Capítulo VII

Rodrigo contemplaba las murallas de Zamora desde la distancia. El campamento castellano había sido desmantelado esa misma mañana y el ejército sitiador regresaba a Castilla. Don Sancho había hecho saber a sus caballeros que en caso de morir quería ser enterrado en el monasterio de Oña, en la comarca de la Bureba, al norte de Burgos. Hasta allí lo llevamos atravesando media Castilla; Rodrigo había enviado por delante a dos mensajeros para que los monjes tuvieran preparado el sepulcro del rey.

Entre tanto, otros mensajeros, en este caso enviados por doña Urraca, volaron hacia Toledo, donde comunicaron a don Alfonso que su hermano el rey Sancho había muerto sin descendencia y que los nobles y obispos leoneses y aun algunos castellanos lo jurarían como rey. Don Alfonso salió de Toledo con el beneplácito de su rey al-Mamún y pocos días después llegó a Zamora, donde lo esperaba su hermana doña Urraca.

Nosotros nos dirigimos desde Oña a Vivar, una vez que Rodrigo cumplió el deseo del rey de enterrarse en ese monasterio. Los nobles castellanos que habían participado en el asedio de Zamora estaban confusos; durante años habían servido al rey Sancho y ahora, tras su muerte, se encontraban sin rey. Rodrigo, que conocía bien las leyes de Castilla, ante el sepulcro de don Sancho en Oña, y antes de que cada uno se dirigiera a sus dominios, les dijo:

—Hasta su muerte, hemos sido leales a don Sancho, como antes lo fuimos a don Fernando. Castilla no está sin rey, a falta de un hijo de don Sancho, el monarca legítimo es don Alfonso.

Entre algunos nobles se extendió un cierto murmullo de desaprobación, pero Rodrigo insistió:

—Don Alfonso es hijo de don Fernando y el sucesor natural y heredero legítimo de su hermano don Sancho. A él le debemos ahora lealtad, ¡por Castilla!

Don Alfonso fue proclamado rey en León y desde allí se dirigió a Burgos para recibir el reino de Castilla. La pequeña iglesia de Santa Gadea había sido la designada para que don Alfonso jurara las leyes y recibiera la corona. El rey llegó sobre un alazán blanco acompañado por su hermana doña Urraca, a la que había otorgado el título de reina, algo habitual en León con respecto a la hermana mayor cuando había muerto la reina madre y el rey estaba soltero todavía.

Acompañaban a don Alfonso varios obispos y los nobles leoneses Pedro Ansúrez, a quien había reintegrado sus condados de Carrión y Zamora, y Gonzalo Díaz, nombrado alférez de León. Frente a Rodrigo estaban sus viejos enemigos: Pedro Ansúrez, derrotado en Golpejera, y Martín Alfonso, derrotado en Llantada. En los ojos de los condes leoneses vencidos por Rodrigo podía verse el reflejo del odio contenido hacia el señor de Vivar.

Tras el juramento de las leyes de Castilla, don Alfonso pronunció un discurso en el que abogó por el olvido de las viejas rencillas entre leoneses y castellanos y exhortó a todos a mantener el reino unido y en paz. Los burgaleses aclamaron a su nuevo rey y los nobles castellanos, encabezados por el conde de Lara, prestaron juramento de vasallaje a don Alfonso.

En los días siguientes el nuevo rey firmó varios documentos, la mayoría de ellos confirmando viejos privilegios y otorgando otros para ganarse el favor de los castellanos; Rodrigo estampó su firma al pie de varios de ellos, pero ya no era el primer caballero del reino, sino uno más en una larga lista de vasallos de don Alfonso.

Creo que don Alfonso admiraba a Rodrigo, pero debía su corona al apoyo de los nobles leoneses y no podía enemistarse con ellos. Por su parte, el nuevo soberano trató desde el primer momento de atraerse la amistad de la nobleza castellana, entre cuyos miembros había quienes seguían sospechando que había sido él el instigador del asesinato de su hermano en el cerco de Zamora.

Las relaciones incestuosas que don Alfonso mantenía desde hacía mucho tiempo con su hermana doña Urraca tampoco eran bien vistas por los obispos leoneses y castellanos, pero el rey hacía poco caso a las recomendaciones de sus confesores. Doña Urraca era siete u ocho años mayor que don Alfonso, y desde que éste era niño, la infanta estuvo siempre a su lado, mimándolo y cuidándolo. Se rumoreaba por entonces en la corte que ambos hermanos dormían juntos y que su amor iba más allá del que es debido entre hermano y hermana, pues se decía que tenían relaciones como sólo debe ser propio de esposos. Cuando don Alfonso fue coronado rey de Castilla, tenía treinta y tres años y seguía soltero; hacía ya tres que había contraído esponsales con una delicada muchachita llamada Inés, hija del poderoso y rico duque de Aquitania, que aguardaba desde entonces en su país la llamada del rey de León para convertirse en su reina; ahora también lo sería de Castilla.

