Capítulo IX

Hacía ya tres años, desde la expedición a la Rioja y a Vizcaya, que el rey no requería los servicios de Rodrigo, pero esa situación cambió pronto. En la primavera de 1079 la reina doña Inés enfermó y murió a los pocos días. Hubo quien dijo que la muerte de la reina se había producido durante un parto, en el cual el niño también habría muerto, pero otros rumores señalaban que la causa de su muerte fue la melancolía que la invadió ante el abandono a que su real esposo la sometió en tanto mantenía relaciones con su concubina Jimena Muñoz, de la que se decía que el rey se había enamorado locamente; doña Inés tenía al morir diecinueve años y dejaba al rey viudo y sin descendencia.

Don Alfonso estaba a punto de cumplir cuarenta años, no tenía esposa y tampoco un heredero al que legar su trono. Hasta entonces se había preocupado de engrandecer su reino, pero se había olvidado de que la principal tarea de un monarca es hacer que su linaje se perpetúe. Para ello, el canciller y el mayordomo del rey enviaron mensajeros a varias cortes de Francia en busca de una nueva esposa para su soberano. La elegida fue Constanza, hija del poderoso y riquísimo duque de Borgoña.

Rodrigo fue convocado por el rey a su palacio de Burgos. Don Alfonso estaba muy preocupado, pues su protegido, el inútil al-Qádir había sido expulsado de Toledo por un tal Ibn al-Aftás. El derrocado rey toledano había huido a Huete, desde donde había pedido ayuda a don Alfonso para recuperar el trono, ofreciéndole a cambio varios castillos. El refinado y astuto al-Mutawákkil de Badajoz no perdió ni un instante e incorporó Toledo a su reino.

—El rey de Toledo ha perdido su corona y los de Sevilla y Badajoz están mostrándose demasiado ambiciosos. Nuestros espías en Sevilla nos han hecho saber que al-Mutamid aspira a ganar todos los reinos andalusíes y que ansía establecer en su capital un nuevo califato. Hace ya meses que nos da largas sobre el pago de las parias que nos adeuda alegando que está en guerra con el de Granada. Me ha propuesto que le ayudemos a conquistar Granada y que se la entreguemos a cambio del tesoro de ese reino. Vos, Rodrigo, habéis sido siempre muy persuasivo en este asunto, por eso os encomiendo que vayáis a Sevilla y no volváis hasta que al-Mutamid pague lo que nos debe, aunque si para ello tenéis que ayudarle a conquistar Granada, hacedlo. Entre tanto, yo me encargaré de Toledo.

—Volveré con vuestro oro, majestad —asentó Rodrigo.

El señor de Vivar confirmó unas donaciones que había hecho al monasterio de Cardeña para remedio de su alma si moría en esa misión, y nos convocó a la hueste a todos sus caballeros. Cincuenta y cinco hombres, entre caballeros y criados, estábamos formados en Vivar con provisiones para diez días y todo nuestro equipo militar listo para el combate si fuera necesario.

—Tenemos por delante un largo viaje que será penoso y difícil. Nuestra misión consiste en ir a Sevilla, cobrar las deudas que tiene contraídas al-Mutamid y regresar a Burgos con el oro. Tal vez nos veamos obligados a luchar; manteneos siempre atentos y no relajéis la guardia un solo momento. A los que nunca habéis entrado en combate os diré que, si aplicáis las técnicas que hemos ejercitado, doblegar a un hombre resulta más fácil que luchar contra un lobo, y ya sabéis que jamás nos ha vencido una de esas fieras.

Rodrigo nos arengó en una explanada frente a la iglesia de Vivar, donde fuimos bendecidos por el párroco antes de partir hacia Sevilla. Jimena con sus dos hijos, Diego de la mano y la pequeña Cristina en el regazo, quedaron atrás, saludándonos mientras nos alejábamos.

En Burgos se nos unieron cincuenta soldados que el rey puso a disposición de Rodrigo como escolta para proteger el oro a nuestro regreso, y con ellos viajamos a Sevilla por la ruta del este, atravesando la sierra Central por Atienza hasta Guadalajara. Cruzamos el Tajo en Zorita, cuyo poderoso castillo seguía en manos de al-Qádir, y visitamos a éste en Huete. Nos dijo que tenía intención de ir a Cuenca a esperar allí la ayuda de don Alfonso para recuperar Toledo. Este personaje, con el que volveríamos a encontrarnos en otras ocasiones, me pareció un enjoyado petimetre indigno de gobernar un reino, pero don Alfonso lo consideraba una pieza clave en su política frente a las taifas.

Nos aprovisionamos de víveres, al-Qádir nos proporcionó varios guías y desde Huete nos dirigimos hacia Sevilla atravesando la extensa llanura, plana como el fondo de una bandeja, de la Mancha, y en verdad que parece una mancha de tan llana.

Vadeamos el río Guadiana, al que llaman así los musulmanes porque aparece y desaparece entre bancos de arena y marismas, por Calatrava, otro fortísimo castillo que defiende la frontera sur del reino de Toledo, y atravesamos la sierra Morena por un estrecho desfiladero de paredes rocosas que es la puerta natural hacia el valle del Guadalquivir. Conforme viajábamos hacia el sur, el calor iba siendo cada vez mayor y el sol brillaba con tanta fuerza que no dudé en creer lo que había leído en algunos libros: que el infierno no está en el interior de la tierra, bajo nuestros pies, sino en el sur, en un lugar donde se acaban las tierras habitables y comienza una región abrasada por un fuego eterno. Divisamos el Guadalquivir, que en la lengua de los árabes significa «río Grande», después de cabalgar cinco días siguiendo las faldas de la sierra Morena, y seguimos su curso tras los guías que nos había proporcionado al-Qádir.

Poco antes de avistar Sevilla, donde ya conocían nuestra llegada, salieron a nuestro encuentro unos jinetes que enarbolaban un gran estandarte con una leyenda escrita en árabe. Rodrigo nos ordenó que empuñáramos las armas por si acaso, pero los guías nos dijeron que se trataba de un comité de bienvenida amistoso que enviaba el rey al-Mutamid para escoltarnos hasta la ciudad.

Como ya nos había relatado Rodrigo, Sevilla todavía es mayor que Zaragoza. Es la ciudad más grande que he visto en mi vida, y ahora sí creo que todavía puede haber ciudades mayores que ella, pues a lo largo de muchos años he ido comprobando que siempre hay una ciudad más grande que la que creía que era la mayor. Las calles de Sevilla estaban llenas de gentes que iban y venían vociferando palabras que poco a poco yo iba comprendiendo. Desde que permaneciéramos un mes en Zaragoza en espera de ir a Graus para enfrentarnos al rey de Aragón, las palabras árabes no me eran ajenas, y de vez en cuando intentaba no olvidar las que había aprendido.

Al-Mutamid, soberano de Sevilla, era uno de los hombres más refinados pero más ladinos que he conocido. Vivía rodeado de un lujo sin igual y tenía en su harén una multitud de concubinas traídas de todas partes del mundo. Su palacio estaba rodeado de jardines en los que se cultivaban arbustos aromáticos como el mirto, el sándalo, la menta y la hierbabuena. Patios y pabellones se sucedían como formando un laberinto cuajado de juegos de luces y sombras que semejaban el dulce sopor de los sueños.

Nos recibió sentado en cuclillas sobre un gran almohadón azul bordado con hilos de oro y plata en un gran salón abierto a un patio en el que una fuentecilla refrescaba el tórrido verano sevillano. A su derecha estaba el gran visir de la corte y a su izquierda un intérprete que nos traducía sus palabras.

—Sed bienvenidos a mi reino —nos dijo.

