En cuanto pasó el invierno, cesó el cierzo pero parecieron desatarse todos los truenos. Ibn Ammar, a quien al-Mutamin había concedido la alcaidía de un alejado castillo, acabó aburriéndose y reclamó volver a la corte. Para ello escribió al rey ofreciéndole la conquista del castillo de Segura, una imponente fortaleza desde la que se dominaban las rutas hacia Denia y cuya posesión significaba ganar este reino que había quedado en manos de al-Mundir.
Al-Mutamin envió a Ibn Ammar y a Yahya con un destacamento de un centenar de soldados, pero regresaron apenas transcurridos veinte días de su partida. La guarnición de Segura había atrapado a Ibn Ammar y había demostrado a Yahya que este personaje era un farsante que sólo pretendía su lucro personal y que no dudaría en traicionarlos. Yahya no tuvo otro remedio que regresar a Zaragoza. Más tarde supimos que Ibn Ammar había sido entregado al rey de Sevilla, su antiguo señor, quien lo había ejecutado con sus propias manos.
Ese mismo verano el rey de León y de Castilla comenzó el asedio de Toledo, talando árboles y asolando los campos cercanos. Desde que permaneciera allí exiliado, cuando su hermano don Sancho lo derrotó en Golpejera, don Alfonso había alentado en su corazón poseer esa ciudad. Toledo había sido la capital del reino de los godos, los primeros que gobernaron toda la Península, y don Alfonso, que como rey de León se consideraba sucesor de la herencia de los godos, ansiaba poseer esa ciudad en la creencia de que quien gobernara Toledo no tardaría en gobernar toda la Península.
El plan de Rodrigo para hostigar Morella desde la fortaleza de Olocau se había demostrado muy eficaz. Al-Mundir no podía soportar la existencia de ese castillo en sus posesiones y no dudó en pedir de nuevo ayuda a su aliado el rey de Aragón para realizar una campaña que pusiera fin a la presencia de tropas del Campeador en Olocau, lo que causaba enormes perjuicios a Morella y a toda su comarca.
Los ejércitos leridano y aragonés se concentraron en Balaguer, donde al-Mundir tenía uno de sus palacios, unas pocas millas al norte de Lérida, y descendiendo el curso del Segre aparecieron en el Ebro. Los movimientos de los aliados se comunicaron de inmediato a Zaragoza desde las atalayas de esas comarcas y al-Mutamin ordenó al Cid que, con toda su mesnada y con dos mil hombres del ejército de la taifa, se dirigiera a detener aquella incursión.
Acudimos desde Zaragoza, Ebro abajo, desplazándonos a caballo y en barcas con tal rapidez que alcanzamos a las tropas de Sancho Ramírez y de al-Mundir antes de que éstas pudieran llegar a Morella para liberarla del asedio que manteníamos desde Olocau.
El aguerrido rey de Aragón se sorprendió cuando vio a nuestro ejército frente al suyo, cerrándole el paso en el curso del Matarraña, cerca del Ebro, en el camino hacia Morella. Sancho Ramírez, que había experimentado en carnes propias la contundencia de nuestros golpes, envió un mensajero solicitando dialogar con Rodrigo. El Campeador aceptó y, tras obtener las garantías oportunas, acudió al campamento del rey de Aragón, apostado a este lado del Ebro tras haberlo atravesado por un vado aprovechando el escaso caudal del estiaje. El Cid me pidió que lo acompañara y con nosotros vinieron también Pedro Bermúdez y Martín Antolínez.
El rey de Aragón estaba sentado a la puerta de su tienda en una silla de tijera con dos cabezas de león labradas en los reposabrazos. Debía de tener dos o tres años más que Rodrigo pero parecía más joven. A su derecha ondeaba un enorme pendón con bandas rojas y amarillas, los colores papales que el pontífice Alejandro II le había entregado en señal de vasallaje cuando Sancho Ramírez viajó hasta Roma para que el papa le ratificara la realeza sobre Aragón y nadie pusiera en duda sus derechos a gobernar el viejo condado con el título de rey; a la izquierda había un gran crucifijo de madera y junto al crucifijo, vestido como un guerrero, una imponente figura que luego supimos que se trataba de Ramón Dalmacio, el influyente obispo de Roda.
Rodrigo se acercó hasta el rey de Aragón, inclinó la cabeza y dijo:
—Majestad, os presento mis respetos.
Sancho Ramírez se levantó, puso las manos en jarras y respondió:
—No sé qué respetos puede presentar a un monarca cristiano un caballero que debe obediencia a la cruz de Cristo pero sirve a un monarca infiel.
—Majestad, cada cual sirve a quien merece.
—Tu actitud es intolerable. Estás acosando a uno de mis aliados, el rey de Lérida; te conmino a que desalojes el castillo de Olocau y abandones de inmediato estas tierras.
—No puedo hacerlo, majestad. Me debo al rey al-Mutamin, a quien como buen caballero profeso lealtad y obediencia por juramento; si hiciera lo que me pedís, sería un felón y un traidor.
—Estás incordiando a mi aliado, el rey de Lérida.
—A quien vos reconocéis como rey, yo lo considero un usurpador que detenta un trono que no le pertenece.
—Te ordeno —profirió Sancho Ramírez— que retires tus tropas de nuestro camino y nos dejes pasar.
Rodrigo cruzó los brazos delante del pecho, alzó la cabeza y con rotundidad e ironía dijo:
—Si mi señor el rey de Aragón desea atravesar en paz estas tierras que yo defiendo, lo acompañaré y le daré cien caballeros para que protejan su camino.
Sancho Ramírez miró fijamente al Cid, apretó los dientes y dio media vuelta introduciéndose en su tienda.
—Creo que esta entrevista ha terminado —intervino el obispo de Roda—. Si no os retiráis, pasaremos por encima de vuestros cadáveres.
Regresamos a nuestra posición y nos aprestamos para la batalla. Rodrigo sabía que don Sancho era un hombre impulsivo y que tenía que responder a la afrenta que se le había causado con contundencia. Una vez más, el Campeador acertó en sus previsiones.
—Diego, ordena a los comandantes de todos los batallones que estén listos para aguantar una carga de los aragoneses. Ese impetuoso rey no perderá un instante. Creo que harán lo mismo que en Graus; allí casi nos vencieron, ahora lo intentarán de nuevo.
