Capítulo XII

El llano de la Almozara, al pie del palacio de la Alegría, se convirtió durante los meses de invierno y primavera en campo de entrenamiento para el ejército. Durante los primeros días tuvimos que enseñar a aquellos soldados diversas tácticas de combate, tanto a caballo como a pie en tierra. Afortunadamente, eran unos magníficos jinetes debido sobre todo a que practicaban equitación en el juego del polo, lo que suponía un excelente ejercicio ecuestre.

Una y otra vez emulábamos cargas de caballería, equipados con todo el armamento pesado al que no estaban acostumbrados. Rodrigo les hacía repetir sin descanso las maniobras hasta que logró que los escuadrones de caballería se movieran como un solo hombre a las órdenes dadas por los estandartes de señales.

Hiciera frío o sol, lluvia o viento, todos los días de la semana, salvo los viernes y los domingos, que musulmanes y cristianos guardábamos respectivamente como días sagrados, todos los soldados de la taifa y de la hueste del Campeador compartíamos los mismos ejercicios y nos instruíamos para luchar en el mismo bando.

Al-Mutamin gobernaba Zaragoza desde la Zuda occidental mientras su padre estaba recluido en el palacio de la Alegría, una especie de jaula de oro para un soberano que había sido muy grande pero cuya demencia lo había convertido en un pobre loco. No obstante, el príncipe regente no quería coronarse rey antes de la muerte de su padre; eso sí, siguió emitiendo unas monedas con su nombre y otras con el de su padre, aunque en la oración solemne del viernes en la mezquita mayor el nombre de al-Muqtádir siempre precedía al de al-Mutamin.

El regente era el primero en llegar al campo de entrenamiento militar y el último en marcharse. Todavía recuerdo el primer día que empuñó una espada y cómo Rodrigo lo desarmó con la misma facilidad que había hecho años antes conmigo. No obstante, al-Mutamin se esforzaba como el que más y acababa las sesiones de entrenamiento empapado en sudor y absolutamente agotado, lo que no le impedía atender a sus labores de gobierno y al estudio de las ciencias.

Yahya nos acompañaba de vez en cuando. Su imponente figura, cuya altura destacaba sobre todos nosotros, imponía un enorme respeto, pese a ser un sabio y no un soldado. Creo que si se lo hubiera propuesto hubiera podido derribar a un buey de un solo golpe.

Una mañana, mientras el grupo que yo dirigía practicaba la esgrima, vi a Yahya que nos observaba junto a unos álamos. Me acerqué hasta él y lo saludé:

—Buenos días, Yahya.

—En verdad son buenos, don Diego.

—Tengo pendiente una deuda con vos. Me gustaría pagarla.

—Os referís a ese cordero a la castellana.

—Por supuesto —aseveré.

—Pues saldadla cuanto antes.

—¿Os parece bien el sábado… a cenar?

—¿El sábado…?, de acuerdo.

—Acudid a mi casa, ya sabéis dónde está, pues vos mismo me la proporcionasteis.

Mi casa era mucho más modesta que la de Yahya. Sólo disponía de dos habitaciones y una cocina, y carecía de jardín, aunque como quiera que el invierno estaba ya bien entrado de nada hubiera servido.

Yahya se presentó a la puesta de sol, probablemente después de haber rezado una de las cinco oraciones que los musulmanes deben rezar cada día.

—Sed bienvenido —lo saludé.

—¿Eso que huelo es el cordero? —preguntó aspirando el olor a asado procedente de la cocina.

—Está haciéndose en el horno, tardará unos momentos. Pero pasad a esta estancia. Anteayer conseguí un vino excelente; el mercader mozárabe al que se lo compré en el zoco junto a la iglesia de Santa María me aseguró que era el mejor de los que tenía. Me dio a probar un poco y en verdad que me pareció excelente. Tomad y comprobadlo vos mismo.

Le alargué una jarrita esmaltada en verde de la que Yahya saboreó un buen trago.

—No está nada mal.

—Sentémonos, todavía falta un poco para que el asado esté en su punto.

Nos acomodamos en torno a la mesa que había dispuesto en una de las habitaciones en espera de que mis dos criados acabaran de asar el cordero.

—¿Hace mucho tiempo que servís a Rodrigo?

—Se acaban de cumplir dieciocho años.

—Decidme, ¿es tan gran guerrero como se dice?

—Lo es mejor todavía. Durante los años que llevo a su servicio nunca ha perdido una batalla. A los dieciocho años venció al mejor caballero navarro y al más afamado combatiente musulmán, un gigantón de Medinaceli tan alto como vos al que derrotó a las puertas de Zaragoza. Vos deberíais haberlo visto entonces.

—Sí, lo recuerdo; yo estaba en la exarea presenciando aquel torneo, pero me parece que vuestro señor tuvo demasiada suerte.

—Tal vez aquel gigantón se confiara, pero no me negaréis que don Rodrigo luchó con nobleza.

—Sí, sí, por supuesto que sí, pero también tuvo la fortuna de su lado.

