Estábamos preparando nuestras alforjas para partir hacia el exilio. Faltaban sólo quince días para que se cumpliera el plazo señalado por el rey y nada sabía del correo que sin contar con Rodrigo había enviado a Zaragoza.
—Iremos a Barcelona; es probable que sus dos condes necesiten los servicios de una experta mesnada. No tenemos otro sitio a donde ir —me dijo Rodrigo.
—Me he permitido enviar un mensajero a Zaragoza solicitando asilo a su rey —le repliqué.
Rodrigo me miró fijamente y sonrió.
—Está bien, para ir a Barcelona debemos atravesar las tierras de Zaragoza.
Aquella mañana, mientras cargábamos nuestros equipos, comenzaron a llegar. Venían por todos los caminos y de todas las direcciones, y había caballeros, parientes, criados…, más de doscientos hombres con sus caballos, mulas, asnos y carretas acabaron agrupados frente a la casona de Rodrigo gritando:
—¡Campeador, Campeador!
El señor de Vivar no daba crédito a lo que sus ojos estaban viendo. Cinco días antes se creía abandonado por todos, partiendo hacia el exilio solo y abatido, y ahora tenía ante sí un verdadero ejército, con sesenta jóvenes caballeros al frente, fuertes y aguerridos como él había sabido forjarlos.
Rodrigo se plantó de pie ante ellos, los brazos en jarras, la cabeza erguida y la mirada serena, a la vez orgulloso de sus amigos y feliz por la lealtad de sus vasallos.
—¿Adónde creéis que vais? —les preguntó.
Muño Gustioz, su pariente, se adelantó y le contestó:
—A donde tú vayas.
—No sois conscientes de esta situación. No se trata de una campaña militar al servicio de Castilla. Parto al exilio. ¿Entendéis lo que eso significa?: el destierro.
—Vamos contigo —replicó Pedro Bermúdez, a quien Rodrigo había nombrado en la batalla de Cabra alférez de su mesnada.
—¿Esto es obra tuya? —inquirió Rodrigo volviéndose hacia a mí.
—No, es obra vuestra, señor —le dije.
—Estáis locos —gritó Rodrigo—. Volved a vuestras casas, allí sois necesarios. Conmigo os aguardan penalidades sin cuento, hambre, dolor y privaciones, vagar errantes de un lado a otro sin hogar ni familia, y quién sabe si tal vez la muerte. Marchaos; como señor vuestro que soy, os ordeno que deis media vuelta y regreséis a vuestros hogares.
Nadie se movió. Rodrigo los miró uno a uno a los ojos y todos le aguantaron firmes la mirada.
—No iremos a ninguna parte sin ti —dijo su pariente Álvar Fáñez.
—Sois más tercos que un atajo de mulas —repuso Rodrigo.
—¡Campeador, Campeador! —comenzaron a gritar de nuevo golpeando las espadas y cuchillos entre sí.
Jimena salió de la casa con sus tres hijos; la pequeña María apenas tenía unos meses y la portaba entre los brazos. Los otros dos, Diego y Cristina, se asían a las faldas de su madre asustados por el ruido de las armas y el atronador vocerío.
—Debes de estar orgulloso de ellos —le dijo su esposa a Rodrigo.
—Lo estoy, nunca hubo señor más orgulloso de sus hombres.
»Está bien, malditos bastardos, si así lo queréis, que así sea —gritó Rodrigo a sus vasallos—. Y que Dios se apiade de vosotros.
El ruido de las armas y las voces fue en aumento, y entonces creí ver una lágrima que resbalaba despacio por el curtido rostro del Campeador.
Durante los tres días siguientes trabajamos sin descanso preparando todos los pertrechos necesarios para la intendencia de un ejército de doscientos hombres. Las mujeres ayudaron a reparar las tiendas de lona, a sellar con cera cántaros de vino y miel, a llenar talegas de harina y trigo, a empaquetar carne ahumada y salada y a pulir espadas, puñales y lanzas.
El correo enviado a Zaragoza llegó con buenas noticias. Nos dijo que en esa ciudad había un grupo de importantes aristócratas que apoyaban al príncipe heredero Abú Amir, que reinaría con el nombre de al-Mutamin, para que éste asumiera el poder ante la enfermedad que aquejaba al rey al-Muqtádir y que le impedía ejercer las funciones reales con garantía.
—El rey al-Muqtádir está muy enfermo —nos relató el correo—. Toda Zaragoza sabe que no sobrevivirá mucho tiempo, pero entre tanto está provocando muchos escándalos. Se ha construido un palacio junto a la ciudad y lo ha rodeado de jardines y arboledas, vive encerrado allí entre jóvenes con los que se aparea de manera antinatural.
—¿Has contactado con la persona que te dije? —le pregunté.
—Sí, es uno de los personajes más notables de la corte. Me ha dicho que nos dirijamos al castillo de Atienza; su alcaide estará informado de nuestra llegada y nos proporcionará asilo hasta que él se desplace a Atienza a pactar las condiciones —respondió el correo.
—¿Has hablado con el príncipe Abú Amir? —le preguntó Rodrigo.
—Sí, es un hombre de rasgos nobles y parece sincero. Creo que nos podemos fiar de él. Su situación es muy delicada, pues sabe que su hermano al-Mundir le disputará el trono en cuanto muera al-Muqtádir. Vuestros servicios, señor, le serían muy útiles.
—De acuerdo, iremos a Zaragoza. Diego, Álvar, Muño, tened todo listo; pasado mañana, al amanecer, partiremos hacia Atienza —concluyó Rodrigo.