Y así fue. El aragonés ordenó a su caballería que atacara en oleadas, cargando en grupos de cincuenta caballeros sobre nuestro frente, donde los esperábamos con las lanzas en ristre. Sancho Ramírez no había trazado ningún plan de combate; era tan osado y valiente, pero tan poco previsor, que basaba toda su estrategia en la contundencia de las cargas de su caballería pesada, integrada por extraordinarios caballeros cubiertos de hierro de la cabeza a los pies. Frente a los ejércitos musulmanes, integrados sobre todo por caballería ligera e infantería, esa táctica le había dado buenos resultados, pero ante nuestra mesnada, formada por un combinado de caballería pesada, jinetes ligeros e infantería acorazada, hacía falta algo más que valor y arrojo para vencer.
Cuando los vimos venir, espoleando sus monturas con las lanzas en ristre, fue fácil adivinar que si nos manteníamos firmes y resistíamos su primer envite, la victoria estaría de nuestro lado. Los aragoneses basaban toda su fuerza en la contundencia del primer golpe; si tras él, desbarataban las filas enemigas, la victoria se decantaba de su lado, pero si se les aguantaba, sus acorazados jinetes quedaban aislados en medio del enemigo y en ese caso, eran fácil presa para los infantes y para la caballería ligera. Así, nuestra opción al frente de la caballería pesada era aguantar sólidos como rocas su primera carga, romper su frente y esperar a que nuestros jinetes ligeros y nuestros hábiles infantes hicieran el resto.
Por la abertura de mi celada los vi venir como una tromba, cabalgando sobre sus corceles todo lo deprisa que eran capaces de exigirles. Las cabezas de los caballos se balanceaban de arriba abajo, soltando babas amarillas de sus bocas entreabiertas, sus cascos levantaban pedazos de suelo que salpicaban el aire, y aguzadas lanzas apuntaban hacia nosotros como una muralla de picas y acero.
Hacía un calor sofocante y el sudor empapaba nuestros cuerpos cubiertos de cuero y hierro. Conseguimos parar la carga de los aragoneses aunque sufrimos muchas bajas, y de inmediato nuestra caballería ligera envolvió su retaguardia, rompiendo su frente compacto. Su equipo pesado y el desgaste de su primera carga habían hecho perder eficacia a los aragoneses, quienes, fracasada su estrategia y carentes de otra alternativa, demostraban ser menos hábiles en la lucha cuerpo a cuerpo. Las largas y pesadas horas de esgrima que Rodrigo hacía practicar a sus soldados se mostraban ahora muy útiles, y nuestros soldados eran claramente superiores a cualesquiera otros en este arte de la lid.
El rey de Aragón se vio perdido; estaba luchando con bravura en el centro de sus tropas, pero sus generales se dieron cuenta de que la derrota era inminente. Varios caballeros aragoneses rodearon a don Sancho y consiguieron sacarlo de allí; al ver huir a su monarca, todos los demás hicieron lo mismo. Nosotros los perseguimos durante un buen trecho, pues no queríamos que sucediese, aunque al contrario, lo de Graus. El rey de Aragón consiguió alcanzar la ribera del Ebro y, protegido por sus hombres, cruzó por el vado a la otra orilla. Los que se quedaron para proteger la retirada de su rey fueron apresados y envueltos por nuestros soldados, y se rindieron arrojando sus armas al suelo.
Agrupamos a los prisioneros en un claro de la orilla y contamos más de mil; entre ellos había dieciséis altos nobles, algunos eran castellanos exiliados, como el propio Rodrigo, que habían acudido a ganar su pan al servicio del rey de Aragón. Sentado en el suelo, con la cabeza descubierta y empapado en sudor, vi al obispo de Roda; tenía las mangas de su sobreveste teñidas de sangre y miraba al suelo con la vista perdida.
Cuando nos dimos cuenta de la gran cantidad de cautivos que habíamos atrapado, dudamos por un momento qué hacer con ellos. Rodrigo nos llamó a los capitanes para debatir el destino de los prisioneros.
—Son más de mil, no podemos llevarlos a todos a Zaragoza —dijo Rodrigo.
—Propongo liberarlos y que regresen a su tierra —intervine.
—Si los retenemos, obtendremos mucho dinero por su rescate —terció Martín Antolínez.
—De ninguna manera podemos llevar a tanta gente a Zaragoza. ¿Qué hacemos con ellos, cómo los alimentamos, dónde los metemos? —pregunté.
—Diego tiene razón; no cabrían ni amontonándolos en todas las cárceles de la ciudad. Habría que habilitar un espacio para ellos o construir un recinto nuevo. Tenemos un problema que no habíamos previsto —reconoció Rodrigo.
—Hemos obtenido un enorme botín. Creo que es suficiente —intervine.
Y en efecto, habíamos requisado todas las pertenencias del ejército aragonés, y entre ellas contabilizamos decenas de tiendas de campaña con sus equipamientos, varias arcas con monedas de oro y plata, lujosas vestimentas, vajillas, mesas y sillas de madera labrada, algunos carromatos, millar y medio de caballos y acémilas y miles de armas de todo tipo.
—Llevaremos con nosotros a Zaragoza al obispo de Roda, al mayordomo del rey de Aragón y al señor de Alquézar; los demás quedarán libres previo pago del rescate —sentenció Rodrigo.
Mediante comunicaciones visuales a través de la red de atalayas, Rodrigo ordenó hacer llegar la noticia de nuestra victoria a Zaragoza, y hacia la capital del reino hudí nos dirigimos cargados de riquezas y de victoria. Antes enviamos a la mayoría de los cautivos a sus casas a cambio del dinero que los huidos pudieron reunir con toda celeridad para rescatar a sus compañeros presos.
Cuando llegamos a la villa de Fuentes de Ebro, nos encontramos al rey al-Mutamin, acompañado de sus hijos y algunas esposas, que nos esperaba rodeado de un séquito de altos dignatarios de la corte. Y de nuevo volvió a repetirse la entrada triunfal en Zaragoza que habíamos vivido dos años antes, tras la victoria en Almenar.
Las gentes se apiñaban en las orillas del camino para vernos pasar, gritaban y cantaban festejando nuestro triunfo y alababan las virtudes de al-Mutamin y de Rodrigo. El campo de la Almozara volvió a engalanarse con banderas, palcos y desfiles, y el rey de Zaragoza invitó a todos cuantos quisieron sumarse a él a un gran banquete en el que se asaron dos centenares de corderos y una docena de bueyes, todos ellos ganados en la batalla a los aragoneses.
Tras la victoria frente a don Sancho de Aragón necesitábamos un descanso para reponer las bajas y recuperar las fuerzas perdidas. En Zaragoza nos enteramos de que don Alfonso había establecido un campamento permanente al sur de Toledo, con lo que mostraba que su idea de conquistar esa ciudad era firme. La algarada del verano anterior no había sido una más en busca de botín, sino la preparación para el asalto definitivo a la antigua capital goda.