—Los musulmanes creen que la suerte sobreviene por voluntad divina; nosotros los cristianos creemos que hay que buscarla.

—Me parece que vuestro señor don Rodrigo tiene eso que los musulmanes llamamos baraca, que en vuestra lengua puede ser algo así como «fortuna».

—Tal vez tenga baraca, pero creedme si os digo que jamás he visto a nadie que venciera en una batalla tan sólo con la ayuda de la baraca.

Yahya me miró confiado y rió de buena gana.

—Tenéis razón, don Diego, tenéis razón.

Apuramos otro par de vasos de vino y uno de los criados nos anunció que el asado estaba listo. Ordené que lo sirvieran, y el cordero apareció sobre una enorme bandeja de barro melado. Cogí mi cuchillo y lo trinché en varios pedazos. Le ofrecí a Yahya una de las piernas y varias costillas y yo me serví otro tanto. Antes de empezar dimos gracias cada uno a nuestro dios y comimos hasta saciarnos.

—¿Qué os ha parecido? —le pregunté.

—Aquí solemos añadirle muchas especias al cordero: pimienta, jengibre, albahaca, espliego…, incluso miel.

—En Castilla lo asamos sobre una bandeja con un poco de agua para que quede más jugoso, y sólo le añadimos sal, tomillo y romero, y a veces también un poco de miel. Es un manjar sobrio, como nuestra tierra, pero muy sabroso.

—Sí, hubiera sido una pena no poder compartir esta magnífica cena.

—¿Por qué decís eso? —le pregunté.

—Estuve a punto de no poder. Esta misma mañana hemos tenido un grave altercado. El general Umar, uno de nuestros mejores soldados, ha huido a Lérida con dos batallones de caballería para ponerse al servicio de al-Mundir, y el príncipe al-Muzaffar, hermano de al-Muqtádir, ha intentado encabezar una rebelión contra su sobrino al-Mutamin, pero lo hemos descubierto a tiempo y ha sido apresado. Por la tarde lo han conducido preso al castillo de Rueda, en el valle del Jalón.

»Un asceta ha profetizado grandes males para el rey, que agoniza en el palacio de la Alegría. Ayer pasó la noche en medio de enormes dolores, aullando como un lobo herido. Los médicos han intentado aliviarle el dolor con jarabes e infusiones, pero ha sido en vano.

—¿Podemos hacer algo? —le planteé.

—Habrá que estar atentos. Creo que al-Mundir tiene algunos agentes destacados en Zaragoza que tal vez intenten hacerse con el control de la ciudad en cuanto muera al-Muqtádir. Comunicádselo a Rodrigo y tened a vuestros hombres dispuestos para sofocar cualquier rebelión que pueda producirse.

—Descuidad. Lo haré ahora mismo.

Yahya me dio las gracias por la cena y me ofreció como regalo un anillo de oro.

—Os lo agradezco, pero es un objeto demasiado valioso.

—Guardadlo como un recuerdo y como una garantía de nuestro pacto.

El consejero del príncipe regente salió de mi casa y yo le seguí poco después hacia donde residía Rodrigo.

El Campeador estaba instalado en una casona palaciega en la huerta de las Santas Masas, una finca rodeada de huertos de albaricoques y olivares. Estaba acabando de cenar acompañado por Álvar Fáñez, Pedro Bermúdez y Martín Antolínez.

Relaté a Rodrigo lo que me había contado Yahya, y el Campeador ordenó de inmediato a sus capitanes que organizaran a la gente de la mesnada en grupos. Dispuso una guardia de diez hombres en cada una de las puertas de la ciudad y un retén permanente de cincuenta soldados en el edificio adyacente a las Santas Masas donde se acuartelaba la mayoría de nuestra hueste.

El cadí ordenó ejecutar al visionario que había profetizado la muerte del rey, un santón musulmán al que seguían varios neófitos en la creencia de que era un gran profeta. Pero a los pocos días de su ejecución, el rey al-Muqtádir murió aquejado de enormes dolores y en medio de grandes convulsiones.

Al-Mutamin fue proclamado rey de Zaragoza de inmediato, y su hermano al-Mundir se hizo coronar rey de Lérida, Tortosa y Denia. Su primera medida consistió en enviar una carta a su hermano en la que le conminaba a deponer su actitud y a entregar Lérida, Denia y Tortosa a fin de unificar los dominios de los Banu Hud y forjar así un reino fuerte y poderoso.

Durante varias semanas, los dos hermanos sopesaron con sus respectivos consejeros la situación entre ambos. Cada uno aspiraba a hacerse con el reino del otro, pero los dos dudaban de sus respectivas capacidades para derrotar al oponente. El rey de Lérida buscó apoyo en el rey de Aragón y en los condes de Barcelona, en tanto al-Mutamin debería contentarse con el apoyo de Rodrigo y su mesnada. El rey de Lérida, aconsejado por el intrépido general Umar, asedió el estratégico castillo de Almenar mientras el rey de Aragón y los condes de Barcelona concentraban sus ejércitos cerca de la plaza fuerte de Monzón.