A comienzos del año 1073 regresó de su exilio sevillano don García, quien, tras la muerte de su hermano Sancho, había reclamado su reino de Galicia. El pobre e ingenuo don García apareció en las fronteras de León con dos docenas de caballeros y fue inmediatamente apresado por don Alfonso. El que fuera efímero rey de Galicia, un hombre ingenuo y desgraciado, fue conducido al castillo de Luna, en las montañas del norte de León, donde don Alfonso lo retuvo preso y cargado de cadenas hasta su muerte, que ocurriría diecisiete años después. Don Alfonso había aprendido muy bien la lección de su exilio y jamás permitió que su hermano menor quedara libre. Tal vez don García vivió sus últimos años en la esperanza, alimentada por la falta de un hijo varón de su hermano, de que un día alguien le comunicara que éste había muerto y que él era al fin el rey de León, también de Castilla… y de Galicia. Pero cuando se abrió la puerta de su celda no fue para llevarlo a la catedral de León a recibir la corona, sino para conducir su cadáver al sepulcro. Vivió encadenado y murió encadenado, pues en los últimos días de su vida, gravemente enfermo, cuando le dijeron que iban a quitarle las cadenas para permitirle morir libre, el que fuera rey de Galicia contestó que deseaba morir como había vivido sus últimos años, encadenado. Tal vez para lavar su mala conciencia, don Alfonso consintió en que su desventurado hermano don García fuera enterrado en el panteón de los reyes en San Isidoro de León.

Rey único, todopoderoso señor en León y en Castilla, don Alfonso reclamó el pago de las parias que adeudaban los reyezuelos musulmanes. Una de las primeras medidas de su gobierno fue enviar cartas a los reinos tributarios para exigirles los pagos atrasados. El primero en pagar fue el rey de Zaragoza, al-Muqtádir, que a fines de mayo remitió doce mil mancusos de oro, cantidad que se comprometía además a pagar anualmente.

Rodrigo se retiró a Vivar, confiado en que don Alfonso lo llamaría pronto a su lado, pues no en vano él había sido su principal valedor y en cierto modo quien había convencido a los nobles castellanos para acatarlo sin recelos como nuevo monarca de Castilla.

Las esperanzas de Rodrigo florecieron cuando a mediados de abril el rey lo nombró juez en un pleito que enfrentaba a los monjes de Cardeña con los infanzones del valle de Orbaneja. El motivo de la querella radicaba en que el abad Sisebuto, un hombre santo, acusaba a los infanzones de este valle de haberse adueñado de más de cien bueyes que pastores del monasterio habían llevado allí a pastar. Los infanzones alegaban que las tierras de Orbaneja eran suyas y que por tanto los bueyes les pertenecían. Los infanzones habían encerrado a los bueyes en un aprisco en la umbría de una vaguada cerca del curso del río Ebro.

Acudimos a Orbaneja, a poco más de una jornada de camino al norte de Vivar, acompañando al merino de Burgos, que también había sido designado por el rey como procurador en este caso. Rodrigo y el merino de Burgos citaron a los acusados en la puerta de la iglesia de Orbaneja a mediodía, y allí, por orden de los jueces, leí el pliego de acusaciones y la reclamación del abad Sisebuto. Los monjes de Cardeña solicitaban la devolución de ciento cuatro bueyes y la imposición de una dura pena para los infanzones. Su portavoz, un hombre recio, de complexión fuerte, anchos hombros y nariz prominente, estalló en cólera cuando me oyó leer:

—Por todo ello, reclamamos a los infanzones de Orbaneja la devolución de los ciento cuatro bueyes que nos han robado y además solicitamos de vuestra majestad que les imponga la pena del duplo de lo robado.

—¡Estáis locos! —gritó aquel hombre—. El duplo decís, eso son…, eso son más de doscientos bueyes.

El portavoz de los infanzones hablaba en la lengua de Castilla, pero incluía a veces algunas palabras de las gentes del norte, de la sonora y chirriante lengua de los vascos de las montañas.

El representante del abad exhibió un documento en el que se demostraba la propiedad de los bueyes, en tanto que los infanzones nada pudieron alegar al respecto, sólo repetían que los bueyes estaban en sus pastos y que eran por tanto suyos.

Tras oír a ambas partes y examinar las pruebas y los testimonios presentados, el merino de Burgos y Rodrigo se retiraron al interior de la iglesia. Yo los acompañé para tomar nota del fallo, que copié en un pergamino.

Volvimos a salir a la puerta, donde aguardaban expectantes los infanzones de Orbaneja y los monjes de Cardeña, y Rodrigo dijo:

—El caballero don Diego de Ubierna leerá la sentencia.

Se hizo el silencio tras unos murmullos, y con la voz más firme que pude, leí:

—Nos, don Gonzalo García, merino de Burgos, y don Rodrigo Díaz, señor de Vivar, jueces por nombramiento de don Alfonso, rey de León y de Castilla, otorgamos la siguiente sentencia en el pleito entre el monasterio de San Pedro de Cardeña y los infanzones del valle de Orbaneja: Reconocemos a los monjes de Cardeña la propiedad de ciento cuatro bueyes que los infanzones de Orbaneja se han apropiado injustamente, ordenamos a dichos infanzones que devuelvan de inmediato los dichos bueyes a los monjes y condenamos a los infanzones a pagar el duplo de lo robado al rey de León y de Castilla…

—¡No! —gritó el portavoz de los infanzones.

—¡Silencio! —ordenó Rodrigo—, si alguien vuelve a interrumpir la lectura de la sentencia, juro ante Dios que le cortaré la lengua yo mismo.

Y me indicó que continuara leyendo.

—… pero en atención a los muchos méritos y servicios que dichos infanzones han prestado a la Corona, dicha pena les es conmutada por el pago de una ternera.

—Que nos comeremos todos juntos hoy mismo —me interrumpió Rodrigo sin dejar que acabara de leer el colofón de la sentencia.

Y así se hizo; aquella noche cenamos la ternera, los monjes de Cardeña recuperaron su ganado y los infanzones de Orbaneja se quedaron tan felices tras haber creído por un momento que la justicia del rey les impondría una caloña imposible de soportar.