Me desperté con el canto del gallo. La mañana estival era fresca y el cielo estaba nublado. Algunos hombres ya estaban en pie y se afanaban en cubrir con grandes lonas las carretas donde habíamos cargado la comida. Todos sabían que se dirigían hacia un destino incierto, pero los rostros de aquellos hombres parecían exultantes de felicidad, como si en sus corazones albergaran la esperanza de alcanzar un deseo jamás satisfecho.
Rodrigo apareció al fin, abrazado a su esposa. Jimena lo besó y se apretó a su cuerpo como si quisiera transmitirle con su impulso parte de su propia vida. El Campeador la separó con delicadeza y abrazó uno a uno a sus tres hijos. A Diego le dijo algo al oído que no pude entender, y el niño, que tenía seis años, esbozó una sonrisa. Estaba acostumbrado a que su padre faltara algunas temporadas de casa, y por tanto es probable que aquella nueva partida le pareciera una más.
Le alargué las riendas de su caballo y Rodrigo montó con agilidad. Se inclinó para besar por última vez a Jimena, levantó la mano derecha y gritó con fuerza dando la orden de ponernos en marcha.
Entramos en Burgos poco antes del mediodía. El sol debería de haber estado brillando en lo más alto aquel jueves de julio, pero unos nubarrones grisáceos lo ocultaban por completo. La noticia del destierro de Rodrigo era bien conocida en toda Castilla. Durante dos semanas, oficiales del rey y de los concejos habían pregonado por todas las villas y ciudades el decreto real, en el que se prohibía expresamente que nadie ayudara a Rodrigo en su camino hacia el exilio.
Los burgaleses nos vieron pasar como si fuéramos apestados o leprosos. Los hombres nos miraban recelosos señalándonos con el dedo y las mujeres se apartaban a nuestro paso cogiendo de la mano a sus hijos y metiéndolos en sus casas. Parecía como si aquellas gentes que semanas antes se habían agrupado en torno a cualquier juglar para escuchar las hazañas del Campeador, ahora se hubieran convencido de que su héroe era un maldito renegado.
Unos pocos nos dirigimos hacia la catedral de Santa María, donde Rodrigo quería rezar antes de partir. En la plaza, delante de la portada de figuras esculpidas en piedra, una niña se acercó hasta Rodrigo.
—¿Tú eres el Campeador? —le preguntó.
—Sí, por ese apodo me conocen algunos —respondió Rodrigo.
—Mi madre me ha dicho que el rey no quiere que vivas en Castilla, y que quien te ayude perderá su casa y sus ojos.
—En ese caso, obedece a tu madre.
La madre de la niña apareció en la plaza y la cogió de la mano llevándosela de allí en volandas.
—Parece que esta gente teme más al rey que al diablo —asentó Rodrigo—. Esperadme aquí, quiero rezar solo.
Rodrigo me alargó las riendas de su caballo y entró en la catedral, afuera nos quedamos la media docena de caballeros que lo habíamos acompañado al interior de la ciudad; los demás habían ido a comer a orillas del Arlanzón. No recuerdo bien cuánto tiempo permaneció Rodrigo dentro de los muros de la catedral, pero debió de ser un buen rato, porque cuando salió nuestros estómagos reclamaban su ración diaria.
En el arenal, a orillas del Arlanzón, todos los hombres habían almorzado ya. Álvar Fáñez había ordenado levantar una tienda en la cual se habían colocado una mesa y varias banquetas para que comiera Rodrigo y los que lo habíamos acompañado hasta la catedral. Estábamos despachando un poco de queso, pan y carne seca y frita cuando anunciaron que un caballero burgalés quería hablar con el Campeador. El señor de Vivar lo hizo pasar.
—Mi nombre es Martín Antolínez. Soy un infanzón de Burgos que he seguido por boca de los juglares todas vuestras hazañas. Hace unos días, cuando los pregoneros del rey vocearon el bando en el que se os condenaba al destierro, creí oportuno ir hasta Vivar para ofreceros mis servicios, pero yo solo os hubiera sido de poca ayuda. Por eso he empeñado toda mi fortuna en reclutar una pequeña mesnada que pongo a vuestro servicio…, si así me lo permitís.
—¿Sabéis en qué lío os estáis metiendo? —le preguntó Rodrigo.
—No me importa el riesgo: no tengo familia, y ya no poseo nada aquí. Sólo me alienta el deseo de seguiros hasta donde vos vayáis. Mis hombres y yo mismo estamos a vuestras órdenes. Dejadnos ir con vos.
—¿Cuántos sois? —inquirió Rodrigo.
—Ciento quince.
—¡Ciento quince! ¿Estáis de broma? Apenas disponemos de comida para alimentarnos nosotros; no podemos hacernos cargo de ciento quince más. Ni siquiera tenemos permiso para comprar comida aquí en Castilla, el rey castigaría a quien nos la vendiera.
—Eso no supone ningún problema; yo os proporcionaré la comida.
—El rey os perseguiría por ello, y además no podríamos comprarla.
—No se trata de una venta, sino de un regalo. La orden del rey dice que nadie puede venderos alimentos, pero nada dice si se trata de un regalo. Aguardad un momento.
Martín Antolínez salió de la tienda y regresó al instante con cuatro de sus hombres, que portaban dos enormes cofres.
—Ésta será mi aportación a esta empresa —anunció el burgalés.
Se acercó a uno de los cofres que los porteadores habían dejado en el suelo y lo abrió, y al instante hizo lo mismo con el segundo.
Nos quedamos atónitos cuando vimos su contenido: en los dos cofres había varios saquillos que contenían miles de monedas de plata.
