Los campos de Vivar estaban listos para la siega cuando nació el hijo de Rodrigo y Jimena. Fue un varón al que bautizaron en la iglesia de la aldea con el nombre de Diego.
—Se llamará como tú —me dijo Rodrigo.
Pero yo bien sabía que el niño llevaba ese nombre por su abuelo, don Diego Laínez, el padre de Rodrigo. De todos modos, me sentí muy honrado con aquellas palabras de mi señor, que no se separó de Jimena en los días siguientes al nacimiento del pequeño Diego.
Como era temporada de trabajo intenso en los campos, los labriegos vasallos de Rodrigo en Vivar, Ubierna, Celada, Yudego y Grajera no pudieron acudir a Vivar a rendir pleitesía al hijo de su señor, pero sí lo hicieron los infanzones y caballeros que conformaban la mesnada del Campeador, que ya estaba integrada por medio centenar de hombres.
A fines de agosto, llegó un mensajero del rey con un diploma en el que se concedía la ingenuidad a las propiedades de Rodrigo en Vivar; el que desde entonces no tuviera que pagar ningún tributo a la corona por esas tierras era un presente de don Alfonso por el nacimiento del hijo de Rodrigo, pero sobre todo una forma de agradecer el apoyo del Campeador a los derechos de don Alfonso al reino de Castilla.
Pero con el diploma de ingenuidad venía otra orden real. A fines de junio había sido envenenado en Córdoba, ciudad que acababa de ganar para su reino, el rey al-Mamún de Toledo, fiel amigo y aliado de don Alfonso. Al-Qádir, nieto del reyezuelo envenenado, había heredado el trono, aunque a costa de perder Valencia, pero el asesinato del monarca había provocado la división entre los musulmanes toledanos, y esa situación podía poner en peligro el cobro de las parias por el rey de Castilla. Rodrigo fue comisionado por don Alfonso para viajar a Toledo y a Sevilla y recoger los tributos que ambos reinos debían.
Rodrigo partió hacia Toledo y Sevilla a principios de septiembre. En esta ocasión no me permitió acompañarlo; no quería dejar a Jimena y a su hijo solos y yo era la persona en la que más confiaba.
El Campeador, ya todos lo conocían por ese apodo, regresó a Vivar mediado el otoño. Caía una fina lluvia que empapaba los barbechos asegurando la humedad necesaria para la siembra de cereal de invierno, el día en que un criado entró corriendo en la casona gritando que Rodrigo se acercaba por el camino. En la gran sala de la casa, Jimena bordaba una camisola mientras cantaba un arrullo asturiano a su hijito, que dormitaba en una cuna de madera en cuyo frontal el Campeador había dibujado con su propia mano el nombre de su hijo, Diego, con su letra un tanto irregular en el tamaño de los caracteres, de trazos fuertes y tortuosos, pero de escritura segura y fácil.
Salí corriendo de la casa, cogí mi capote encerado y me apresuré hacia la entrada a la aldea. Desde allí lo vi acercarse, a la vuelta de un recodo del camino, sobre su caballo de viaje, cubierto con la capa de lluvia y seguido por media docena de caballeros y otros tantos criados que lo habían acompañado. Cuando se detuvo a mi altura cogí las riendas de su montura, como debe hacer un buen vasallo con su señor, y lo saludé:
—Sed bienvenido a Vivar, mi señor. Vuestra esposa y vuestro hijo se encuentran bien, os aguardan pacientes en casa.
Rodrigo saltó del caballo y me dio un fuerte abrazo.
—¡Y tú creías que Zaragoza era la mayor ciudad del mundo!; espera a que veas Toledo y Sevilla. ¡Cien mil, Diego!, ¡cien mil almas viven en Sevilla! Tal vez fuera verdad lo que nos narraron en Covadonga, tal vez hubo en alguna ocasión ciento ochenta y siete mil soldados. Pero ya te contaré, ahora ardo en deseos de abrazar a mi esposa y a mi hijo.