Regresamos a Vivar satisfechos de cómo se había dilucidado el pleito, pero cuando llegamos, le dieron a Rodrigo una noticia terrible: la dama que cortejaba en Celada había muerto hacía dos días a causa de una enfermedad que le había provocado la parada del corazón. Rodrigo intentó disimular su afección, pero fue la primera vez que vi cómo las lágrimas acudían abundantes a sus ojos.

Durante varios meses permaneció inane; se dedicaba a contemplar los llanos de Vivar con la mirada perdida en el horizonte, o cabalgaba sobre su corcel camino de ninguna parte durante todo el día, para regresar al anochecer y acostarse en su lecho sin apenas probar bocado. Poco a poco parecía consumirse en una angustiosa desazón que no hacía sino aumentar conforme iban llegando noticias de la corte y ninguna de ellas referida a Rodrigo, a quien el rey parecía haber olvidado.

Fueron mi hermano, que solía participar como guerrero en todas las algaras contra los musulmanes, y el conde de Lara, que había sido el primer noble castellano en prestar juramento a don Alfonso, quienes intercedieron ante la corte, y tal vez también la propia doña Urraca, ¡quién sabe!, pero a finales de 1073 una carta del rey invitaba a Rodrigo a visitarlo en Burgos.

Allí fuimos, bien a desgana del señor de Vivar, a cumplimentar al rey de León y de Castilla. Don Alfonso recibió a Rodrigo con cortesía pero sin ninguna especial muestra de afecto.

—Sed bienvenido a la corte, señor de Vivar.

—¿A qué se debe el honor de vuestra llamada, majestad? —le preguntó Rodrigo.

—A dos cuestiones. La primera de ellas mi matrimonio; hace ya varios años que firmé los esponsales con Inés de Aquitania: es hora de cumplirlos. He enviado un mensaje a su padre el duque reclamando a mi futura esposa. En cuanto pase el invierno contraeré matrimonio con Inés. Por cierto, vos tenéis ya edad más que suficiente y que yo sepa seguís soltero. No estaría de más que buscarais una esposa joven y fuerte que os diera hijos para proseguir vuestro linaje. Hay una joven llamada Jimena que quizás os convenga. Es hija de Diego Rodríguez, conde de Oviedo, y de doña Cristina, biznieta del rey Alfonso, el quinto de ese nombre en León. Creo que para un infanzón como vos es un buen partido. ¡La descendiente de un rey! Vuestros hijos podrían afirmar que por sus venas corre sangre real.

—No es mi intención casarme… por el momento, majestad.

—No importan tanto vuestros deseos como vuestro deber, y la obligación del señor de Vivar es casarse y procrear hijos. Sois un noble y no podéis eludir vuestra responsabilidad. Además, le he prometido al conde de Oviedo que su hija tendría un buen matrimonio, y qué mejor esposo que el más valeroso caballero de Castilla, don Rodrigo Díaz el Campeador —el rey pronunció el apelativo "Campeador" con cierta befa—. Necesitáis una esposa, y Jimena será la mejor para vos.

—Si ése es vuestro deseo… —dijo Rodrigo.

—Es mi voluntad —zanjó don Alfonso.

—¿Y la segunda cuestión? —inquirió Rodrigo sin amilanarse ante la postura un tanto airada del rey.

—Son esos malditos endemoniados navarros que tan bien conocéis. Sabéis que mi hermano no pudo ganar la Rioja, que Castilla siempre ha considerado como suya. Yo quiero esa rica comarca y necesito buenos guerreros como vos para conquistarla. Hace meses que busco una excusa, y ya la he encontrado. Desde que ceñí la corona de Castilla, mi primo el rey Sancho de Pamplona no ha dejado de incordiar a los peregrinos castellanos que acuden al monasterio de San Millán, y como su rey y señor tengo la obligación de protegerlos. Y qué mejor manera de hacerlo que conquistando la Rioja. He decidido hacer una incursión hasta cerca de Nájera en junio, justo antes de mi boda. Lo justificaré alegando que necesito protección para mí y mi séquito, pues deseo visitar el cenobio de San Millán para pedir al santo que bendiga mi matrimonio.

»Vos, Rodrigo, vendréis con nosotros en esa incursión. Los condes don Pedro Ansúrez y don García Ordóñez mandarán el ejército de Castilla. Acudid a Burgos con diez caballeros el último jueves de mayo.

Vi cómo el rostro del señor de Vivar se convulsionaba cuando el rey le notificó que dos de sus principales rivales iban a dirigir la hueste real en la cabalgada de la Rioja. Tal vez don Alfonso esperara una negativa de Rodrigo a participar en esa hueste y así incurrir en desobediencia para con su rey y señor, pero el Campeador se limitó a inclinar levemente la cabeza y decir:

—Sois mi rey y mi señor, por ello os debo ayuda y consejo. Mi ayuda la tenéis, estaré en Burgos en la fecha señalada. Mi consejo es el siguiente: guardaos de los nobles que anidan a la sombra de la corona sólo en busca de su beneficio.

Rodrigo volvió a inclinarse ante el rey y me hizo una indicación para que saliéramos de la sala mayor del castillo de Burgos. Jamás había visto a alguien con semejante orgullo.