—¿De dónde habéis sacado semejante fortuna? —le pregunté.
—Es un regalo de los judíos de Burgos. Digamos que es un préstamo a muy bajo interés que he avalado con mis propiedades. Ya veis, hasta los judíos confían en que a vuestro lado puede obtenerse una buena ganancia.
—¿Cuánto dinero hay en esos dos cofres? —inquirió Rodrigo.
—Exactamente seiscientos marcos de plata, trescientos en cada uno de ellos.
—¡Eso son trescientas libras de plata! —exclamé asombrado.
—Exactamente, don…
—Diego, mi nombre es Diego de Ubierna.
—Pues exactamente eso, don Diego, trescientas libras —aseveró el burgalés.
Había tanta plata en esas dos arcas que eran necesarios dos hombres para manejar cada una de ellas.
—¿Y bien?
Martín Antolínez nos había dejado helados. Rodrigo estaba tan pasmado como los seis caballeros que compartíamos la comida con él.
—¿Saben luchar vuestros hombres? —le preguntó Rodrigo.
—Por supuesto. En más de una ocasión han tenido que defenderse de algaradas musulmanas y muchos de ellos han participado en las campañas militares de don Alfonso contra Badajoz. Son esforzados y valientes, no desmerecerán de los vuestros.
—Una cosa ha de quedar clara para vos; si os admito en mi mesnada, vuestros hombres dejarán de ser vuestros para ser míos. ¿Entendido?
—Ni por un momento he pensado que pudiera ser de otra manera.
—¿Dónde están esos hombres?
—A unas dos millas de aquí, esperando en el camino hacia el monasterio de Cardeña.
—¿Cómo sabíais que íbamos a San Pedro? —le interrogué.
—¡A qué otro lugar ibais a ir después de Burgos! —aseveró Martín Antolínez.
Rodrigo invitó al caballero burgalés a sentarse junto a él y éste lo hizo encantado; pocas veces he visto a un hombre más feliz.
Desde Burgos nos dirigimos al monasterio de San Pedro de Cardeña. Había cambiado bastante desde que yo saliera de él, de eso hacía entonces dieciocho años. En los últimos tiempos el rey, condes, magnates y nobles de Castilla habían realizado numerosas donaciones, y por ello la riqueza de los monjes había aumentado de tal modo que el de Cardeña era el segundo monasterio más rico del reino, sólo superado por el de Arlanza.
Allí nos dirigimos. Doscientos hombres habíamos salido de Vivar, más de trescientos llegamos a Cardeña. Nuestra marcha a través de Castilla se comentaba por todos los pueblos y aldeas, y acudían a nosotros multitud de jóvenes solicitando unirse a la hueste de Rodrigo. Muchos eran hijos segundones de infanzones pobres que veían en Rodrigo la solución a su miseria. Eran hijos de nobles, pero de unos nobles tan pobres que no podían hacerse cargo de ellos, por lo que se veían abocados a buscar fortuna fuera de su tierra. Rodrigo significaba para todos ellos la esperanza de una vida de aventuras y de un servicio de armas para el que creían haber nacido.
En Cardeña visitamos a su abad. Rodrigo le hizo una generosa donación en moneda de plata de los seiscientos marcos de Martín Antolínez y le encomendó, si se hiciera necesaria, la custodia de su mujer y sus hijos. Le pidió al abad que permitiera a Jimena y a los tres niños pasar ya el próximo invierno en el monasterio, y el abad, ante la generosa bolsa de monedas de plata, aceptó encantado.
—Ciento cincuenta marcos son demasiados —le dije a Rodrigo. Ésa era la cantidad que me había ordenado que entregara a los monjes.
—Cien de ellos servirán para alimentar a mi esposa y a mis hijos durante todo el invierno —me advirtió.
—Pese a todo, creo que habéis sido demasiado generoso, hubiera bastado con diez libras.
—Por los otros cincuenta rezarán todas las mañanas, en los maitines, una oración por nosotros; además, le he dicho al abad que cuando muera deseo ser enterrado en este monasterio, por eso quiero que esté lo más adecentado posible —zanjó la cuestión Rodrigo.
Yo seguí pensando que con ciento cincuenta marcos, eso son setenta y cinco libras, podríamos haber equipado a medio ejército, pero cuando Rodrigo había tomado una decisión era inútil discutir sobre ello.
Desde Cardeña partimos hacia el sur, atravesando valles y collados, hasta que llegamos al río Duero en la ciudad de San Esteban. Pasamos por Alcubilla y cruzamos el Duero por el vado de Navapalos. Desde allí seguimos la ruta que habíamos recorrido meses atrás, cuando asolamos las tierras de Guadalajara, Alcalá y Madrid como venganza por la algara que los moros renegados realizaron contra Gormaz.
Pasamos la última noche en tierras de Castilla al pie de la sierra de Miedes. Era una noche cálida de luna nueva y el cielo estaba estrellado como si lo hubieran iluminado con centenares de minúsculas bujías. Pese a estar en la falda de los montes, no hacía nada de frío y optamos por no montar las tiendas y dormir bajo la tenue luz de las titilantes estrellas.
A la mañana siguiente, Rodrigo me confesó que había tenido un sueño:
—He visto al arcángel san Gabriel. Me hablaba y me decía que cabalgara sin miedo, que todo saldría bien. ¿Crees que es una premonición?
—No entiendo nada de sueños…, salvo algunas cosas que he leído en un códice de Aristóteles que nos enseñaban en el monasterio, pero que apenas recuerdo. Sin embargo, si era el arcángel san Gabriel quien os hablaba, sin duda que parece un buen augurio.