Durante tres días y tres noches, Rodrigo y Jimena apenas salieron de su alcoba. Tras el parto de Jimena y la inmediata marcha de Rodrigo a tierras musulmanas, los dos esposos no habían tenido ocasión de yacer juntos como es propio de varón y hembra; y por cómo se encerraron durante tres días, sin duda querían recobrar el tiempo perdido.
Aquellas semanas fueron las más plácidas que recuerdo haber tenido en toda mi vida. Los cortos días y las largas veladas transcurrían despacio, como si el tiempo se hubiera detenido en los helados campos de Vivar. Nos reuníamos al atardecer en la sala grande de la casona y allí compartíamos un buen guiso de venado con cebollas, de cerdo con verduras o de conejo con caracoles. Jimena cantaba canciones que hablaban de las verdes montañas y los nebulosos valles de su tierra asturiana, y de los espíritus y genios que en ellos habitaban. Rodrigo contaba una y otra vez las maravillas que había visto en Sevilla y en Toledo, los deliciosos manjares con que había sido obsequiado en la finca de recreo de al-Qádir junto al río Tajo, las exuberantes bailarinas de la corte sevillana y los embriagadores perfumes de los zocos y los bazares de esas dos ciudades. Los demás, caballeros e infanzones de la mesnada del señor de Vivar, escuchábamos absortos los relatos de Rodrigo. Algunas tardes, después de la cena y cuando el vino corría de jarra en jarra, yo solía leer algunas páginas de uno de los cuatro códices que poseía el Campeador. Nos gustaba imaginar cómo había sido la vida de aquellos antiguos héroes de las crónicas castellanas y leonesas, y aunque Rodrigo era ya el Campeador, los demás soñábamos con emular sus gestas en el campo de batalla, vencer a los enemigos en buena y justa lid, obtener riquezas y fama y conseguir el amor de doncellas de inmaculada belleza.
De vez en cuando se acercaban hasta la aldea algunos juglares, bien porque Vivar era una etapa más en su camino, bien atraídos por la fama del Campeador. A cambio de unas monedas, de cama y de comida, cantaban para nosotros delicadas baladas; en esas ocasiones Rodrigo solía invitar a los campesinos a compartir con él las canciones de los juglares y alguna barrica de vino. Aquellas gentes, la mayoría de las cuales jamás había salido de Vivar, se sentaban en el suelo, sobre esteras de mimbre, y escuchaban los relatos de los bardos con la boca abierta y los ojos redondos como platos. No sabían quiénes eran Alejandro el Grande, ni el emperador Carlos el de la barba florida, ni el glorioso Eneas, ni el impetuoso Aquiles, ni el astuto Ulises, ni siquiera eran capaces de distinguir a un héroe legendario como Hércules, de uno real como Roldán, pero aquellas humildes gentes no hubieran cambiado nada de este mundo por oír a los poetas cantar aquellas epopeyas al lado de su señor.
Las Navidades fueron si cabe todavía más felices. Las arcas de Rodrigo estaban repletas gracias a las monedas que el rey le había entregado por su trabajo de recaudador de los tributos de Sevilla y Toledo, los graneros colmados con la excelente cosecha del pasado verano, las cubas de las bodegas rebosaban del vino pisado en los lagares y, sobre todo, un pequeño corazón, el de su hijo Diego, latía con fuerza en la casona del señor de Vivar.
Pero el alma de Rodrigo no estaba tranquila: era un hombre rico, con muchas propiedades dispersas por media Castilla, y afamado, al que los juglares comenzaban a comparar con los héroes antiguos, mas cierta inquietud anidaba en su impetuoso corazón.
El rey don Alfonso le había concedido riquezas, lo llamaba fideli meo, le había buscado una buena y bella esposa y lo había distinguido permitiéndole actuar como juez en algunos pleitos y encargándole la recaudación de las parias de los reyezuelos musulmanes, pero seguía sin lograr una mayor consideración social en la corte.
Lo que por entonces no sabía Rodrigo es que entre los miembros de la curia real, a la que no había sido invitado desde que fuera asesinado don Sancho, tenía muchos y muy poderosos enemigos. Los condes leoneses Pedro Ansúrez y Martín Alfonso no le perdonaron nunca que los humillara en Llantada y Golpejera, y los condes castellanos García Ordóñez y Gómez González recelaban de Rodrigo, pero sobre todo envidiaban sus éxitos militares, su predisposición a combatir por Castilla y su inigualable pericia en el manejo de las armas.