Hasta entonces, el señor de Vivar había obrado como un buen vasallo, siempre presto a defender a su soberano, fuera éste don Fernando, don Sancho o don Alfonso, pero tras aquella entrevista noté que algo había cambiado en su forma de comprender la relación entre rey y súbdito; tal vez se diera cuenta de que los reyes, como seres humanos que son, atienden más a sus intereses que a los de su reino, o quizá se sintiera despechado por ver cómo sus viejos enemigos eran elevados por encima de él en el mando del ejército de Castilla; no sé, jamás me dijo nada al respecto, pero es cierto que desde ese día algo muy profundo cambió en Rodrigo, algo que lo llevaría, años más tarde, a convertirse en un señor independiente, sólo fiel a sí mismo y a sus leales, obsesionado tan sólo en ganar con su esfuerzo fuera de Castilla lo que su rey le había negado pese a sus méritos.

El rey había decidido casarse con Inés de Aquitania el 16 de junio en el monasterio de San Millán de la Cogolla, la única parcela de esta región que poseíamos los castellanos en la Rioja. Pero era bien conocido en todo el reino, y el propio rey nada hacía para ocultarlo, que desde que volviera de Toledo seguía manteniendo amores incestuosos con su hermana doña Urraca. Esos amores escandalizaban a los obispos del reino, que no estaban dispuestos a celebrar el matrimonio canónico del rey hasta que no cesara aquella escandalosa relación. Los amoríos del rey con su hermana suponían además un descrédito para el nuevo monarca de Castilla, pues los propios musulmanes aseguraban que don Alfonso practicaba la religión de Zoroastro en secreto y que por eso mantenía amores con su hermana, con la que, según decían, se había casado en secreto mediante paganos rituales persas. Por supuesto que nada de eso era cierto, pues dudo incluso que don Alfonso supiera quién era Zoroastro, pero rumores de ese tipo eran frecuentes y se extendían muy deprisa gracias a los espías que los musulmanes tenían entre nosotros, muchos de ellos camuflados como falsos cristianos, y las insidias se convertían en una verdadera arma al desprestigiar a los soberanos cristianos y rebajar su autoridad a los ojos de sus súbditos.

La insistencia de algunos obispos para que el rey cesara la incestuosa relación con su hermana Urraca fue tal que incluso amenazaron a don Alfonso con negarle la comunión y la administración de los demás sacramentos, y en consecuencia condenarlo al fuego eterno. El rey cedió y acabó acatando lo que los clérigos le impusieron.

Para purgar su pecado de incesto, don Alfonso debería peregrinar a los diez santuarios más venerados de sus reinos, realizar durísimos ejercicios espirituales, mortificando su cuerpo para purificar su alma, reconocer públicamente su terrible pecado y pedir humildemente el perdón de la Iglesia. Don Alfonso amaba más a su corona que a su hermana, y cedió a la imposición de los obispos, que lo perdonaron y le permitieron casarse con doña Inés.

De camino a San Millán, donde esperaba la real novia aquitana, recorrimos antes el norte de la Rioja al mando de los condes Pedro Ansúrez y Gonzalo Díaz, a quien don Alfonso había nombrado alférez nada más ser coronado en León, con Rodrigo y sus caballeros situados siempre en la retaguardia del ejército. Para aquellos que habían asaltado las murallas de Coimbra, para los que habían combatido con Rodrigo en Llantada y Golpejera, para quienes habíamos asediado las murallas de Zamora en defensa de los derechos del rey don Sancho, aquello era una verdadera humillación. Algunos de los caballeros de Rodrigo intentaron persuadirlo para que abandonara esa empresa y les permitiera regresar a sus tierras de Vivar, de Ubierna y de Celada, pero Rodrigo callaba y de su boca sólo salían palabras con las que pedía a sus hombres calma y paciencia, calma y paciencia, calma y paciencia.

Don Alfonso y doña Inés celebraron su matrimonio en la iglesia del monasterio de San Millán de la Cogolla a mediados de junio, en una ceremonia que presidieron varios obispos y abades. La aquitana era una bellísima joven de quince años, a la que el rey sacaba casi veinte. En la ceremonia estaban presentes las dos hermanas de Alfonso, las infantas doña Urraca, que se conservaba atractiva pese a que tendría entonces cerca de cuarenta años, y doña Elvira, tan recatada y anodina como de costumbre, siempre a la sombra de su influyente hermana.

—Veremos qué hace ahora Urraca. Con la excomunión que amenaza la cabeza del rey, no creo que se atreva a meterse en su cama estando su joven esposa en medio —comentó con ironía uno de los asistentes a la ceremonia.

—El rey le ha dicho a su hermana Urraca que su relación amorosa se ha acabado y que desde ahora deberá abstenerse de participar en los asuntos públicos; además, mira a esa rubia belleza aquitana. He oído decir a algunos peregrinos de ese Estado que Aquitania es la patria del amor, y que su duque, que es mucho más rico que nuestro rey, paga enormes sumas de plata a juglares que cantan canciones en las que se exalta el amor, y que los caballeros agasajan a las damas con perfumadas flores, delicadas canciones y bellos poemas. En Aquitania, todas las mujeres son educadas para el placer de sus caballeros —explicó otro.

—Si es cierto eso, no creo que nuestro rey necesite los favores de su hermana, con los de su joven esposa estará bien servido —añadió un tercero entre el regocijo general.

La boda del rey de León y de Castilla se celebró con un gran banquete en el que se sacrificaron dos bueyes y una docena de corderos. Más de mil personas asistieron al convite. Nunca antes se había visto tanta gente congregada a la vez en San Millán, ni siquiera en la festividad del santo, cuando acudían en romería gentes de todas partes de la Rioja. Con las donaciones que allí se ofrecieron, las arcas del monasterio engordaron considerablemente, y el abad, feliz por la boda y por las abundantes limosnas, no cesó de repartir bendiciones a todos cuantos se acercaron a recibirlas.