—Algunos hombres andan un tanto desconfiados. Dicen que al salir de Burgos, una corneja voló a nuestra izquierda, y ya sabes que eso se interpreta como una señal poco halagüeña.
—No creo que esas cuestiones tengan mayor importancia. Yo he visto a varios cuervos volar a nuestra derecha poco antes de acampar esta tarde.
—Estos hombres necesitan confianza, y muchos creen que el cielo envía señales de aviso. Considero que será mejor para todos que esas señales indiquen que Dios está de nuestra parte, ¿no te parece?
Levantamos el campamento y nos pusimos en marcha de nuevo hacia el sur. La sierra de Miedes era entonces la frontera entre cristianos y musulmanes. Atravesamos aquellos agrestes y boscosos parajes abriéndonos paso por la vieja calzada de Guinea, que según dicen construyeron los romanos y que baja hasta el Duero. Esa ruta, empedrada todavía en muchos tramos, es la única posible por la que una hueste como la nuestra puede atravesar la sierra de Miedes. Fuera de la calzada, el paisaje es enriscado y la vegetación tan tupida que un hombre hubiera necesitado una jornada entera para avanzar una milla.
El acuerdo a que habíamos llegado con los hombres del príncipe de Zaragoza era que deberíamos esperar en Atienza para encontrarnos con ellos. Así lo hicimos. Rodrigo dejó a la mayoría de los hombres acampados cerca de Miedes, fortificados en lo alto de un cerro, y con una escolta de veinte caballeros se dirigió a Atienza. Allí nos aguardaba un enviado del príncipe Abú Amir.
Atienza es una fortaleza extraordinaria, con un castillo fortísimo sobre unas rocas inexpugnables. La guarnición estaba al corriente de nuestra llegada, pues un jinete se acercó hasta nosotros y nos acompañó hasta las puertas abiertas invitándonos a entrar. Nos disponíamos a hacerlo, pero Rodrigo ordenó que nos detuviéramos a unos cincuenta pasos de las murallas.
—Informa a tu señor que nos entrevistaremos aquí fuera —le dijo Rodrigo al jinete que nos había acompañado y que hablaba nuestra lengua.
—¿Acaso desconfiáis?
—No, pero prefiero discutir este asunto al aire libre.
—Como gustéis.
El jinete musulmán espoleó a su caballo y ascendió por el camino hacia la fortaleza de Atienza. Nosotros aguardamos cerca de unos robles hasta que vimos salir por la puerta a cinco jinetes que se acercaron al trote hacia donde nos encontrábamos.
—¿Don Rodrigo Díaz? —preguntó uno de ellos, un personaje muy alto y de tez muy clara que vestía una túnica negra festoneada con bordados de hojas de acanto, que hablaba nuestra lengua aunque introducía muchas palabras del latín culto.
—Yo soy —dijo el Campeador.
—Mi nombre es Yahya. Soy consejero de su alteza el príncipe heredero de Zaragoza Abú Amir, que Dios guarde. Sed bienvenidos a estas tierras.
—Me ha dicho el correo que envié… —Rodrigo me miró y rectificó—, que enviamos a Zaragoza, que tal vez necesitéis nuestros servicios.
—Así es. Sé por nuestros espías y agentes en Castilla que sois un hombre de honor, por eso os seré franco. Mi señor Abú Amir ha sido designado por su padre, el rey al-Muqtádir, al que creo que conocéis…
—Compartimos una jornada de caza a orillas del Ebro hace casi veinte años —le interrumpió Rodrigo.
—Como os decía —prosiguió Yahya—, mi señor ha sido designado como heredero al trono, pero sólo al de Zaragoza; los de Tortosa, Denia y Lérida han sido entregados a su hermano al-Mundir. Los dos hermanos no se llevan bien y Abú Amir está convencido de que su hermano le disputará también el trono de Zaragoza. Vos sois un caballero de gran fama, hasta Zaragoza han llegado vuestras hazañas en el campo de batalla, y si lo deseáis, podríais prestar vuestros servicios al nuevo rey de Zaragoza; os recompensaría espléndidamente.
—Pero el rey al-Muqtádir sigue vivo… —alegó Rodrigo.
—No importa, no está en condiciones de gobernar. Si apoyáis a Abú Amir, el príncipe se hará con el trono antes de que su hermano al-Mundir actúe en su contra.
—¿Se atreverá a deponer a su propio padre?
—Sólo si es necesario para el buen gobierno del reino —asentó Yahya.
—Parecéis sincero.
—Lo soy.
—Quiero creeros, pero mi intención era ofrecer mis servicios al conde de Barcelona.
—¿A cuál de ellos? —inquirió Yahya.
—No entiendo esa pregunta dijo Rodrigo.
—No os recomiendo que entabléis tratos con Barcelona. Ese condado está gobernado por dos condes que son hermanos gemelos, Ramón Berenguer y Berenguer Ramón son sus nombres. Dos soberanos para un mismo Estado no es aconsejable; más pronto o más tarde estallarán disensiones entre ellos y es probable que los dos hermanos se vean abocados a luchar entre sí.
Rodrigo descendió de su caballo y el musulmán llamado Yahya hizo lo mismo.
—Creo que tenéis un plan —aventuró Rodrigo.
—En efecto —ratificó Yahya.
—Bien, contadme.
—Permaneceréis en los límites orientales del reino de Zaragoza hasta que estemos preparados para que entréis en la ciudad.
—¿Y entre tanto?
