Capítulo VI

Poco antes de Navidad, los dos reyes habían decidido que el gobierno conjunto de Galicia no tenía sentido, y la situación entre ambos había llegado a tal extremo de ruptura que se había acordado una batalla en los llanos de Golpejera para el cuarto día del año 1072.

Muchos nobles castellanos, entre ellos mi señor Rodrigo, habían intentado convencer a don Sancho para que evitara el enfrentamiento, pero había sido inútil. El rey de Castilla no tenía en su cabeza otra idea que acabar con la división del reino heredada de su padre y reunificar bajo su Corona todas las tierras entre el Ebro y el océano.

La noche anterior al día de la batalla, don Sancho reunió en su tienda a los capitanes que iban a dirigir el ejército. El rey había bebido una buena cantidad de vino aromatizado con especias y estaba eufórico:

—Mañana, los leoneses estarán a nuestros pies, rogando misericordia —dijo.

—Casi nos doblan en número, majestad, sería más prudente evitar el encuentro —intervino Rodrigo.

—Los derrotamos en Llantada y los derrotaremos en Golpejera. ¡Qué importa que seamos menos! Somos mejores soldados y guerreros más fuertes. Mi lanza vale por mil leonesas, y la tuya, Rodrigo, al menos por cien. ¿No es así?

Rodrigo, sereno y calmado como solía estar antes de cualquier combate, respondió:

—Majestad, yo sólo os aseguro que lucharé con todas mis fuerzas contra un caballero, y lo que ocurra después… Dios dirá.

—Bueno, si no son cien, al menos contra cincuenta —insistió el rey.

—Ya os he dicho, majestad, que uno contra uno, y lo haré lo mejor que pueda.

—Bien, pues al menos contra treinta —perseveró aún el rey.

—Uno, mi señor, uno a uno.

—¿No me digas que no podrás con veinte de esos leoneses?

Don Sancho intentaba levantar el ánimo de sus caballeros mediante una serie de bravuconadas más propias de un joven inexperto que de un rey.

—Vencer uno a uno será un éxito.

—Di que al menos podrás con diez.

Pero don Sancho no pudo sacar una sola bravata de la boca de Rodrigo.

El llano de Golpejera estaba cubierto por un fino manto de escarcha. La mañana era muy fría pero luminosa, una de ésas de invierno en las que el sol brilla con fuerza en un radiante cielo azul, pero apenas calienta, y el aire parece como de cristal.

Los leoneses se habían apostado en el soto de Macintos, a media legua aguas abajo de la ciudad de Carrión. Nosotros ocupábamos una posición abierta entre campos de vides y trigo.

Al amanecer, ya vestidos con nuestro equipo de combate, oímos misa de campaña junto a la tienda del rey. El abad de Cardeña rogó a Dios que intercediera en nuestro favor y otorgara la victoria a Castilla; lo mismo debió de hacer el abad de Sahagún para con los leoneses, por lo que Dios tenía aquella mañana una papeleta muy difícil.

Formados frente a frente a la salida del soto de Macintos, los leoneses no me parecieron tan superiores en número como había asegurado la noche anterior don Sancho. Nosotros éramos trescientos caballeros y otros tantos peones, y ellos quizás un centenar más, pero esa desventaja a su favor la superaba con creces el recuerdo de la victoria de Llantada y el que Rodrigo combatiera enarbolando el pendón de Castilla.

Don Sancho se caló el casco de combate, sobre el que había colocado dos plumas de halcón teñidas de púrpura, enristró su lanza y ordenó avanzar a la caballería castellana. Los cascos de los caballos atronaron sobre la llanura como las mazas sobre los tambores que oiríamos años más tarde en las batallas contra los almorávides, levantando al trote pedazos de tierra helada. Yo formaba al lado izquierdo de Rodrigo, en la primera línea de carga. Antes de iniciar el ataque me había dicho que procurara no separarme de él y que no me preocupara, que él guardaría mi flanco derecho, el más débil para un soldado diestro como yo. Aquella era mi primera batalla y pese al frío de la mañana mi cuerpo estaba empapado en sudor. Cubierto con la cota de malla, un peto de cuero y el casco cónico con lengüeta para proteger la nariz, enristré la lanza como Rodrigo me había enseñado en tantos días de entrenamiento.

—Mantén la lanza firme y al frente —me había aconsejado—, que sea como una prolongación de tu brazo; ésa es la razón del éxito en una carga. Acóplate a la silla de montar, aprieta bien los muslos en los flancos y mira a izquierda y derecha sin dejar de observar el frente.