De regreso a Burgos, el rey decidió que si él se había casado, era hora de que también lo hiciera Rodrigo. Envió una carta a Asturias, donde estaba Jimena Díaz, y la hizo venir de inmediato.

Todavía recuerdo aquel caluroso día de principios de julio como si hubiera ocurrido ayer mismo. Hacía apenas una semana que habíamos regresado a Vivar de la campaña por la Rioja y de la boda del rey, cuando ya estábamos de nuevo en ruta hacia Burgos para acudir a la boda del señor de Vivar.

Rodrigo cabalgaba absorto en sus pensamientos por el camino que separa la aldea de Vivar de las torres de Burgos. Tal vez pensara en la viuda de Celada, tal vez en cómo sería su futura esposa, tal vez en… ¿quién sabe? Marchábamos cansinamente bajo un sol inclemente cuando de pronto Rodrigo detuvo su caballo, me miró fijamente y me dijo:

—¿Tú no has pensado en casarte? Ya tienes… —hizo una cuenta rápida—, veinticinco años. Una buena edad para el matrimonio.

—¡Ah!, mi señor, todavía me faltan algunos para vuestra edad. Si me lo permitís, también seguiré en esto vuestro ejemplo.

Rodrigo sonrió abiertamente y añadió:

—Bien, bien, pero, entre tanto, tal vez sea hora de ir buscándote una esposa.

Burgos seguía creciendo con las nuevas casas de los mercaderes y artesanos que se instalaban en la ciudad a lo largo del camino de Compostela; raro era el mes en el que no se edificaba al menos una nueva vivienda.

Nos hospedamos en un hostal que regentaba un matrimonio judío que hacía ya mucho tiempo que se había asentado en la ciudad procedente de Borgoña. Descargamos el baúl que habíamos traído sobre una mula y lo subimos a la alcoba que el judío nos había preparado. Rodrigo y yo dormiríamos allí, en la misma cama, mientras que los tres criados que nos habían acompañado desde Vivar lo harían en el establo, como es acostumbrado, para vigilar a los animales.

Jimena llegó a Burgos dos días después. El rey los convocó a ambos a su palacio y les ofreció un banquete.

En la gran sala del palacio real fue donde se vieron por primera vez. El pavimento de losas había sido regado con abundante agua perfumada con tomillo, y alfombrado con juncos recién cortados para que se mantuviera fresco en aquel caluroso verano burgalés. Se habían dispuesto tres mesas, dejando un amplio hueco entre ellas y un lado abierto para que los criados sirvieran las viandas. Rodrigo se había vestido con la elegante túnica de seda azul con lunares rojos que comprara en Burgos años atrás y que estaba como nueva, se había ceñido un grueso cinturón de cuero repujado y asido por una gruesa hebilla de plata, al gusto sarraceno, y calzaba unas muy puntiagudas botas de fina piel, teñidas de negro, con relucientes botones dorados; sobre la cabeza lucía un fino bonete también azul y de sus hombros colgaba un corto y ligero manto púrpura, que ya heredara de su padre pero que hasta entonces nunca se había puesto.

Doña Jimena entró en la sala acompañada por el rey y la reina. Era una mujer joven y hermosa, tal vez mucho más bella de lo que el propio Rodrigo hubiera llegado a imaginar en sus sueños. Vestía una larga túnica de seda amarilla sin mangas, abotonada hasta los pies, sobre una camisola de lino blanquísimo; su estrecha cintura todavía lo parecía más, ceñida con un cinturón dorado; se cubría la cabeza con un velo de tul transparente que dejaba entrever el delicioso color melado de su cabello ondulado y suelto, como todavía es costumbre llevarlo entre las solteras.

El rey se recostó en su sitial, un amplio sillón de madera sobre el que se habían labrado las armas de Castilla, y todos hicimos lo mismo a lo largo de bancos de madera con bajos respaldos. En aquella época todavía solía comerse así, y aunque algunos nobles comían sentados, a la manera musulmana, la mayoría lo hacía recostada sobre uno de sus flancos, apoyada en mullidos cojines.

Los criados nos sirvieron una sopa de gallina, pan y huevo que trajeron en unas grandes soperas y que dejamos enfriar, dado el calor que hacía fuera de aquella sala; después distribuyeron por las mesas numerosos platos hondos con diversas y delicadas salsas, en las que fuimos mojando los pedazos de carne de venado que cada uno de los comensales cortábamos con nuestros cuchillos de las enormes piezas asadas que, por cuartos, colocaron en parihuelas de madera sobre las mesas. Tras la carne, nos ofrecieron una delicada selección de pastelillos de harina, almendras y miel aderezados con sésamo que me recordaron a los que probamos en Zaragoza con motivo de la batalla de Graus. Lo peor de la comida fue el vino, que quizá por agradar a los parientes de la novia lo trajeron del norte de León, pero que bien pudieran haberlo sustituido por alguno de los olorosos y preciados tintos de la Rioja o de Simancas.

Acabada la comida, con los perros a nuestros pies devorando las sobras que arrojábamos al suelo conforme nos íbamos hartando, don Alfonso levantó la mano, reclamó silencio y habló:

—Hoy es un día muy grato para nosotros. Como sabéis, os ofrezco este banquete para festejar los esponsales de mi querida prima doña Jimena —el rey era pariente de Jimena, y la trataba así por ser descendiente de los reyes de León—, con nuestro valeroso caballero don Rodrigo Díaz, señor de Vivar. Esta unión es algo más que un matrimonio, con ella se certifica también la armonía que ha de regir nuestros reinos de León y de Castilla: un infanzón castellano y una noble leonesa que engendrarán hijos de una renovada nación.