Yahya se atusó su rubia barba, miró a Rodrigo con ironía y le dijo:
—Los reyes de Toledo y de Valencia nos están incordiando en los valles del alto Henares y del alto Jalón; tal vez podríais comenzar por poner en orden esas dos comarcas. Os dejaré a unos guías y vos mismo sabréis qué hacer. Yo haré correr en Zaragoza la voz de que estáis intentando llegar hasta Barcelona para poneros al servicio de los condes gemelos; será una buena excusa para que entréis en Zaragoza después de haber dado un escarmiento a los reyes de Valencia y Toledo. Así, nuestro rey al-Muqtádir y los partidarios de su hijo al-Mundir no sospecharán que en realidad vais a estar al servicio del príncipe Abú Amir.
—Sois muy astuto.
—No es mérito mío; aprendí las artes de la política en Bizancio, donde se ejerce la mejor diplomacia del mundo.
El plan de Yahya consistía en que nos dirigiéramos hacia el valle del alto Henares, a la comarca de las Alcarrias, tierras fronterizas en permanente disputa entre los reinos de Toledo y Zaragoza, más por su posición estratégica que por cualquier otro interés, pues son terrenos altos y áridos de muy poco valor.
Era evidente que el príncipe quería poner a prueba nuestra capacidad como mesnada antes de arriesgarse a contratarnos a su servicio. Todos éramos conscientes de ello y de ninguna manera queríamos defraudarlo.
Dormimos acampados junto a una enorme montaña, ocultos en una vaguada entre pinares, y allí pasamos el día preparando nuestras armas y aparejando nuestras monturas. Teníamos que estar descansados, pues Rodrigo había planeado cabalgar durante toda la noche siguiente hacia el Henares. El propio Rodrigo, al mando de cien hombres, caería sobre Castejón de Henares, donde nos haríamos fuertes, mientras Álvar Fáñez, con doscientos, asolaría como un relámpago Hita, Guadalajara y Alcalá.
Nos apostamos ocultos entre unas rocas frente a Castejón cuando al alba despuntaban las primeras luces. Habíamos viajado durante toda la noche deslizándonos en silencio como sombras. Los primeros rayos del sol lamían los muros de Castejón y los campesinos salían con sus aperos de labranza camino de sus campos; la puerta estaba abierta y nadie la guardaba. Rodrigo desenvainó su espada y nos ordenó que cabalgáramos a toda prisa hacia la puerta. Así lo hicimos; los sorprendidos musulmanes apenas tuvieron tiempo de reaccionar ante nuestra maniobra, y tomamos la aldea con facilidad; sólo unos pocos se resistieron. Un joven de unos veinte años se encaró con Rodrigo y lo atacó con una horquilla. El Campeador lo desarmó con una finta de su espada, pero el joven insistió lanzándose hacia adelante como un poseso; el señor de Vivar lo despachó de un tajo que le seccionó parte del cuello. Fue suficiente para que ningún otro intentara nada semejante.
Tomamos posesión de Castejón y de su castillo y reunimos todo cuanto de valor encontramos. Rodrigo me ordenó inventariar todo aquello y dispuso guardias en las murallas y en la puerta en espera de su pariente Álvar Fáñez. Éste regresó al tercer día cargado de comida, dinero, joyas y ricas telas. En su cabalgada había llegado hasta Alcalá, ante cuyas poderosas murallas había tenido que resignarse y dar media vuelta.
—Hemos conseguido un gran botín —le anunció a Rodrigo, que lo recibió en la puerta de Castejón con un gran abrazo.
—Estas gentes son bastante ricas; apenas han tardado unos meses en reponerse de la algara que lanzamos contra ellos. Además, están acostumbrados a pagar a cambio de conservar sus tierras. Ahora son nuestras, pero como creo que las quieren de nuevo, nos pagarán bien por ellas —dijo Rodrigo.
Y así fue. Rodrigo le propuso al cadí de Castejón que a cambio de mil marcos de plata les devolveríamos su aldea, su castillo y su libertad. El anciano cadí objetó que nada tenían, pues todo lo había tomado el Campeador pero Rodrigo insistió y les dio su palabra de que nada les pasaría si lograban reunir esos mil marcos.
No sé cómo lo hicieron, tal vez tuvieran tesoros ocultos, o lo pidieran prestado a familiares y amigos de las aldeas cercanas, adonde Rodrigo dejó ir a algunos nuncios de los de Castejón, pero en tres días lograron reunir los mil marcos de plata.
Añadimos los mil marcos a lo requisado por Rodrigo en Castejón y a lo aportado por Álvar Fáñez y valoramos aquellas riquezas en más de tres mil marcos de plata. Rodrigo tomó su quinto del botín y me ordenó que distribuyera el resto a partes iguales entre todos los hombres. Cada uno de nosotros recibió plata, joyas y telas por valor de casi diez marcos de plata, unas cinco libras.
—¡Con este dinero podría comprarme una heredad en Riaza! —exclamó uno de los peones.
—Pues aguarda un poco más al lado del Campeador y tal vez puedas comprar toda Castilla —dijo otro entre las carcajadas de los hombres cargados de telas y enjoyados con cadenas de plata y aretes de oro.