Aquellos nobles no podían soportar que un infanzón fuera más ilustre que ellos, que los superara en dignidad y fama y que las gentes de Castilla lo consideraran el más grande de sus personajes después del conde Fernán González, y por todo ello no desaprovechaban una sola ocasión para tratar de enemistar a Rodrigo con su rey.
Rodrigo tenía muchos más vasallos y caballeros a su servicio, pero no había logrado recuperar el sitio que ocupara en la curia real durante el reinado de don Sancho. Para conseguirlo, en la primavera del año 1076 Rodrigo decidió actuar como un gran magnate. En el mes de mayo se dirigió al monasterio de Cardeña, donde estaba el rey, y en su presencia y con su confirmación donó las rentas que tenía en las aldeas de Peñacova y Fresnosa al monasterio de Silos, adonde acudían numerosos peregrinos a honrar la tumba de su abad Domingo de Silos, que había muerto hacía sólo dos años pero al que ya veneraban como a un santo; desde entonces, esas rentas se destinarían a cubrir los gastos de iluminación y alojamiento de los peregrinos que se hospedaban en este monasterio camino de Compostela. El rey volvía de nuevo a dignificar a su vasallo, pero un acontecimiento inesperado trastornó las cosas.
A principios de junio el rey Sancho de Pamplona fue arrojado a un precipicio en Peñalén. Un mensajero atravesó la Rioja y media Castilla reventando varios caballos para comunicar la noticia a don Alfonso.
—El rey de Pamplona ha sido despeñado por su hermano Ramón; el fratricida no ha logrado ganarse la lealtad de los nobles navarros y ha huido con su hermana a Zaragoza, donde su rey al-Muqtádir los ha acogido. ¡Pamplona está sin rey!
—Entonces, ésta es la ocasión que esperábamos —clamó don Alfonso.
En una semana organizó al ejército y desde Burgos invadió la Rioja. En apenas un mes ocupamos toda la Rioja, hasta Calahorra, y además las tierras de Álava, Vizcaya y casi toda Guipúzcoa, que don Alfonso declaró incorporadas a Castilla como parte de la herencia de su padre don Fernando. Pero no pudimos ganar Navarra. Don Sancho Ramírez, el intrépido y astuto monarca del pequeño reino de Aragón, se nos adelantó y a mediados de junio ya había entrado en Pamplona, donde fue coronado rey.
Ganamos todas esas tierras sin luchar, sin lanzar una sola flecha, enarbolar una lanza o desenvainar una espada. Rodrigo y yo mismo cabalgamos por las boscosas tierras de los vascos y obtuvimos el juramento de lealtad de sus fieros nobles para nuestro rey, pero en la curia celebrada en Calahorra todos los honores fueron para García Ordóñez, a quien el rey don Alfonso proclamó «el primer caballero de Castilla».
El rey de Aragón y el de León y de Castilla se entrevistaron en Nájera y acordaron el reparto del reino de Pamplona tal y como estaban ocupadas sus tierras en esos momentos. Castilla incorporó Álava, Vizcaya y La Rioja, con las ciudades de Nájera, Logroño y Calahorra, en tanto Aragón se quedó con las tierras de Pamplona y parte de Guipúzcoa.
Para desagraviar a Rodrigo, don Alfonso le pidió que lo acompañara hasta la nueva villa de la Calzada. Allí se había establecido un varón llamado Domingo, a quien muchos comenzaban a considerar santo. Era este Domingo el hombretón más grande que jamás había visto, con unas espaldas capaces de soportar el peso de un buey y unos brazos tan recios como troncos. Su fama se había extendido por toda la Rioja desde que con sus propias manos levantara un puente sobre el río Oja para facilitar el paso de los peregrinos hacia la tumba de Santiago. Al lado de ese puente fundó después una hospedería y a su vera había ido creciendo una pequeña ciudad sin nombre a la que pronto se la llamó simplemente la Calzada.