»Y ahora, veamos la carta de arras.

Don Alfonso indicó a uno de sus notarios que leyera el documento que el día anterior el rey y Rodrigo habían acordado. El matrimonio se regiría por aquella carta, mediante la cual Rodrigo entregaba a Jimena, «por decoro de su hermosura y por el virginal connubio», rezaba el diploma, tres villas situadas en Castilla y treinta y cuatro heredades repartidas entre varias aldeas en el camino entre Castrogeriz y Burgos, que Rodrigo había heredado de su padre o que había ganado por sus servicios a la Corona. Ambos esposos se prohijaban mutuamente y se declaraban herederos uno del otro. Las arras se otorgaban a la costumbre de León, por ser la esposa leonesa. Firmaba la carta el rey y tras él aparecían como fiadores los condes Pedro Ansúrez y García Ordóñez, y además la confirmaban las infantas Urraca y Elvira, el conde de Lara, Rodrigo González, el alférez real y varios caballeros castellanos, algunos de ellos parientes de Rodrigo. Las posesiones que Rodrigo entregaba a su esposa constituían la mitad de todo cuanto poseía.

La ceremonia religiosa se celebró al día siguiente, 20 de julio, en la catedral de Santa María, y la oficiaron el obispo de Burgos y el abad de Cardeña. Rodrigo y Jimena pasaron la noche de bodas en Vivar, y, por cómo lo vi a la mañana siguiente, creo que aquella misma noche olvidó para siempre la melancolía que le produjo la muerte de la viuda de Celada.

Don Alfonso estaba dispuesto a acabar con los enfrentamientos y las tensiones entre castellanos y leoneses, y para ello concedió privilegios a los nobles que poco a poco lo iban aceptando. Ganarse la confianza de Rodrigo era primordial para el rey, pues quien fuera portaestandarte de Castilla y campeón del rey don Sancho mantenía un enorme prestigio entre la nobleza castellana, sobre todo entre los infanzones, sin los cuales era imposible gobernar Castilla.

Antes de dejar Burgos, don Alfonso quiso visitar a Rodrigo en Vivar, y allí se dirigió a fines de julio. Trajo algunos regalos para los recién casados y la noticia de que durante la Cuaresma del año siguiente quería ir a Oviedo a abrir el Arca Santa e inventariar las reliquias que contenía; como quiera que doña Jimena era de Oviedo, le pidió a Rodrigo que lo acompañaran a esta ciudad, y de este modo su esposa podría visitar su tierra natal.

Pasamos la Navidad en Vivar, y el segundo día del nuevo año de 1075 nos pusimos en marcha hacia León, donde nos esperaba el rey don Alfonso con toda la corte. A fines de enero partimos hacia Oviedo. Configurábamos la comitiva real más granada que se hubiera visto jamás en estos reinos. A la cabeza marchaba el alférez Gonzalo Díaz con una escolta de veinte caballeros; inmediatamente detrás, los magnates y condes leoneses y castellanos, convenientemente mezclados por orden expresa del rey; después, el rey y la reina rodeados por una escolta de cien caballeros, y tras ellos las infantas Urraca y Elvira con las damas de los nobles y los caballeros y los pajes y criados, seguidos de los obispos de Burgos, Palencia, Oviedo, León, Compostela, Astorga y Braga, acompañados a su vez por decenas de clérigos y monjes que portaban cruces y velones; por fin, cerrando el cortejo, marchábamos los infanzones de Castilla a las órdenes de Rodrigo.

Nevaba con intensidad cuando ascendimos las laderas del puerto de Pajares, entre las altas y enriscadas montañas que guardan el solar de los cántabros y los astures. El conde de Oviedo había aconsejado al rey aguardar en la aldea de Busdongo a que amainara el temporal de nieve y atravesar el puerto cuando las condiciones mejoraran, pero don Alfonso le dijo que había prometido iniciar la Cuaresma en Oviedo y que era preciso llegar enseguida a esa ciudad.

El paso del puerto de Pajares nos costó todo el día, y lo logramos a base de mucho esfuerzo y no poca fortuna. Las pezuñas de las monturas y las ruedas de los carros se hundían en la nieve un par de palmos. Incluso las damas, todos nos vimos obligados a poner pie a tierra, a tirar de nuestras cabalgaduras y a empujar los carros. El mismo rey ayudaba cuanto podía en medio de la ventisca, dando órdenes y animando a que nadie desfalleciera pese al frío, la nieve y el viento.

Mediada la tarde, ya casi sin luz, atisbamos la aldea de Pajares, la primera de Asturias, y allí nos refugiamos para pasar la noche justo cuando más arreciaba la tormenta de nieve. Nos acomodamos como mejor pudimos en las modestas casas de piedra y bálago e incluso en los graneros y en los hórreos, una construcción que abunda en el norte y que se aísla del suelo mediante cuatro pilares que evitan que la humedad y los ratones arruinen los frutos de la cosecha.

Por la mañana el temporal había remitido y, aunque el cielo estaba gris de tantas nubes, ya no nevaba. Doña Jimena había pasado la noche entre vómitos y fuertes dolores de barriga; una dama de la corte nos dijo que no nos preocupáramos por ello, que cuando una mujer estaba embarazada, esos síntomas eran normales. Descendimos la empinada ladera de aquellas rocosas sierras, comimos junto a una fuente al borde del camino y al anochecer llegamos a Pola de Lena, una pequeña ciudad rodeada de prados.