—Mi nombre es Rodrigo Díaz, embajador de su majestad el rey don Alfonso de León y de Castilla; agradecemos vuestro recibimiento, majestad —contestó Rodrigo, alargando al visir el diploma que así lo acreditaba.

—Sí, os recuerdo de vuestra anterior visita. Nada me place más que cumplir mis deberes de anfitrión como buen musulmán y acoger a los enviados de mi «hermano» el rey Alfonso.

—Mi rey os envía sus saludos y os desea que os encontréis bien —continuó Rodrigo.

Los dos interlocutores se intercambiaron, a través del intérprete y durante un buen rato, saludos, palabras elogiosas, bienvenidas y todo tipo de parabienes, pero cuando Rodrigo intentó introducir el asunto por el que habíamos viajado hasta Sevilla, al-Mutamid alegó que era la hora de la oración y le dijo que esa cuestión la trataríamos más adelante. Nos deseó una feliz estancia en la capital de su reino y desapareció tras una puerta camuflada en un muro.

—Su majestad ha dejado todo dispuesto para que os encontréis a gusto entre nosotros —nos habló en nuestra lengua un personaje que se había mantenido al margen en la entrevista pero siempre cerca de su soberano.

—¿Quién sois? —le preguntó Rodrigo.

—Mi nombre es Walid ibn Yunus y soy vuestro guía en Sevilla; su majestad al-Mutamid, que Dios guarde, me ha encomendado que os preste cuanta ayuda necesitéis en tanto permanezcáis con nosotros. Por favor, acompañadme, os mostraré vuestros aposentos.

Salimos de palacio y recorrimos un par de calles hasta llegar ante un portalón de madera claveteado con pernos de bronce.

—Esta será vuestra casa —nos dijo Walid—. Ordenaré que hoy mismo traigan vuestras pertenencias. Los caballos y las acémilas quedarán en los establos reales, allí el pienso es fresco y abundante y disponemos de los mejores cuidadores de caballos de todo al-Andalus.

A nuestra llegada a Sevilla nos habíamos instalado en una fonda situada a la entrada de la ciudad, aunque estábamos hacinados, pues entre los caballeros, los soldados y los criados configurábamos un grupo de más de un centenar de personas. En aquel palacio que se ponía a nuestra disposición había espacio para todos, no en vano constaba de varios edificios en torno a tres patios a los que se abrían no menos de dos docenas de estancias.

—Diego —me dijo Rodrigo—, encárgate tú de distribuir el aposento de cada uno de nosotros, y organiza los horarios de las comidas; quiero que todo esto funcione como si estuviéramos en campaña.

Si por un momento alguien de nuestro grupo había pensado que aquel viaje iba a ser un auténtico recreo, estaba equivocado. Por la tarde, una vez que nos hubimos instalado en el palacio y cada uno de nosotros tuvo asignado un lugar para dormir, Rodrigo nos convocó en el patio más grande de los tres y nos dijo:

—Estamos aquí para cumplir un mandato de nuestro rey don Alfonso, y somos caballeros de Castilla; no quiero que nadie lo olvide. Cada día, después del desayuno, saldremos al campo a ejercitarnos con las armas y así mantendremos en forma a nuestros caballos. Todos deberéis respetar los horarios que se establezcan y evitar cualquier enfrentamiento con la población de Sevilla.

Apenas había despuntado el alba, ya estábamos ensillando nuestros caballos en los establos reales, armados como si nos encamináramos a una batalla, con nuestras cotas de mallas, lorigas de cuero, sobrevestes, cascos y armas. Los veinte caballeros de la mesnada del Campeador y los cincuenta caballeros del rey don Alfonso desfilamos hacia el exterior de la ciudad formados en dos filas, ante el asombro de la multitud que ya ocupaba las calles y se agolpaba a contemplar nuestro paso.

Así transcurrió una semana en la que no hicimos otra cosa que esperar la nueva entrevista con al-Mutamid y ejercitarnos en un soto a orillas del Guadalquivir. Rodrigo nos sometía mañana y tarde a una serie de ejercicios durísimos, tras los que acabábamos rendidos. Creo que lo hacía para que al regresar a nuestro palacio estuviéramos tan agotados que no tuviéramos otro pensamiento que acostarnos en nuestros lechos y dormir.

Sólo descansamos el domingo, como es preceptivo para los cristianos, que lo dedicamos a ir a misa a una pequeña iglesia que se mantiene abierta al culto en el barrio mozárabe y en la que apenas había tres o cuatro docenas de fieles, y a recorrer los mercados de Sevilla.

Rodrigo estaba comenzando a cansarse tras varios días de espera y llamó a Walid.

—Hace ya ocho días que nos recibió tu soberano y no hemos vuelto a saber nada de él. Comunícale que le solicito una nueva entrevista para hacerle saber las propuestas de mi rey.

Dos días después al-Mutamid recibió a Rodrigo, al que acompañábamos cuatro de sus caballeros.

—Majestad, mi rey don Alfonso os reclama los tributos atrasados, y me ha comisionado para que los recoja en su nombre y los custodie hasta Castilla.

Rodrigo soltó la demanda de don Alfonso sin esperar siquiera a que al-Mutamid le diera permiso para hablar.

El intérprete, un tanto confuso por la forma de romper el protocolo, tradujo azorado las palabras del señor de Vivar.

El gran visir y Walid pusieron cara de asombro por el atrevimiento de Rodrigo, pero al-Mutamid no movió un solo músculo de su rostro. Tras escuchar al traductor, dijo:

—Sevilla está en guerra con el rey de Granada; en mi carta a mi «hermano» el rey de León y de Castilla le pedía ayuda para luchar contra Abdalá, el rey granadino causante de que mi «hermano» no haya recibido a tiempo mis regalos.

Los tributos que cobrábamos a los musulmanes para mantener la paz y para que sus reyezuelos siguieran viviendo rodeados de aquel lujo los llamaban «regalos», una forma más de engañarse a sí mismos.

—Don Alfonso me dijo que os ayudara a conquistar Granada, pero no tengo las fuerzas necesarias para hacerlo; no dispongo siquiera de un centenar de soldados.

—Yo os proporcionaré los guerreros suficientes. Lo que importa es que los granadinos comprueben que los soldados de Castilla pelean de mi lado.

Aquella guerra entre Sevilla y Granada era una más de las contiendas que desde hacía décadas ensangrentaban a los andalusíes. Enfrentados por cualquier motivo, los andalusíes guerreaban entre ellos sin tregua; cualquier excusa era válida para atacar al vecino. Entre sevillanos y granadinos había además una intensa rivalidad debido a la diferente procedencia étnica de sus clases dirigentes. Los de Sevilla eran árabes del sur, yemeníes orgullosos de su pasado y de su estirpe que se consideraban los más puros de entre todos los árabes, los verdaderos depositarios de la nobleza del islam. Los de Granada eran bereberes, gentes originarias del norte de África que se habían convertido al islam cuando los árabes conquistaron el Magreb y que se consideraban injustamente tratados por los árabes, que los menospreciaban y que tradicionalmente los habían relegado por considerarlos inferiores.

Al-Mutamid y Rodrigo habían refrendado el acuerdo sobre el reparto de Granada: la tierra sería para el monarca sevillano y el oro para el rey de León y de Castilla. Rodrigo pidió inspeccionar las tropas de al-Mutamid y éste ordenó a su ejército que formara en la ribera del Guadalquivir, en un amplio arenal cerca de la muralla.

Unos dos mil soldados que protegían sus cuerpos con corazas doradas y sus cabezas con cascos con penachos de plumas de pavo real se alineaban en compactos escuadrones, uniformados con túnicas azules de seda y de lino.