De regreso a Zaragoza me visitó Yahya. Me dijo que había heredado una casa en la medina, que en las ciudades musulmanas es la zona central de la ciudad, al lado de la mezquita mayor. Me invitó a comer a su nueva casa y acudí con gusto. Era mucho mayor que la del arrabal del sur, y además de jardín disponía de un patio y una bodega.
—Esta casa es magnífica, un verdadero palacio.
—Sí, es espléndida, pero el jardín no tiene el encanto del de mi anterior casa del arrabal —alegó Yahya mientras me ofrecía un pastelillo de una bandeja que acababa de servir su criado.
—Excelente —le dije al saborear el pastel.
—Son de pistacho, avellana y canela, recién comprados en El Hueso Rojo, la mejor repostería de la ciudad. ¿Sabéis ya lo de Toledo? —inquirió de pronto.
—Sí, claro, todo el mundo sabe que don Alfonso está sitiando la ciudad —respondí.
—Lo que no sabéis es que su rey, ese inútil de al-Qádir, ha pactado con don Alfonso la entrega de Toledo a cambio del trono de Valencia.
—No, no sabía…
—Y que el rey de Sevilla ha llamado en ayuda de las taifas a los almorávides.
—¿Los almorávides? Sí, he oído hablar de ellos.
—Son unos fanáticos que creen ser los únicos depositarios de la fe del islam. Han conquistado todo el norte de África y no cesarán hasta que todo al-Andalus sea suyo. El propio rey de Sevilla incluso, el poderoso al-Mutamid, es consciente de que no tardará mucho tiempo en producirse así, pues dicen que se le ha oído comentar que prefiere ser camellero en África que porquero en Castilla.
—Parece que se aproximan tiempos confusos —le dije.
—Así es, amigo mío, así es. Almorávides, castellanos, aragoneses…, nuestro reino está cercado por todas partes. ¡Quién sabe qué sucederá!
—Vos sois astrónomo, deberíais saberlo.
—Vos lo habéis dicho, soy astrónomo. Si queréis puedo deciros cuándo será el próximo eclipse, pero no creo en la adivinación del porvenir a través de los astros.
—Pues vuestro rey parece tener mucha fe en ello.
—Es una cuestión de apariencia, sólo de apariencia. Entre los musulmanes hispanos la astrología es una afición, casi una necesidad. No hay aristócrata que no consulte a un astrólogo para fijar la fecha más propicia para la boda de un hijo, o mercader que no pregunte sobre cuál es el día más señalado para iniciar un viaje o establecer un negocio. El rey sabe de las aficiones de sus súbditos y las practica como un divertimento, pero creedme, al-Mutamin confía más en la capacidad de los hombres que en los designios de los astros.
El criado de Yahya entró en el comedor donde nos encontrábamos con una bandeja de almojábanas recién fritas que dejó encima de la mesa.
—Lo siento, es otra de nuestras aficiones —dijo Yahya al ver mi mueca de resignación ante las omnipresentes almojábanas.
Alcé los hombros en un gesto de consentimiento, tomé una almojábana y me la llevé a la boca.
—En verdad, es un bocado delicioso, si no fuera tan recurrente.
—Sí, tenéis razón, en ocasiones todo lo que abunda cansa. ¿Habéis visto a Leonor? —me espetó de pronto.
—¡Eh!, ¿cómo sabéis…?
—Una de mis obligaciones es saber todo, o casi todo, sobre nuestros amigos y aliados.
—¿Tenéis un espía en cada esquina?
—No, por supuesto que no, pero muy pocas cosas suceden en la ciudad sin que nos enteremos en la corte. La información es vital para mantener un reino, no lo olvidéis.
Al domingo siguiente acudí a misa a la iglesia de las Santas Masas. Ardía en deseos de volver a ver a Leonor, aunque tenía la sensación de que en cada recodo de cada calle del arrabal se había escondido un espía que observaba fijamente todos mis pasos.
Entré en la iglesia y me senté en el lugar acostumbrado. Miré hacia donde se colocaba Leonor, pero no la vi. Observé a mi alrededor mientras el clérigo celebraba la eucaristía, pero no había rastro de la muchacha por ninguna parte. A la salida de misa me dirigí hacia una de las amigas que solía acompañarla y le pregunté por ella.
—Se ha ido con su padre al norte, a las montañas de Aragón —me respondió.
—¿Dónde?, ¿por cuánto tiempo? —inquirí.
—No sé nada más, aunque creo que no van a volver; han vendido la casa de la mozarabía y unas fincas que poseían junto al río Gállego.
Recordé entonces la pregunta de Yahya sobre Leonor y comprendí que el consejero real sabía algo de este asunto. No lo dudé un momento y me dirigí hacia su casa. Su criado me dijo que estaba en el palacio de la Alegría, en el observatorio astronómico. Yo sabía que tenía muy pocas posibilidades de acceder al interior del palacio, pero pese a todo me dirigí hacia allí; era tal mi ansiedad por tener noticias de Leonor que no pude esperar siquiera a que Yahya regresara a su casa.
Crucé toda la ciudad por la calle Mayor y atravesé el cementerio de la puerta de Toledo. Una suave brisa del recién iniciado otoño batía los parterres de flores y arrayanes y mecía las ramas de los álamos pobladas de hojas que comenzaban a caer cubriendo el suelo de una alfombra amarillenta.
Salí del segundo recinto amurallado, el de tapial y adobes, y crucé la amplia vaguada que separa la ciudad del palacio. En la puerta hacían guardia cuatro fornidos soldados equipados con cascos cónicos, lorigas de acero y enormes cimitarras.
—¿Qué deseáis? —me preguntó uno de ellos.
—Busco al consejero real Yahya ibn Yahya, me han dicho que está en la torre del observatorio.
—¿Y quién pregunta por él?
—Soy Diego de Ubierna, lugarteniente de don Rodrigo Díaz, el Cid.
Al oír el nombre del Cid el soldado me pidió que aguardara un instante. Poco después salió el sargento de la guardia.
—Me ha dicho uno de mis hombres que buscáis al consejero real Yahya ibn Yahya.
—Así es. Estoy invitado por él para consultar la biblioteca. Llámalo y lo comprobarás tú mismo.
—Está ocupado en el observatorio; ha ordenado que no se le moleste.
—¿No querrás perder tu puesto, verdad? Si me marcho de aquí sin ver al consejero le diré que tú has impedido mi entrada y que no le has avisado de mi visita. Te veo limpiando cuadras hasta que se cumpla la hora de tu licencia.
—Aguardad aquí.
El sargento desapareció, pero regresó poco después.
—Acompañadme.