A medio camino entre nosotros y los leoneses, el rey ordenó la carga al galope. Espoleamos a los caballos y corrimos sobre ellos al encuentro de la muerte o de la victoria. En plena carga, el retumbo de los cascos de los corceles y los gritos de guerra de los soldados me parecieron de pronto ajenos, como si de repente se hubiera hecho un gran silencio y mis ojos estuvieran presenciando un pesado sueño. Recordé los consejos de Rodrigo y observé lo que se nos venía encima. Aún tuve tiempo para girar mi cabeza a la derecha y ver los ojos del señor de Vivar, tan serenos como cuando me libró de una muerte cierta entre los colmillos del jabalí.

El choque de los dos ejércitos pareció abrirme de nuevo los oídos. El trueno del galope se convirtió en un mar de gritos, restallidos metálicos y relinchos de los caballos que caían heridos entre una muralla de lanzas y escudos. En el primer envite sentí un fuerte impacto en mi hombro izquierdo, pero logré mantenerme sobre el caballo. En ese momento no sabía qué había ocurrido con mi lanza, pero acabada la batalla la encontré clavada en el pecho de un leonés. Debió de ser en el encontrón de los dos ejércitos, pero nunca he podido recordar cómo fue aquella primera vez que maté a un hombre.

Muchos caballeros de ambos bandos cayeron al primer choque, y los que quedamos en pie desenvainamos nuestras espadas para combatir cuerpo a cuerpo. A mi derecha, intentando conservar siempre la posición, Rodrigo repartía tajos y mandobles con una fiereza ajena a lo que sus calmados ojos reflejaban. Durante los combates, he visto a la mayoría de los hombres transformarse en verdaderas fieras, gritar como bestias salvajes, con la boca abierta como lobos hambrientos y los ojos inyectados de una mezcla de ira, odio y temor, los he oído gritar como posesos, chillar y aullar cual locos desesperados, pero jamás he visto a nadie combatir con la serenidad de Rodrigo, impávido como el halcón que atrapa a la presa con la eficacia mortal de sus garras de acero, como si en vez de una lucha a muerte estuviera disputando una partida de ajedrez a la plácida lumbre del fuego de una chimenea.

No conté cuántos enemigos derribó en aquella batalla, pero a fe cierta que fueron muchos. Los demás, alentados por la maestría de Rodrigo, superamos nuestro miedo y nuestra debilidad y lo acompañamos en el combate repartiendo estocadas, tajos y mandobles hasta que los leoneses comenzaron a retroceder.

Rodrigo, que ocupaba el centro del ejército castellano, observó que nuestra ala izquierda estaba batiendo sin dificultad al ala derecha leonesa, donde luchaba el rey Alfonso; en cambio, nuestra ala derecha, donde combatía el rey Sancho, estaba siendo arrollada por la izquierda leonesa. Los dos reyes parecían estar en serias dificultades, pero la batalla se estaba decantando de nuestro lado claramente en el centro. Rodrigo se dio cuenta de inmediato de la situación y gritó:

—Mantened la presión, incrementad el ímpetu. Tú, Diego, y vosotros —ordenó a un grupo de caballeros— seguidme, vamos a ayudar al rey.

Un par de docenas de jinetes giramos nuestras monturas y acudimos a toda prisa a sostener nuestra ala derecha. El rey Sancho y varios soldados de su guardia se batían con valor, pero los leoneses los estaban empujando hacia el cauce del río.

Sorprendidos por nuestra audacia, los leoneses, entre los que se encontraban los miembros del noble linaje de los Ansúrez y el alférez del rey Alfonso, intentaron reaccionar volviendo grupas hacia nosotros, pero nuestra carga fue terrible. Una docena de caballeros leoneses perecieron ensartados en las puntas de nuestras lanzas y muchos más lo hicieron tajados por los filos de nuestras espadas. Rodrigo rompió sus armas en el combate pero aún pudo liquidar a varios combatientes leoneses con la lanza del alférez de León, a quien se la arrebató de las manos.

Años más tarde oí cantar a un juglar que en esta batalla Rodrigo había liberado a don Sancho, apresado por catorce caballeros leoneses, peleando con una lanza que le habían ofrecido los propios leoneses, a quienes derrotó uno a uno. También he oído otras versiones de cronistas y juglares leoneses en las que se dice que don Alfonso tenía en su mano la victoria en Golpejera, pero que Rodrigo Díaz, cuando don Sancho había ordenado la retirada, convenció a su rey para volver al campo de batalla y así cogieron por sorpresa a los leoneses, que estaban desarmados celebrando lo que creían una victoria segura, y los derrotó.

Pero estas versiones de la batalla son relatos para escuchar en las frías noches de invierno, al fuego de las chimeneas de los castillos o en las plazas de las ciudades y las aldeas. Yo luché en Golpejera y las cosas sucedieron como las he contado, o al menos así es como las recuerdo.

La victoria cayó de nuestro lado; los leoneses pelearon con bravura, pero Rodrigo luchaba con Castilla. Algunos caballeros leoneses lograron huir, pero don Alfonso fue apresado al verse envuelto en una hábil maniobra de nuestra ala izquierda.