Rodrigo pasó frente a ellos en su caballo y me comentó:

—Míralos, Diego, son guerreros formidables, pero no pueden evitar que los sometamos al pago de tributos. Si al frente de estos hombres hubiera gobernantes capaces, nada podríamos hacer frente a ellos.

Acabada la revista de las tropas, Rodrigo le dijo a Walid:

—Tradúcele al rey que le comunique al general en jefe de su ejército que todos sus soldados deberán estar bajo mis órdenes y que en dos días comenzaremos los ejercicios militares para preparar el ataque a Granada.

Walid, que no se separaba de nosotros, se quedó pasmado.

—Pero don Rodrigo, cómo voy a decirle a su majestad que…

—Díselo tal y como lo has oído.

Walid carraspeó y, con voz queda y la mirada baja, le transmitió al rey las palabras del Campeador.

Al-Mutamid miró a Rodrigo, hizo un movimiento de cabeza como asintiendo y dijo:

—Así se hará.

Walid suspiró aliviado.

Acabábamos de cenar unas tortas de queso fritas, pastel de carne con cominos y sésamo y berenjenas rellenas de cebolla y arroz, y estábamos sentados sobre almohadones bajo los pórticos del patio mayor de nuestro palacio escuchando a dos cantoras que al-Mutamid nos había enviado como regalo aquella noche, saboreando infusiones de abrótano, delicados vinos y jarabes de frutas. Las melodiosas voces de las dos muchachas se entrelazaban en el aire con los aromas de los arrayanes y los perfumes de áloe e incienso que habían mezclado en un ungüentario y que habían esparcido con un hisopo; todos nos sentíamos transportados a una especie de paraíso.

Walid entró silencioso, deslizándose como un gato montés, y se colocó al lado de Rodrigo:

—Señor, tengo que comunicaros algo urgente.

Rodrigo bebía vino con especias de una copa de plata que acababa de escanciarle un criado. La dejó a un lado, se limpió los labios con un paño de seda, al estilo musulmán, y le dijo a Walid que hablara.

—Uno de nuestros vigías en la frontera con Granada nos acaba de comunicar que hace tres días llegaron a esa ciudad unos embajadores castellanos para reclamar sus tributos. Esta misma mañana han atacado uno de nuestros castillos en la frontera y han hostigado alguna de nuestras aldeas. Su majestad al-Mutamid cree que se trata de una traición de vuestro rey.

Rodrigo se levantó de su almohada y mirando fijamente al frente preguntó a Walid:

—¿Sabes quiénes son esos embajadores?

—Nuestros espías en Granada han confirmado que se trata de grandes señores de la corte de Castilla; los manda el conde García Ordóñez.

Al oír el nombre de García Ordóñez, Rodrigo sintió un estremecimiento en su interior. Su rival en la corte de Castilla, el hombre cuya influencia había relegado a Rodrigo a un puesto secundario, era ahora quien ponía en ridículo su palabra y quien estaba a punto de presentarlo a los ojos de todos como un traidor.

—Dile a su majestad que escribiré al conde García Ordóñez pidiéndole que cese su hostigamiento contra Sevilla y que mantengo la palabra que le he dado.

—¿Y si el conde no cede? —preguntó Walid.

—En ese caso, mis hombres y yo lo atacaremos.

Rodrigo ordenó que cesara la música, avanzó unos pasos hasta el centro del patio y nos dijo:

—Caballeros, soldados: me acaban de comunicar que el conde García Ordóñez ha atacado las tierras de Sevilla fronterizas con Granada aliado con su rey Abdalá. No sé qué está pasando, pero la orden que tengo de nuestro rey es defender Sevilla y luchar con los sevillanos contra Granada. Ahora mismo voy a enviar un mensajero a don García exigiéndole que se retire y deje de hostigar las tierras de este reino.

—¿Y si no lo hace? —intervino uno de los caballeros.

—No nos quedará más remedio que combatirlo.

—¡Son castellanos! —exclamó otro.

—Será la primera vez que luchemos entre castellanos, pero os aseguro que si no atienden a razones, no será la última.

Rodrigo me dictó la carta esa misma noche y la firmó con su signo.

García Ordóñez, a quien acompañaban los magnates castellanos Fortún Sánchez, conde de Álava, y Diego Pérez, respondió a la misiva de Rodrigo asolando la ciudad de Cabra, la más próxima a la frontera con Granada, y su entorno. En una carta de respuesta se reía de Rodrigo e ironizaba sobre su ultimátum.

El Campeador, fiel a la palabra dada, organizó una mesnada en la que formábamos castellanos y sevillanos y se dirigió hacia el este. En tres días de agotadora marcha alcanzamos a avistar Cabra, que está a medio camino entre Sevilla y Granada. El conde de Nájera nos aguardaba con su ejército formando una media luna, en cuyos flancos había sendos escuadrones del rey de Granada.

García Ordóñez tal vez esperaba que Rodrigo cotejara sus fuerzas antes de atacar, pero el señor de Vivar, a la vista de su enemigo, espoleó al caballo y se lanzó a la carga, lanza en ristre. Todos nos quedamos paralizados ante la acometida de Rodrigo, y apenas tuve tiempo para reaccionar y ordenar a los caballeros castellanos que lo siguieran. Entusiasmados por el ímpetu de nuestro señor, formamos un frente compacto y nos lanzamos al ataque. Igualmente henchidos de valor, los sevillanos nos siguieron como un solo hombre.

Caímos sobre los asombrados soldados de García Ordóñez como un huracán, gritando como posesos y golpeándolos sin piedad. Rodrigo nos había contagiado tal fiereza que cada uno de nuestros golpes parecía estar guiado por la mano de un gigante. El frente de los del conde de Nájera se deshizo y los soldados granadinos que guardaban la retaguardia y las alas huyeron despavoridos dejándolos abandonados a su suerte.

Aquella batalla podría haberse convertido en una carnicería si Rodrigo, siempre seguro y sabedor de nuestra victoria, no hubiera ordenado cesar la lucha. Los condes de Nájera y de Álava arrojaron sus armas al suelo al verse derrotados y nos entregaron sus espadas. El Campeador hizo formar a los vencidos en fila, desarmados y a pie, y pasó ante ellos con su caballo. Por fin, despojados de todo su equipo militar y de sus caballos, los dejó marchar de regreso a Granada, previo pago de un fabuloso rescate que algunos fijaron en la mitad del valor de las posesiones del conde de Nájera.

Nuestro regreso a Sevilla fue triunfal; no habíamos conquistado Granada, pero los sevillanos nos recibieron como a héroes y alfombraron nuestro paso con juncos y pétalos de rosas. Rodrigo había logrado una extraordinaria victoria en Cabra, pero el conde García Ordóñez nunca olvidaría semejante afrenta. El rey al-Mutamid nos colmó de regalos y pagó las parias debidas a don Alfonso.

El rey de León y de Castilla, que en una intensa campaña había acabado con los rebeldes toledanos a su rey al-Qádir, apenas podía ocultar su asombro ante los magníficos presentes que trajimos de Sevilla. Varios cofres se amontonaban delante de la sala mayor de su palacio de Burgos.

—Con todo este oro podremos construir nuevas iglesias para mayor gloria de Dios y nuevas fortalezas para mayor poder de León y de Castilla —comentó don Alfonso. Y añadió dirigiéndose a Rodrigo—: Mereces una generosa recompensa por este trabajo. Ordenaré al canciller que te entregue varias heredades del patrimonio de la Corona; con ellas tú mismo te encargarás de recompensar a su vez a tus caballeros.

Se acercó a uno de los cofres y cogió dos saquillos llenos de monedas de plata y una bolsita con dinares de oro; los sopesó en sus manos y se los entregó al Campeador.