Cuando fuimos a visitar a Domingo, éste acarreaba piedras para levantar los muros de una iglesia que se estaba construyendo en la Calzada.
—¡Domingo! —gritó uno de los sayones—, el rey desea conocerte.
El hombretón dejó en el suelo los dos grandes bloques de piedra que portaba bajo cada uno de sus brazos y se acercó hasta la comitiva real. Don Alfonso descendió del caballo y cogió por los hombros a Domingo.
—He oído hablar mucho de ti y de cuánto estás haciendo para que la ruta de los peregrinos sea más segura y propicia. Pídeme lo que desees, y si está en mi mano concedértelo, lo haré. Es mi voluntad que el camino a Compostela se dote de hospitales, iglesias, puentes y castillos que permitan una ruta segura.
—Mi vida está ligada a este camino. Dios me ha encomendado la tarea de favorecer a los peregrinos, sólo os pido que me ayudéis en ello.
—Así será —concluyó el rey.
Ese mismo día don Alfonso concedió terrenos y edificios a Domingo para que continuara con su labor y le prometió que destinaría una buena parte de las parias que cobraba a los musulmanes para mejorar el camino y para levantar hospitales y puentes y sobre todo nuevas iglesias en las que los peregrinos pudieran rezar a Dios y preparar su alma en su marcha hacia Compostela.
—Es difícil creer que tanta gente se mueva por una idea —me comentó Rodrigo a la vista de un grupo de peregrinos que atravesaban el puente sobre el Oja.
—Ganan la eternidad del paraíso —le dije—, y esa recompensa bien vale el riesgo que emprenden al iniciar el camino.
Ese año acompañamos al rey a Nájera y a Sepúlveda. A ambas villas don Alfonso les concedió fueros y dictó una serie de normas para que acudieran a ellas nuevos pobladores. En Sepúlveda fue el propio Rodrigo el encargado de repartir tierras y solares a los colonos recién venidos del norte e incluso a algunos mozárabes del sur; allí se unió a nosotros Álvar Fáñez, sobrino de Rodrigo por el linaje de su madre.
Creo recordar que fue en Sepúlveda donde nos enteramos de que en el lejano condado de Barcelona habían subido al trono dos hermanos gemelos, los condes Ramón Berenguer y Berenguer Ramón, que compartirían el gobierno del condado durante varios años hasta que estalló entre ambos la tragedia.
Don Alfonso había ganado la mitad occidental del viejo reino de Pamplona, había repoblado las tierras del sur de Castilla, en el somontano de la cordillera que separaba entonces a la Hispania cristiana de al-Andalus, sus arcas estaban rebosantes de oro musulmán que ahora llegaba con puntualidad y sus obras en el camino de Compostela habían hecho que el número de peregrinos creciera de tal modo que eran muchas las ciudades, villas y aldeas que florecían a lo largo del mismo. Gobernaba sobre más de dos tercios de las tierras cristianas, y no dudó en titularse a partir de entonces como «emperador»; todo era favorable, pero su esposa, la joven reina doña Inés, no quedaba embarazada. Don Alfonso tramó repudiarla por estéril y así se lo comunicó al papa Gregorio, pero el enérgico pontífice se opuso tajantemente y el rey de León y de Castilla cedió al fin a las presiones del papa, manteniendo a doña Inés a su lado, aunque su fogosidad varonil lo llevó a mantener relaciones con una bella dama llamada Jimena Muñoz, a quien se vio junto al rey en alguna de las ceremonias de la corte.
En el año de 1077 llegaron de Roma unos embajadores con cartas del papa Gregorio. Este pontífice se había propuesto devolver a la Iglesia la dignidad que había perdido tras varios siglos de simonía y sometimiento al poder de la nobleza romana, que ponía y deponía papas a su antojo. La Iglesia atravesaba momentos muy delicados: no hacía demasiados años que los cristianos orientales se habían separado de Roma provocando un gran cisma en la cristiandad.
