Regresamos a Zaragoza sin que Rodrigo aceptara la invitación del rey Alfonso. No dijo nada, pero creo que el Campeador desconfiaba del rey; además, ¿quién sería tan necio de cambiar el segundo puesto en la corte de Zaragoza por volver a ser un infanzón relegado en Castilla?
Apenas tuvimos tiempo para otra cosa que preparar nuestras armas y partir hacia el norte. El ambicioso y aguerrido Sancho Ramírez, rey de Aragón, había iniciado una campaña de hostigamiento contra algunas fortalezas de la frontera, como solía hacer casi todos los inicios de primavera. Esos ásperos y montaraces aragoneses, recluidos en sus altas y frías sierras cubiertas de nieve, quedan paralizados en invierno, como si fueran los osos de sus montañas; pero en cuanto aparecen los primeros rayos de sol mediado el mes de marzo y se funden las nieves que cubren sus intrincados valles, calzan sus botas, se calan la celada, ensillan sus caballos y descienden a la tierra llana para asolar las comarcas al pie de los montes Pirineos.
La noticia de la cabalgada del rey de Aragón fue conocida en Zaragoza a finales del invierno, y nos aprestamos a rechazarla. El propio al-Mutamin encabezó el ejército, en esta ocasión peor pertrechado que el que acudió a Almenar. Nos acuartelamos en la inexpugnable fortaleza de Monzón y desde allí intentamos enfrentarnos con los aragoneses, pero esos demonios se movían como rayos entre las ásperas sierras y los tenebrosos desfiladeros y aparecían y desaparecían ante nosotros atacándonos con rápidas cargas y dispersándose de inmediato, sin ofrecer nunca batalla en campo abierto.
Con esa táctica fue como lograron conquistar varios castillos, sobre todo los de Agüero, Graus y Arguedas, e incluso tomaron por unos días la codiciada plaza de Bolea, pero gracias a que concentramos en ella el grueso de nuestras fuerzas, la pudimos recuperar para al-Mutamin.
Un rojizo atardecer, sentados en unos peñascos a la entrada de Bolea, el Campeador me dijo:
—Los musulmanes están perdidos.
—¿Por qué decís eso, señor?
—Lo he visto en sus amedrentados rostros. Combaten sin fe; van a la batalla sin otra esperanza que alcanzar una muerte rápida y poco dolorosa que los conduzca de inmediato a su añorado paraíso. Y en cambio, observa los afilados rostros de los aragoneses. El acerado brillo de sus fieros ojos denota la ambición de quien anhela conseguir algo por lo que está dispuesto a dejar cada palmo de su piel.
—Pero los zaragozanos son más ricos, poseen más castillos y más hombres —alegué.
—Eso poco importa. Fíjate en su estudiada estrategia, avanzan paso a paso, lentamente, asegurando cada conquista, fortificando cada atalaya, otorgando privilegios a los que acuden a la guerra en la frontera. Contempla sus miradas de halcón y verás en ellas el voraz deseo de tierras y riquezas.
—Esa misma ambición también existe entre los zaragozanos.
—No, Diego, no. ¿Has visto a los campesinos en los mercados? Caminan entre los puestos de venta observando cómo son otros los que se enriquecen con el fruto de su trabajo; piensa en los mercaderes, ávidos de oro y lujo a costa de lo que sea. Estoy convencido de que cualquiera de esos ricos comerciantes zaragozanos no dudaría un instante en ponerse de parte del rey de Aragón si les garantizara una ganancia segura.
Nunca había oído al Campeador hablar de semejante manera.
—Pero los hemos vencido en Almenar —le recordé.
—Los vencimos nosotros, que somos como ellos. ¿Qué hubiera sido del ejército hudí si no hubiéramos estado allí? Los aragoneses y los catalanes los hubieran deshecho como el agua a la arena.
—Al-Mutamin es un hombre valeroso, sabrá defender su reino.
—Sí, el rey es un ser extraordinario, jamás he conocido a nadie con un corazón tan valeroso, pero su cabeza está llena de ideales que no son de este mundo. Cree que la bondad de los hombres está por encima de todas sus maldades, e imagina que la mayoría de las gentes son justas y virtuosas. Es un ser fuera de su tiempo, tal vez haya nacido con siglos de adelanto…, o de retraso, ¿quién sabe?