Al-Mutamin llamó a Rodrigo y con él acudimos todos sus capitanes. Nos recibió en el palacio de la Alegría, adonde se había trasladado a la muerte de su padre. El viejo recinto militar de torreones de bloques de alabastro pulido y muros de tapial enlucidos con cal bruñida se había convertido en su interior en un maravilloso palacio. El salón del trono tenía una pared forrada de placas de bronce que brillaban con el reflejo de la luz como si fueran verdaderas láminas de oro, bajo una techumbre de madera pintada de azul y tachonada con estrellas doradas.

—Rodrigo, me alegra veros. Nuestra situación es muy difícil en la frontera oriental. Mí hermano ha logrado el apoyo de Aragón y Barcelona y amenaza con conquistar algunas fortalezas en la frontera del Cinca; si eso ocurriera, tendría el camino franco hasta Zaragoza.

—Saldré de inmediato hacia Almenar —anunció Rodrigo.

—Yo iré con vos —asentó el rey.

—Permitidme que os diga, majestad, que no sería prudente. Yo puedo organizar mi mesnada en cuatro o cinco días, en tanto vos necesitáis al menos dos semanas para convocar y formar al ejército.

—Si se plantea una batalla, quiero participar en ella —insistió al-Mutamin.

—Haremos lo siguiente, si así lo aprobáis: yo saldré de inmediato hacia el este y me haré fuerte en alguno de los castillos más próximos a la frontera. Desde allí evaluaré nuestras posibilidades y esperaré a que vos acudáis con el grueso del ejército.

—Prometedme que no entablaréis ninguna batalla antes de que yo llegue.

—Os lo prometo…, salvo que sea inevitable.

—De acuerdo. Mirad.

Al-Mutamin desplegó ante Rodrigo un enorme mapa en el que se habían dibujado las ciudades, villas, aldeas y castillos de su reino.

—El alcaide de este castillo —continuó el rey señalando un punto con el dedo— es uno de mis más fieles soldados. Acudid ahí y esperadme.

El castillo señalado era el de Tamarite, situado a mitad de camino entre Monzón y Almenar.

—Este lugar es el más propicio —confirmó Rodrigo—. Su ubicación nos permitirá controlar a la vez a los aragoneses, a los barceloneses y a los leridanos. Según veo por las distancias aquí marcadas, está a menos de media jornada de Almenar y a otro tanto de Monzón; sí, creo que es el lugar idóneo.

En cinco días estuvimos dispuestos para salir hacia Tamarite, y allá nos dirigimos atravesando un amplio territorio bajo un sol de hierro, entre páramos desolados en cuyas cimas todavía podían verse algunas sabinas y pinos negros.

Desde Tamarite, Rodrigo conquistó el castillo de Escarp, al suroeste de Lérida, lo que suponía introducir una cuña en territorio enemigo, y decidió acudir a Monzón, que estaba amenazada por el rey aragonés. Al enterarse de nuestra llegada, don Sancho prometió no permitir al castellano que había combatido en Graus contra su padre entrar en Monzón, y así nos lo hizo saber mediante un mensajero. Rodrigo hizo caso omiso a esas amenazas e irrumpió en aquella fortaleza en medio de la algarabía de sus habitantes, que lo recibieron como a un verdadero libertador. Pese a las amenazas, el rey de Aragón no hizo nada para evitar nuestra entrada en esa villa.

Regresamos a Tamarite tras haber contribuido a fortalecer la moral de los de Monzón y allí aguardamos a que llegara al-Mutamin con el grueso del ejército. El rey de Zaragoza lo hizo montado en un palafrén blanco; a su lado, un portaestandarte ondeaba al viento el pendón de los Banu Hud, un león rampante dorado y una media luna plateada sobre fondo azul, justo detrás de él cabalgaba Yahya, y lo hacía sobre un enorme caballo como los que usamos los cristianos; tal vez porque su formidable estatura era demasiado elevada como para montar los veloces y ágiles pero pequeños corceles árabes. Fue la primera vez que lo vi portando una espada y equipado como un soldado.

Nos reunimos en una de las salas del castillo de Tamarite para cambiar impresiones y estudiar la táctica a seguir. En nuestras inspecciones visuales y en las de nuestros espías habíamos comprobado que las tropas combinadas de aragoneses, leridanos y barceloneses nos superaban ampliamente en número, y aunque no lo dijo, creo que Rodrigo pensaba que también eran superiores en preparación militar y en capacidad de lucha. Además, en los últimos días el rey de Lérida había convocado, a cambio de la promesa de entregarles grandes sumas de oro, a varios condes y señores cristianos de Cerdaña, Besalú, Urgel, Ampurdán, Rosellón y Carcasona.

—Majestad, Almenar está asediado —dijo Rodrigo— y aunque vuestros hombres resisten con valentía, no creo que puedan aguantar por mucho más tiempo. Unas cuantas millas al norte, se ha congregado un gran ejército con tropas de Aragón y Barcelona a las que se han sumado otros condes y señores cristianos.