Gregorio quería acabar con aquella situación y devolverle el prestigio al papado, y por supuesto que para ello hacía falta dinero. Procedente de las parias musulmanas, don Alfonso lo tenía y además estaba dispuesto a entregarlo con generosidad a la Iglesia, no en vano ese mismo año había duplicado la cantidad anual que donaba al monasterio francés de Cluny.
El papa debió de ser informado de la riqueza que se atesoraba en las arcas del rey de León y envió esa embajada reclamando tributos para la sede romana. Para ello aducía una ancestral costumbre llamada «el óbolo de San Pedro», según la cual, los monarcas de la cristiandad tenían la obligación de contribuir a mantener los gastos de la Santa Sede.
Don Alfonso convocó una curia real en Burgos y, por primera vez desde que jurara como rey de Castilla, invitó a Rodrigo a participar en la reunión de los notables del reino.
La sala mayor del castillo de Burgos estaba a rebosar; Rodrigo, que había esperado asistir a una reunión más exclusiva, se sintió defraudado. Aunque convocada como una curia, aquella era una asamblea a la que habían sido llamadas gentes de muy diversa condición. Por supuesto que estaban los condes y magnates, pero también había muchos infanzones, merinos, sayones e incluso mercaderes.
El rey apareció en la sala tras ser anunciado por un heraldo. Vestía solemne, con la corona real de oro y piedras preciosas ceñida en las sienes, el báculo dorado de cabeza de león con ojos de rubí, la túnica larga de color azul con las mangas orladas en oro y las chinelas púrpuras. Tras él, sorprendidos por la maniobra del rey, venían los delegados pontificios, sin duda engañados a tenor de las caras que pusieron cuando vieron a tanta gente reunida.
—¡Nobles y pueblo de Castilla! —gritó el rey—. Os he citado aquí, en esta curia extraordinaria, para daros a conocer un asunto principal. Me acompañan los embajadores de su santidad el papa Gregorio, que rige desde Roma los destinos de nuestra amada Santa Iglesia, y que han venido hasta nuestro reino reclamando el pago de dinero para mantener los gastos del papado. ¿Qué tenéis que decir?
La pregunta del rey quedó flotando en el aire. Los legados pontificios miraban a los asistentes y los asistentes los miraban a ellos, pero nadie decía una sola palabra. Tras unos instantes eternos, de entre el grupo de los infanzones se adelantó unos pasos una figura formidable hasta quedar solo en medio de la sala: era el señor de Vivar.
—Majestad, señores: todos me conocéis y sabéis que soy un buen cristiano. Cumplo con mis obligaciones con la Iglesia y he contribuido con mis rentas a construir templos donde rezar a Dios y a los santos. Todos vosotros estáis ayudando a que la Iglesia sea más grande y más poderosa; en Castilla abundan los monasterios, las iglesias prosperan gracias a las donaciones de los fieles y nuestras catedrales son día a día más altas, más largas y más anchas. La mitad al menos de nuestras rentas va a parar a manos de la Iglesia o se dedica a la mayor gloria de Dios. Muchos de vuestros antepasados han muerto en los campos de batalla luchando por Dios y por su Iglesia para que sobre las murallas de castillos y ciudades brille la cruz de Cristo. Roma debería reconocer lo que hemos hecho los castellanos por la Iglesia antes de pedirnos dinero.
»Mi espada está al servicio de Dios y de su Iglesia pero también lo está al de mi rey. Nosotros también necesitamos dinero: dinero para construir nuevas iglesias, dinero para levantar hospitales, dinero para atender a las necesidades de los peregrinos, dinero para la mayor gloria de Dios… en Castilla.
Rodrigo inclinó la cabeza en señal de respeto hacia el rey y regresó al lugar que ocupaba entre los infanzones. Los rostros de la mayoría de los presentes denotaban satisfacción: allí todos éramos buenos cristianos, pero nuestras bolsas no tenían por qué serlo.
—¡Rodrigo de Vivar tiene razón!, ayudemos a la Iglesia, pero en Castilla —gritó Álvar Fáñez, el joven pariente de Rodrigo.
—¡Sí, en Castilla, en Castilla! —clamaron a coro varias voces.
La delegación pontificia se marchó con las manos vacías, pero obtuvo del rey la promesa de cambiar el tradicional rito hispano de la liturgia por el nuevo rito romano.