Lo seguí al interior del palacio por un patio y después por un tortuoso pasillo hasta llegar al pie de la torre del observatorio, un enorme torreón en el flanco norte, el único de planta rectangular de todo el recinto murado. Subimos unas estrechas escaleras hasta una estancia abovedada donde estaba Yahya con uno de sus ayudantes.
—Don Diego, ¡qué honor!, pasad, pasad.
—Vos los sabíais, maldita sea, lo sabíais —le espeté.
—¿Qué es lo que yo tenía que saber? —me preguntó con cierto aire de falsa ingenuidad.
—Que Leonor se había marchado al norte, a las tierras de Aragón.
—Mirad, amigo… —me dijo pasando su mano por mi hombro.
—No me llaméis amigo.
—Yo sí os considero como tal. El padre de Leonor ha sido requerido por el abad de San Juan de la Peña, uno de los cenobios más importantes del reino de Aragón. Está en las montañas de Jaca. Creo que se trata de resolver ciertos asuntos relacionados con la disputa entre el rito de la liturgia mozárabe y la romana.
—Necesito verla.
—Eso es imposible. San Juan de la Peña está lejos, al menos a cuatro días de viaje, y en territorio hostil.
—No me importa. Viajaré con identidad falsa; seré un caballero castellano peregrino.
—Y si alguien os reconoce… Nobles y soldados aragoneses os han visto pelear al lado de Rodrigo contra ellos en Almenar, en Morella y en el Ebro. Si os descubren quedaréis preso para siempre, o tal vez os ejecuten. No vayáis, es peligroso.
—Necesito ver a Leonor.
—La olvidaréis pronto; creéis que estáis enamorado, pero el amor es otra cosa.
—¡Qué sabréis vos del amor!
—Tengo amigos que han escrito libros enteros sobre él. Os recomiendo especialmente uno de un poeta cordobés llamado Ibn Hamz, se titula El collar de la paloma, y lo tenéis a vuestra disposición en nuestra biblioteca.
—Ese Ibn Hamz será otro amargado tan solitario como vos.
—Sois injusto.
En aquellos momentos no me di cuenta de que mi actitud hacia Yahya no la merecía mi amigo, pero, como leí más tarde en el libro de Ibn Hamz, hay momentos en los que el enamorado está tan ciego que no ve lo que apenas está a un palmo por delante de sus narices.
Estaba obsesionado con Leonor y me fui en busca de Rodrigo. El Campeador comía en su finca del arrabal de las Santas Masas con Pedro Bermúdez y Martín Antolínez.
—Diego, ¿dónde te has metido esta mañana? —me preguntó al verme aparecer en el umbral del patio.
—He estado en el palacio de la Alegría, en el observatorio, con Yahya. Quiero pediros una autorización.
—Bien, dime.
—Deseo ir a las montañas de Jaca, al reino de Aragón, a un monasterio dedicado a San Juan, que llaman de la Peña.
—¿Te has vuelto loco? ¿Qué se te ha perdido allí?
—Quiero encontrar a una persona…
—Olvídate de eso, no volverías vivo.
—Os debo lealtad como mi señor que sois, pero vos me debéis auxilio y ayuda.
—Y también te debo consejo, y, como tu señor, te aconsejo que no vayas.
—¿Vos iríais en busca de vuestra esposa?
—Al fin del mundo si fuera necesario, pero no siempre he podido estar con ella; ahora vivimos los dos juntos aquí, en Zaragoza, pero hemos estado separados mucho tiempo. A veces no podemos hacer lo que queremos.
—Dejadme ir —insistí.
—Esa persona ha de ser muy importante para ti.
—Lo es.
Rodrigo miró a Martín Antolínez. El burgalés parecía muy divertido con todo aquello.
—De acuerdo, vete a Jaca pero regresa sano y salvo. Te acompañarán dos hombres.
—No, prefiero ir solo. No quiero que nadie se arriesgue por mí.
Rodrigo se acercó, me dio un abrazo y me dijo:
—Creo que he hecho de ti un buen soldado.
Yahya también me aconsejó que no viajara. El invierno estaba próximo y las montañas de Jaca eran las más frías de toda la Península.
—Dicen que a veces caen tales nevadas que en una sola noche cubren la altura de un caballo —me advirtió Yahya.
—Tendré cuidado.
—Sois un cabezota, terco como una mula, pero valiente. Que Dios os acompañe.
Antes de partir hacia Jaca, Yahya me proporcionó un pergamino en el que de su propia mano había dibujado un mapa con el itinerario a seguir entre Zaragoza y la capital montañesa del rey de Aragón, cerca de la cual estaba el cenobio de San Juan.
El camino hacia las montañas de Jaca ascendía por el curso del río Gállego, siguiendo una antigua calzada romana que en numerosos tramos todavía se conservaba en buen estado. La primera noche la pasé en una aldea llamada Gurrea y la siguiente a unas pocas millas de Ayerbe, una poderosa fortaleza encaramada en lo alto de un cerro desde el que se oteaba buena parte de la frontera norte y que desde hacía un año estaba en poder del rey de Aragón.
Retomé el curso del Gállego y a lomos de mi caballo lo seguí por la calzada hasta que el valle comenzó a estrecharse en un desfiladero a cuyos lados se elevaban grandes cipos de piedra, como mudos gigantes que guardaran el paso hacia el reino de Aragón. En algunas crestas casi inaccesibles se alzaban algunas atalayas que los aragoneses habían ido construyendo a lo largo de los siglos en busca de su dorado sueño de clavar algún día sus enseñas sobre las murallas de Zaragoza.
Yo me sabía observado desde lo alto de aquellas alturas, pero nadie me interrumpió el paso; un jinete solitario no despertaba sospechas.
El desfiladero se fue estrechando hasta que desembocó en un amplio valle en el que confluían varios caminos. Saqué de mi bolsa el mapa de Yahya, crucé el Gállego por un puente de piedra y tomé el primer barranco a la izquierda. El camino se fue haciendo cada vez más áspero, pedregoso y empinado hasta que desapareció entre matorrales espinosos. La noche se estaba echando encima y decidí dormir al abrigo de unas rocas. Encendí un pequeño fuego, me calenté unas tajadas de carne salada y me cubrí con mi manta de viaje. El viento soplaba entre los árboles y de vez en cuando se oía a lo lejos el aullido de un lobo solitario.
Tardé algún tiempo en conciliar el sueño, y cuando lo hice caí en un profundo sopor del que me despertaron unos ruidos procedentes de unos matorrales cercanos. En un primer momento creí que se trataba de un lobo, pero entre las sombras de la noche y el reflejo de la luna observé las figuras de dos hombres que se deslizaban silenciosos hacia mí. Con todo el sigilo que pude así la empuñadura de mi espada, jamás volví a dejarla lejos de mí desde el día en que Rodrigo me enseñara una buena lección cazando jabalíes en los montes de Ubierna, y tensé mis músculos presto a defenderme.