Don Alfonso, un rey activo y esforzado, siempre manso al consejo de sus padres, se presentó ante su hermano con la sobreveste empapada en sangre.

—¿Estás herido, hermano? —le preguntó don Sancho.

—No, esta sangre es de los caídos en la batalla, seguramente sangre castellana y sangre leonesa, mezclada.

—Es un buen augurio, pues para eso ha servido esta matanza: para que Castilla y León vuelvan a estar unidas, como nunca debieron haber dejado de estarlo.

—Nuestro padre pretendía… —intentó hablar don Alfonso.

—Nuestro padre se equivocó —le cortó de un modo tajante don Sancho.

Acabada la batalla y obtenida la sumisión de los nobles leoneses vencidos, nos dirigimos a León, donde don Sancho, rey de Castilla, quería ser coronado de inmediato como nuevo rey. Desde Golpejera acudimos primero a la ciudad de Carrión, apenas tres o cuatro leguas al norte. El rey Sancho abría la comitiva en la que también viajaba don Alfonso, el que hasta entonces fuera rey de León, quien lo hacía cargado de cadenas para que todos pudieran comprobar que don Sancho era el nuevo soberano. Desde Carrión nos dirigimos a Sahagún, donde el rey Sancho obtuvo la fidelidad y sumisión del abad, y por fin llegamos a la ciudad de León.

Creo que fue el día 12 de enero de 1072 cuando Sancho de Castilla se coronó como rey de los leoneses en la catedral de Santa María. El obispo de León se había negado a hacerlo alegando que se encontraba enfermo, y delante del altar, don Sancho cogió la corona imperial de León y se la colocó con sus propias manos sobre la cabeza. Don Sancho visitó después la basílica de San Isidoro y oró un buen rato ante las tumbas de sus padres y de los anteriores reyes de León. Entre tanto, don Alfonso fue exhibido en la plaza del mercado, cargado de cadenas, custodiado por varios soldados, para que no hubiera ninguna duda de que un nuevo monarca reinaba ahora sobre el pueblo leonés.

De regreso a Burgos, don Sancho volvió a mostrar a su hermano encadenado por cuantas aldeas, ciudades y castillos pasamos, a la vez que recibía nuevos juramentos de fidelidad. Rodrigo no parecía conforme con esta actitud del rey, y en alguna ocasión oí que le decía que no era propio de un monarca como él denigrar de esa manera a quien hasta hace unos días había sido rey.

—Un verdadero monarca debe hacerse respetar ante sus súbditos. Los reyes no somos como los demás mortales, hemos sido ungidos por Dios. No podemos demostrar debilidad en ningún momento. La fuerza de un rey está en su espada —le contestó don Sancho.

—Tenéis razón, majestad, pero aún es mayor la fuerza de la justicia —le dijo Rodrigo.

Si algún otro se hubiera atrevido a contestar así al rey, creo que lo hubiera mandado ahorcar allí mismo, pero Rodrigo era su campeón y don Sancho sabía que sus servicios eran imprescindibles.

—Siempre me ha intrigado tu afición por las leyes; cuando estudiabas en la escuela palatina destacabas por el manejo de las armas, pero también por el conocimiento del derecho; ¿sabes?, serías un buen juez.

—Vos, majestad, siempre habéis defendido que un rey debe basar su gobierno en la fuerza de las armas y en el conocimiento del derecho —asentó Rodrigo dejando sin argumentos a su rey.

Don Sancho convocó curia en Burgos apenas iniciada la primavera; era la primera que celebraba como rey de Castilla, León y Galicia. Don Alfonso continuaba preso en el castillo de Burgos. Pese a ello, ni un sólo obispo ni un abad ni un conde leonés habían querido refrendar sus diplomas, que venían firmados sólo por los castellanos.

—Deja libre a nuestro hermano Alfonso —le sugirió la infanta Urraca, hermana mayor del rey.

—Eso no puede ser, conoces a Alfonso mucho mejor que yo y sabes que no renunciará jamás a su trono. Le he ofrecido la libertad a cambio de que firme un documento solemne y jure ante Dios que renuncia a sus derechos sobre León y que me traspasa todos los derechos que le legó nuestro padre, pero no acepta. Si lo libero, no tardará en rebelarse contra mí —alegó don Sancho.

—En ese caso, hermano, muestra tu grandeza y destiérralo al reino de Toledo. Nada puede hacerte desde allí. En tanto no lo hagas, los leoneses jamás te aceptarán como rey —insistió Urraca.

—¿Tú que opinas, Rodrigo? —le preguntó el rey.