Hasta esa visita, en toda Castilla se celebraba la misa según el rito ancestral de la Iglesia goda. Pero el papa había decidido que era hora de adecuar la liturgia a los nuevos vientos reformadores que corrían en la Iglesia, y dio orden a toda la cristiandad de que se aplicara el nuevo rito romano, que unificaría la liturgia en todos los reinos y Estados. Los encargados de hacerlo eran los monjes cluniacenses, y en Aragón ya hacía algún tiempo que lo habían conseguido. Los clérigos castellanos se resistían a introducir el nuevo rito, lo que produjo no pocos problemas. La cuestión del tipo de rito a seguir se convirtió en el principal tema de debate en Castilla, y no sólo entre los clérigos, sino también entre los caballeros. En el mes de abril se enfrentaron en duelo dos caballeros: uno castellano que defendía el rito tradicional hispano y otro mozárabe toledano que lidiaba en defensa del nuevo rito romano. Venció el castellano, pero nada cambió pues los partidarios del rito romano, entre los que la reina doña Inés era valedora principal, consideraron que el castellano había ganado con malas artes.
El rey don Alfonso comenzó a preocuparse muy seriamente por esta cuestión, que podía provocar una auténtica guerra civil, y decidió escribir al papa para que fuera Roma la que terciara en este asunto. El papa le contestó que la primavera siguiente le enviaría al legado pontificio con plenos poderes para instaurar el nuevo rito en los reinos de León y de Castilla.
La reforma del papa Gregorio ganaba terreno paso a paso: los obispos simoníacos fueron expulsados de sus cargos y se excluyó de las dignidades eclesiásticas a los hijos de los clérigos que estuvieran casados. Para muchos clérigos, mantener a concubinas se hizo difícil, y no pocos decidieron abandonarlas antes que someterse al juicio real. En esta labor de renovación cumplieron un papel muy destacado los monjes cluniacenses, que ganaban día a día influencia en la corte gracias al apoyo de la joven reina y al fervor que hacia el monasterio de Cluny sentía el propio rey.
Rodrigo tenía cumplidos los treinta años, aunque se conservaba como un joven de veinte. Hacía tiempo que no participaba en ningún combate, pero mantenía sus músculos a punto con el ejercicio diario. Por las mañanas salíamos a cazar faisanes a los sotos del río Ubierna. Los perseguíamos con los caballos y si se ponían a tiro les lanzábamos flechas cabalgando con las riendas sueltas. Era un ejercicio extraordinario que servía a la vez para mejorar la puntería con el arco y para dominar el caballo tan sólo con el uso de las piernas, algo fundamental en la batalla, en la que el guerrero debe disponer de ambas manos libres para manejar la lanza o la espada y el escudo. Casi todos los días practicábamos esgrima, repitiendo una y otra vez movimientos de ataque y defensa, fintas y estocadas, mandobles y tajos a una mano. Hiciera frío o calor, nos bañábamos en el río, tonificando los músculos doloridos tras horas de ejercicio.
El Campeador tenía el cuerpo más fornido que cuando fue armado caballero y conservaba la dureza de los músculos y la firmeza de los tendones. Su cabello castaño, que se había dejado crecer hasta los hombros, y su poblada barba, que le cubría las mejillas, le conferían un aspecto fiero, sólo mitigado por sus ojos, siempre de mirada limpia y serena.
El pequeño Diego cumplió tres años aquel verano, y algunos días nos acompañaba en las jornadas de caza, siempre al cuidado de un criado. En alguna ocasión venía con nosotros mi hermano, que seguía al frente de los molinos de Ubierna, una de las heredades que más rentas le proporcionaban al señor de Vivar, y algunos otros caballeros de la mesnada de Rodrigo, a los que atendía con halagos, ganándose una fidelidad que no tardarían en demostrarle. Sin ser un conde ni siquiera un magnate del reino, Rodrigo Díaz configuró en torno a sí una extraordinaria mesnada de al menos sesenta caballeros, todos ellos hijos de modestos hidalgos, como mi hermano o yo mismo, con escasas heredades, apenas con las rentas necesarias como para mantener un caballo y armas, pero forjados en la ambición de ganar fama y fortuna mediante el esfuerzo personal y el sacrificio. En aquel tiempo ningún conde, magnate, señor, obispo o abad tenía a su lado un ejército semejante al que configurábamos los fieles vasallos del señor de Vivar.