—Hay que levantar el asedio de Almenar y liberar a los hombres que allí están cercados. Atacaremos mañana mismo —asentó al-Mutamin.

—Son superiores a nosotros, majestad. En una batalla en campo abierto no tenemos ninguna posibilidad —objetó Rodrigo.

—Vos habéis entrenado a estos hombres, ¿acaso no están preparados para combatir?

—Lo están, pero en igualdad de condiciones.

—Permitidme que intervenga, majestad. Don Rodrigo tiene razón: son muchos más que nosotros y sus posiciones parecen más ventajosas —dijo Yahya.

—No puedo dejar a esos hombres de Almenar abandonados a su suerte, ¿qué clase de rey sería si obrara así?

—Existe una salida a esta enojosa situación —adujo Rodrigo.

—¿Qué proponéis? —preguntó al-Mutamin.

—Si no podemos vencerlos en una batalla, comprémosles la retirada de Almenar.

—No os entiendo, Rodrigo. Sois el mejor soldado que he conocido y hasta hoy confiaba en que vuestro espíritu de lucha estuviera por encima de todas las dificultades, y en cambio, me proponéis que compre la libertad de un castillo que es mío y que mi hermano está cercando a la fuerza.

—Con ese dinero al-Mundir podría hacer frente a los compromisos con sus aliados cristianos, que se retirarían de aquí y vos conseguiríais levantar el cerco de Almenar. Y todavía nos queda la baza del castillo de Escarp; tal vez podamos hacer un trueque más adelante.

Al-Mutamin estaba confuso; aunque no era un soldado, era un hombre valeroso, como he visto pocos, y no tenía miedo a morir. No entendía que él, un hombre que había pasado toda su vida entre libros y números, quisiera librar una batalla en tanto los profesionales de la guerra optaban por pagar a cambio de la retirada del enemigo.

—No me parece honroso —alegó al-Mutamin después de un breve tiempo de reflexión.

—No es ningún deshonor; hace siglos que se viene haciendo esto. Cuando un ejército es muy inferior en número y está en desventaja, o se retira o negocia un acuerdo…, o suele acabar derrotado y sus hombres muertos —alegó Rodrigo.

—Entonces, no tenemos otra alternativa.

—Creo que no, majestad.

—En ese caso…, Yahya, prepara una carta para mi hermano; ofrécele diez mil dinares a cambio de su retirada de Almenar.

La respuesta de al-Mundir la trajo un correo tres días después. Era una carta muy breve y concisa en la que el rey de Lérida se negaba a aceptar el dinero que le ofrecía su hermano y ratificaba su intención de conquistar Almenar y aun todo el reino de Zaragoza.

—Nuestra oferta ha sido rechazada; ahora sólo nos queda una salida: luchar.

Al-Mutamin estaba radiante por el rechazo de su oferta. El rey de Zaragoza jamás había combatido, pero no parecían faltarle arrestos para librar una batalla.

Yahya se acercó hasta mí y me dijo:

—Es un gran rey, tal vez uno de los más grandes que jamás ha habido, pero no sabe combatir.

—Para eso estamos nosotros —repliqué—. Vos tampoco parecéis muy ducho en el uso de las armas, jamás antes os había visto empuñar una espada.

—Es la primera vez que lo hago —me confesó Yahya—. Pero no os preocupéis por mí, desciendo de un linaje de guerreros. Mi padre fue un soldado.

—¿Luchó junto a al-Muqtádir? —le pregunté.

—No, no, lo hizo muy lejos de aquí.

—¿Qué opináis vos, Yahya? —preguntó Rodrigo interrumpiendo nuestra conversación.

—¿A qué os referís, señor?

—A nuestra situación, por supuesto.

—Si mi rey cree que es preciso atacar, creo que debemos hacerlo.

—Esto es increíble: un rey que jamás ha luchado y un astrónomo que ni siquiera sabe cómo sostener una espada arden en deseos de entrar en batalla sin más conocimientos que los que les inspira su propio corazón —dijo Rodrigo.

—¡Guardaos, don Rodrigo! Ni siquiera a vos consiento que habléis así delante de vuestro rey —intervino con voz potente y poderosa al-Mutamin.

Tal vez fue la única vez que vi a Rodrigo titubear ante otro hombre. El Campeador mudó el rostro y se excusó:

—Perdonad, señor, en ningún momento he pretendido ofenderos.

En ese momento intervino Yahya, quien con habilidad rompió la tensión que se había acumulado:

—Majestad, don Rodrigo: Bien sabéis que no soy un general y que jamás he intervenido en una batalla, pero he leído decenas de crónicas en las que se narra el desarrollo de cientos de ellas. En verdad que nuestra posición es muy delicada, pero es en estos momentos cuando es preciso acudir a la inteligencia, que con frecuencia suele vencer a la fuerza.