El rey y Rodrigo se despidieron con cordialidad y de inmediato nos dirigimos a Vivar. En el bazar de Sevilla Rodrigo había adquirido varios espléndidos regalos para Jimena y para sus hijitos Diego y Cristina: una caja de marfil labrado con escenas de animales y flores y con cantoneras de plata, un collar de oro con una piedra de rubí traído desde la India, un puñal con mango dorado e incrustaciones de piedras preciosas y un muñeco articulado de cerámica, que los sevillanos denominan autómata, del que se podía mover cada uno de sus miembros de manera independiente desde unos cordoncitos sujetos a dos tablillas.

Jimena corrió a abrazar a Rodrigo con lágrimas en los ojos; junto a ella estaban Diego, que correteaba alrededor de su padre tirándole de la sobreveste, y Cristina, que de la mano de su madre ya daba los primeros pasos.

—Hemos recogido las cosechas de trigo, ordio y cebada, hemos vendimiado las vides, las ovejas están esquiladas y hemos sacrificado seis cerdos para ponerlos en conserva —explicó Jimena.

Rodrigo la miró a los ojos y volvió a besarla. Jimena tendría entonces más de treinta años, pero su aspecto era el de una muchacha de veinte.

Me acerqué a saludarla y le dije:

—Señora, es estupendo regresar de nuevo a casa.

—Sé bienvenido, Diego.

Y me ofreció su mano que besé levemente.

Aquel invierno fue largo y muy frío, tanto que durante al menos dos meses no pudimos siquiera salir a cazar. La nieve cayó en tan gran cantidad que los lobos merodeaban de día en día cerca de las aldeas del llano. Una gélida mañana, poco antes del alba, oí unos ruidos al otro lado del patio. Era muy pronto y me extrañó que con semejante frío alguien se hubiera levantado a realizar las primeras tareas del día. Salté de la cama, me vestí con la túnica, me calcé las botas de cuero, cogí mi espada y salí afuera. Pese a que el cielo estaba nublado, el frío era intensísimo. Atravesé el patio y me dirigí hacia el lugar de donde procedían los ruidos. Me acerqué con sigilo y por encima de la tapia vi a tres lobos que escarbaban la nieve y la tierra en la base del muro; a este lado estaba el establo repleto de ovejas. Las tres bestias estaban tan hambrientas y tan afanadas en excavar bajo el muro que ni siquiera advirtieron mi presencia. Ya habían hecho un buen agujero y seguían escarbando la tierra como si les fuera, y tal vez así era, la vida en ello.

Por un instante dudé: si los ahuyentaba con gritos y pedradas, volverían en otra ocasión, y sin otra arma que la espada no estaba seguro de poder hacerles frente a los tres; en mi precipitación había olvidado coger una adarga y una lanza.

Una mano se apoyó en mi hombro; me volví asustado y vi los ojos de Rodrigo, que traía dos arcos y una aljaba con flechas. Me indicó con la mano en los labios que guardara silencio y me entregó uno de los arcos; colocó el carcaj entre ambos y cada uno de nosotros cogió una flecha. Señaló al lobo de la derecha y me puso su dedo en el pecho, en tanto él se reservaba el de la izquierda.

—¿Y el del centro? —le pregunté en susurros.

—Cuando huya, le tiramos los dos, y tal vez uno lo alcance.

Asentí con la cabeza y cargué mi arco. Dos saetas silbaron al unísono y ensartaron a los dos lobos. El tercero se detuvo por un momento y en cuanto se dio cuenta de la situación intentó huir. Aquel instante de vacilación de la bestia nos proporcionó el tiempo suficiente como para cargar una segunda saeta. La mía se le clavó en los cuartos traseros pero el lobo siguió adelante arrastrándose cinco o seis pasos, hasta que la de Rodrigo le atravesó el cuello y tumbó al animal agonizante sobre la nieve.

Rápido como una centella, el señor de Vivar saltó la tapia y con el cuchillo que llevaba al cinto degolló a los tres lobos de un certero tajo en la garganta.

—Bien, Diego, aquí tienes tu abrigo de pieles para este invierno.

—Si me lo permitís, señor, me gustaría ofrecérselo a doña Jimena; creo que en su estado lo necesitará más que yo.

—Como quieras, aunque tal vez sean necesarios otro par de lobos para completar una buena capa.

Doña Jimena estaba embarazada de nuevo. Es el destino inevitable de toda mujer casada: tener un hijo, criarlo con el pecho propio y en cuanto se desteta quedar de nuevo embarazada y volver a parir un nuevo hijo, y rezar a Dios para que no muera; y así año tras año, embarazo tras embarazo hasta que un mal parto le causa la muerte o la muerte sobreviene por el cansancio, la enfermedad o el desgaste de una vida de trabajos y fatigas.

A fines de 1079 llegó a Castilla la que iba a ser su nueva reina, doña Constanza de Borgoña. Con ella viajaron una dama de compañía de una belleza sin igual y un monje cluniacense, su confesor y secretario a la vez. Don Alfonso convocó a la nobleza castellana en Burgos a principios de mayo, dos meses antes lo había hecho con la leonesa en Sahagún, para presentarle a la que iba a ser su nueva esposa y reina. Constanza era hermosa, pero al lado de su dama, la hija del duque de Borgoña parecía poca cosa.

—Quien haya decidido que esa espléndida dama sea la acompañante de la joven reina está loco —me susurró Rodrigo al oído en la sala de audiencias del palacio real de Burgos.

Y en verdad que debía de estarlo, porque era ya conocido en toda la corte que desde que la embajada borgoñona se presentara ante el rey, éste sólo había tenido ojos, y lecho, para la sensual dama de compañía de su futura reina; tan prendado quedó de ella que se olvidó de Jimena Muñoz, a la que obligó a abandonar la corte tras dos años de relaciones. Recuerdo que alguien comentó que el rey había dotado a su anterior amante con copiosas rentas en un apartado rincón en el norte de Galicia con la orden de que no volviera a aparecer por la corte.

Don Alfonso estaba tan ensimismado con la belleza de su nueva amante borgoñona, y sin duda también con sus artes amatorias de las que se dice que las borgoñonas y las aquitanas no tienen igual, que algunos de los obispos le hicieron saber al rey que su conducta no era digna de un monarca.

«Soy un rey, pero también un hombre, y además ¡todavía no estoy casado!», dijeron algunos que exclamó don Alfonso cuando los obispos le recomendaron que pusiera fin a sus amoríos con la dama de doña Constanza.

La futura reina era una joven viuda que había estado casada con el conde de Châlon, y además de hija del duque de Borgoña era nieta del rey de Francia; era por tanto una esposa que convenía mucho a los intereses políticos de don Alfonso. Su aspecto parecía enfermizo a causa de su delicada piel, blanca como la nieve y a la vez transparente como el cristal, tanto que a su través se apreciaban sus venas azules en las sienes y en el cuello. Durante trece años fue la reina de León y de Castilla y parió una hija, doña Urraca, que ahora es la soberana de estos reinos.

El escándalo de las relaciones de don Alfonso con la dama de compañía de doña Constanza a punto estuvieron de acabar con el proyecto de matrimonio real, pero don Alfonso estaba muy interesado en emparentar con la nieta del rey de Francia y permitió que entrara en sus reinos una enorme cantidad de monjes cluniacenses, que enseguida se dedicaron a organizar las iglesias leonesa y castellana. En apenas un año, los monjes franceses controlaban las más importantes abadías y la mayoría de los obispados; se resarcieron así del fracaso de unos años antes y ya no les fue nada difícil imponer el nuevo rito romano, que sustituyó definitivamente al hispano en las iglesias castellanas y leonesas. La sanción real para estos cambios se fraguó en un concilio celebrado en Burgos en el que se reiteró la adopción del rito romano y en el que los monjes de Sahagún, el monasterio más influyente del reino leonés, eligieron como abad al cluniacense Bernardo.