Rodrigo tenía razón, los musulmanes andalusíes no sabían defenderse solos y quizá ni siquiera querían hacerlo por sí mismos; sus reyezuelos estaban demasiado ocupados supervisando la construcción de sus lujosos palacios y de sus fastuosas fincas de recreo, sus acaudalados mercaderes atendían tan sólo al tamaño de su bolsa, sus acomodados soldados habían perdido la moral necesaria para la lucha y sus conformados campesinos bastante tenían con sobrevivir en el duro trabajo día a día sin otro horizonte que ahorrar lo suficiente como para pagar los impuestos que crecían año tras año como las mieses en mayo.
Pese a todo, los andalusíes eran ricos, al menos si su referente eran los pobres cristianos, y todavía quedaba en ellos el brillo de la plata y el oro proporcionados por los frutos de unas huertas feracísimas ganadas al terruño a fuerza de trabajo e ingenio, de una boyante artesanía de maestros en el trabajo del cuero, el lino, la lana, la seda y los metales, e incluso los oropeles del comercio en los atiborrados zocos y bazares. Y gracias a esa riqueza, aunque no les daba la fuerza necesaria para resistir a los cristianos, podían pagar a otros para que los defendieran.
Nosotros, las mesnadas de Rodrigo, luchábamos a su lado por el dinero que nos ofrecían. Yo mismo he visto a caballeros de mi hueste combatir con una cruz de hierro colgada del cuello, codo con codo con musulmanes que cubrían su cabeza con un pañuelo en el que se habían escrito alabanzas a Alá, contra cristianos que enarbolaban en la punta de su lanza un guión con la cruz de Cristo.
Pero existe otra circunstancia que hace imposible la victoria de los andalusíes: su división. Así como los territorios de los reinos cristianos crecen día a día y sus monarcas, aunque en su testamento suelen dividir el reino entre sus hijos, se afanan por recomponer una unidad en un único Estado —cuando escribo estas líneas don Alfonso de Aragón y doña Urraca de Castilla forman un matrimonio cuyo heredero lo será de todas las tierras cristianas—, por el contrario, los reyezuelos musulmanes estaban enfrascados en infinitas guerras intestinas, disputándose entre ellos cada palmo de tierra, cada castillo, cada ciudad, gastando en esos estériles enfrentamientos todas las energías que todavía guardaban de los tiempos gloriosos de los califas cordobeses.
Algunos de estos monarcas eran conscientes de su impotencia y de la imposibilidad de vencer a un enemigo superior en moral, en ambición y sobre todo en coraje. Por eso, algunos de ellos comenzaron a valorar una idea que acabaría siendo su ruina, aunque haya supuesto la unificación territorial de al-Andalus.
En aquellos tiempos de nuestra estancia en Zaragoza, había emergido de la profunda África un movimiento religioso, militar y político que pretendía recuperar los valores originarios del islam. Se llamaban así mismos «almorávides». Son hombres duros, fraguados en el fuego del desierto y en la fe de los que se creen predestinados. Uno de esos almorávides, de nombre Yusuf ibn Tasufín, había logrado crear un enorme imperio que se extendía desde las tierras ignotas del centro de África, donde habitan los hombres de piel negra y las montañas son de oro puro, hasta las costas del estrecho de Gibraltar.
Viajeros que habían visitado a Ibn Tasufín decían que el emir almorávide estaba dotado de unas cualidades innatas para el mando, que sus disciplinados ejércitos, formados por miles de hombres valerosos y ajenos al miedo a la muerte, eran invencibles, y que sólo en los almorávides radicaba la esperanza para la salvación del disgregado al-Andalus.
Al año siguiente de nuestra salida de Castilla, varios reyezuelos de las taifas del sur habían enviado una carta a Ibn Tasufín insinuándole la posibilidad de que les ayudara ante la agobiante presión de los cristianos. Una copia de esa carta fue remitida a al-Mutamin para que se adhiriera a ella con su firma, pero el rey de Zaragoza despachó al enviado del rey de Badajoz diciéndole que la salvación de los reinos de al-Andalus dependía tan sólo de ellos mismos.
Enterado de que el rey de Aragón estaba hostigando la frontera norte, el rey de Lérida decidió que era una buena oportunidad para resarcirse de la derrota de Almenar y atacó los límites orientales de Zaragoza. De nuevo estaba siendo acosado el reino por varios flancos, y al-Mutamin ordenó a Rodrigo que se dirigiera hacia el este. No nos fue difícil vencer a algunas avanzadillas de al-Mundir, pero fracasamos ante la fortaleza de Morella.
