Capítulo XI

Nos instalamos en unas casas del arrabal del sur, cerca de una iglesia de los mozárabes llamada las Santas Masas, donde acudíamos a rezar los domingos. Al-Mutamin y Rodrigo congeniaron desde el primer momento. El rey de Zaragoza no era un guerrero, como lo había sido su padre antes de que enfermara su mente, pero no tenía ningún miedo a combatir. Se dedicaba sobre todo al estudio de los astros y de las matemáticas, y escribía libros sobre el arte de los números y la ciencia de la geometría.

El otrora poderoso al-Muqtádir se había convertido en un viejo decrépito que vivía recluido en su palacio de la Alegría, un fastuoso edificio rodeado por un recinto murado de torres de sillares de alabastro que relucían con el brillo del sol.

Al-Mutamin convocó a Rodrigo a una reunión en su palacio de la Zuda, desde donde gobernaba el reino de Zaragoza en nombre de su padre al-Muqtádir. El príncipe hablaba nuestro idioma y no hizo falta ningún intérprete.

—Agradezco vuestros servicios, don Rodrigo, nuestro reino está atravesando un mal momento; ya sabéis que para evitar una guerra civil he tenido que aceptar la partición del reino y entregar Lérida, Tortosa y Denia a mi hermano al-Mundir. Pero confío en recuperar pronto esas tierras, y para ello confío en vos.

—Estoy a vuestro servicio, majestad, y lucharé por vos contra quien me indiquéis; sólo haré una excepción —alegó Rodrigo.

—¿Vuestro rey Alfonso?

—Sí. Sigue siendo mi señor y le debo fidelidad.

—Pero os ha desterrado.

—Lo ha tenido que hacer obligado por mis actos. Ataqué las tierras de su protegido el rey de Toledo, y por eso no le quedó más remedio que castigar mi acción.

—Pero si sabíais que obrabais mal, ¿por qué lo hicisteis?

—Tenía que proteger a mis vasallos. Unos musulmanes de Toledo atacaron mis feudos en tierras de Gormaz y tomaron cautivos a algunos de mis hombres. Como su señor, yo tenía la obligación y el deber de defenderlos, y eso hice —asentó Rodrigo.

—Es muy extraño vuestro sentido del deber y de la lealtad.

—Así está escrito en nuestras leyes y así lo cumplimos, majestad.

—En ese caso, al entrar a mi servicio…

—Os seré fiel hasta la muerte, si a eso os referís.

Al-Mutamin miró a los ojos de Rodrigo y pudo adivinar en ellos la mirada de un hombre leal.

—Así lo creo.

—¿Cuál será mi primera misión? —inquirió el Campeador.

—Supervisar el estado del ejército. Desde que la cabeza de mi padre dejó de regir con la lógica que requiere la de un soberano, el ejército está descuidado. Hace veinte años éramos una potencia militar considerable; gracias a la habilidad de mi padre y a su sentido de la estrategia y de la organización militar, disponíamos de un ejército numeroso, bien pertrechado y magníficamente entrenado, con generales valiosos a su mando, pero en los últimos años hemos perdido capacidad militar y empuje, nuestros soldados tienen graves deficiencias en su instrucción y carecemos de comandantes de valía y con experiencia en el combate.

—La situación que me describís es muy grave.

—Peor de lo que imagináis. El rey de Aragón es un soberano ambicioso y aguerrido, dotado de un espíritu indomable y cargado de deseos de ocupar nuestras tierras; hace ya tiempo que presiona en nuestras fronteras del norte y cada año pone cerco a una de nuestras fortalezas, con éxito en algunas ocasiones. Está creando un verdadero cerco en el norte fortificando una línea de castillos desde los que asolar las comarcas de Huesca y Barbastro impunemente. En el este, mi hermano ha buscado la alianza de los condes de Barcelona, y no dudará en atacarme en cuanto muera mi padre. Hace años, cuando apenas éramos unos adolescentes, tuvimos una fuerte discusión y llegamos a las manos. Desde entonces no me ha perdonado, y su odio hacia mí es tan fuerte que sé que hará todo cuanto esté en su mano por despojarme del trono de Zaragoza. En el sur nos inquietan de vez en cuando las tropas del rey de Albarracín; su soberano es Hudayl, un hombre soberbio y orgulloso que se considera dotado de las más altas virtudes y no es sino un ignorante engreído, y las del rey de Valencia, a quien vos ya derrotasteis en Alcocer. Por fin, en el oeste nos disputamos las tierras de Medinaceli y Molina con el rey de Toledo y bien sabéis la ambición del rey Alfonso de León y de Castilla por todo cuanto rodea a su reino.