El rey nos presentó a su nueva reina, pero los ojos de los nobles estaban más pendientes de la insinuante figura de la dama borgoñona.

En el lado de los magnates y de la alta nobleza destacaba el conde García Ordóñez, que había regresado de Granada derrotado por Rodrigo y humillado al tener que pedir prestados al rey Abdalá caballos y dinero para el viaje de vuelta y para hacer frente al pago del rescate exigido por el Campeador. Nos miraba con un odio contenido, intentando aparentar a la vez desprecio e indiferencia.

Acabada la vista real, el conde de Nájera se acercó hacia nosotros rodeado de otros condes.

—Vaya, vaya, el infanzón en la corte. Te creía ordeñando ovejas y moliendo trigo —espetó García Ordóñez interrumpiendo nuestro paso.

—Señor conde —dijo Rodrigo—, os agradecería que nos dejaseis pasar.

—En Cabra tuviste suerte; esos cobardes moros granadinos huyeron en plena batalla, pero la próxima vez no será tan fácil.

—Si hubierais aceptado mis condiciones, nada de eso hubiera pasado. Os repito que nos dejéis pasar.

—Te comportaste como un traidor —lo provocó el conde.

—Yo tenía órdenes del rey de defender el reino de Sevilla y vos atacasteis sin atender mis requerimientos.

—¡Pero quién eres tú para decirme lo que debo hacer! —clamó el conde de Nájera encarándose con Rodrigo.

—Os ruego que nos dejéis pasar —reiteró Rodrigo.

—Sólo por encima de mí.

García Ordóñez se puso manos en jarras y adelantó el rostro desafiante. El señor de Vivar alzó el brazo y descargó su puño con fuerza en el rostro del conde de Nájera, que cayó al suelo desplomado como una talega de harina. Los nobles que lo acompañaban echaron mano a sus dagas, pero Rodrigo se plantó ante ellos y con voz calmada y tono sosegado les dijo:

—Señores, habéis sido testigos del desafío del conde de Nájera. Por tres veces le he pedido y rogado que nos dejara paso libre. No me gustaría protagonizar una pelea en el palacio del rey, pues sería una acción detestable, pero os aseguro que si no envaináis esos puñales, no tendré ningún reparo en que vuestra sangre empape estas losas.

El Campeador habló con tal contundencia que los nobles castellanos retrocedieron dos pasos y envainaron sus dagas, a la vez que se abrían a los lados para dejarnos pasar. Dos de ellos se agacharon para recoger el cuerpo desmadejado del conde García Ordóñez a quien el puñetazo de Rodrigo había dejado sin sentido.

—Buen golpe, señor, buen golpe —le dije al atravesar la puerta del palacio real.

—Ha debido de ser bueno, porque creo que me he roto la mano —me respondió con una sonrisa.

El tercer hijo de Jimena y Rodrigo nació al final de la cosecha; fue una niña a la que bautizaron con el nombre de María.

El señor de Vivar era más rico y poderoso que nunca y había logrado ganarse la amistad del rey don Alfonso pese a las reticencias y a las injurias. Nada me había dicho, pero sé que en aquellos meses Rodrigo confiaba en ver uno de sus sueños convertido en realidad: ser elevado por el rey a la categoría condal y entrar así a formar parte de la alta nobleza castellana.

Pero Rodrigo no había previsto que sus enemigos estaban conspirando en su contra para horadar la confianza que el rey había depositado en el Campeador. El conde de Nájera, doblemente ridiculizado, no cesaba de lanzar calumnias contra Rodrigo en presencia del mismo rey. La reina Constanza parecía estar del lado de mi señor, pero la dama borgoñona, que aunque con más discreción que meses atrás seguía siendo amante del rey, apoyaba al grupo de García Ordóñez, cuya influencia en la corte iba en aumento; Rodrigo Ordóñez, el hermano del conde de Nájera, fue nombrado además alférez del ejército.

Las constantes acusaciones del conde de Nájera, a quien algunos comenzaron a llamar «boca torcida» por la maldad de sus palabras, hicieron mella en el rey sobre todo cuando García Ordóñez acusó a Rodrigo de quedarse con parte de las parias que le había entregado el rey de Sevilla. Fue entonces cuando don Alfonso comenzó a recelar de Rodrigo, que entre tanto atendía a su hacienda y a su familia desde Vivar. Fueron meses relajados, aunque sin dejar de practicar un solo día con el caballo, la lanza y el arco, mientras los enemigos del Campeador seguían carcomiendo la opinión del rey mediante calumnias y embustes. Rodrigo permanecía ajeno a aquellas conjuras que en la corte se estaban levantando contra él, fiel en la creencia de que su valía personal y sus servicios a la Corona serían garantías más que suficientes para mantener el favor de don Alfonso y la concesión de un condado para él o al menos para su hijo.

Entre tanto, don Alfonso había repuesto a al-Qádir como monarca en Toledo, expulsando hasta Badajoz a al-Mutawákkil. A cambio de esa ayuda, el toledano entregó a don Alfonso las fortalezas de Zorita, Brihuega y Canales; imperceptiblemente, sin que los toledanos pudieran evitarlo, el cerco sobre Toledo se iba cerrando sobre ellos como las pinzas de una tenaza.

Don Alfonso estaba empeñado en repoblar con castellanos las comarcas al sur del Duero, entre Gormaz, Sepúlveda y la sierra de Atienza. Tras haber ganado varios castillos en el Tajo por cesión de al-Qádir, estas tierras estaban algo más seguras de posibles incursiones musulmanas. Rodrigo también recibió heredades al sur de Gormaz, con lo que aumentó su riqueza gracias a las rentas que le proporcionaron los collazos que allí se asentaron para cultivar las nuevas propiedades del Campeador. La repoblación la dirigía nominalmente el rey, pero la encargaba a señores que, a su vez, entregaban tierras a otros señores o a campesinos para su cultivo. Don Alfonso había decidido conquistar Toledo y la estrategia pasaba antes por repoblar todas las tierras al norte de esta ciudad.

Pasamos el invierno entre Gormaz y Vivar, yendo en varias ocasiones de un lugar a otro, supervisando el asentamiento de nuevos colonos al sur del Duero y observando con cuidado la construcción de nuevas fortalezas y la reparación de las ya levantadas. Rodrigo se había convertido en el señor más poderoso de la frontera suroriental de Castilla, pero sus enemigos en la corte eran muchos. En aquellos años, como ahora, la envidia por los triunfos ajenos era una enfermedad que aniquilaba conciencias y destruía lealtades. Y los enemigos que envidiaban a Rodrigo eran muchos en la corte; ninguno de aquellos engreídos nobles pudo asimilar que un simple infanzón hubiera alcanzado el más alto puesto junto al rey Sancho y que estuviera a punto de lograrlo de nuevo, pese a tantas dificultades, al lado de don Alfonso.

Una tarde regresábamos de una jornada de caza; eran los últimos días del invierno, pero el sol brillaba con fuerza y hacía algo de calor en las horas centrales del día. Rodrigo había perseguido durante un buen trecho y con gran esfuerzo a un jabalí; la pelea con el animal le había hecho sudar copiosamente. El señor de Vivar se quitó un grueso chaleco de piel que solía usar en invierno durante las cacerías y bebió abundante agua de un arroyo.

Esa misma noche Jimena me llamó sobresaltada. Rodrigo estaba empapado de un sudor frío que perlaba su frente y sus labios, tenía una elevada calentura, un color amarillento y sus ojos parecían a punto de salirse de sus órbitas.

—¿Qué le pasa, Diego? Me ha dicho que se encontraba mal en cuanto acabó la cena; se ha acostado y al poco rato ha comenzado a sudar y a jadear de una manera tal que me ha sobresaltado —me dijo Jimena.