Esa ciudad es la más enriscada que jamás he visto. Se alza en torno a una altísima e inexpugnable roca de paredes cortadas a pico, de tan fácil defensa que una docena de hombres basta para mantener a raya a un millar. Ante semejante fortaleza, vi en los ojos de Rodrigo la impotencia; me miró y dijo:
—Con nuestras fuerzas nada podemos hacer. Sería preciso disponer de un ejército como el de Aníbal cuando atravesó los Alpes para rendir esa ciudad. Observa esos riscos, esas murallas colgadas sobre el abismo de piedra.
—Podríamos rendirla por hambre —observé.
—Para eso deberíamos sitiarla durante meses, e impedir que recibieran suministros, lo que dado el escaso número de nuestros soldados no es posible. Pero podemos emplear sus mismas armas. Buscaremos un lugar de fácil defensa, cerca de aquí, y fortificaremos un castillo desde el que hostigar a Morella permanentemente, tal vez así logremos que acaben desesperándose y entreguen la plaza a al-Mutamin.
Y así lo hicimos. Recorrimos las tierras en torno a Morella y encontramos un lugar llamado Olocau en el que levantamos un castillo en apenas dos meses, y allí dejamos a una guarnición que no cesara de hostigar a Morella. Asolamos varias pequeñas aldeas destruyendo cuanto pudimos y obtuvimos un considerable botín con el que regresamos a Zaragoza, donde al-Mutamin había retomado sus estudios de matemáticas y geometría y estaba escribiendo un libro sobre un teorema que llamaba de los círculos tangentes, que ninguno de nosotros entendía.
—¿Y eso para qué sirve? —le preguntó Rodrigo a al-Mutamin cuando sobre una tablilla le dibujaba con un trocito de yeso las figuras circulares del teorema que había descubierto.
—Tiene muchas aplicaciones: servirá para mejorar la construcción de astrolabios, para calcular con mayor precisión las órbitas de los planetas e incluso para trazar los planos de las nuevas fortalezas.
Rodrigo miraba interesado aquellos extraños dibujos en el torreón del palacio de la Alegría, donde al-Mutamin había mejorado mucho el observatorio astronómico que instalara su padre.
El director del observatorio astronómico, un sabio musulmán llamado Abú Yafar, había obtenido permiso de al-Mutamin para marchar a Toledo y Yahya había sido nombrado de inmediato nuevo director del mismo, compaginando este trabajo con el de jefe de la biblioteca del palacio de la Alegría. Una mañana de principios de otoño me invitó a ver las obras que allí se guardaban. La única biblioteca que hasta entonces yo había conocido era la del monasterio de Cardeña, en cuyo escritorio trabajé en mis años de novicio. En aquella biblioteca del cenobio de San Pedro había unos doscientos códices, la mayoría libros de misa, devocionarios, algunas vidas de santos, alguna que otra Biblia y un par de crónicas sobre la historia de Castilla y de las tierras peninsulares desde los tiempos del diluvio.
Por eso, esperaba encontrarme con una biblioteca parecida, con unas cuantas docenas de libros religiosos, algún que otro tratado de matemáticas y unas cuantas crónicas de la historia del islam, pero lo que allí contemplé me dejó boquiabierto y con los ojos redondos como platos.
En varias filas de estanterías de madera, perfectamente clasificados, se alineaban varios miles de libros. Todos ellos tenían una etiqueta en la que se identificaba su autor, su título y el lugar que le correspondía en las estanterías de la biblioteca. En unos cuadernillos estaban copiados los autores, los títulos y la signatura de cada una de las obras, de manera que con aquel índice podía conocerse en un instante qué libros había y dónde se encontraba cada uno de ellos. Había autores de los que yo nunca había oído hablar y temas que ni siquiera hubiera imaginado que pudieran existir.
Yahya me invitó a consultar la biblioteca cuando yo quisiera, pues yo ya conocía el árabe lo suficiente como para hablarlo y leerlo correctamente. Le dije que tal vez lo haría, pero lo cierto es que me sentí abrumado ante semejante cantidad de libros. Tal vez si hubiera continuado en el escritorio de Cardeña, aquella biblioteca zaragozana hubiera significado para mí un privilegio extraordinario y hubiera pasado allí horas y horas rodeado de tantos libros y de tanta sabiduría, pero ya hacía veinte años que había dejado el cenobio, veinte años tras las huellas de Rodrigo, batalla tras batalla, cabalgada tras cabalgada; no, definitivamente no era un hombre de letras, me había convertido en un soldado, y aunque la historia ha dado soldados que han sido sabios hombres de letras, como el gran Julio César, no era ése mi caso, pues mi espíritu y mi carne estaban más cerca de las armas que de los libros.