»Así es como están las cosas, don Rodrigo, y aquí es donde vos debéis intervenir. Esta primavera como todos los años, el rey de Aragón preparará una incursión contra alguna de nuestras fortalezas del norte. Mis espías me han informado que tiene intención de buscar una alianza con mi hermano y con los condes de Barcelona para formar un frente común contra Zaragoza. El rey de Aragón amenaza Huesca y Barbastro, los condes de Barcelona ambicionan poseer Tortosa y mi hermano sólo desea lo peor para mí. Esa confluencia de intereses nada bueno puede depararnos.

»Vuestra misión consistirá en preparar la defensa de la frontera norte con Aragón y con Lérida. Todos mis comandantes están desde este momento bajo vuestras órdenes militares.

Rodrigo se puso de inmediato a trabajar. En una sala de la Zuda reunió a los generales zaragozanos y fue requiriendo información de cada uno de ellos. Desde luego, la situación del ejército taifal era desalentadora. La última victoria que habían logrado se remontaba a dieciséis años atrás, cuando al-Muqtádir consiguió vencer a una coalición cristiana y recuperar la ciudad de Barbastro. Desde entonces el ejército hudí se había debilitado a la vez que lo hacía el cuerpo y la mente de su soberano.

—Señores —dijo Rodrigo—, en quince días quiero revistar todas las tropas disponibles. Deberán estar formados todos los regimientos y batallones en el llano de la Almozara a mediodía. Podéis retiraros.

Cuando se marcharon todos los generales, yo me acerqué a Rodrigo.

—Estos hombres son inútiles para dirigir cualquier ejército; no tienen capacidad militar y carecen de autoridad y fuerza moral —le confesé un tanto desesperado.

—Así es.

—Con estos mandos, ¿imagináis cómo serán los soldados?

—No nos queda otra salida, Diego. No tenemos adónde ir. Zaragoza es nuestro hogar ahora y lo defenderemos como si aquí estuviera nuestra casa.

—¿Pero qué podemos hacer con esta tropa frente a los aragoneses y a los catalanes?

—Ten fe, Diego, ten fe. Fueron los padres de estos hombres quienes derrotaron al rey Ramiro en Graus y quienes reconquistaron Barbastro; algo de su sangre quedará en las venas de sus hijos, ¿no crees?

Cuando Rodrigo se empeñaba en algo era muy difícil convencerlo de lo contrario. Además, la figura del príncipe regente lo había impresionado. Durante los muchos años que pasé a su servicio, fue al-Mutamin el único hombre al que creo que Rodrigo admiró de veras por encima de cualquier otro, y en verdad que ese hombre era un personaje deslumbrante. Si hubiera vivido algunos años más, es probable que su reino se hubiera convertido en el mejor de los lugares posibles donde vivir, pero su muerte temprana cercenó las esperanzas que su reinado había despertado.

Pactada nuestra misión en Zaragoza y lo que debíamos hacer, quedaba acordar nuestra paga. Al-Mutamin y Rodrigo no querían hablar de ello: el soberano lo consideraba banal y Rodrigo no deseaba que las negociaciones sobre el dinero a percibir a cambio de nuestros servicios militares empañaran la amistad que se estaba forjando entre ambos. Por ello, decidieron que ese asunto lo discutiéramos Yahya y yo mismo.

Nos reunimos en casa de Yahya. Este personaje era un ser formidable; tendría unos cuarenta años, era rubio y con ojos azules y de una estatura que sobrepasaba en casi una cabeza a los demás hombres. Su casa era bastante amplia y se veía muy limpia; estaba ubicada al final de un adarve, en el arrabal del sur.

—Pasad, don Diego, pasad. Consideraos en vuestra casa —me dijo Yahya.

—Gracias, Yahya.

