alerten a sus hombres, mañana mismo regresamos a Zaragoza.
Ante la noticia del desembarco de los almorávides, a los que algunos mercaderes que los habían conocido en el norte de África describían como «los más fieros guerreros del mundo», todos los cristianos de los reinos del norte sintieron estremecerse la piel y acongojarse el corazón.
Don Alfonso y los almorávides, y nosotros en medio de ambas fuerzas desbocadas: un pequeño puñado de hombres en un pequeño reino a merced del destino y de la fortuna.
Tras abandonar Zaragoza a toda prisa, don Alfonso marchó a Toledo porque esperaba allí la primera embestida del ejército almorávide. Pero no ocurrió lo que el rey de León y de Castilla había previsto.
Por todo al-Andalus se había predicado la llamada a la yihaz, que es como los musulmanes nombran a lo que nosotros denominamos «cruzada». Al ejército almorávide, que al fin había accedido a atravesar el estrecho tras los reiterados llamamientos de auxilio de los taifas, se unieron tropas de Sevilla, Granada, Almería y Badajoz. Un formidable ejército de varias decenas de miles de combatientes musulmanes, muchos de ellos creyentes a ciegas en la recompensa inmediata de los goces del paraíso si morían en combate, se puso en marcha hacia el norte.
Don Alfonso fue informado de que el ejército musulmán había girado hacia el oeste y que seguía avanzando pero por la ruta de Badajoz. Parecía claro que los musulmanes trataban de caer por la espalda de Toledo, y don Alfonso reaccionó abandonando la ciudad y se dirigió hacia el oeste para cortarles el camino en el valle del Guadiana, apenas unas pocas millas al norte de la ciudad de Badajoz.
Los dos ejércitos se encontraron en el llano de Sagrajas, en la orilla derecha del Guadiana, unas seis millas aguas arriba de Badajoz. La coalición musulmana era formidable, pues estaba integrada por las tropas de los reinos de Sevilla, Badajoz, Granada, Almería y Málaga y los aguerridos almorávides. El ejército de don Alfonso lo configuraban las tropas de Castilla y de León más un escuadrón de jinetes aragoneses que encabezaba el infante don Pedro, hijo del rey Sancho Ramírez, algunos caballeros franceses e italianos y la mesnada de Álvar Fáñez, que había abandonado Valencia para acudir a Sagrajas. Si don Alfonso hubiera requerido nuestra ayuda, creo que Rodrigo no hubiera dudado un instante en correr a su encuentro, pero o bien estimó que nuestra hueste no era necesaria para la victoria o creyó que recabando el auxilio de Rodrigo daba su brazo a torcer en la soterrada pugna que ambos seguían manteniendo.
Hasta ese funesto día, el 23 de octubre de 1086, los almorávides no habían combatido sino en África. Estas gentes procedían del gran desierto del Sáhara que se extiende desde el norte de África hasta las tierras ignotas; algunos viajeros afirman que su reino es tan rico que el oro abunda tanto como aquí el hierro.
El combate había sido convenido entre ambas partes para el sábado 24, pero don Alfonso, queriendo aprovechar la sorpresa de que el viernes es el día sagrado para los musulmanes y que tal vez estarían ocupados con sus rezos y sus ceremonias religiosas, decidió atacar un día antes de la fecha convenida.
Hasta esa batalla de Sagrajas la táctica que empleábamos los ejércitos cristianos había sido siempre la misma: consistía en formar un centro muy fuerte, donde se colocaba la caballería pesada, y cargar con toda contundencia aprovechando la fuerza de los grandes caballos de guerra y la destreza de los caballeros en el manejo de la lanza larga. Cada jinete solía disponer de otro caballo de refresco, incluso dos o tres en algún caso, en retaguardia, a los que acudía si era necesario lanzar una nueva carga.
La táctica de los musulmanes era más compleja, pero sus soldados eran menos valerosos y estaban peor preparados que los nuestros. Solían organizar sus ejércitos colocando las mejores tropas en el centro y dos alas siempre pendientes de acudir en su ayuda. A veces realizaban una maniobra en la que el centro se abría para envolver al enemigo, pero esa táctica solía ser muy arriesgada, sobre todo cuando el centro atacante estaba formado por guerreros expertos y masas compactas; colocaban a los infantes en primera línea, tras ellos a los arqueros y por fin a la caballería.
Desde hacía al menos un siglo, así era como se combatía en la Península. Sólo Rodrigo había introducido algunos cambios en las batallas que había dirigido, estudiando en cada caso particular la disposición del terreno y las fuerzas del enemigo y variando la táctica adecuándola a las necesidades de cada situación concreta. Todo cambió en Sagrajas.
Según me contó después alguno de los sobrevivientes, don Alfonso formó a su caballería pesada, aprovechando la amplitud del llano, a unas tres millas de distancia del frente musulmán. Desplegó a la caballería pesada a lo largo de una milla de frente y ordenó una carga contra el centro del enemigo.
Yusuf ibn Tasufín había dispuesto sus tropas colocando en el centro y en primera línea a los ejércitos de los taifas, y dejando en retaguardia a los aguerridos jinetes almorávides.
Los caballeros de Alfonso, tal vez confiados por la endeblez que los taifas siempre habían demostrado, se lanzaron a la carga un tanto despreocupados de su espalda. Conforme avanzaban irresistibles hacia el enemigo, sus corazones se encendían y espoleaban a sus monturas obligándolas a correr al galope las tres millas que los separaban.