—Toledo es feudatario vuestro, majestad; no creo que don Alfonso sea para vos ningún problema si lo exiliáis allí. Mejor que esté alejado del reino que en él, aunque sea preso. Desde Toledo, y bajo el control de vuestro aliado al-Mamún, nada puede hacer contra vos.

Don Sancho se recostó en el trono, miró a los cortesanos y sentenció:

—Mi hermano don Alfonso será enviado al exilio a Toledo, bajo la custodia de nuestro vasallo el rey al-Mamún. Con él irán los nobles leoneses Pedro Gonzalo y Fernando Ansúrez. Todas las posesiones de mi hermano Alfonso y las de los Ansúrez pasan a ser propiedad de la Corona.

Urraca suspiró aliviada y miró a Rodrigo con una leve sonrisa.

—Agradezco vuestra intercesión por mi hermano —le dijo la infanta a Rodrigo una vez acabada la curia.

—Creo que es lo más justo, alteza —le respondió Rodrigo.

—Sois el mejor caballero de Castilla y su más bravo guerrero, lástima que tan sólo seáis un infanzón.

—Estoy orgulloso de mi linaje, que es uno de los más antiguos de Castilla; uno de mis antepasados fue juez.

—Si hubiera sido conde, tal vez… —Urraca miró a los ojos de Rodrigo con cierto deseo.

La infanta debía de tener entonces alrededor de cuarenta años, trece o catorce más que Rodrigo. No es que fuera una mujer muy hermosa, pero sus ojos rasgados, su tersa piel, la contundencia de sus caderas y sobre todo el halo de misterio que siempre la rodeaba hacían de ella una mujer ciertamente atractiva.

Doña Urraca colocó su mano en el hombro de Rodrigo y la bajó muy despacio hasta colocarla a la altura del pecho.

—Sí, es una lástima que vuestro linaje no descienda de un conde —reiteró la infanta.

Don Alfonso partió hacia Toledo con los Ansúrez, escoltado por medio centenar de soldados de la guardia real; antes, don Sancho le había tomado juramento de fidelidad, pero no había logrado que le cediera los derechos heredados de don Fernando al trono de León.

Volvimos a Vivar; allí nos aguardaba un mar de verdes trigos, un cielo azulenco y caza en abundancia. Nos relajamos cazando con halcón en las laderas de los páramos y dormitando en las veredas, a la sombra de los álamos. Rodrigo siguió visitando a la viuda de Celada, en la que había encontrado la paz y el relajo que necesitaba tras las campañas militares.

—Todavía no has conocido mujer, ¿no es cierto? —me preguntó una tarde al regreso de una jornada de caza.

—Yo… ¡eh!

Juro que me ruboricé como una cereza y que me sentí tan azorado que no pude pronunciar una sola palabra.

—Bien, no importa, no importa —dijo Rodrigo al ver mi turbamiento.

Hasta ese día no había sentido ninguna necesidad de conocer carnalmente a mujer alguna. Los años pasados en el convento me habían enseñado a vencer las tentaciones de la carne y los años al servicio de Rodrigo habían sido una permanente vida de batallas y campamentos militares. Es cierto que tras el ejército suelen ir rameras y alcahuetas en busca de los favores y la paga de los soldados, pero a mí nunca se me había ocurrido acudir a los lupanares o a buscar en las afueras de las ciudades a las mujeres que entregan su cuerpo a quien mejor pueda pagarlo.

Aquella noche apenas pude dormir. La imagen ideal del cuerpo desnudo de una mujer, que yo jamás había visto, volvía una y otra vez a mi cabeza; lo imaginaba blanco, lechoso, como esos dibujos que iluminan algunos códices de la Biblia, en el libro del Génesis, con Adán y Eva expulsados del paraíso por el ángel con la espada de fuego.

Pocos días después de aquello, mientras dormía en mi cama, sentí una presencia extraña en mi alcoba, que estaba cerca de la cocina, en la casona de Rodrigo en Vivar. Me desperté sobresaltado y bajo el umbral de la puerta contemplé a una figura pequeña que avanzaba despacio hacia mí. Me incorporé de un salto y me quedé junto a ella. Era una de las criadas domésticas, una joven huérfana que apenas tendría diecisiete años. Por el resquicio del ventanuco entraba un tenue rayo de luna que me permitió reconocerla y ver sus ojos oscuros que brillaban como dos perlas negras.

—¿Qué quieres? —le pregunté.

La muchacha no dijo nada. Se limitó a cogerme la mano y a colocarla sobre su mejilla. Después me abrazó por la cintura y me besó en la boca. Su cabello olía a tomillo y sus labios me dejaron un aroma a hierbabuena. Sin duda, aquella muchacha se había lavado y perfumado con agua de hierbas antes de venir a mi encuentro.

Me cogió de la mano y me llevó hasta la cama, y allí yacimos juntos como hombre y mujer deben hacerlo, en la oscuridad de la alcoba apenas alumbrada por un rayo de luna. Y en verdad que fue una noche maravillosa.