A principios del verano, Rodrigo había enviado una carta a don Alfonso solicitándole que permitiera a Jimena y a sus hijos reunirse con él en Zaragoza. El corazón del rey de León se había ablandado con el Campeador debido sin duda al auxilio que le prestó tras el desastre de Rueda, y consintió en esa petición. Hubo que ir a buscarlos hasta Asturias, donde estaban Jimena y sus hijos con sus familiares. Mediado septiembre, la familia de Rodrigo ya estaba junto a él en Zaragoza.
Hacía dos años que no se habían visto, y aunque cada tres o cuatro meses solían enviarse mensajes y ambos sabían que el otro estaba bien, Rodrigo deseaba abrazar a su esposa y a sus hijos.
Jimena estaba pálida y cansada por el largo viaje desde Oviedo; seguía siendo una mujer bella y de porte distinguido, pero algunas finas arrugas comenzaban a dibujarse en el contorno de sus labios. Los niños parecían sanos y plenos de vitalidad y para ellos Zaragoza era un compendio de todas las maravillas; cuando los acompañamos desde el campo de la Almozara, donde fuimos a esperarlos, hasta la casona de Rodrigo, atravesando toda la ciudad, se quedaron boquiabiertos ante los abigarrados puestos de venta, los tonos irisados de las alfombras y tapices, el brillo de las labores metálicas de los orfebres y los vivos colores de las especias. Diego, que acababa de cumplir ocho años, cabalgaba sobre mi mula asido a mi cintura; Cristina, de cinco, lo hacía con Martín Antolínez, y la pequeña María, de tan sólo tres, era llevada en brazos por Muño Gustioz. Jimena cabalgaba a la grupa del caballo de Rodrigo, y también se mostraba asombrada ante la abundancia de tiendas y mercancías.
La familia del Campeador se instaló en la casona de la huerta de las Santas Masas, que Rodrigo había ordenado decorar con jarrones de flores y tapices. Jimena parecía feliz, pero los niños requerían instrucción y para ello recurrí a Yahya.
—Los hijos de Rodrigo necesitan un preceptor —le dije al consejero de al-Mutamin.
—No os preocupéis, conozco al mejor maestro de Zaragoza; les enseñará gramática y matemáticas.
—Tal vez Rodrigo no desee dejar a sus hijos en manos de un maestro musulmán.
—No os preocupéis por ello, no se hablará de religión en las clases.
—Los niños no saben árabe.
—Tampoco supone ningún problema; el maestro que os refiero sabe latín y romance, pero no estaría de más que también aprendieran árabe.
Rodrigo aceptó esa propuesta, y los niños recibieron desde ese mismo día clases del maestro recomendado por Yahya en una dependencia que habilitamos para ello en la misma casona del Campeador.
El invierno fue largo y frío. Durante varias semanas sopló un inclemente viento del noroeste, tan helador y fuerte que algunas rachas eran tan violentas que llegaban incluso a derribar a un hombre. No teníamos otra alternativa que quedarnos en nuestras casas esperando que amainara el viento y salir al campo de la Almozara a realizar algunos ejercicios ecuestres para no perder el tono de nuestros músculos y evitar que se atrofiaran los de nuestros caballos.
Yahya me visitaba algunos días, bien solo, bien acompañado de alguno de sus sabios amigos, entre los que había un prestigioso médico, un filósofo e incluso un sabio judío que hablaba sobre los corazones de los hombres y de su unión con Dios. Y era curioso, aquellos hombres adoraban a Dios con distintos nombres, con distintas creencias y con distintos rituales, pero todos ellos hablaban siempre de Dios como el mismo ser, una especie de gran espíritu, «el intelecto agente» creo que lo llamaban, al que todo ser humano estaba abocado a unirse al final de sus días.
Yahya solía hablar con frecuencia de astronomía y se extendía en maravillosas descripciones sobre las órbitas de los planetas, la distancia a la que se encontraban las estrellas y la composición de los distintos niveles del universo. Yo no podía hacer otra cosa que escuchar sus parlamentos intentando comprender cuanto de sus labios salía.