Como hasta ese día había sido habitual, la caballería pesada cristiana desbarató las primeras líneas integradas por los inexpertos soldados de las taifas, entre las que sólo resistieron con firmeza los guerreros del rey de Sevilla. La victoria de los gigantescos rocines acorazados parecía fácil e inmediata. Los soldados de las taifas huían en desbandada por todas partes y los caballeros cristianos los ensartaban en sus lanzas como a presas de caza. En su ciego avance, los cristianos alcanzaron las primeras tiendas del campamento del propio emir Yusuf ibn Tasufín, y ya se sentían vencedores.
Pero de pronto, un ruido ensordecedor estalló tras las líneas musulmanas. Los redobles de mil tambores atronaron el llano y como surgidos de la nada aparecieron por los flancos miles de jinetes, protegidos con escudos de piel endurecida y ataviados con turbantes, pantalones y mantos negros, que flameaban al aire como batientes alas de siniestros cuervos. En una maniobra envolvente, Yusuf, que había permitido la masacre de la vanguardia de las taifas, había destrozado la retaguardia castellana, y don Alfonso, al volver grupas dándose cuenta del engaño, se encontró con su retaguardia, que huía en desbandada, y a los escuadrones de caballería almorávide que cargaban compactos como una piña.
Los escuadrones almorávides maniobraban con una disciplina hasta entonces desconocida; a las órdenes de sus capitanes, transmitidas con redobles de tambor y con señales de banderas, cada escuadrón se movía como si de un solo jinete se tratara. Avanzaban y retrocedían, cargaban y se retiraban con una precisión tal que cada una de sus acciones parecía dirigida con la precisión del más experimentado de los halcones cayendo sobre la más desprevenida de las palomas.
Don Alfonso se dio cuenta de su error y comprendió que su orden de cargar había sido precipitada. Los grandes corceles de guerra de los caballeros cristianos son un arma extraordinaria en una carga frontal, pero su manejabilidad es mucho menor que la de los resistentes y ágiles corceles árabes, que se mueven con mayor soltura. Tras haber recorrido tres millas de desenfrenada carrera, minando la resistencia de los caballos, los corceles de la caballería de don Alfonso bufaban agotados, incapaces de recuperar el resuello.
A lo largo del día los musulmanes fueron envolviendo a los cristianos, que mediada la tarde contemplaron horrorizados cómo cuatro mil guerreros negros que integraban la guardia personal del emir caían sobre ellos blandiendo sus finas y penetrantes espadas de acero de la India, protegidos tras sus resistentes escudos de piel de hipopótamo. Envueltos por las alas, frenados por la compacta infantería almorávide que no cesaba de acribillarlos con las poderosas ballestas, los cristianos estaban perdidos. Don Alfonso peleaba en el centro de sus tropas en un desesperado cuerpo a cuerpo, hasta que un guerrero almorávide le atravesó la pierna con un venablo que quedó clavado en la silla de montar. El rey de León y de Castilla cayó reclinado sobre el cuello de su caballo en tanto nuevas oleadas de feroces guerreros almorávides acudían desde la retaguardia para reemplazar a los que caían en primera línea. A duras penas, un puñado de caballeros logró llevar al rey hasta un altozano donde se agruparon los que habían logrado salvar la vida, y, todos juntos, unos quinientos, resistieron hasta que anocheció.
Centenares de cadáveres yacían esparcidos por la llanura ante la desorganización del ejército cristiano. Álvar Fáñez, el pariente del Cid, los animó para salvar al rey, que se retorcía de dolor con la pierna clavada a su silla por el venablo. En plena oscuridad ordenó a los caballeros que arrearan a sus agotadas monturas para escapar de aquella vorágine de sangre y muerte, pues si esperaban al amanecer, los almorávides volverían a la carga y tendrían una muerte cierta.
Quinientos jinetes, casi todos heridos y maltrechos, cabalgaron noche y día hasta Coria, noventa millas al norte. Llegaron agotados, cubiertos de heridas, con los rostros ensangrentados, medio muertos de dolor, cansancio y hambre. Sobre el campo de Sagrajas quedaron abandonados los cadáveres de más de quinientos caballeros, mil escuderos y otros mil infantes.
Sobre el mismo campo, al día siguiente de la batalla, los musulmanes cortaron las cabezas a todos los cuerpos. Los almuédanos ordenaron que fueran amontonadas y, subidos sobre las pilas de las cabezas cristianas, como alminares macabros, llamaron a la oración desde esos improvisados púlpitos levantados con restos humanos.
Después de celebrada la sangrienta ceremonia de la victoria, cargaron las cabezas en carros y las pasearon por al-Andalus. Los almorávides entraban en las ciudades haciendo sonar sus tambores de guerra, que tocaban con dos palos, vestidos con sus túnicas y turbantes negros, con sus rostros ocultos tras pañuelos azules que sólo dejaban atisbar el profundo brillo africano de sus amenazantes ojos oscuros, y en cada una de las ciudades que recorrieron fueron dejando una parte de su mortuoria carga, para que la contemplación de las cabezas de los guerreros cristianos muertos en Sagrajas recordara a todos los habitantes de al-Andalus que una nueva fuerza surgida de las profundidades del desierto arenoso era ahora la nueva savia del renovado y triunfante islam.