»El rey de Aragón, el conde de Barcelona y los demás señores cristianos acudirán a Almenar para celebrar con al-Mundir su conquista. Sabedores de su superioridad, en ningún momento creerán que vayamos a atacarles cuando se estén congregando; pues bien, aprovechemos esa debilidad causada por su exceso de confianza y ataquémosles entonces.

—¿Y cómo pensáis librar la batalla? —preguntó Rodrigo.

—La estrategia, don Rodrigo, es cosa vuestra.

—¿Podéis hacerlo? —inquirió al-Mutamin.

Rodrigo miró a Yahya, sonrió, se atusó la poblada barba y afirmó rotundo:

—Venceremos.

El ejército cristiano se había agrupado en una vaguada entre Alfarrás y Almenar. Estaban tan confiados de su victoria que habían cometido la imprudencia de no destacar vigías nocturnos desplegados en círculos en torno al campamento. Nosotros salimos de Tamarite al anochecer y, siguiendo el camino que nos indicaban nuestros espías, alcanzamos el campamento del rey de Aragón a medianoche. Lucía una enorme luna casi llena y algunas nubes cruzaban el cielo ocultándola de vez en cuando.

Rodrigo reunió a sus capitanes y nos trazó el plan a seguir:

—Cuando la luna se oculte tras una de esas nubes, los infantes caerán sobre el campamento armados con espadas cortas y hachas; en cuanto los aragoneses y barceloneses intenten rehacerse del ataque, la caballería cargará desplegándose en tres secciones. El centro lo dirigiré yo mismo, el ala izquierda tú, Diego, y la derecha Martín Antolínez. Hacedles saber a vuestros hombres que la sorpresa es vital en este caso.

El Campeador nos estrechó la mano uno a uno y nos deseó suerte. Aleccionamos a nuestros hombres y Rodrigo ordenó que los peones iniciaran el ataque. Corrieron en silencio hacia el centro de la vaguada, deslizándose por las laderas de los páramos como lobos hambrientos en busca de su presa, y cayeron sobre los descuidados enemigos causándoles una gran mortandad.

Con los primeros gritos comenzaron a salir de las tiendas los demás soldados y se aprestaron a hacer frente a nuestro ataque; algunos corrían hacia los cercados donde estaban los caballos, pero antes de que los alcanzaran, Rodrigo ordenó la carga de la caballería. Nos lanzamos como halcones cabalgando por el fondo de la vaguada e irrumpimos con las lanzas enristradas ensartando a cuantos nos salían al paso. Vimos entre las sombras cómo varios caballeros acudían a defender una tienda ante la que flameaba el estandarte rojo con cinco escudos de plata del conde de Barcelona.

Ante la tienda, la lucha fue encarnizada. Los caballeros barceloneses que la defendían peleaban con bravura y arrojo, y no hubo uno de ellos que no prefiriera dejar la vida sobre el campo antes que retroceder un solo paso. Muño Gustioz, Álvar Fáñez y Pedro Bermúdez se dieron cuenta enseguida de que había que acabar con los que resistían en torno a la tienda del conde, y hacia allá se dirigieron tajando a diestro y siniestro a cuantos hombres encontraron en su camino.

Ni uno solo de los caballeros que defendían la tienda de su conde quedó en pie, y fue el propio Álvar Fáñez quien capturó al conde Berenguer Ramón, uno de los dos gemelos que gobernaban el rico condado de Barcelona.

La captura de la tienda del conde y la masacre que causamos entre las filas enemigas provocó la huida desordenada de los que pudieron escapar amparados en las sombras que proyectaban las nubes cuando tapaban la luna.

Esa misma mañana liberamos a Almenar del cerco al que había estado sometido. Cuando entramos en la fortaleza, los hombres que la habían defendido estaban famélicos y agotados, pero todavía tuvieron fuerzas para gritar el nombre de su dios, el de su profeta y el de su rey.

Rodrigo entregó los cautivos y el botín ganado en la batalla de Almenar a al-Mutamin. El Campeador había prometido al conde de Barcelona que intercedería ante el hijo de al-Muqtádir para que lo liberara si se comprometía a firmar un tratado perpetuo de paz. Y así sucedió; a los cinco días de su captura, el rey de Zaragoza puso en libertad al conde de Barcelona. Antes de marchar, oí al conde que le decía a Rodrigo:

—Ojalá hubiera aceptado vuestras condiciones. Ahora estaríais a mi servicio y nada de esto hubiera ocurrido.

—Nunca se sabe qué nos deparará el destino —asentó Rodrigo.

—En cualquier caso, volveremos a vernos, espero.

Berenguer Ramón pronunció estas últimas palabras como una amenaza, y Rodrigo respondió al reto diciendo:

—Siempre que vos queráis, señor.

Al-Mutamin fue enormemente generoso con Rodrigo: le ofreció una quinta parte del botín y le dio a elegir uno de cada cuatro caballos; además le hizo entrega de la tienda del conde de Barcelona y de una espada magnífica que el conde guardaba como una joya.