De reojo vi que uno de los hombres empuñaba un cuchillo y, antes de que se acercaran más, me incorporé todo lo rápido que pude y me puse delante de ellos con la espada en la mano derecha y la manta en la izquierda.
Los dos hombres parecieron desconcertados, y, aunque era de noche, pude ver sus rostros envueltos en sombras gracias a la luz de la luna. Me hicieron frente empuñando sendos cuchillos, pero enseguida me di cuenta de que no sabían manejar un arma. No me costó trabajo desarmarlos y tenderlos en el suelo bocabajo, con las manos en la espalda.
Uno de ellos, el que parecía más joven, no cesaba de lloriquear y me rogaba en una jerga casi ininteligible que no lo matara. El otro permanecía en silencio, pero por cómo temblaba supe que estaba muerto de miedo.
En un romance cargado con los rudos giros de la gente de las montañas, me dijeron que eran campesinos hambrientos que sólo buscaban algún pedazo de comida que echarse a la boca, pues en su aldea había hambruna y sobrevivían con lo que robaban a los viajeros que se arriesgan a transitar por aquellos desiertos parajes.
Por la torpe forma en que se habían movido y por cómo habían manejado sus cuchillos, que no eran sino sendas gruesas hojas de hierro enmangadas con un pedazo de madera, estimé que no eran bandidos profesionales, como los que suelen merodear por los caminos de las fronteras o en los pasos de las montañas y que saben utilizar sus armas como los soldados, o todavía con mayor habilidad.
—Poneos en pie —les dije—. ¿Cómo se llama vuestra aldea?
—Somos de Ena; está a tres millas de aquí, en la sierra de San Juan.
—¿Conocéis el monasterio de San Juan de la Peña? —les pregunté.
—Claro, caballero, todos los que vivimos en esta sierra lo conocemos; su abad es nuestro señor.
—Si me lleváis hasta el monasterio os daré cuatro monedas de plata a cada uno, pero nada de trucos o acabaré con vosotros dos —los amenacé blandiendo mi espada ante sus rostros.
—Os llevaremos allí, caballero. Con ese dinero podrán comer nuestras familias durante dos meses.
—Entonces, vamos.
Era todavía noche cerrada, pero nos pusimos en marcha siguiendo senderos ocultos entre el boscaje. Caminamos entre castaños y rebollos por sendas tan estrechas que apenas cabía mi caballo, y al fin, poco después de amanecer, alcanzamos un llano colgado en lo alto de la sierra. Allí nos detuvimos para descansar un rato. Saqué un buen pedazo de queso y una libra de pan de mi alforja y comencé a comer. Aquellos dos hombres me miraban como si el queso y el pan fueran los manjares más exquisitos que hubieran visto en su vida. A la vista de sus ojos, que reflejaban un hambre de siglos, les alargué a cada uno un buen pedazo de pan, un trozo de queso y una tajada de carne seca que devoraron con avidez, como si aquella fuera a ser la última comida que hicieran en su vida.
—Y bien, ¿dónde está ese monasterio?
—Delante de vos, caballero.
Miré al frente y sólo vi el llano y mucho más lejos unas enormes montañas de cumbres nevadas en las que hacía ya tiempo que se reflejaba el sol.
—¿Estás de broma? Si me habéis engañado os juro…
—No, caballero, no os enojéis; el monasterio está ahí delante, pero oculto bajo la peña, en una enorme cueva.
Cruzamos el llano y de pronto nos encontramos con un precipicio cortado entre enormes rocas tajadas a pico como si fuera la obra de un gigante. Descendimos por un estrecho y peligroso camino y al fin contemplé el monasterio.
—Ya os lo dijimos, caballero, ahí lo tenéis.
Y en efecto, bajo una ciclópea roca, oculto en una enorme cueva que lo cubría como el ala de un pájaro a su polluelo, estaba el monasterio de San Juan. La iglesia sobresalía de la cueva hacia el vacío, y a su derecha, colgada de las rocas como nido de águila, se abría una terraza en la que se veía trabajar a unos canteros.
—Habéis cumplido —les dije a mis improvisados guías—. Tomad.
Les alargué cinco monedas a cada uno. No sé si aquellos hombres sabían contar y si se dieron cuenta de que les había dado una moneda de más de las prometidas, o si el tacto de la plata en las palmas de sus manos les despertó una sonrisa olvidada mucho tiempo atrás, pero los rostros de los dos campesinos se iluminaron de semejante felicidad que en aquel momento creí que no habría hombres más dichosos en todo el mundo.
Los despedí aconsejándoles que practicaran con el cuchillo antes de intentar un nuevo asalto a un hombre armado y me dirigí a la puerta del monasterio.
Llamé varias veces con el pomo de mi espada hasta que me abrió un monje anciano, de unos sesenta años. Al verme con la espada en una mano y las riendas de mi caballo en la otra debió de comprender que yo era un caballero, pues enseguida me trató como a tal.
—¿Qué buscáis en esta casa de Dios? —me preguntó.
—Su paz esté contigo, monje. Soy Diego de Ubierna, caballero de Castilla, y voy buscando al presbítero Gundemaro y a su hija Leonor. En Zaragoza me dijeron que se habían dirigido a este monasterio.
El anciano monje me miró y me dijo:
—Aguardad un instante. Avisaré al abad.
Poco después regresó con un fámulo y me invitó a pasar.
—Dejad el caballo, cuidaremos de él.
El fámulo se alejó con el caballo y yo seguí al anciano al interior del monasterio. El abad estaba sentado en un modesto banco de madera, en un pasillo por el que se accedía a la iglesia en obras y a la terraza donde trabajaban los canteros. El monje me lo señaló con la mano y anunció:
—Señor abad, éste es el caballero castellano.
Y dando media vuelta se volvió por donde habíamos venido.
—Sed bienvenido a la casa de Dios —me dijo el abad—. El monje portero me ha dicho que buscáis al presbítero Gundemaro.
—Así es —asentí.
—¿Y cuál es el motivo de vuestro interés por él?
—Debo darle en persona un importante mensaje.
—En verdad que debe de serlo, si habéis venido hasta aquí desde Zaragoza.
—¿Está en este cenobio? —inquirí.
—Lo estuvo. Pero se marchó hace una semana.
—¿Iba con él su hija?
El abad comprendió entonces que mi interés por Gundemaro radicaba exclusivamente en la muchacha.
—¡Ah!, esos clérigos mozárabes siguen viviendo como los laicos. Todavía no han comprendido que la dedicación a la Iglesia y a Cristo requiere de una vida entregada en exclusiva a ellos. Sí, iba con él.