—No os preocupéis, señora, seguro que se trata de un simple enfriamiento a causa de este tiempo tan extraño. No es normal que haga estos calores en invierno, y don Rodrigo se ha descuidado.

—Nunca antes lo había visto así, temo por su vida.

—Es un hombre de naturaleza muy fuerte.

—Pese a todo, me preocupa su salud. Envía a un criado a Burgos para que avise a uno de esos médicos judíos que venga aquí a curar a mi esposo.

Pese a que todavía era de madrugada, desperté a uno de los criados y le encargué que fuera hasta Burgos en busca de un médico judío del que tenía algunas referencias porque nos había atendido al regreso de algunas campañas militares. Le di una bolsa con monedas por valor de dos meticales de oro, dos mulas y le ordené que se apresurara. Ya había amanecido cuando regresó con el médico.

El judío observó a Rodrigo y mandó que lo desnudásemos. Le palpó el rostro, le miró los ojos y después puso su oído sobre el pecho del Campeador, que jadeaba emitiendo un sonido ronco y áspero.

—Sus pulmones no respiran bien, aunque su corazón late con fuerza. Creo que se trata de la enfermedad que el gran Ibn Sina llamó neumonía.

—¿Es muy grave? —preguntó doña Jimena.

—Sí, es grave, pero si se le aplican los cuidados necesarios, sobrevivirá. Deberéis procurar que su cuerpo no esté ni muy caliente ni muy frío, evitad cualquier cambio brusco en la temperatura de esta sala y no dejéis de mudarle la ropa con frecuencia. Tratad de que coma lo suficiente, y si rechaza la comida obligadlo a que la trague, pues si su cuerpo se debilita por la falta de alimento, no podrá superar esta enfermedad. Alimentadlo con caldo de gallina y huevos y con leche caliente y miel, y procurad que no vomite lo que ingiera.

—¿No vais a sangrarlo? —le pregunté.

—No. Esa es una técnica que aplican muchos médicos porque creen que es en la sangre donde radica el mal. Yo creo que la sangre es la fuerza vital del cuerpo y que, si se pierde, se escapa parte de esa fuerza vital. Cuanta más sangre tenga, más fuerte estará y más posibilidades tendrá de superar a la enfermedad.

»Yo ya no soy útil aquí. Estaré en Burgos si me necesitáis. No dudéis en llamarme.

—Quedaos a comer —propuse.

—Os lo agradezco, pero Burgos está cerca. Si salgo ahora llegaré a mediodía.

—El criado os acompañará de regreso.

—No es necesario, he venido en mi propia mula.

El médico judío rehusó la bolsa con los dos meticales, pero no dudó en coger un buen pedazo de queso y un pan para el camino de vuelta.

—Os debemos esta visita —le dije antes de partir.

—No os preocupéis por ello, ya me pagaréis cuando vuestro señor cure de esta enfermedad.

Don Alfonso, que estaba en Burgos a mediados de mayo, convocó a Rodrigo para una razia de castigo por tierras de Coria, donde al-Mutawákkil seguía empeñado en agrandar su reino a costa del de Toledo. El Campeador no pudo asistir; alegó su enfermedad y bien a su pesar se quedó en la cama convaleciente. Si por él hubiera sido, creo que pese a su extrema debilidad se hubiera levantado para unirse al ejército del rey, pero doña Jimena, a instancias del médico judío, se lo impidió.

—Ordenaré que te aten a la cama si es preciso —le amenazó Jimena.

—Es una oportunidad extraordinaria. Si consigo ganar Coria, tal vez el rey me conceda al fin un condado, el de Gormaz, supongo. No puedo faltar a la cita.

—Rodrigo, te amo como mujer y te respeto como esposa, pero te juro que si te levantas de esa cama será la última vez que me veas a mí y a nuestros hijos.

La rotundidad de las palabras de Jimena aplacó el ímpetu de Rodrigo, bastante quebrado ya por su debilidad, y, a regañadientes, se tumbó en el lecho y bebió la leche con miel y huevo que su esposa le acercó.

Las cosechas crecían en los campos del Duero en torno a la gigantesca fortaleza de Gormaz, cuya tenencia había sido encomendada a Rodrigo. Alrededor de este poderoso castillo, el rey don Alfonso había entregado tierras al señor de Vivar y los colonos que habían llegado en el último año habían logrado sembrar el grano, que ya estaba dando frutos. Rodrigo seguía convaleciente de su enfermedad, pero había mejorado mucho gracias a los cuidados de Jimena y a las visitas que cada semana realizaba el médico judío.

El rey seguía en campaña por tierras de Badajoz y los toledanos habían recobrado la calma tras reponer en el trono a al-Qádir, pero algunos de los rebeldes derrotados por don Alfonso andaban errantes por los valles y sierras. Ellos fueron los causantes materiales del desastre, pero nunca supimos si hubo alguien detrás que los instigó.

Así fue como sucedieron las cosas que cambiarían radicalmente el destino de Rodrigo y de los suyos:

Era una tarde de fines de mayo. Las espigas apenas habían comenzado a brotar de los tallos en los trigales y los campesinos de Vivar regresaban de sus faenas con las azadas al hombro. Un jinete se abría paso a todo galope por el camino de Burgos, levantando una fina estela de polvo. Yo estaba en el corral, junto a la casona, revisando con los pastores varias ovejas que estaban preñadas; una extraña sensación me hizo volver la cabeza y vi al jinete que se acercaba a galope tendido, como si lo persiguiera el mismísimo diablo.

Intuí que algo andaba mal; dejé las ovejas y me dirigí al encuentro del jinete. Era Gonzalo Gómez, uno de los caballeros de la mesnada de Rodrigo que formaba parte de la guarnición del castillo de Gormaz.

El jinete se dejó caer del caballo y jadeando me dijo:

—Don Diego, han sido bandidos sarracenos…, llegaron al amanecer, como sombras, y arrasaron aldeas y cultivos. Sabían dónde estaban nuestros graneros y cómo causarnos el mayor daño posible. He reventado tres caballos para llegar aquí.

—¿Qué estás diciendo? —le pregunté alterado.

—Cruzaron el Duero por el vado de Navapalos y han asolado Alcubilla, San Esteban y Osma —el caballero barboteaba sin duda agotado por la larga cabalgada—. Llevo todo un día cabalgando sin descanso.

Le ayudé a caminar apoyado en mi hombro y lo senté en un poyete de piedra a la puerta de la casona. Pedí auxilio y un criado salió de la casa al oírme.

—Ayúdame a llevar a este hombre a la cocina —le ordené.

Entre los dos portamos casi en volandas al caballero.

—Come y bebe cuanto desees; yo avisaré a don Rodrigo.

El Campeador estaba sentado en un banco de madera de la sala grande, releyendo el Fuero Juzgo junto a Jimena.

—Señor, uno de vuestros hombres de Gormaz acaba de presentarse totalmente agotado por una cabalgada sin descanso. Dice que unos bandidos han asolado las tierras de Gormaz y San Esteban. He dicho a los criados que le den algo de comer y beber para que se reponga del esfuerzo. Imagino que querréis verlo enseguida.

Rodrigo se incorporó vacilante; sus piernas todavía no habían recuperado la fuerza necesaria para mantenerlo en pie con firmeza tras dos meses en cama.

—Hazlo pasar en cuanto haya comido —me dijo.

Volví a la cocina; el caballero de la guarnición de Gormaz estaba dando buena cuenta de un pedazo de carne asada fría, un buen trozo de queso, medio pan y una jarra de vino.

—Vaya, tenías hambre de veras —observé.

—No he probado bocado desde ayer a mediodía —masculló entre mordisco y mordisco al queso.