Recuerdo el regreso a Zaragoza como el momento más feliz de nuestras vidas. La noticia de la victoria de Almenar había llegado a la capital del reino y los zaragozanos nos habían preparado un recibimiento como nunca antes hubiera soñado señor alguno. En la villa de Fuentes de Ebro, a más de media jornada de distancia de la capital, ya se habían apostado a lo largo del camino centenares de personas que aclamaban a al-Mutamin y a Rodrigo, que cabalgaban en la vanguardia justo delante de los carros cargados con el botín ganado en la batalla de Almenar.

Conforme nos íbamos acercando a Zaragoza, la multitud crecía y muchos tramos de la calzada estaban alfombrados con juncos frescos. De vez en cuando, un arco triunfal fabricado con enramadas se alzaba en medio del camino y bajo él desfilábamos alegres, los soldados zaragozanos entonando versículos del Corán que hablaban de victorias y paraísos y los castellanos tarareando tonadillas y romances sobre las hazañas del Campeador.

Toda Zaragoza estaba en la calle. Entramos en la ciudad por la puerta de Alquibla y la atravesamos de este a oeste por la calle Mayor para salir por la puerta de Toledo, junto a su cementerio, hasta el llano de la Almozara. Al pie de la colina de la Aljafería se había levantado un estrado de madera cubierto con una tela a rayas azules y amarillas.

La multitud, que había seguido al ejército como los ansarones a su madre, se hacinaba frente al estrado sin cesar de aclamar a su rey y a Rodrigo. Decenas de soldados de la guardia real se afanaban en mantener algo alejada a una muchedumbre que empujaba hacia adelante intentando alcanzar el mejor puesto delante de la tribuna. En primera línea aguardaban los altos funcionarios del Estado, los consejeros de la corte, los cadíes, imanes y alfaquíes y tras ellos otros miembros del séquito real, sabios y ulemas.

Cuando Al-Mutamin apareció sobre la tribuna de la mano de Rodrigo, un clamor ascendió hasta el cielo de Zaragoza y pareció cubrir toda la ciudad como si de un enorme trueno se tratara. Majestuoso, el rey alzó los brazos y señaló a la multitud la figura del Campeador, quien ante las aclamaciones de los zaragozanos se inclinó hacia ellos respetuosamente. Al-Mutamin cogió un estandarte de los del león rampante, lo desmontó de su asta y lo colocó sobre el pecho de Rodrigo.

Y como si de una señal se tratara, toda aquella gente comenzó a gritar ¡Sid, Sid!, que en árabe significa «león». Desde entonces, Rodrigo pasó a ser para los zaragozanos «el león», aunque muy pronto muchos de ellos también lo llamaron sidi, que quiere decir «señor». Y así fue como su nuevo apodo «el Cid», pasó a los nuevos romances y canciones que con motivo de la victoria de Almenar se compusieron en Zaragoza.

Nos habíamos convertido en héroes, y los zaragozanos nos trataban como a tales. Los caballeros de la mesnada del Cid vivíamos como verdaderos señores; disponíamos de una casa, criados y dinero suficiente como para poder comprar cuanto se nos antojara. Acudíamos a los baños con los musulmanes, vestíamos como ellos, comíamos como ellos y aprendíamos a hablar en árabe. A fines de aquel año de 1082, Rodrigo hablaba árabe como un nativo y en las ceremonias cortesanas vestía una túnica de lino hasta los pies y un turbante.

La corte de al-Mutamin se había convertido en refugio de cuantos sabios andalusíes eran perseguidos por sus opiniones políticas, filosóficas o intelectuales en otros lugares. Allí acudían músicos y poetas sevillanos, médicos valencianos, filósofos y astrónomos toledanos y políticos e historiadores cordobeses. Uno de los más curiosos era un individuo llamado Ibn Ammar. Este personaje había llegado a ser consejero del rey al-Mutamid de Sevilla y gobernador de Murcia, que había logrado conquistar en su nombre. Convertido en dictador en la ciudad, tuvo que huir de ella y buscar refugio en Zaragoza al sublevarse los soldados a los que hacía semanas que no pagaba.

Llegó a Zaragoza cargado de poemas, en verdad que era un poeta bastante notable, y de loas y alabanzas hacia al-Mutamin. Supo ganarse el favor del rey, pero pronto se dedicó a la bebida y a la vida regalada merced a los ingresos que le proporcionaba una pensión de palacio.

Lo conocí en una taberna que regentaba un mozárabe cerca de la puerta del Huerva. Recuerdo que estábamos bebiendo unas jarras de vino y comiendo unos pastelillos de carne, cuando Ibn Ammar entró ebrio, declamando poemas jocosos en los que se alababa el vino, las mujeres y la comida.

Se acercó a nosotros tambaleándose de mesa en mesa y nos dijo:

—¡Ah!, los caballeros del Cid. Estáis invitados a unas jarras de vino. ¡Posadero, vino para mis amigos cristianos!