A la mañana siguiente desperté sobresaltado. Tenté la cama buscando el cuerpo de la muchacha, pero sólo encontré las sábanas calientes. Me vestí, salí a la cocina, y allí estaba preparando, como siempre hacía, el desayuno. Me acerqué hasta ella y le acaricié el cabello, ella se turbó, se separó de mí con delicadeza y desapareció por la puerta de la despensa. Quise seguirla, pero en ese momento apareció Rodrigo.

—Buenos días, Diego, tienes un excelente aspecto esta mañana. Ven, compartamos el desayuno.

Rodrigo se sentó a la mesa de la cocina sobre la que la muchacha había dejado un plato de barro con una docena de tajadas de cerdo fritas, varias rebanadas de pan, medio queso y un frasco con miel. Hasta entonces no había tenido hambre, pero cuando me senté frente a Rodrigo y tomé la primera tajada, me hubiera comido toda la fuente y aun otra más que hubieran servido.

La calma parecía instalada en los campos de Vivar: los trigos crecían vigorosos gracias a unas abundantes lluvias en abril y las aliagas y retamas florecían en las laderas de los páramos. En Vivar, Rodrigo gobernaba sus propiedades reservándose cada semana un par de días al menos para visitar a la dama de Celada.

Estábamos cazando con un joven halcón, al que Rodrigo había entrenado durante el invierno, al pie del páramo, al sureste de Vivar, cuando vimos que a lo lejos se acercaban dos jinetes. Rodrigo se cubrió los ojos con la mano para atisbar mejor en la lejanía, y dijo:

—Son miembros de la guardia real.

Y en efecto, lo eran. Cuando se detuvieron ante nosotros, saludaron al portaestandarte de Castilla con una inclinación de cabeza y se identificaron mostrándole un documento de don Sancho.

—No hace falta, ya os conozco —dijo Rodrigo—. ¿Qué ocurre?

—Su majestad requiere de vuestra inmediata presencia en Burgos. Ha convocado al ejército porque el conde Pedro Ansúrez ha quebrantado la pena de exilio y desde Toledo ha ido hasta Zamora, donde ha convencido a la infanta Urraca para que levante a esa ciudad contra el rey. Allí, los rebeldes se han hecho fuertes y han manifestado su desobediencia a don Sancho.

Dos días después estábamos en Burgos. Don Sancho caminaba a grandes zancadas de un lado a otro de la gran sala de su palacio burgalés, con las manos a la espalda, la cabeza erguida y el rostro fruncido; sus ojos irritados y casi fuera de sus órbitas, sus cejas enarcadas y sus labios entreabiertos denotaban el estado de ira regia, tan característica de los descendientes de Sancho el Mayor.

—¡Maldita sea esa mujer! ¿Por qué le haría caso? Es ella quien ha tramado toda esta conjura contra mí, contra su propio hermano y rey; juro que yo mismo la estrangularé con mis manos.

—Majestad —intervino Rodrigo, el único de los miembros de la curia real que se atrevía a interrumpir al rey en semejante estado—, vuestra hermana no hubiera podido levantar en vuestra contra a Zamora sin la ayuda de algunos nobles leoneses.

—¡Es el demonio! Ha tenido hechizado a mi hermano Alfonso desde que era un niño, siempre ha hecho de él lo que ha querido, y también habrá hechizado a esos nobles leoneses; ¡quién sabe qué es capaz de lograr esa arpía si se lo propone! Pero no sabe con quién se enfrenta. Pagará muy caro el haberse rebelado contra su rey. Dentro de unos días, en cuanto esté preparado el ejército, saldremos hacia Zamora, y juro ante Dios que no cejaré hasta que sus muros caigan bajo mis pies y vea a esa maldita mujer cargada de cadenas y a buen recaudo.

—Tal vez deberíamos preparar con más tiempo esta expedición, majestad. Las murallas de Zamora son fuertes y deberemos entrar en territorio leonés, que sigue siendo hostil —alegó Rodrigo.

—No demoraremos la partida ni un instante más del necesario. No quiero que los leoneses imaginen siquiera que ha habido un momento de vacilación por mi parte. Apresuraos todos, quiero partir cuanto antes.

El ímpetu y la energía de don Sancho seguían a sus treinta y cinco años tan enteros como a los veinte, y eso siempre es una virtud en un monarca, pero los años y la experiencia de gobierno no habían cambiado un ápice su carácter irreflexivo y su falta de previsión, lo que se convierte en un gran defecto cuando se trata de gobernar un reino.