Dejé que acabara de comer y cuando lo hizo, lo conduje ante Rodrigo.

—Señor, aquí está Gonzalo Gómez.

—¿Qué ha ocurrido, Gonzalo? —inquirió Rodrigo.

—Señor —Gonzalo inclinó la cabeza ante Jimena, se acercó hasta el Campeador y cogió su mano para colocarla en la frente en señal de sumisión como vasallo—, fue anteayer, al alba. Una partida de bandidos musulmanes cruzaron el Duero por Navapalos y saquearon San Esteban, Alcubilla y Osma; eran un centenar y parecía que conocían bien dónde atacar. Han asolado esas tres aldeas, destruido y quemado sus casas, incendiado cosechas, talado árboles y arrasado cultivos. Se han llevado varios cautivos.

—Perdonad caballeros, pero mis hijos necesitan de su madre —les interrumpió Jimena, que salió de la sala intuyendo que su presencia podría coartar nuestra conversación.

—¿Dónde estabais vosotros?

—En la fortaleza de Gormaz, señor. Sólo éramos cinco caballeros y veinte peones. Hicimos cuanto pudimos y logramos que algunas gentes se refugiaran en el castillo con el ganado que lograron salvar. En cuanto pude cogí mi caballo; he cabalgado sin descanso desde ayer a mediodía.

Aquel hombre había recorrido cien millas en poco más de una jornada.

—¿Qué más sabes de esos bandidos?

—Eran musulmanes del reino de Toledo, sin duda. No pudimos enfrentarnos a ellos, pero algunos de los campesinos que pudieron escapar y buscaron refugio en el castillo dijeron que los mandaban hombres expertos en ese tipo de acciones.

—¿En qué lengua hablaban? —le preguntó Rodrigo.

—Quienes los oyeron dicen que en árabe, aunque un campesino de Alcubilla me aseguró que había oído a dos de ellos hablarse en nuestra lengua.

—¿Qué opinas de esto, Diego?

—Sólo hay dos opciones: o han sido los rebeldes a al-Qádir, que desesperados han atacado en busca de botín, o…

—¿O qué? —inquirió Rodrigo.

—O se trata de una añagaza de nuestros enemigos en la corte para causarnos problemas.

—Crees que el conde de Nájera está detrás de esta algara.

—Pudiera ser, aunque en tal caso será difícil probarlo.

—Ordena que preparen mi equipo militar y convoca a la mesnada —asentó Rodrigo.

—Permitidme que os diga que no estáis en condiciones de pelear —le advertí.

—Ya has oído mis órdenes.

—Gonzalo, retírate un momento —le indiqué al soldado.

Y cuando hubo salido de la estancia, le dije a Rodrigo:

—Hace dieciocho años que estoy a vuestro servicio, y siempre os he obedecido, incluso cuando me anunciasteis que debería empuñar las armas. Pero os repito que no estáis en condiciones de luchar. Fijaos en vuestro aspecto: habéis perdido mucho peso debido a la enfermedad, vuestras piernas apenas os sostienen y vuestros brazos son incapaces de tensar un arco o de arrojar una lanza. Un niño podría venceros.

Jamás le había hablado así a Rodrigo, hasta ese momento.

—¡Cómo te atreves…!

—Me atrevo porque además de vuestro vasallo y vuestro escudero, soy vuestro mejor amigo —puntualicé.

Y avancé hacia él, le cogí la mano derecha y le torcí el brazo hasta tumbárselo sobre una mesa sin apenas esfuerzo.

—Tienes razón, Diego, tienes razón —musitó con la cabeza gacha.

—Decidme qué queréis que hagamos y lo haremos, pero vos reponeos por completo; sería un desastre todavía mayor si en el estado en el que os encontráis os vierais obligado a pelear con un soldado experto.

—Convoca a toda la hueste en Gormaz para dentro de quince días. Si en este tiempo no me he repuesto del todo, tú encabezarás la mesnada. Atacaremos las tierras de Guadalajara y perseguiremos a esos bandidos hasta sus madrigueras. Y procura que Gonzalo descanse todo el día, lo merece.

Esa misma tarde escribí los mensajes convocando a todos los caballeros del Campeador a la hueste, y al amanecer varios criados salieron en todas las direcciones para entregarlos a sus destinatarios.

Sesenta caballeros formaban en el amplio patio del castillo de Gormaz armados como si fueran a librar la más decisiva de las batallas. Sus ojos brillaban como sus espadas; muchos de ellos habían perdido hombres, cosechas y ganado en la incursión de los musulmanes toledanos y estaban deseosos de venganza. Mi espíritu se encogió cuando contemplé uno a uno los rostros crispados, con los ojos inundados de ira y odio, de aquellos caballeros. Habían acudido a la llamada de su señor como un solo hombre. Eran gentes de frontera, guerreros habituados a la dura vida en los límites entre la cristiandad y el islam, hombres rudos acostumbrados al fragor de la pelea, a la incertidumbre del mañana y a ganarse el pan con la espada y la lanza.

Para ellos Rodrigo era un ejemplo; un verdadero héroe que había conseguido grandes riquezas gracias a su pericia militar, al manejo de las armas, a su astucia e inteligencia y al valor de su corazón. En Rodrigo tenían un modelo a seguir, y por ello estaban habituados a responder a su llamada sin una sola reticencia. Creo que si Rodrigo les hubiera pedido que lo acompañaran a las mismísimas puertas del infierno, ni uno solo de ellos se hubiera negado a hacerlo.

Rodrigo no se había recuperado del todo, pero si lo suficiente como para viajar hasta Gormaz y asistir desde esa privilegiada posición a nuestra venganza. No tenía aún las condiciones necesarias para pelear, pero sí podía montar a caballo e incluso sostener una espada.

Avanzó a paso firme ante sus caballeros formados en el patio del castillo de Gormaz y nos dijo:

—Por primera vez no puedo cabalgar con vosotros. Sabéis que todavía me repongo de una grave enfermedad que casi acaba con mi vida. Si os acompañara como he hecho siempre hasta ahora, sería un estorbo. Don Diego de Ubierna mandará esta algara. Le he dado las instrucciones precisas sobre lo que deberéis hacer en cada momento. Y no tengáis piedad, ellos no la tuvieron con nuestros campesinos, con nuestros ganados y con nuestras cosechas.

Rodrigo estaba muy enojado, nos arengó como si fuéramos a enfrentarnos al mejor ejército del mundo en la batalla del Juicio Final.

Salimos de Gormaz, cruzamos la sierra de Miedes y caímos sobre las aldeas musulmanas del valle del Henares, cuyos habitantes estaban desprevenidos. No habían podido imaginar que en menos de un mes hubiéramos sido capaces de reorganizar nuestras fuerzas, reunir una hueste tan poderosa y devolverles el golpe. Habían confiado en que tardaríamos meses en recobrarnos de su razia y ni siquiera habían dispuesto vigías en las atalayas.

Asolamos varias aldeas en el curso del río Henares y, tal era nuestra furia y tan escasa la resistencia de los musulmanes, que penetramos hasta Guadalajara, una mediana ciudad que se salvó de nuestra ira encerrada tras sus murallas, y todavía alcanzamos más al sur, hasta la villa de Alcalá sobre el Henares y hasta la pequeña ciudad de Madrid. Nadie osó hacernos frente, y si lo hubiera intentado, eran tales nuestros deseos de venganza que hubiera salido muy malparado.

Diez días después regresamos a Gormaz cargados de riquezas y con setecientos cautivos. En algunas crónicas se ha escrito después que fueron siete mil, pero es bien conocida la afición de los cronistas a magnificar las cantidades para dotar de mayor relieve a sus historias.