Tal y como Rodrigo había prometido a los de Castejón, les entregó su aldea y su castillo y les devolvió la libertad. Nosotros nos pusimos en camino, ahora hacia el norte. Seguimos por el curso del Henares hasta las cuevas de Anguita, y atravesamos unas tierras yermas de tan frías que, pese a que estábamos en pleno verano, tuvimos que dormir bien tapados con nuestras mantas. Por las cuevas de Anguita cruzamos los desolados páramos de Taranz y dejamos la cuenca del Henares para pasar a la del Jalón. Este río discurre entre cerros blancos y rojos por una deliciosa vega donde abundan las huertas, los jardines y los frutales. Acampamos entre Ariza, una pequeña ciudad rodeada de una poderosa muralla de piedra, y Cetina, una aldea defendida por un poderoso castillo, y nos detuvimos en Alhama, donde el valle se estrecha en una profunda hoz de la que surgen unas fuentes de agua caliente a las que acuden los aristócratas del reino de Zaragoza a bañarse porque dicen que causan un extraordinario beneficio para la salud. Es bien sabido que los musulmanes están bañándose continuamente, sobre todo los más ricos, muchos de los cuales disponen en sus propias casas de un pequeño baño privado, pues, a diferencia de lo que nos han enseñado a nosotros los cristianos, ellos creen que el baño mejora la salud y previene algunas enfermedades, además de eliminar ciertos malos olores del cuerpo. Y creo que tienen razón, pues sólo por el olor cualquiera sería capaz de distinguir a un aristócrata musulmán de un magnate cristiano.
Continuamos Jalón abajo por Bubierca y Ateca y decidimos acampar en la cima de un otero a cuyo pie el río traza un amplio meandro, en la orilla derecha. Plantamos las tiendas y el Campeador dispuso las guardias nocturnas. A mí me tocó la jefatura de la primera.
El ruido de los hombres preparando el desayuno, tortas de harina con grasa de cerdo y tajadas de carne seca asadas a la brasa, me despertó en un radiante amanecer bajo un luminoso cielo azul.
El otero donde habíamos acampado ocupaba una excelente posición desde la que podíamos avistar todo el valle medio del Jalón. Frente a nosotros y al otro lado del río, agazapadas en una ladera de arcillas rojizas, se apiñaban varias decenas de casas de adobe y paja protegidas por unas tapias de barro en torno a un castillete de mampuesto y cal. Los guías que nos había dejado Yahya en Atienza dijeron que se trataba de la aldea de Alcocer. A su izquierda estaba la villa de Ateca, protegida con murallas de piedra y con un castillo mucho más poderoso, y a su derecha primero la aldea de Terrer y más allá la ciudad de Calatayud, de la que nos dijeron que era la segunda del reino tras Zaragoza.
Rodrigo decidió que aquel otero era un lugar idóneo para establecernos por algunos días y ordenó erigir una fortificación con piedras trabadas con barro. Nos pusimos manos a la obra de inmediato. Uno de los hombres que se nos había unido con Martín Antolínez había trabajado en la construcción de Santa María de Burgos, y él fue quien se encargó de dirigir las obras. En lo alto del cerro se levantó una torre de la altura de seis hombres y en su entorno se edificaron varias estancias, todo ello con paredes de piedra recogida en el mismo cerro y en sus laderas, más la que se extrajo de un foso que se excavó en el flanco sur, el más accesible por no tener allí el cerro casi pendiente, al estar pegado a los páramos que se extendían al pie de una sierra cubierta de carrascas.
Todos trabajamos en la construcción del castillo: unos excavaron el foso, otros acarrearon materiales, otros subieron agua desde el río para hacer el barro con el que trabar los muros y los más avezados colocaron piedra sobre piedra tal y como decía el maestro de obras. El propio Rodrigo formó en una de las cadenas de hombres que pasándose de mano en mano las piedras las hacían llegar hasta los muros que por momentos crecían y crecían hasta alcanzar la altura de casi tres hombres.
Pusimos tanto empeño y tanto trabajo que levantamos aquella fortificación en sólo seis días. Los musulmanes de Ateca y de Alcocer, que sin duda contemplaron nuestros progresos desde sus casas, no daban crédito a lo que sus ojos estaban viendo. Las algaradas de cristianos y musulmanes no eran extrañas para ellos, pues seguramente habían presenciado varias, pero la construcción de un castillo de piedra por una mesnada de cristianos apenas a unos cuantos tiros de flecha de sus muros suponía una gran novedad en la relación que durante siglos ambas comunidades venían manteniendo. Creo que aquellas gentes debieron de pensar que ese amenazante castillo de piedras grises y negras surgido en seis días de la nada era el símbolo de que muchas cosas estaban comenzando a cambiar en al-Andalus.
Hasta el otero nos llegaron noticias de que el rey al-Muqtádir había empeorado y de que los aragoneses y los barceloneses no querían dejar pasar esa oportunidad para tratar de obtener algún bocado del reino de Zaragoza. El príncipe no podía esperar más tiempo y decidió que era hora de actuar. Pese a las enormes diferencias que lo separaban de su hermano, pactó con él el reparto del reino: Abú Amir se quedaría con Zaragoza a cambio de ceder a al-Mundir las tierras de Lérida, Tortosa y Denia.
Esas mismas noticias, aunque con el sesgo que cada mensajero les da según los intereses del señor a quien sirve, corrieron por todo el reino. Muy deformadas debieron de llegar a Valencia, pues su rey Abú Bakr, que viéndose rodeado por los dominios del rey de Zaragoza buscaba desesperadamente romper el cerco y ansiaba ganar para su Corona las tierras del Jalón y del Jiloca, decidió acudir con un ejército hacia donde nos encontrábamos acampados.
Nunca he podido averiguar qué es lo que ocurrió, pero creo que alguien de Calatayud, quizás algún alto funcionario con apetencias y ambiciones desmesuradas, hizo llegar a Abú Bakr la noticia de que, ante la enfermedad de al-Muqtádir y la falta de un soberano fuerte en Zaragoza, no sería difícil conquistar para Valencia las tierras del Jalón y del Jiloca. Abú Bakr debió de considerar que esa empresa sería fácil, pero no contaba con que acampada frente a Alcocer estaba la hueste del Campeador.