Antes incluso de lo que la prudencia y la estrategia aconsejaban, salimos de Burgos hacia el oeste. Componíamos la vanguardia del ejército apenas medio centenar de caballeros y unos doscientos peones, demasiado poco para amedrentar a una ciudad tan sólidamente murada. Descendimos por el valle del río Arlanzón hasta el Pisuerga, y desde éste hasta el Duero, cuya orilla seguimos por Tordesillas y Toro hasta vislumbrar las torres y las almenas de las murallas de Zamora.

Esta ciudad es pequeña, pero está firmemente asentada en el extremo de un espolón rocoso, sobre el río Duero. Las rocas constituyen una verdadera fortificación natural, sólo interrumpida en el lado en que el espolón se une al páramo, donde hay excavado un profundísimo foso. Altas murallas rodean el cerro, sin ofrecer un sólo punto débil en todo el recinto.

Cuando nos presentamos ante su ciudad, los zamoranos ya hacía tiempo que habían sido alertados de nuestras intenciones, y se habían pertrechado con abundantes víveres, habían reforzado todavía más sus defensas levantando parapetos y excavando trincheras y habían ensanchado y profundizado el foso en varios codos. Por nuestra parte, la precipitación de don Sancho nos había obligado a dejar en retaguardia las máquinas de asedio, las catapultas y los almajaneques, y éramos demasiado pocos como para establecer un sitio impermeable. Por eso, los zamoranos parecían seguros en lo alto de sus murallas, y nos contemplaban desde allá arriba confiados en que ningún daño podríamos hacerles.

Plantamos las tiendas frente a Zamora, en el lado del foso, y allí nos quedamos a la espera de que llegara el resto del ejército. Dadas nuestras fuerzas y la seguridad de las murallas de Zamora, todos éramos conscientes de que el asedio podría ser largo y penoso.

Nos encontrábamos en una región en la que doña Urraca y el conde Pedro Ansúrez tenían extensas propiedades. Rodeados de leoneses, aislados en medio de una comarca hostil, no hicimos otra cosa que merodear a caballo en grupos armados por los alrededores de Zamora, aguardando que llegara la retaguardia de nuestro ejército. Lo hizo una soleada mañana de septiembre, y todos nos sentimos desalentados cuando comprobamos que los refuerzos que tan ansiosamente esperábamos eran apenas cien caballeros y trescientos peones. Ni uno solo de los nobles de León había acudido a la llamada de su rey.

Nuestra debilidad llegaba a tal extremo, que hasta el propio don Sancho se convenció de que con semejante relación de fuerzas no teníamos ninguna posibilidad frente a los muros de aquella peña cortada a pico sobre el Duero.

—No podemos rendir Zamora, majestad —le dijo Rodrigo una noche durante la cena en la tienda del rey.

Don Sancho tenía sobre su plato media pierna de cordero braseada y condimentada con romero y albahaca de la que no había probado un solo bocado.

—No importa. El rey de Castilla y de León no puede ser derrotado en su propio reino. No sería digno de portar esta corona si me rindiera ante esas murallas.

—¿Por qué no intentáis alcanzar un acuerdo? Vuestra hermana es una mujer sensata, aceptará un pacto —propuso Rodrigo.

—¿También a ti, mi mejor caballero, te ha hechizado esa bruja?

Don Sancho se levantó colérico y de un golpe arrojó al suelo el plato con la media pierna de cordero a la que acudieron raudos los dos grandes alanos del rey, siempre prestos a devorar los pedazos que caían al suelo o los que los comensales les arrojaban en los banquetes. Los dos perros dieron buena cuenta de la carne ante el silencio que las palabras del rey habían provocado.

—Ni siquiera la reina de las brujas podría hacer mudar mi lealtad hacia vos, majestad. Sólo trato de constatar un hecho, y os repito que no tenemos fuerzas suficientes como para rendir Zamora.

Rodrigo habló con su firmeza serena, mirando a los ojos a don Sancho, que volvió a sentarse.

—¡Vino, más vino! —gritó el rey, que buscó en vano su copa, caída también al suelo con el plato de carne.

Un criado le acercó de inmediato otra copa con vino tinto de Toro rebajado con un poco de agua, que el rey apuró de un trago.

—Al amanecer irás en mi nombre a hablar con mi hermana; le propondrás el señorío sobre tres villas castellanas a cambio de que me entregue Zamora. ¡Maldita sea! —y don Sancho volvió a pedir que le llenaran la copa de vino.

Rodrigo, otro caballero del séquito real y yo mismo nos acercamos desarmados al foso de Zamora. Rodrigo en el centro, el caballero a su derecha, portando el estandarte real de don Sancho, y yo con una bandera blanca. Desde el exterior del foso, Rodrigo pidió al jefe de la guardia de la puerta que nos dejara entrar porque traíamos un mensaje del rey para su hermana la infanta Urraca. Tuvimos que esperar un buen rato hasta que el puente levadizo comenzó a descender pausadamente hasta apoyar en un saliente en el lado del foso en el que nos encontrábamos.