Y sin mediar otra palabra, se sentó entre nosotros y nos recitó un largo poema sobre la delicada belleza de las flores en la primavera de la sierra de Córdoba.

El otoño fue muy lluvioso pero discurrió tranquilo; la derrota de Almenar había hecho mucho daño a los aragoneses, pero sobre todo había sido terrible para los barceloneses. Antes de la batalla, los dos hermanos gemelos ya habían tenido serios enfrentamientos a causa de la pretensión de ambos de regir el condado en perjuicio del otro. Hacía un año que habían llegado a un pacto para repartirse el condado, ante el fracaso de un acuerdo anterior por el que cada uno lo regía durante seis meses de manera alternativa, pero ninguno de los dos parecía dispuesto a aceptar el dominio del otro sobre las tierras que le habían tocado en el reparto, y los dos querían para sí la ciudad de Barcelona. La derrota no hizo sino aumentar las disensiones internas en el condado. Los partidarios de Ramón Berenguer difundieron todo tipo de injurias contra el derrotado en Almenar, Berenguer Ramón, acusándolo de ser incapaz de defender los intereses de Barcelona. Y la inquina aumentó entre ambos.

Todavía hoy sigue siendo un misterio, pero pocos son los que dudan que fue el propio Berenguer Ramón quien asesinó a su hermano Ramón Berenguer para quedarse como soberano único con todas las tierras de Barcelona. El asesinato de uno de los dos hermanos por el otro desató una espantosa guerra civil. Algunos magnates de las montañas del norte se negaron a obedecer a Berenguer Ramón y se juramentaron para derrocar al fratricida.

Aquellos problemas en los Estados cristianos fueron para nosotros un verdadero alivio, pues nos permitieron reorganizar nuestras fuerzas, reclutar nuevas tropas y asegurar las fortalezas de la frontera este. A fines de 1082 al-Mutamin era un soberano de gran prestigio, enormemente querido por su pueblo y temido por sus enemigos. Nadie dudaba de que se avecinaban nuevos días de gloria para el reino de Zaragoza.

En el acuerdo que negociamos con Yahya, Rodrigo había insistido en que por ninguna causa se enfrentaría a su señor el rey de Castilla. Por el momento, nada parecía presagiar que don Alfonso estuviera interesado de nuevo en Zaragoza, pues tenía puestos sus ojos en la ciudad de Toledo, pero un inesperado acontecimiento vino a truncar aquellos meses de sosiego.

Calmada la frontera en el este, el peligro sobre el reino de al-Mutamin se cernía ahora en la frontera noroccidental. A fines del año 1082, el rey había encomendado a Rodrigo que se dirigiera a Tudela para desde allí amedrentar a navarros y aragoneses, a quienes se había visto merodear por los alrededores de esa ciudad en grupos armados.

Nos instalamos en Tudela, una ciudad grande y próspera, provista de abundantes talleres y mercados, poco antes de Navidad. Realizamos un par de salidas hacia el norte para ahuyentar a algunas partidas de jinetes navarros que habían sido avistados por nuestros espías, pero no encontramos a ningún grupo de soldados.

Entre tanto, en la fortaleza de Rueda, a orillas del jalón, al-Muzaffar, que fuera señor de Lérida hasta que lo derrocó su hermano al-Muqtádir, logró convencer al alcaide del castillo para que le entregara el mando. De inmediato envió un correo al rey de Castilla, que se encontraba cerca de la frontera, y éste se dirigió hacia Rueda. Sin duda, don Alfonso quería alentar la rebelión contra al-Mutamin, pues era consciente de que si algún soberano cristiano o musulmán podía hacerle sombra, ése no era otro que el heredero de los Banu Hud.

Don Alfonso ansiaba la revancha contra los musulmanes, pues el verano anterior había sido insultado por el rey al-Mutamid de Sevilla. El soberano sevillano había empalado a un judío que el rey de Castilla había enviado como delegado suyo para recoger las parias de ese año. El rey de Sevilla había alegado, para justificar semejante acción, que el judío lo había ofendido al considerar que el oro que le entregaba era de poca ley. Airado por la acción de al-Mutamid, don Alfonso sitió Sevilla y en pleno asedio le escribió a al-Mutamid recriminándole la acción y pidiéndole con ironía que le permitiera entrar a la sombra de su palacio porque fuera de las murallas de Sevilla hacía mucho sol y le molestaban las moscas. El sevillano, alardeando de sus dotes de poeta, le respondió al dorso de la misma carta que si le molestaba el sol le enviaría cueros de hipopótamos para que se protegiera.

El rey de León no entendió la respuesta de al-Mutamid, pero alguien le explicó que los cueros de hipopótamo, un animal fabuloso que vive en los ríos de África y que puede despachar a un hombre de un solo bocado, hacían alusión al material con que estaban fabricados los escudos de los almorávides, los temidos guerreros norteafricanos cuya intervención en al-Andalus clamaban algunos de los andalusíes como futuros liberadores del yugo cristiano.