Algunas noches, cuando el frío invernal no era demasiado intenso, paseaba envuelto en mi manto de piel de zorro y me acercaba hasta las huertas de las Santas Masas, desde donde contemplaba el cielo estrellado intentando recordar cuantas cosas me había enseñado Yahya sobre las constelaciones y sus estrellas, sus nombres, sus leyendas, y soñaba con volver alguna vez a mis tierras de Ubierna, donde el cielo es si cabe más limpio y más nítido y las estrellas brillan con más fuerza.
Fue aquel invierno cuando conocí a Leonor. Era una muchacha de dieciséis años, hija de uno de los clérigos mozárabes de la iglesia de las Santas Masas, adonde acudíamos todos los domingos a oír misa. Se sentaba en un banco a la derecha del altar, junto a otras jóvenes mozárabes. Me fijé en ella un día al salir del oficio religioso. Vestía como una campesina, con una saya a rayas azules sobre una camisa blanca que ajustaba a su talle con un grueso cordón. Se cubría los hombros con una amplia capa de lana gris y la cabeza con un gorrito que le tapaba hasta la mitad de las orejas.
Me llamó la atención su aspecto tímido y su porte esquivo, tan distinto al de las mujeres con las que los soldados solíamos alternar en las tabernas y en las posadas. Hasta entonces mis encuentros con mujeres se habían limitado a los mismos que la mayoría de los soldados solteros, y aun de los casados lejos del hogar, suele tener. No negaré que sentía un gran placer cada vez que me acostaba con alguna mujer, bien es cierto que unas me lo proporcionaban en mayor medida que otras, y que desde que lo hice con aquella criada en Vivar, el cuerpo de la mujer había dejado de ser para mí algo maléfico y demoníaco como nos habían enseñado a los novicios en el monasterio. Para un soldado, soltero como es mi caso, acostarse con una mujer significaba un verdadero remanso de gozo, unos instantes en los que la tensión de la batalla y la amenaza permanente de la muerte parecían detenerse y diluirse en las carnes tersas y suaves dispuestas al amor y al regocijo.
Tal vez por mis años en el monasterio, tal vez por el recuerdo de mi madre y de sus caricias, tal vez porque la mujer no me parecía ese ser abyecto y despreciable que algunos tratados dibujaban, yo nunca participé en las violaciones que practicaban los soldados de nuestra hueste cuando ocupábamos una aldea o saqueábamos una población. Es cierto que fui testigo de muchas violaciones y que la imagen de una mujer con las ropas desgarradas, tumbada de espaldas sobre el suelo con las piernas abiertas, a veces sujeta por varios hombres mientras uno de ellos la viola me ha perseguido en sueños durante buena parte de mi vida, ¿pero qué podía hacer yo por evitarlo? Aquellos hombres pasaban semanas, meses en ocasiones, vestidos con la cota de malla y la loriga de cuero, comiendo hierbas, raíces y toda clase de alimañas; ¿cómo impedir que tras el asalto de una aldea o de una fortaleza dieran rienda suelta a sus pasiones más bajas y asolaran las casas, se apropiaran de cuanto pudieran acarrear y forzaran a cuantas mujeres se cruzaran en su camino? He visto a hombres cabales enloquecer como posesos y comportarse como verdaderos salvajes tras haber vencido en una batalla después de varias semanas al acecho del enemigo, pasando privaciones sin cuento y sufriendo en sus carnes penalidades que muy pocos seres humanos hubieran sido capaces de soportar.
Sé que Rodrigo tampoco aprobaba ese comportamiento de la mayoría de sus hombres, pero él sabía que en las leyes de la guerra, leyes que no están escritas en ninguna parte y que ningún tribunal ha juzgado jamás, el vencido queda a merced del vencedor y al vencedor le pertenecen todas sus propiedades, incluidas sus propias mujeres.
Tal vez por haber presenciado tantas escenas de mujeres humilladas, la imagen de Leonor me pareció tan frágil como la de un pajarillo caído del nido, incapaz todavía de volar y a merced de cualquier alimaña.
Ya hacía algún tiempo que yo había cumplido los treinta años y era un hombre maduro, endurecido por la guerra y curtido por el sol, el polvo y el viento. Gozaba en Zaragoza de una alta consideración, como todos los capitanes del Campeador, y es probable que aquella muchachita tímida y de aspecto quebradizo hubiera oído hablar de mí y de mis hazañas junto a Rodrigo.
Aquella mañana lucía un tímido sol sobre Zaragoza y las jóvenes mozárabes paseaban tras la misa dominical entre los huertos de albaricoqueros y olivos de las Santas Masas. Me acerqué hasta el grupo donde estaba Leonor y las saludé:
—Buenos días, muchachas.