Doña Urraca estaba sentada junto a una ventana de la torre mayor del castillo de Zamora, contemplando el curso del Duero que discurría por la vega como una cinta dorada.

—Pasad, pasad —dijo doña Urraca cuando un heraldo le anunció al señor de Vivar.

—Alteza —la saludó Rodrigo inclinando la cabeza.

—Dejadnos solos —ordenó doña Urraca a los cuatro soldados que escoltaban a Rodrigo.

—Pero alteza… —protestó el jefe de la escuadra.

—He dicho que nos dejéis solos —reiteró tajante la infanta—, y cierra la puerta al salir.

El jefe de la guardia hizo un gesto con la cabeza a los otros tres soldados y marcharon de la estancia.

—Me alegra veros, Rodrigo, lástima…

—Lástima que sólo sea el hijo de un infanzón —la interrumpió el de Vivar.

—No, lástima que ahora estéis en el bando equivocado.

—Yo sirvo a mi rey, al legítimo soberano de Castilla y de León.

—Un rey que ha usurpado el trono de León, que no le corresponde.

—La división del reino que hizo vuestro padre fue un error.

—Dejemos el pasado, Rodrigo, y decidme qué os trae aquí.

—Vuestro hermano el rey desea acordar un tratado con vos, alteza. Me ha autorizado para proponeros la concesión del señorío sobre tres villas de Castilla si le entregáis Zamora y le juráis lealtad como rey de León.

—Burgos, Sepúlveda y Ávila.

—¿Cómo decís? —se sorprendió Rodrigo.

—Que de acuerdo, si esas tres villas son Burgos, Sepúlveda y Ávila —repitió la infanta.

—Alteza, sabéis que eso es imposible, son villas con fueros propios en los que los concejos son libres.

—En ese caso, no hay trato. Decidle a mi hermano que siga ahí fuera aguardando hasta el día del Juicio Final.

—¿Debo entender que es vuestra última palabra? —le preguntó Rodrigo.

—Lo es.

—Alteza —Rodrigo hizo una inclinación de cabeza y se dirigió hacia la puerta.

—¿Seguís soltero? —inquirió doña Urraca cuando Rodrigo estaba a punto de salir.

—Sí, alteza.

—Por cierto, también es una lástima que sólo seáis un infanzón.

El señor de Vivar volvió a inclinarse y salió de la estancia.

—¡Burgos, la muy zorra quiere Burgos!

Don Sancho se agitaba en su sitial de madera labrada rodeado de los nobles castellanos que integraban la curia real.

—Jamás entregará Zamora, majestad —dijo Rodrigo.

—En ese caso habrá que rendirla, o tomarla al asalto.

El rey sabía que aquello que estaba diciendo era imposible a la vista de sus escasas fuerzas. Sólo había una solución, la misma que había resultado tan eficaz en el pleito sobre Pazuengos o en el asedio a Zaragoza: un combate entre dos campeones.

Y así, don Sancho propuso de nuevo a su hermana una lid para dirimir el sitio de Zamora, pero doña Urraca se negó a ello, sabedora de que del bando castellano combatiría Rodrigo y de que entre los leoneses no había ningún caballero capacitado para derrotarlo.

El asedio se prolongaba y nada parecía cambiar la situación. Patrullas armadas con cotas de malla y corazas de cuero recorrían una y otra vez el exterior de las murallas en una vigilancia permanente, pero ni aun así eran capaces de evitar que la ciudad fuera abastecida desde el exterior con ciertos productos.

El asedio era tedioso para los sitiadores, pero también para los sitiados. Un grupo de atrevidos zamoranos propusieron a doña Urraca realizar una salida por sorpresa para atacar el campamento castellano. Aducían que si conseguían sorprendernos y causarnos algunas bajas, nuestra moral caería de tal modo que tal vez cundiera el desánimo en nuestras filas y estallaran disensiones que nos obligaran a levantar el sitio.

Doña Urraca, a la vista del escaso contingente de tropas de su hermano, aceptó esa estrategia y permitió que una docena de jinetes, bien pertrechados con lorigas, lanzas y escudos, saliera en una incursión rápida.

Los doce jinetes estaban apostados tras una de las puertas de la ciudad, esperando el momento propicio para atacar por sorpresa. Era el final de la tarde, casi a media luz, cuando desde lo alto de la torre de esa puerta un centinela nos avistó a Rodrigo y a mí, que estábamos comprobando los puestos de guardia para esa noche. El centinela debió de reconocer al señor de Vivar, tal vez por que lo hubiera visto cuando entró en Zamora a parlamentar con doña Urraca, y avisó a los caballeros.