—¿Podríais decirme dónde han ido?
—No sé que os mueve a seguir a ese hombre y a su hija, pero lo intuyo. Han ido a Roma.
—¡Roma! ¡Dios Santo! —exclamé.
—Pero antes tenían que pasar por Jaca, tal vez los encontréis todavía allí.
—¿Cuál es el camino más corto para llegar a Jaca?
—Descended por el camino hacia Santa Cruz hasta que lleguéis al río Aragón. Una vez allí, seguid su curso aguas arriba. Si os apresuráis y no tenéis ningún contratiempo, esta misma noche dormiréis en Jaca.
—Os lo agradezco. Tomad, para las obras del monasterio.
Le ofrecí al abad diez monedas de plata que cogió y guardó en su mano.
Mientras descendía por los riscos, las nubes se fueron cerniendo sobre las cumbres y el vientecillo del norte arreció con fuerza. Cuando llegué al pie de la sierra de San Juan, al monasterio de Santa Cruz, llovía con fuerza. Encontré cobijo en aquel cenobio regido por mujeres y me calenté con una sopa de pan y cebolla y un pedazo de tocino frito. Estuvo lloviendo hasta el comienzo de la tarde, tiempo suficiente para que mis mojadas ropas se secaran ante una bien alimentada chimenea.
Aunque las monjas me aconsejaron que pasara allí la noche, pues ya era mediada la tarde y hasta Jaca todavía faltaba un buen trecho de camino, decidí ganar todo el tiempo posible y me puse en marcha hacia la capital del pequeño reino de Aragón. El sol declinaba en el horizonte cuando llegué al valle del río que da nombre al reino y seguí su curso aguas arriba, con el sol ocultándose a mi espalda, por un amplio camino, el mejor de cuantos había encontrado desde que dejé la vía romana del Gállego.
Vi las torres de Jaca recortarse en la penumbra de las últimas luces del día, en lo alto de un cerro donde el río Aragón traza una amplia curva y cambia su dirección hacia el oeste. Ascendí la ladera y llegué ante una de las puertas de la ciudad. El portalón de madera reforzada con láminas de hierro ya estaba cerrado, pero no obstante llamé a voces y un guardia se asomó en lo alto del torreón que la flanqueaba.
—¿Quién eres?
—Un caballero cristiano que busca cobijo. Abre esta maldita puerta.
—No se puede entrar en la ciudad una vez que el merino ha ordenado cerrar las puertas.
—Tal vez cinco monedas de plata sean suficientes para que pases por alto esa orden —le contesté.
Durante unos instantes se hizo el silencio, pero al cabo de un rato oí cómo se descorría el cerrojo y se entreabría uno de los dos batientes. El soldado alargó la mano y yo le entregué las cinco monedas.
—¿Dónde puedo hospedarme?
—A estas horas es difícil.
—¿Es así más fácil?
Le alargué otra moneda. El guardia la cogió y la puso en una bolsa con las demás.
—Id por esta calle adelante hasta que encontréis la catedral, detrás de ella veréis una casa con un portalón con un arco de piedra labrada; sobre ella hay un cartel que reza Posada del Peregrino; imagino que sabréis leer —el soldado había cambiado su forma de dirigirse hacia mí en cuanto le ofrecí el dinero.
Asentí con la cabeza.
—Bien —prosiguió—, llamad a esa puerta y cuando os pregunten decid que os envía Pedro de Acumuer. Allí os darán cena y posada.
—¿Conoces al presbítero Gundemaro? —le pregunté.
—No, jamás he oído hablar de ese hombre.
—Viaja acompañado de una hija, de nombre Leonor.
—No, no recuerdo haberlos visto por aquí.
—Tal vez una moneda te haga recordar.
Pedro de Acumuer rechazó la moneda y dijo:
—Ya os he dicho que no recuerdo a nadie de ese nombre; no puedo cobraros por un servicio que no he hecho y que no puedo hacer.
—No importa, toma la moneda, si sabes algo de ese hombre o de su hija, házmelo saber. Considera esta moneda un pago adelantado.
—¿Por quién he de preguntar?
—Por Diego, don Diego de Ubierna.
Desde que salí de Zaragoza no había dormido en una cama de paja limpia, y aunque la Posada del Peregrino no era precisamente el palacio de la Alegría, dormí de un tirón hasta bien despuntada el alba.
Desayuné en la misma posada un pedazo de pan, mantequilla, tajadas de tocino y cerveza caliente, y salí en busca de Leonor. No sabía adónde dirigirme, pero, instintivamente, lo hice hacia la catedral, junto a la cual había una pequeña plaza donde se celebraba un concurrido mercado. Había medio centenar al menos de puestos de venta, entre los que abundaban los de los zapateros, que luego supe que eran muy numerosos porque los peregrinos que cruzaban los Pirineos camino de Compostela recalaban en Jaca para recuperar las fuerzas tras la dura travesía de las montañas y para reponer su calzado maltrecho de transitar por aquellos pedregosos senderos.
Atravesé la plazuela del mercado entre los comerciantes que voceaban las excelencias de sus mercancías y entré en la catedral, que estaba construyéndose todavía. La cabecera parecía recién acabada, pues en el interior del ábside unos pintores se afanaban en dibujar una escena, que identifiqué con la expulsión de Adán y Eva del jardín del Edén, sobre un paramento recién estucado con cal.
Me acerqué a un clérigo que parecía ser el supervisor de los trabajos y le pregunté por Gundemaro. Me respondió que no sabía nada, que me dirigiera al hospital de peregrinos pues tal vez allí pudieran informarme.
Pregunté en el hospital y tampoco supieron darme noticias de Leonor y de su padre.
Regresé a la posada tras toda una mañana de idas y venidas en busca de dos fantasmas y pedí que me sirvieran la comida: unas gachas de harina de trigo aderezada con manteca de cerdo y un guisado de conejo con caracoles y cebollas.
Estaba acabando de comer cuando se acercó un hombre al que no reconocí hasta que me dijo su nombre y oí su voz.
—Don Diego, sé dónde han ido Gundemaro y su hija.
Era Pedro de Acumuer, el guardián nocturno de la puerta de Jaca.
—¿Dónde están? —pregunté dejando a un lado el guiso de conejo.
—Hace cuatro días que salieron hacia el norte por el paso del Sumo Puerto; ya deben de estar muy lejos.
—¿Cómo te has enterado?
—Me lo ha dicho uno de los sayones. Partieron con una caravana de peregrinos provenzales que regresaban de Compostela. Ha sido la última en salir antes de que los pasos sean impracticables por las nieves del invierno.