Atravesamos un pequeño pasillo al que daban varias habitaciones y que desembocaba en un pequeño jardín en la parte posterior, donde el agua de un pozo y la sombra de media docena de olivos y almendros proporcionaban frescor en el sofocante verano de Zaragoza. Aunque estábamos ya en otoño, el tiempo todavía no era demasiado frío; un cálido sol otoñal bañaba el jardín, tamizado por las ramas de los almendros y los olivos.

Nos sentamos en una bancada de ladrillo que recorría el muro de la casa que daba al jardín; sobre una mesa el criado de Yahya había preparado varios platos con almojábanas recién fritas en aceite de oliva (una especie de tortas rellenas de queso fresco), pollo guisado con comino, jengibre y pimienta, salchichas de cordero, pasteles de almendras y miel y una escudilla repleta de pistachos, En una jarra había un excelente vino tinto, aromatizado con canela y almizcle y en otra un jarabe de granada.

—Es lo mejor que puedo ofreceros —aseguró Yahya.

Tomé una almojábana y mordí un buen trozo.

—Muy sabrosa —le dije.

—Celebro que os guste, las almojábanas son el plato más afamado de nuestra cocina.

Degustamos los manjares con deleite y dimos buena cuenta de la jarra de vino. Al acabar la comida, el criado de Yahya, que cojeaba de uno de sus pies, nos sirvió una infusión de abrótano y unas rosquillas de canela y nueces.

Había comido tanto que noté cómo el cinturón apretaba en demasía mi vientre. Bien a gusto lo hubiera aflojado, pero no me pareció adecuado hacerlo delante de mi anfitrión y aguanté las apreturas como mejor pude.

—Creo que es hora de hablar de vuestro salario —dijo Yahya.

—Antes, si me lo permitís, me gustaría saber dónde aprendisteis a hablar en latín.

—En Roma.

—¡Roma! —exclamé extrañado.

—Sí, Roma. Pasé allí algunos años, de eso hace ya tiempo.

Dijo aquellas palabras un tanto apesadumbrado.

—Perdonad si os he molestado, no quería…

—No tiene importancia, fueron malos años que prefiero no recordar. Pero vayamos a lo que nos ocupa.

—¿Qué os parecen cinco mil marcos de plata al año? —le inquirí.

—Eso son dos mil quinientas libras.

—Tened en cuenta que don Rodrigo debe pagar con ese dinero a todos los hombres de su mesnada, y ya sumamos más de quinientos. Mantener una tropa como ésta requiere no menos de esos cinco mil marcos de plata.

—¡Estáis hablando de veinte mil dinares en oro! ¡Cuarenta dinares al año por cada uno de vuestros hombres!

—No os asombréis, Yahya. Me he informado bien y sé que una casa como ésta en la que vivís vale cien dinares, y que cualquier consejero real cobra cada año más de esa cantidad. Cuarenta por un soldado no es demasiado, ¿no lo creéis así?

—Veinte mil dinares… Si ésa es la cantidad que pedís, creo que podremos negociar en torno a los diez mil.

Yahya era mucho más rápido que yo con los números. Sumaba y multiplicaba en su cabeza con una rapidez que yo era incapaz de seguir.

—Veinte mil dinares —repetí.

—Doce mil —prosiguió Yahya.

—Veinte mil —insistí.

—Dejémoslo en quince mil.

—Veinte mil —me mantuve firme.

—Dieciséis mil.

—Veinte mil.

—Dieciocho mil.

—Veinte mil.

Yahya pareció rendirse, suspiró profundamente, me miró y dijo:

—De acuerdo, veinte mil dinares al año, pero me debéis una comida.

—Probaréis el mejor asado de cordero al estilo castellano.

Me despedí de Yahya y volví contento a nuestra residencia en el arrabal de las Santas Masas, aunque poco a poco me fui dando cuenta de que Yahya tal vez me había engañado. Cuando le dije que nuestra propuesta era de veinte mil dinares, él ofreció diez mil, pero acabó aceptando los veinte mil. Bien, ya no había remedio, y en cualquier caso veinte mil dinares era una suma suficiente para mantener la hueste, aunque si aumentaba su número tendríamos que buscar nuevos recursos.