Algunas se apartaron a un lado atemorizadas por mi aspecto de fiero guerrero de piel curtida y barba y cabellos desordenados, y otras se taparon la cara con la mano sonriendo con falsa timidez.
—Buenos días, caballero —contestaron las más atrevidas.
—Mi nombre es Diego de Ubierna, capitán de la hueste del Campeador. Os he visto pasear y he creído que podría acompañaros; afortunadamente, hoy no sopla ese maldito viento.
—Cierzo, se llama cierzo —dijo Leonor.
—Sí, el cierzo. ¿Cuál es tu nombre? —le pregunté a Leonor acercándome a ella.
El resto de las muchachas, al notar mi interés por Leonor, se alejaron entre risas.
—Leonor; soy hija de Gundemaro, presbítero de la iglesia de las Santas Masas.
Pasamos el resto de la mañana conversando entre las tapias de los huertecillos. Leonor era la única hija de ese clérigo, pues su madre había muerto al nacer ella. Su padre era un influyente personaje entre los mozárabes zaragozanos, y algunos conjeturaban que sería su próximo obispo.
—¿Podré volver a verte? —le pregunté al despedirnos.
—Tal vez.
Volvimos a vernos varios domingos, a la salida de misa, y en mi corazón fue creciendo algo parecido a eso que los poetas musulmanes llaman amor y que es una extraña sensación que enciende el corazón en presencia de la mujer amada y trastoca los sentidos en su ausencia.
El amor había prendido en mi corazón como el fuego en la estopa seca. Aprovechaba cualquier circunstancia para acercarme hasta la casa de Leonor y esperar a que saliera para verla aunque fuera sólo unos instantes. Yo la doblaba en edad, y podría ser su padre, pero los matrimonios de hombres maduros con jovencitas suelen ser frecuentes, por lo que nuestra relación no era mal vista por cuantos la conocían.
Los rumores de que su hija se estaba viendo con uno de los capitanes del Campeador llegaron a oídos del padre de Leonor. El clérigo me abordó un domingo, poco antes de que comenzara la misa, y me dijo:
—Caballero, sé que andáis cortejando a mi hija. Es una muchacha inocente y dulce que ha sido educada para servir a Dios y a su iglesia. Vos sois un soldado, y como tal estaréis versado en amoríos y galanteos. Os ruego que no la mancilléis.
—Perdonad, señor presbítero, pero creo que os equivocáis al juzgarme. Antes de ser soldado profesé como novicio en el convento de San Pedro de Cardeña, y mi vida estaría, como la vuestra, consagrada a Dios si no hubiera sido por don Rodrigo, que me sacó del convento para servirlo. Cortejo a vuestra hija porque desde que la vi mi corazón quedó prendado de ella. Os aseguro que mis intenciones son honestas; jamás le haría el menor daño a Leonor.
—Ella parece disfrutar con vuestra compañía, y yo no voy a prohibirle que lo haga, pero recordad que es una doncella.
Nos seguimos viendo todos los domingos, e incluso algunos otros días en que ambos podíamos dejar a un lado nuestras tareas para pasear por la ribera del Huerva. Juntos descubrimos los primeros brotes de los manzanos a finales del invierno, cuando los días se alargan y el sol comienza a elevarse en el horizonte, el arrullo de las tórtolas sobre los álamos de la ribera, o las parejas de abejarucos tejiendo sus nidos en las ramas más altas.
Hablábamos de todo menos de guerras y conquistas, y hubo un momento en el que soñé que Leonor sería para mí como Jimena para Rodrigo.
Después de haber pasado una tarde con Leonor, regresé a casa poco antes de anochecer. Mis criados habían preparado una sopa de cebolla, huevo y pan y un guiso de carpas con ajo. Mientras cenaba intenté imaginar a Leonor a mi lado, como mi esposa, y me pregunté qué es lo que yo podría ofrecerle. Yo no era sino un soldado de fortuna, un desterrado sin hogar y sin patria, conmigo no tendría otro futuro que la amarga espera a que un día regresara de una batalla tullido, mutilado o quién sabe si muerto.
Me agradaba la idea de una casa llena de niños correteando a mi alrededor y la de Leonor aguardando mi llegada, y una cama limpia y caliente para compartir con ella.
Mi corazón se debatía entre las sensaciones encontradas de la pasión y la razón; ambas luchaban en mi interior por vencer e imponerse a mi voluntad contrita y entregada al amor.