—¿Hay alguien que me pueda guiar a través de esos puertos?
—Hace dos días que nieva en lo alto de las cumbres; el paso del Sumo Puerto estará cubierto de nieve. Nadie se atrevería a cruzarlo en estas condiciones.
—Búscame a alguien que sea capaz de hacerlo.
—Os costará algún dinero; es muy arriesgado.
—No importa, encuéntrame a alguien que me lleve al otro lado de esos malditos montes.
Pedro de Acumuer regresó a media tarde con un fornido montañés de unos treinta años de edad; vestía una camisola de lino grueso y sobre ella un chaleco hecho con la piel de una oveja, unas calzas de lana negra y unos zapatos de suela de cáñamo sobre unas medias de lana tupida.
—Éste es el mejor guía de las montañas de Jaca. Si él no logra pasaros al otro lado, no lo hará nadie.
Enseguida alcanzamos un acuerdo para el pago de sus servicios, yo no estaba dispuesto a perder tiempo en regateos, y a la mañana siguiente, poco antes de amanecer, nos pusimos en marcha hacia el Sumo Puerto. El guía me había dicho que seguramente no podríamos pasar, pues a esas alturas del otoño, con el invierno en ciernes, solía quedar bloqueado el paso de montaña a causa de las grandes nieves, que ese año se habían adelantado un par de semanas. Subimos hasta la aldea de Canfranc, una nueva localidad que estaba creciendo con el paso de los peregrinos, a lomos de dos mulas. Por aquellas montañas era preferible viajar sobre estos animales, que él me proporcionó, que sobre mi caballo, al que dejé en el establo de la Posada del Peregrino.
Desde Canfranc, el camino se fue empinando y la capa de nieve se hizo cada vez más gruesa. Dormimos en una hospedería levantada en la ladera de un monte, al abrigo de unas rocas con las enormes montañas nevadas al fondo, dedicada a Santa Cristina, donde el rey de Aragón estaba construyendo un gran hospital, con iglesia y albergue para los viajeros a Compostela.
Durante la noche no cesó de nevar, el viento ululaba sobre las crestas rocosas y su sonido se confundía con el aullido de los lobos, que se oía tan cercano que tuvimos que apresurarnos en plena nevisca a sacar las mulas del establo y colocarlas en nuestra estancia para evitar que fueran atacadas por aquellas alimañas mientras dormíamos.
A la mañana siguiente el guía me dijo que era imposible seguir avanzando. Los cuatro monjes que se habían quedado al cuidado del hospital ratificaron la opinión del guía, pero yo me empeñé en continuar adelante a pesar de sus consejos. Sólo pudimos caminar un centenar de pasos; me clavaba en la nieve hasta los muslos y tenía que hacer un doble esfuerzo para arrastrar a las mulas, que se negaban a dar un paso más.
Con el viento azotando nuestros rostros y cubiertos de copos de nieve, el guía me dijo:
—Vos mismo lo habéis comprobado: es inútil seguir, moriríamos en el intento. Dejadlo, señor, dejadlo.
Tenía razón; en esas condiciones apenas hubiéramos podido caminar trescientos o cuatrocientos pasos en un día, lo que hubiera supuesto nuestra muerte. Me rendí y accedí a regresar a la hospedería de Santa Cristina. Allí estuvimos dos días aguardando a que mejorara el tiempo, pero fue en vano, a una nevada sucedía otra mayor y así hora tras hora. El guía me sugirió que regresáramos a Jaca antes de que incluso ese tramo del camino quedara también cortado.
Asentí. Derrotados por las montañas y la nieve, agotados por el frío y el viento, bajamos a Jaca. No sería posible atravesar los Pirineos hasta que no mejorara el tiempo, y a la altura del año en que estábamos, con el invierno recrudeciéndose día a día, deberíamos esperar semanas, tal vez meses para poder cruzarlos.
Resignado a mi suerte, opté por regresar a Zaragoza. Había perdido a Leonor y con ella la esperanza de hallar el amor que jamás tuve. Sentía el alma vacía y el corazón roto, y ese inexplicable dolor parecía proceder de un acerado cuchillo con el que me estuvieran cortando las entrañas desde dentro.
Rodrigo se alegró al verme regresar, pero se lamentó por mi aspecto.
—¡Santo Dios! Pareces el espectro de ti mismo —dijo—. Necesitas reponer fuerzas y levantar el ánimo. Vamos come y bebe, después hablaremos.
Y en efecto, comí, bebí y charlé con Rodrigo; y pasé aquellas Navidades en Zaragoza rodeado de gentes felices: Rodrigo era feliz porque, tras el rey al-Mutamin, se había convertido en el personaje más poderoso del reino, gozaba de la presencia de su mujer y de sus hijos y había conseguido riquezas y honores para sus vasallos; Jimena era feliz porque estaba junto a su marido y lo veía al frente de una poderosa mesnada, querido y admirado por sus hombres y aclamado y ensalzado por los zaragozanos; nuestros hombres eran dichosos porque nadaban en la abundancia, comían exquisitos manjares y habitaban en casas decoradas con deliciosas filigranas de yeso y perfumadas con jardines y arrayanes; y los zaragozanos estaban contentos porque los gobernaba un rey sabio y justo y los defendía un caballero esforzado e invencible.
Entre tanta felicidad, sólo yo me mostraba triste y abatido, desconsolado por el recuerdo de Leonor, a la que en sueños veía alejarse entre montañas nevadas, con una sonrisa en los labios y agitando su mano entre una niebla que caía sobre ella como un velo de gasa mecido por el viento.
Al-Mutamin también era feliz; le preocupaba gobernar con justicia y lograr que Zaragoza mantuviera su integridad frente a los castellanos, los aragoneses, los leridanos y los catalanes. El asedio de Toledo por don Alfonso y la noticia de que al-Qádir estaba dispuesto a entregar la corona de ese reino, a cambio de ser entronizado en Valencia con la ayuda de los castellanos, obligó al rey a reaccionar y movió sus piezas con inteligencia. Para estrechar lazos con los valencianos acordó el matrimonio del príncipe Ahmad, su heredero, con la hija de Abú Bakr, el soberano de Valencia, y presentó este enlace ante los reyes de al-Andalus como un primer paso para lograr la concordia entre todas las taifas musulmanas.
La boda del príncipe Ahmad de Zaragoza y la princesa de Valencia constituyó un verdadero acontecimiento político. Al-Mutamin convirtió la ceremonia en el mayor encuentro de monarcas de la larga historia de al-Andalus, y para darle un mayor relieve decidió que la boda se celebraría el último día del mes de ramadán (cuando los musulmanes rompen el ayuno del mes sagrado y se lanzan a una fiesta de regocijo por el fin del período de abstinencia) del año 477 del calendario musulmán, enero del 1085 de Nuestro Señor Jesucristo.