Por unos espías que Rodrigo había destacado en una atalaya en la confluencia del Jalón con el Jiloca, supimos que se acercaba un ejército valenciano compuesto por un millar de soldados. Rodrigo evaluó deprisa la situación y consideró que había que tomar Alcocer para tener aseguradas las dos orillas del río.
—Alcocer es del rey de Zaragoza —le dije.
—Si no actuamos deprisa, pronto será del de Valencia —me replicó.
—Si les decimos que estamos al servicio del rey de Zaragoza tal vez nos permitan ocupar ese castillejo sin necesidad de combatir.
Pero Rodrigo no quería perder un instante en negociaciones, y además nada sabíamos de las intenciones de los de Ateca, Calatayud y Alcocer sobre su lealtad a al-Muqtádir; no hubiera sido la primera ocasión en que unos súbditos mudaban de fidelidad en el último momento.
Conquistamos Alcocer con facilidad; no fue ninguna gran hazaña militar, como he oído hace muy poco relatar a un juglar en la puerta del monasterio de Cardeña, sino una ocupación rápida y certera. Aprovechamos que la mayoría de los campesinos estaban cultivando los campos para entrar en Alcocer. Sólo el alcaide del castillo se resistió a entregárnoslo, pese a que le aseguramos que estábamos de parte de su rey; pero al igual que nos ocurría a nosotros, él tampoco se fiaba de nadie. No obstante, tomamos al asalto el castillejo y el alcaide, que sólo tenía dos hombres más con él, rindió sus armas.
El ejército valenciano apareció ante Alcocer dos días después de que lo ocupáramos. Tal y como nos habían dicho nuestros hombres avanzados, los valencianos eran casi un millar y parecían bien pertrechados. No obstante, su moral no debía de ser la más propicia, pues si alguien les había asegurado que Calatayud se les entregaría, o estaba equivocado o los había traicionado, pues Calatayud los recibió con sus puertas cerradas y con las murallas repletas de hombres prestos a su defensa.
Los valencianos se desesperaron por la traición y la burla, y, quizás al enterarse de que unos cristianos habían levantado un castillo en un otero y se habían instalado en Alcocer, decidieron venir contra nosotros. De nuevo alguien los engañó o ellos mismos entendieron que si nos derrotaban serían vistos por los musulmanes de Ateca, Terrer y Alcocer, y aun del mismo Calatayud, como libertadores, y tal vez así lograran ganar su adhesión al rey de Valencia. Fuera como fuese, el ejército valenciano nos planteó batalla en una amplia llanada en medio del valle, a medio camino entre Alcocer y nuestra fortificación del otero.
Recuerdo muy bien que era un día de mediados de septiembre, con el verano casi cumplido. Por encima del valle y de las sierras se extendían varias capas de nubes blancas y grises, pero no parecía que amenazaran lluvia. El aire estaba en calma y sólo de vez en cuando una suave y cálida brisa recorría el valle ascendiendo río arriba; el ocre amarillento de los campos de cereal segado contrastaba con el verde esmeralda de los frutales y de las viñas.
—Míralos, Diego —me dijo Rodrigo desde lo alto del castillejo de Alcocer—, se dirigen a una muerte segura.
Y así parecía. El general que mandaba a los valencianos se había colocado en el centro del valle, entre nuestras dos firmes posiciones del otero y de Alcocer. De ninguna manera podían ofrecernos un único frente de batalla, pues nosotros teníamos controlados ambos márgenes del valle. Antes de iniciar la batalla, Rodrigo quiso asegurarse de que no hubiera en su retaguardia tropas de reserva, y envió a varios oteadores a comprobarlo. Cuando regresaron, nos informaron de que no había ningún movimiento de tropas en al menos dos jornadas de distancia. Fue entonces cuando Rodrigo ordenó actuar. Siguiendo sus instrucciones, nos colocamos en dos frentes, uno al pie de la ladera donde estaba Alcocer, con la espalda guardada por su castillo y sus muros de tapial, y otro en la base del otero, con la retaguardia protegida por la fortificación que habíamos levantado en la cima.
Cada uno de los dos frentes estaba dividido a su vez en dos alas: la hueste junto a Alcocer la mandaba Rodrigo, que encabezaba el ala izquierda, y yo lo hacía en la derecha; en tanto que la apostada al pie del otero la mandaba Álvar Fáñez, en el ala derecha, y Martín Antolínez lo secundaba en la izquierda.
Los valencianos parecieron darse cuenta de su error y comenzaron a inquietarse ante la perspectiva de ser atacados por dos flancos. El Campeador ordenó que todo el mundo permaneciera quieto hasta que los musulmanes iniciaran la primera carga, pero el joven caballero Pedro Bermúdez, a quien Rodrigo había encomendado portar el estandarte con sus colores como ya hiciera en la batalla de Cabra, enristró la lanza con el pendón e inició una carga a la que respondió como un solo hombre toda el ala derecha que encabezaba el propio Rodrigo.