Al día siguiente almorzamos en Miedes, cruzamos por un puente de piedra el caudaloso río Nalón, y por la tarde entramos en Oviedo. El padre de Jimena se había adelantado para dar la bienvenida al rey y aguardaba a la puerta de la ciudad con los canónigos de la catedral y otros clérigos de las parroquias y con los oficiales reales y los del concejo formados en dos filas a ambos lados del camino.

Unos sayones nos fueron indicando a cada uno dónde nos íbamos a hospedar. Rodrigo, que estaba exultante desde que se había enterado de su futura paternidad, y Jimena lo hicieron junto con los reyes en el palacio del conde, en tanto que a los hombres del señor de Vivar nos instalaron en los establos de palacio: los infanzones y caballeros en un altillo bien acondicionado con heno seco y los criados en la parte baja, al lado de los caballos y mulas.

Pasamos varias semanas en Oviedo entre rezos y paseos por los montes cercanos a la ciudad, visitando las iglesias y los monasterios que erigieron hace siglos ya los reyes de Asturias y de León en el monte Naranco, en espera de que don Alfonso regresara de Compostela, adonde se había dirigido para entregar parte de los treinta mil dinares que había recaudado del reyezuelo de Granada el otoño anterior; con ese dinero se excavaron los cimientos de la nueva catedral en estilo francés, necesaria para albergar la creciente riada de peregrinos que acudían a visitar la tumba del apóstol Santiago. Por su parte, Rodrigo mostró su deseo de ir a Cangas de Onís, a visitar la gruta de Covadonga, donde, según las crónicas, Pelayo, el primer rey de los astures, había derrotado a los musulmanes; nos dijeron que había al menos dos jornadas de camino hasta allí, y nos pusimos en marcha. Rodrigo pidió en Oviedo una copia de una crónica leonesa que fue leyendo en los descansos del camino.

La cueva santa donde se venera la imagen de la Virgen es una angosta oquedad bajo una enorme roca que se alza sobre un estrecho y frondoso valle entre encrestadas y pedregosas sierras, a media jornada de camino de Cangas de Onís. Cuidaban la cueva dos ermitaños que nos narraron la batalla que ganó Pelayo como si ellos hubieran sido testigos directos de la misma. Yo escuchaba con atención lo que aquellos eremitas contaban, pero creo que fui el único que dudó, aunque nada dije de ello, de la veracidad del relato, pues no había forma de entender cómo hubiera sido posible que un puñado de astures derrotaran a ciento ochenta y siete mil musulmanes en un paraje en el que apenas cabían unos cuantos centenares. Rodrigo y Jimena, que nos acompañó pese a la recomendación de algunas damas de que dado su estado de embarazo no lo hiciera, sí parecían creer todo cuanto los monjes decían, aunque ya de regreso Rodrigo se acercó y me dijo:

—¿Tú crees, Diego, que al pie de la cueva cabrían ciento ochenta y siete mil soldados, con sus caballos y sus pertrechos?

—Jamás he visto tantos hombres juntos, señor, ni siquiera puedo imaginármelos, pero me parece que no. Vos habéis visto conmigo al menos mil hombres y mujeres reunidos en San Millán durante la boda del rey y recordad qué multitud parecía.

—¡Ciento ochenta y siete mil soldados! Frente a un ejército tan numeroso sólo un milagro pudo ser el causante de la victoria de don Pelayo —por un instante me pareció que Rodrigo se había creído la historia de la crónica leonesa y el relato de los monjes ermitaños, pero añadió—: No me extrañaría que dentro de unos cuantos siglos, si para entonces se recuerdan nuestros combates, alguien afirme que Rodrigo Díaz el Campeador mató él solo a cien mil caballeros en una lid.

Y rió de buena gana mientras se volvía para contemplar el angosto valle de Covadonga cuando descendíamos hacia Cangas de Onís.

Tras consultar a sus astrólogos, el rey don Alfonso decidió que el día más adecuado para abrir el Arca Santa era el 13 de marzo. Convocó a toda la corte en la catedral de Oviedo para asistir al acto para el cual nos habíamos desplazado hasta Asturias. El arca se guardaba en Oviedo desde que los musulmanes invadieron y conquistaron el reino de los reyes godos; la habían llevado a las montañas del norte unos monjes mozárabes toledanos para evitar que las sagradas reliquias fueran profanadas, y allí se había guardado varios siglos.

Durante varios días se habían hecho ayunos, se habían establecido penitencias, se habían rezado oraciones y celebrado misas y todos los miembros de la corte habían confesado sus pecados y ofrecido limosnas y regalos a la catedral y a los monasterios e iglesias de Oviedo. Por la mañana se celebraron oficios religiosos y más de medio centenar de clérigos recorrió en solemne procesión las calles principales de la ciudad hasta la catedral.