Ibn Hasday, el noble y eficaz visir, fue el encargado de organizar la ceremonia y de establecer los contactos diplomáticos para que asistieran a la misma los grandes soberanos andalusíes. Y entre ellos, Rodrigo ocupó un lugar de honor al lado del rey.
Nunca jamás habíamos visto correr la comida y la bebida con la abundancia que lo hizo en la boda del príncipe de Zaragoza. Se sirvieron los pescados y las carnes más sabrosos, las salsas más deliciosas, las frutas más delicadas y los pasteles más dulces y durante el banquete cantaron los mejores cantantes y bailaron las más cimbreantes bailarinas, pero sobre todo la ceremonia fue un acontecimiento que aprovecharon los reyezuelos de las taifas para debatir qué hacer ante la presión a que los tenía sometidos don Alfonso de León y de Castilla. En Zaragoza estuvieron el orgulloso al-Mutamid de Sevilla, el taimado al-Mutawákkil de Badajoz y el recatado Abdalá de Granada, todos ellos envueltos en el nuevo clima propiciado por al-Mutamin con cuya intercesión incluso se logró, poco antes de la boda, que Sevilla y Granada firmaran la paz que puso fin a una guerra que durante varios años las había ensangrentado.
Al-Mutamin engrandeció aquellos festejos con dos actos magníficos: inauguró un prodigioso reloj de agua, de ésos que los antiguos llamaban clepsidra, que Yahya construyó merced a unos planos que le enviaron de Toledo, con lo que asombró a los sabios llegados de todos los rincones de al-Andalus, y organizó un espectacular desfile militar en el que formábamos juntos cristianos y musulmanes; en el desfile fue el Cid quien portó la oriflama real con el león rampante de los Banu Hud.
—Al-Mutamin es un astro extraño en esta constelación de reyezuelos engreídos —me confesó Rodrigo al acabar la ceremonia de la boda, que se prolongó durante toda la noche pese al húmedo frío del invierno zaragozano.
—Es un gran rey —asentí.
—De todos ellos, es el único digno de ostentar ese título. Los demás son ufanos pasmarotes cargados de oro y sedas, incapaces de defender sus reinos por sí mismos. Si don Alfonso quisiera, si…
El Campeador se detuvo, miró al cielo estrellado y se despidió de mí camino de su casona en el arrabal de las Santas Masas; montaba su palafrén tostado y a su lado, sobre una mula blanca, cabalgaba Jimena.
Rodrigo estuvo enfermo casi toda la primavera. Desde que sufriera aquellas fiebres que le impidieron acudir junto al rey a una de las campañas contra Toledo, su salud no era demasiado buena. Alternaba períodos de una extraordinaria vitalidad, en los que nadie era capaz de superarlo en resistencia, fuerza y rapidez de movimientos, con otros en los que le aquejaban fuertes dolores de cabeza seguidos de alta fiebre y espasmos musculares.
En esas ocasiones Jimena permanecía a su lado, sin moverse un solo momento de la cabecera de su cama, enjugándole el sudor de la frente y del cuello y frotándole el cuerpo con agua con sales y perfumada con áloe y limón. Ibn Buklaris, el médico personal de al-Mutamin, lo visitaba con frecuencia y le aplicaba emplastes de mejorana y menta en el pecho y en los brazos, y le suministraba un jarabe de miel y tomillo.
En una de las visitas que diariamente yo hacía a Rodrigo, me acompañó Yahya. Por el camino, el consejero real, que no perdía ocasión para intentar convencerme de que volviera a los escritorios y a los libros, como había hecho en mi primera juventud en el monasterio de Cardeña, me confesó que había tenido una larga discusión con al-Mutamin sobre los movimientos de los astros. Yahya sostenía que es la Tierra la que gira alrededor del Sol, pese a que es evidente que la Tierra es el astro que está fijo en el centro del universo.
Yo le dije que para los cristianos eso era una herejía, pues en la Biblia está bien claro que es el Sol el que gira a nuestro alrededor, y ningún cristiano duda de que en la Biblia está la verdadera palabra de Dios. No obstante, cuando Yahya acabó de contarme su teoría me quedé pensativo y, tras reflexionar sobre sus palabras, llegué a dudar sobre mis creencias y eso me sumió en una cierta turbación en la que permanecí varios días.
Mediada la primavera conocimos inquietantes noticias de Toledo; el rey Alfonso había regresado para dirigir el cerco en persona tras haber pasado el invierno despachando asuntos del reino en la ciudad de León. El soberano de León y de Castilla tenía cuarenta y cinco años y tras su matrimonio sin descendencia con Inés de Aquitania, su relación con su concubina Jimena Muñoz, de la que habían nacido dos hijas, y su matrimonio con Constanza de Borgoña, de la que había tenido a la infanta Urraca, seguía sin engendrar un descendiente varón que diera continuidad al trono. En León y en Castilla se decía que Urraca sería la primera mujer en ser coronada como reina soberana, y aunque algunos mantenían que una mujer no podía sostener sobre sus espaldas la pesada carga de un trono, otros muchos alegaban que la reina Toda, que lo fue de Pamplona hacía cien años, fue capaz de gobernar su reino con más energía y aplomo que hasta entonces lo hiciera varón alguno.
Cada semana los correos de al-Mutamin iban y venían hasta la frontera con el reino de Toledo, en las altas tierras de las cordilleras de la Celtiberia, demandando información sobre la tenaza con la que el rey de Castilla tenía apresada a su capital; parecía inevitable su caída y los musulmanes estaban convencidos de que la conquista cristiana de Toledo supondría el principio del fin de su dominio en la Península, pero, pese a ello, nadie en al-Andalus se mostró dispuesto a mover un solo dedo para impedirlo.
Y así, ocurrió lo inevitable.
Un caluroso mediodía del mes de mayo navegábamos en una de las barcas del rey deleitándonos con el rumor de la corriente del Ebro. Saboreábamos algunos de los deliciosos pescados que los criados habían atrapado en las redes y que asaban en un hornillo que portábamos a bordo. Uno de los caballeros de nuestra mesnada nos hizo señales desde la orilla agitando un estandarte. A gritos nos pidió que nos acercáramos, y así lo hicimos alertados por los aspavientos que el jinete nos hacía.
Rodrigo, ya recuperado de sus fiebres, se acercó a la borda y preguntó al jinete:
—¿A qué viene tanta prisa, qué ocurre?
—Toledo… —jadeó el caballero—, don Alfonso acaba de rendir Toledo.