Con motivo de ciertas festividades, nos reuníamos todos los caballeros de Rodrigo en Vivar o en algunos otros de sus castillos y aldeas y practicábamos juntos el arte de la guerra, simulando atacar a un enemigo imaginario. Era magnífico contemplar a aquellos jóvenes cabalgar sobre los campos de Castilla, los pendones al viento, las lanzas en ristre ensayando una carga de caballería, realizando movimientos combinados de ataque y defensa, practicando cargas y retiradas una y otra vez. Nos sentíamos como héroes de leyenda galopando al lado de Rodrigo, junto a aquel infanzón al que los juglares llamaban en sus romances el Campeador.
En ocasiones ocupábamos varios días cazando en los bosques de las laderas del desolado páramo de Masa. Perseguíamos a los corzos y a los jabalíes, nos apostábamos como espectros silenciosos en espera de ensartar faisanes, tórtolas y perdices con nuestras flechas, rastreábamos a los lobos hasta abatirlos con nuestras lanzas para hacer con sus pieles abrigos y mantos. Era maravilloso compartir con los compañeros un buen pedazo de corzo asado sobre las brasas, cantar canciones que hablaban de hazañas y victorias y, al fin, rendidos por el cansancio y el sopor provocado por el vino, tumbarnos sobre la hierba bajo el cielo de Castilla y contemplar el parpadeo de las estrellas y seguir con los ojos la aguja de luz plateada que trazaban algunas de ellas en su viaje hacia lo desconocido.
Jimena, a la que todos considerábamos como nuestra dama, volvió a quedar embarazada y parió una niña a la que, siguiendo la costumbre castellana, llamaron Cristina, como la madre de Jimena, la nieta del rey de León.
—Deberías casarte, Diego. A tu edad lo hice yo, ¿recuerdas? —me dijo Rodrigo cuando nació su hijita—. Y no te preocupes, ya me encargaré de darte tierras para que puedas aportarlas como dote.
—Todavía no he cumplido los treinta —le dije, y me alejé antes de que insistiera en ello.
Castilla, salvo por lo que se refiere al asunto del rito litúrgico, en el que aún se mantenían encendidos debates entre los partidarios del hispano y los del romano, estaba en paz, pero los reinos musulmanes del sur ardían en disputas internas, lo que en verdad era beneficioso para nosotros, pues cuanto mayor fuera el enfrentamiento entre ellos, más grande sería su debilidad y por tanto mayor la facilidad para exigirles el pago de tributos. Claro que tampoco nos convenía propiciar su total ruina, pues en ese caso no podrían hacer frente a las parias que nos adeudaban.
De entre los reinos musulmanes, los dos más poderosos eran el de Sevilla, cuyo rey al-Mutamid acababa de conquistar Murcia, y el de Zaragoza, que había ocupado dos años antes Denia y había sometido a vasallaje a Valencia; y además, los de Badajoz y Toledo, aunque el monarca de este último, el joven y débil al-Qádir, era un soberano caprichoso y cobarde, preocupado tan sólo por su placer y por su beneficio.
De todos aquellos monarcas, únicamente al-Mutamid de Sevilla y al-Muqtádir de Zaragoza eran dignos de ser llamados reyes; los demás vivían ajenos a lo que ocurría a su alrededor, recluidos en palacios de ensueño, rodeados de jardines perfumados, envueltos en paños de seda y gasas de Mosul, protegidos, o tal vez presos, por visires y generales sin escrúpulos, abandonados a una vida de molicie entre decenas de concubinas y relajados entre banquetes de deliciosos manjares y aromáticos licores.
Desde nuestra austeridad, contemplábamos aquellas cortes empapadas de lujo y opulencia con los ojos del azor que escruta el vuelo de su presa aguardando el momento propicio para caer sobre ella.