Los generales de al-Muqtádir habían formado el ejército hudí en el llano de la Almozara, como había ordenado Rodrigo. El viento del noroeste soplaba con fuerza y agitaba los estandartes en los que lucían loas a Alá y al profeta Mahoma. Veinte batallones de cien hombres cada uno de ellos configuraban el ejército permanente de la dinastía de los hudíes.

Rodrigo, que estaba junto a al-Mutamin, espoleó a su caballo e inició la revista. Se detuvo en cada uno de los batallones observando su armamento y sus lorigas, el estado de sus caballos y el rostro de sus jinetes. Discurrió un largo rato hasta que regresó de nuevo ante el príncipe regente.

—Su armamento es bueno y su equipo militar también, los caballos son de buena hechura pero parecen desentrenados. En cuanto a los hombres…

—¿Cómo los veis? —preguntó el rey.

—Faltos de espíritu —respondió Rodrigo.

—En ese caso, inculcádselo.

—Eso no es nada fácil.

—Vos podéis hacerlo, como lo habéis logrado con vuestros hombres.

—Mis hombres han nacido en la frontera; están acostumbrados desde niños a luchar para defender su tierra, su casa y su familia; la batalla es la manera que tienen de ganarse el pan. Vuestros generales viven en fastuosas mansiones rodeados de lujos y esclavos, una vida demasiado fácil y regalada, y no han sabido transmitirles a sus soldados el espíritu requerido para el combate. Necesitan una razón para luchar.

Al-Mutamin espoleó a su caballo y se colocó al frente de las tropas.

—¡Soldados! —gritó erguido sobre los estribos—: yo no soy un guerrero, nunca he combatido en los campos de batalla. Mi padre jamás consintió en que lo hiciera. He pasado toda mi vida entre libros y sabios, estudiando matemáticas, geometría y álgebra, pero os aseguro que si se trata de defender esta tierra, toda mi sangre derramaré por ella. Aquí yacen vuestros padres, y los padres de vuestros padres, y así hasta al menos quince generaciones de vuestros antepasados. Hemos sido un reino poderoso y lo seguiremos siendo.

»Esos soldados que veis ahí —continuó al-Mutamin señalando a Rodrigo y a los hombres que formábamos junto a él— han llegado desde Castilla para ayudarnos. Fijaos en sus rostros y en el brillo de sus ojos. Darían su vida por su jefe, por Rodrigo. Y vosotros, no ¿daríais la vida por vuestro rey?

—¡Sí, sí! —gritaron algunos.

—No os oigo —gritó al-Mutamin.

—¡Sí, sí, sí! —clamaron ahora todos de manera atronadora.

—De vuestro valor dependen vuestros hijos y vuestras esposas. Son muchos los que anhelan conquistar nuestra tierra y convertirnos en sus esclavos. ¿Queréis ver a vuestras mujeres como concubinas en las camas de vuestros conquistadores?, ¿queréis ver a vuestros hijos vendidos como esclavos?, ¿queréis que vuestros cadáveres ultrajados se pudran al sol o sean roídos por los picos de los buitres?

—¡No, nunca! —gritaron de nuevo.

—En este caso, luchad por Zaragoza y por vosotros mismos, y haced lo que Rodrigo os ordene; y que Alá os bendiga por ello.

Yahya se acercó hasta mí y me preguntó si había entendido lo que al-Mutamin había dicho en árabe a sus tropas.

—Algunas palabras se me han escapado, pero he entendido la mayoría de su arenga —le confesé.

Mi conocimiento del árabe era todavía escaso, pero tras varios meses en Zaragoza y gracias a que en viajes anteriores a esta ciudad y a Sevilla había aprendido las palabras comunes, ya lograba entender la mayoría de las conversaciones e incluso mantener una charla empleando las expresiones y palabras más habituales.

—Vuestro príncipe será un gran rey —le dije a Yahya en árabe.

—En él ha depositado nuestro pueblo todas sus esperanzas —repuso Yahya.

Rodrigo se acercó hasta nosotros y, tras saludar a Yahya, dijo:

—Por su expresión ha debido de ser un discurso magnífico.

Yahya le hizo un resumen del mismo, y Rodrigo sentenció:

—Ese hombre tiene arrestos, me alegra estar de su parte.