Don Alfonso había levantado el cerco de Sevilla sin haber podido vengar la terrible muerte de su delegado, pero no había olvidado allí sus ansias de venganza. El que al-Muzaffar le ofreciera en bandeja el castillo de Rueda era una forma de resarcirse de la afrenta de Sevilla, y aunque al-Muzaffar no era un hombre de fiar, pues lo que pretendía era que don Alfonso lo ayudara a conseguir el trono de Zaragoza, el rey de Castilla aceptó las condiciones y se dirigió hacia Rueda.

El castillo de Rueda es una de las fortalezas más poderosas e inexpugnables del reino de Zaragoza. Está construida sobre unos relieves de yeso cortados a pico en el valle del río Jalón, a unas treinta millas de Zaragoza. Al-Muzaffar había prometido a don Alfonso que si acudía a Rueda le entregaría el castillo y los tesoros allí guardados.

El rey don Alfonso se dirigió hacia Rueda descendiendo por el valle del Ebro; pasó cerca de Tudela, donde nosotros seguíamos acantonados, y, tal como Rodrigo había acordado con al-Mutamin, el Campeador nada hizo para impedir su avance.

Lo acompañaban varios altos magnates del reino, entre ellos el poderoso e influyente conde Gonzalo Salvadórez y el infante Ramiro. Llegaron ante los muros de Rueda el día de la Epifanía de 1083. La fortaleza tenía sus puertas abiertas y desde las almenas varios soldados agitaban banderas y gallardetes en señal de amistad hacia los castellanos. Don Alfonso parecía confiado, pues él mismo encabezaba la comitiva, pero en el último momento decidió colocarse en la retaguardia y encomendó la cabeza de la marcha al conde Gonzalo Salvadórez. En fila de a dos, la columna castellana fue entrando en el patio de armas del castillo de Rueda. Gonzalo Salvadórez presagió algo extraño y miró hacía arriba; el paso por el que los habían invitado a entrar semejaba una verdadera ratonera: estrecho y rodeado por dos altos farallones de yeso, era el lugar propicio para una emboscada. El silencio que se hizo a continuación todavía aumentó las sospechas del conde, que cuando quiso dar la orden de retirarse vio cómo desde lo alto caían sobre la columna castellana enormes bloques de piedra en medio de una lluvia de flechas. Las puertas se cerraron a sus espaldas, dejando fuera a la mitad de los castellanos, que oían impotentes cómo dentro del castillo eran masacrados sus compañeros aplastados bajo el peso de las piedras que a centenares caían sobre ellos como un alud infernal. Allí murieron muchos grandes magnates de Castilla.

Los que habían quedado afuera, entre ellos el rey don Alfonso, gritaban llamando traidores y asesinos a los soldados apostados en lo alto de las murallas de Rueda, quienes, como respuesta, descargaron sobre ellos una lluvia de flechas y proyectiles de honda. Inermes ante las rocas y sin posibilidad de réplica, los castellanos no tuvieron otra opción que alejarse de allí, mascullando contra aquella traición y maldiciendo su falta de previsión y de cuidado.

En cuanto se enteró de lo que había pasado en Rueda, Rodrigo nos ordenó que nos pusiéramos en marcha al encuentro con don Alfonso. Cabalgamos hacia el sur atravesando páramos y vaguadas, y alcanzamos al rey de León y de Castilla asentado en lo alto de un cerro, unas cuantas millas al oeste de Rueda, en el pedregoso camino que atraviesa la sierra del Moncayo por su vertiente sur hacia las tierras altas de Soria.

El monarca estaba desolado y abatido; su desmedida ambición por ganar la fortaleza de Rueda y asentar allí una guarnición para acosar al rey de Zaragoza había provocado un verdadero desastre. La mitad de los hombres con los que había iniciado la expedición habían muerto en aquella encerrona, y ahora se encontraba aislado en territorio hostil y con pocas fuerzas que oponer a un posible ataque de sus enemigos.

Cuando llegamos ante el rey, Rodrigo descendió de su caballo, se acercó hasta don Alfonso y, rodilla en tierra, cogió la mano real y la colocó sobre su frente.

—Majestad, soy vuestro más fiel vasallo, mi mesnada está a vuestro servicio.

—Hemos sido objeto de una maléfica traición, ¿sabes tú la causa? —preguntó el rey.

—Lo ignoro, majestad. Pero de algo estoy seguro: el rey al-Mutamin nada ha tenido que ver con ella.

—¿Cómo puedes afirmarlo con tanta rotundidad? —inquirió don Alfonso.

—El rey de Zaragoza es un hombre de palabra; jamás ordenaría un acto como ése.

—Parece que lo admiras.

—Estoy a su servicio, majestad.

—Si quisieras…, podrías regresar a Castilla; puedo revocar tu orden de exilio y dejar que vuelvas con tus vasallos junto a tu familia.

—Nada me placería más, pero ahora me debo al rey de Zaragoza. Le he dado mi palabra de permanecer a su servicio por algún tiempo y ese plazo no ha concluido; no dejaré de cumplir la palabra dada.