Yo no entendí en principio qué estaba ocurriendo, pues las instrucciones que mediante las banderas de señales nos había transmitido el Campeador indicaban que había que aguardar a la carga de los valencianos. No obstante, al ver atacar al escuadrón de Rodrigo no lo pensé dos veces y ordené a mi escuadrón que cargara contra los valencianos. Nuestro ímpetu se sumó a su desconcierto y en el primer envite cayeron cien de sus hombres sin que nosotros apenas sufriéramos bajas. Tornamos grupas y caímos sobre ellos de nuevo antes de que pudieran siquiera recuperarse del primer golpe. Nuestra segunda carga fue si cabe más demoledora, y más de cien cayeron de nuevo ensartados en nuestras lanzas. Los dos escuadrones nos reagrupamos en un único frente, desenvainamos nuestras espadas y nos aprestamos a combatir cuerpo a cuerpo. Algunos de sus mejores combatientes comenzaron a reaccionar y se apostaron en grupos compactos para resistir nuestro ataque, pero parecían impotentes ante nosotros. Rodrigo descargaba sus poderosos mandobles una y otra vez a diestro y siniestro, causando una enorme mortandad entre las filas enemigas. A sus poco más de treinta años estaba en la plenitud de su poderío físico y con cada uno de sus tajos arrancaba un brazo, seccionaba una pierna o partía el pecho a un enemigo.
Aunque los valencianos hubieran logrado agruparse, de nada les hubiera servido, pues nuestros dos batallones preparados al pie del Otero llegaron al galope como un huracán y desbarataron a su retaguardia, vi a Martín Antolínez cargar con la fuerza de mil demonios y a Álvar Fáñez arrollarlos como un vendaval aventa las hojas secas. La sangre de los valencianos salpicaba por todas partes y nuestras cotas de malla estaban empapadas de ella hasta los codos. Caían a nuestros pies abatidos como muñecos de trapo y las heridas que les causábamos con nuestras armas apenas eran nada comparadas con las que les propiciaban los cascos de nuestros caballos. Pronto, un hedor a sangre, sudor, orina y heces impregnó el aire del campo de batalla en el que flotaba un polvo denso y gris. En medio de aquella orgía de sangre y muerte, Rodrigo ordenó a Pedro Bermúdez que alzara el estandarte y mandó cesar la lucha; algunos todavía tardamos en darnos cuenta de la señal y seguimos repartiendo tajos y estocadas.
Cuando cesó la pelea pudimos contemplar a nuestro alrededor el resultado de la batalla en tanto se disolvía el polvo grisáceo. Al menos ochocientos cadáveres yacían desparramados por el suelo, en medio de charcos de sangre, y sólo entonces nos dimos cuenta de que muchos de ellos eran apenas unos adolescentes a los que se les había prometido el paraíso si dejaban su vida en medio de aquellos campos para mayor gloria de su rey y de su dios. Y tal y como ocurriera con Sadada, el fiero guerrero que acabó con la vida del rey Ramiro en Graus y después fue degollado por los aragoneses, los labios sin vida de la mayoría de aquellos muchachos dibujaban una enigmática sonrisa.
La masacre fue tal que apenas hicimos unas pocas docenas de aterrados prisioneros. Temblorosos de miedo, nos contaron que Abú Bakr los había convocado a la Guerra Santa y les había prometido tierras y honores si vencían a los rumíes, que es como algunos musulmanes nos llaman a los cristianos, y el paraíso si morían en la batalla. Muchos de aquellos jóvenes ni siquiera eran soldados, simplemente habían acudido al encuentro del martirio convencidos de que, tras la muerte, obtendrían la recompensa del edén y una vida inmortal colmada de los placeres supremos que para el musulmán no son otra cosa que disfrutar sin medida de las bellas jóvenes huríes siempre vírgenes, en eternos banquetes donde corren sin cuento el vino, la leche, la fruta y la miel.
Recogimos sus cadáveres y los amontonamos en una depresión del terreno cerca de Alcocer, y allí los enterramos en una fosa común. Si todo cuanto ellos creen es verdad, ese día ocho centenares de musulmanes pasaron a engrosar la lista de los privilegiados que gozan de su eterno paraíso.
Al enterarse de nuestra victoria sobre los valencianos, y sobre todo de la contundencia de la misma, el príncipe Abú Amir no lo dudó un instante y decidió que era hora de asumir el gobierno de Zaragoza. Promulgó un decreto por el que, ante la manifiesta incapacidad de su padre para ejercer el poder real, se hacía cargo del trono, y adoptó el nombre de al-Mutamin billah, que en la lengua árabe quiere decir «el que confía en Dios».
Con al-Mutamin al frente de Zaragoza no había tiempo que perder, y nos dirigimos a toda marcha a esa ciudad que ya conocíamos. El pretexto de nuestra presencia en la capital del reino hudí era que íbamos camino de Barcelona; así lo habían tramado el príncipe y su consejero Yahya a fin de que no hubiera recelos entre los miembros del ejército, pues algunos generales parecían dispuestos a apoyar a al-Mundir frente a su hermano.
Durante algunos días todo fue muy confuso, hasta que al-Mutamin acuñó unas monedas en las que grabó su nombre y su condición de soberano de Zaragoza y su nombre fue pronunciado junto al de su padre en la oración del viernes en todas las mezquitas. Todo salió conforme se había previsto, pues al-Mundir consiguió hacerse con Tortosa, Denia y Lérida, como estaba acordado en principio entre los dos hermanos.
La mayoría de la hueste de Rodrigo se quedó en Zaragoza; sólo unos cuantos, con el propio Campeador a la cabeza, representamos la mascarada de ir al encuentro del conde Berenguer Ramón de Barcelona, quien, en nombre propio y en el de su hermano gemelo Ramón Berenguer, rechazó nuestro ofrecimiento para entrar a su servicio. Yahya y yo mismo nos habíamos preocupado de establecer unas condiciones que fueran absolutamente inaceptables para los condes de Barcelona. Rechazados por los barceloneses, regresamos a Zaragoza junto al resto de nuestros hombres; ya nada impedía que al-Mutamin nos contratara a su servicio.