Los reyes, las infantas, los obispos del reino, abades, nobles, caballeros y damas de la corte, más de doscientas personas tal vez, nos agolpábamos alrededor del altar mayor cuando dos clérigos trajeron desde la cripta el Arca Santa. Era un baúl de madera con refuerzos de hierro en las cantoneras y gruesos remaches en la parte superior del que se decía que contenía las reliquias más preciadas de la cristiandad, pero nunca antes se había comprobado su interior. Un viejo sacerdote nos comentó que siendo él novicio del monasterio de San Salvador de Valdediós, hacía de eso más de cuarenta años, cuando reinaba don Sancho de Pamplona en León, se intentó abrir el arca, pero que al hacerlo se derramó por toda la catedral un fulgente resplandor que salía de dentro, tan brillante y de tal claridad que nadie pudo ver qué es lo que contenía. Ante aquel brillo insoportable y como quiera que la luz estaba cegando a algunos sacerdotes, se dejó caer la tapa y el arca quedó cerrada de nuevo. El anciano clérigo nos aseguró que algunos de los sacerdotes que intentaron ver su contenido y mantuvieron sus ojos fijos en el resplandor quedaron ciegos para siempre.

Entonces se atribuyó este prodigio a que los asistentes no se habían preparado convenientemente para la apertura, y que por eso era necesario que todos se purificaran con la oración, la limosna, el arrepentimiento y la penitencia. El obispo de Oviedo llegó a decir que si alguien en pecado contemplaba el arca abierta, perdería la vista y aún la vida.

No creo que hubiera ese día en la catedral nadie que no hubiera confesado sus pecados y purgado sus culpas con la penitencia. Éramos, por tanto, doscientas almas puras, limpias de todo pecado, dispuestas a contemplar las más preciadas reliquias de la cristiandad con nuestros corazones abiertos a la bondad divina y nuestras conciencias bruñidas como el metal de la patena en la eucaristía.

Los dos clérigos que habían portado el arca desde la cripta se retiraron a un lado y seis obispos la rodearon y rezaron jaculatorias mientras daban siete vueltas alrededor arrojando nubes de incienso e hisopazos de agua bendita, en tanto un coro cantaba salmos de David.

Por fin, los obispos de Oviedo y de León, no sin cierto temor y con las manos temblándoles de emoción y de miedo, quitaron el cerrojo y abrieron lentamente la tapa. No pocos de entre los presentes se cubrieron de inmediato la cara con las manos e incluso se volvieron de espaldas retorciéndose por si volvía a surgir de allí la divina luz cegadora, pero, tras unos instantes de zozobra, no ocurrió nada. Los dos obispos permanecieron inmóviles junto al arca hasta que don Alfonso, que se había incorporado de su sitial, ordenó que se procediera a extraer las reliquias y a inventariarlas.

Pese a que ninguna luz había surgido del interior, nadie osaba introducir la mano y sacar los objetos allí guardados, pues creían que si lo intentaban caerían fulminados por algún rayo.

—¿Es que no hay nadie que se atreva a meter la mano ahí dentro? —gritó el rey.

Rodrigo se adelantó unos pasos, saludó a don Alfonso y a doña Inés con una inclinación de cabeza, se acercó hasta el arca y sacó el primer objeto:

—Un fragmento de la Vera Cruz —dijo en voz alta leyendo una amarillenta cartela de vitela que colgaba de un pedacito de madera.

—Vamos, vamos, tomad nota, señor notario —ordenó el rey a su escribiente, que permanecía a su lado boquiabierto con la pluma en la mano y el pergamino sobre un atril iluminado con un velón.

—Una ampolla de vidrio con sangre de Cristo derramada en la Pasión —continuó Rodrigo leyendo las cartelas de las piezas que seguía extrayendo y que entregaba a los obispos para que ratificaran su lectura—, la Túnica Sagrada —dijo ante un pedazo de tela de color azafranado con los bordes deshilachados—, el pan de la Ultima Cena —anunció ante un gran pedazo de pan seco, casi petrificado, o al menos de algo que lo parecía—, una parte del sudario de Jesús —una estrecha y larga tira de tela que alguna vez debió de ser blanca y que ahora se había vuelto ocre—, el vestido de la Virgen —un pedazo de paño azulenco con festones en negro—, leche de la Virgen —una ampollita de cristal con una polvorienta sustancia lechosa—…

Y así continuó el señor de Vivar sacando reliquias (huesos, trozos de sus túnicas y pelos) de todos los apóstoles, de las santas Justa y Rufina de Sevilla, de santa Eulalia de Barcelona y de otros muchos santos y mártires.

El escriba real fue anotando una a una todas las reliquias y cuando salió la última, un pedacito de hueso de san Esteban, el rey se persignó y ordenó a sus sayones que trajeran una nueva arca de plata que él y su esposa la reina ofrecían a la catedral de Oviedo para guardar tan preciadas reliquias, en vista de que el Arca Santa tenía la madera con quera y los herrajes de metal herrumbrosos.

Las reliquias se depositaron en la nueva arca de plata, que se cerró con llave y volvió a depositarse en la cripta de la catedral en una solemne procesión que recorrió todo el templo entre cánticos y plegarias. Rodrigo subscribió el diploma redactado al día siguiente cerca del nombre del rey.

Una semana después el rey encargó a Rodrigo que actuara de nuevo como juez real en un pleito cerca de Oviedo. Se trataba de dirimir la propiedad del monasterio de Tol, cerca de Galicia, que se disputaban el obispo de Oviedo y el conde Vela. Junto con Rodrigo, fueron también designados jueces el obispo de Palencia, el conde de Coimbra y Tumaro, un experto jurista. El fallo recayó en favor del obispo Arias de Oviedo, que vio así cómo se incrementaba todavía más el extenso patrimonio de su diócesis. Durante varios días, el rey despachó diversos asuntos jurídicos y siempre contó con Rodrigo como juez. El señor de Vivar sabía de memoria el Fuero Juzgo, y cuando citaba alguno de sus epígrafes, no era necesario acudir al texto para comprobarlo.