Rodrigo nos esperaba ansioso en el castillo y nos abrazó uno a uno con vigor; por la energía de su abrazo comprobé que había recuperado todas sus fuerzas.

—Unos pocos días más y me hubiera unido a vosotros —me dijo después de abrazarme.

—Os encuentro en buena forma —le confesé.

—Desde hace un par de días me siento perfectamente. Ha debido de ser este aire, o el sol de este final de primavera, o el magnífico cordero guisado con miel de esta tierra.

Y en verdad que parecía totalmente repuesto de su enfermedad. Había recobrado el color de su rostro, que durante los meses anteriores había sido amarillento, sus mejillas ya no estaban enjutas y flácidas y habían desaparecido las ojeras del entorno de sus párpados. Caminaba con la firmeza de siempre y sus brazos eran de nuevo robustos y poderosos.

En una de las salas del castillo inventariamos el botín que habíamos ganado en aquella incursión. Rodrigo reservó una quinta parte para el rey y el resto lo repartió entre todos los participantes en la cabalgada.

Mantener presos a los setecientos cautivos costaba mucho dinero y había que disponer una guardia permanente para su custodia. Decidimos pedir un rescate por ellos y vender como esclavos a un mercader de Medinaceli a aquellos que no pudieran pagarlo.

El rey recibió su quinto del botín, pero ninguno de nosotros podía imaginar siquiera lo que estaba a punto de suceder.

Don Alfonso regresó apresuradamente de su incursión por las tierras fronterizas entre los reinos de Toledo y Badajoz en cuanto se enteró de la razia que habíamos llevado a cabo por el Henares. Los magnates de la corte, encabezados por el conde de Nájera y por su hermano el alférez real, acusaron a Rodrigo de haber puesto en peligro la vida del rey atacando a los súbditos de un aliado, como era el soberano de Toledo, cuando el ejército castellano-leonés estaba en campaña. La corte rebosaba de instigadores contra Rodrigo, a los que la envidia los había conducido directamente al odio.

Nosotros creíamos que habíamos obrado en justicia devolviendo a los toledanos el agravio que nos habían producido, y reintegrando a su costa los daños que nos habían causado. Pero don Alfonso no lo estimó así. Dijo que Rodrigo lo había desobedecido, y que su campaña había constituido un desacato y un desaire para la Corona; alegó que el Campeador había atacado tierras de un aliado y vasallo de Castilla, y que, como tal, estaban bajo su protección. Afirmó solemnemente que no podía consentir acciones como aquélla, pues si todos los caballeros de la frontera hicieran lo mismo, su política con los reinos de taifas musulmanes peligraría y se perdería todo cuanto se había logrado hasta entonces.

Tal vez a don Alfonso no le quedara otro remedio que adoptar la decisión que tomó. Presionado por los magnates, tenía que ofrecer una respuesta a su aliado al-Qádir, que exigía un castigo para el Campeador por haber quebrantado la alianza con Toledo.

Don Alfonso envió a todos los condes y magnates de Castilla una carta en la que decía que la acción de Rodrigo había sido irresponsable e imprudente y su actitud perversa, y que por todo ello debía ser castigado. Esa misma carta se recibió en Gormaz; el rey le indicaba a Rodrigo que se dirigiera a Vivar, donde en los próximos días recibiría instrucciones más concretas.

Jimena ya sabía que el rey se había enojado con su esposo y que estaba consultando con los miembros de la corte el castigo que impondría al Campeador.

—Uno de mis parientes me ha hecho saber que el rey va a castigarte con dureza por tu acción —lamentó Jimena ante Rodrigo.

—Sí, eso parece. Esos malditos magnates, incapaces de ganar una sola batalla, han dispuesto al rey en contra mía. Desde que puse de manifiesto sus debilidades, no han cesado de maquinar conjuras e intrigas para desacreditarme ante el rey —confirmó Rodrigo.

—Pues parece que lo han conseguido.

—Debemos estar preparados para cualquier cosa.

—¿Qué castigo crees que te impondrá el rey? —preguntó Jimena.

—No sé, en un caso como éste tal vez requise una parte de nuestras propiedades.

—Me han dicho que podría condenarte al exilio.

—No, no; el rey me llamará a su lado cuando decida que es hora de conquistar Toledo. Mi mesnada es la mejor preparada y la más fuerte de Castilla. No hará eso, me necesita. La ira regia se apaciguará con dinero y tierras. Bien, tal vez seamos un poco más pobres, pero ya nos resarciremos más adelante.

Rodrigo estaba equivocado. Pocos días después un heraldo real trajo un diploma a Vivar. Rodrigo adivinó que aquel pergamino contenía la resolución real. Desató el lazo de cáñamo, rompió el sello de cera y, desdoblando el pergamino, leyó:

En el nombre de Dios. Nos, Alfonso, rey de León y de Castilla, a mi vasallo Rodrigo Díaz, señor de Vivar y tenente de la fortaleza de Gormaz:

Sabed que por los muchos males que habéis provocado a causa de vuestra actitud irresponsable y perversa, y para remedio de los mismos, hemos dispuesto que en el plazo de nueve días a contar desde el primero de julio de este año salgáis de nuestras tierras y abandonéis nuestros Estados, y no volváis a ellos hasta que no obtengáis nuestro perdón.

Que en tanto dure vuestro exilio, vuestra esposa Jimena y vuestros hijos mantengan sanas y salvas vuestras propiedades.

Asimismo, ordenamos a todos nuestros merinos, administradores y mayordomos de cualquier ciudad, villa o aldea, que se abstengan de ayudaros en los días que permanezcáis en Castilla.

Ordenamos al alférez real que, si transcurrido dicho plazo no hubierais salido de nuestros reinos, os persiga y aprese y os conduzca hasta nuestra presencia para que seáis juzgado como traidor y rebelde.

Hecha esta carta en los idus de junio del año de Nuestro Señor de 1081.

Signo de Alfonso, rey de León y de Castilla. Confirman esta carta Pelayo Vellídez, mayordomo, y Rodrigo Ordóñez, alférez.

Rodrigo estrujó el pergamino entre sus manos, me miró y dijo:

—Nueve días, Diego, sólo me concede nueve días para salir de Castilla.

—¿El exilio? —inquirí.

—El exilio indefinido, hasta que tenga a bien concederme su perdón.

—¿Y Jimena?, ¿y los niños?

—Se quedarán en Castilla…, como rehenes, supongo.

—No es justo —lamenté.

—El rey es la justicia.

—¿Qué vamos a hacer? —le pregunté.

—No tengo otra opción que marcharme de aquí. No puedo hacerlo a Aragón, ni a Toledo, ni a Badajoz, ni a Granada; sólo me quedan Valencia, Zaragoza, Sevilla… y el condado de Barcelona.

—Iré con vos.

—No, el exilio es mi castigo.

—Olvidáis que yo también fui culpable de la razia contra Guadalajara y Alcalá; yo era quien mandaba la tropa.

La situación era muy grave y había que obrar con rapidez. El plazo de los nueve días comenzaba a correr el primero de julio, y estábamos a 20 de junio. Hice llegar un mensaje a todos los caballeros de nuestra mesnada en el que les narraba lo sucedido y les pedía que acompañaran a su señor Rodrigo al destierro. Contestaron como una sola voz: ¡todos irían con el Campeador al exilio…, o al fin del mundo!

De todos los destinos posibles, Zaragoza era el más cercano; su rey al-Muqtádir había sido ayudado por don Sancho cuando éste era rey de Castilla y ambos habían mantenido estrechas relaciones de amistad pese a algunas diferencias. Decidí enviar a la corte de Zaragoza al más rápido de nuestros jinetes para solicitar ayuda y asilo, y me puse a preparar el viaje a no sabíamos todavía dónde.