La puerta se abrió y los dos nos giramos al oír el ruido de los cascos de los caballos golpeando el suelo. Uno de los caballeros cargó contra nosotros confiado en la sorpresa de su ataque, pero Rodrigo, siempre alerta, enristró su lanza y lo tumbó con facilidad, cargando después contra los demás, que sorprendidos por el derribo de su compañero y la intrepidez de su oponente dudaron por un momento si seguir adelante o regresar tras los muros. A los dos primeros apenas les dio tiempo a pensar otra cosa, pues cayeron al suelo ensartados por la punta de la lanza de mi señor, que volvió a enristrarla para cargar contra los restantes.

Yo, que estaba más sorprendido todavía que los zamoranos por el arrojo de Rodrigo, armé mi brazo con la pica y me lancé a la carga gritando como un poseso. Pero mi gesto de valor no hubiera significado ninguna ayuda, pues los nueve zamoranos sobrevivientes, aterrados por la muerte de sus tres compañeros, habían vuelto grupas hacia la ciudad y huían despavoridos.

Al oír el fragor de la pelea acudieron varios de nuestros compañeros de un puesto de guardia próximo, que, al observar a los tres zamoranos muertos, no cesaron de alabar la destreza de su campeón. Aquella misma noche alguno de los juglares que merodeaba por el campamento compuso una canción sobre la gesta de Rodrigo, en la que, recogiendo el apelativo de alguno de los romances que ya se conocían por toda Castilla, volvió a referirse a Rodrigo como al Campeador.

—Ahora que han visto cómo pelea, jamás querrán enfrentarse con Rodrigo en un juicio de Dios —comentó don Sancho cuando le narraron la hazaña del señor de Vivar.

Desde el fracaso de aquella tentativa, los zamoranos evitaron cualquier escaramuza fuera de sus murallas, tras las que se sentían protegidos y seguros. No obstante, a principios de octubre se unió al asedio un nuevo contingente de tropas, sobre todo campesinos de las montañas del norte de Castilla que habían acabado sus labores en la recolección en los campos, y algunos caballeros del valle alto del Ebro y de Sepúlveda. No era una gran ayuda, pero sirvió para levantar la moral de nuestras tropas y para convencer a los zamoranos de que la decisión de don Sancho era firme y de que no cesaría hasta conquistar su ciudad.

Los acontecimientos que sucedieron a continuación, sólo Dios los conoce. Desde aquellos días del cerco de Zamora hasta hoy, cuarenta años después, han sido muchos los juglares, poetas y cronistas que han cantado, narrado y escrito sobre lo que allí aconteció, pero yo, que fui testigo de los actos, no he podido saber nunca lo que de verdad pasó. Así es como lo recuerdo:

Cuando llegaron los nuevos refuerzos, los zamoranos debieron de pensar que aquel cerco, que en principio creían que iba a durar unas pocas semanas y que, en cuanto acecharan los primeros fríos del invierno y escasearan nuestras provisiones, los castellanos nos retiraríamos a nuestras tierras, se iba a prolongar indefinidamente.

No sé quién fue, aunque no faltan quienes aseguran que la idea partió de la infanta Urraca, e incluso del mismo don Alfonso, que seguía confinado en Toledo, pero alguien debió tramar el asesinato del rey Sancho como única salida de aquella situación.

El tedio del sitio era soportado con alguna partida de caza que organizábamos de vez en cuando; la caza, además de proporcionarnos carne fresca, nos servía como ejercicio para mantener tonificados nuestros músculos, que en caso contrario se hubieran abotargado por la inactividad. Era la mañana de un domingo de octubre, un día excelente para la caza de la perdiz. Don Sancho había salido con media docena de caballeros hasta un soto cerca del río donde algunos lugareños aseguraban que las perdices eran muy abundantes en esa época del año. De regreso al campamento, don Sancho se retrasó un poco, y ése fue el momento que aprovechó uno de los caballeros que lo acompañaban para traspasarle el corazón con la lanza. Cuando el resto de los soldados de la partida quisieron reaccionar, el rey yacía tumbado sobre el suelo en medio de un charco de sangre.

Trajeron su cuerpo agonizante al campamento, donde Rodrigo montaba guardia, y lo tumbaron en su cama. El de Vivar, en la única ocasión en que le vi perder la calma, preguntó quién había sido el culpable.

—Ha sido Vellido Adolfo —dijo uno de los magnates castellanos—. Se quedó rezagado con el rey mientras éste atendía a sus necesidades naturales y aprovechó ese momento para clavarle la lanza en el corazón. Cuando nos dimos cuenta de lo que estaba sucediendo y volvimos sobre nuestros pasos, el rey estaba en el suelo moribundo y Vellido había desaparecido.

Rodrigo miró el cuerpo del rey y después cruzó su vista con la del magnate castellano. Salió de la tienda a toda prisa y cogió su caballo, que unos criados habían aparejado sólo con la silla de montar sin tiempo para colocar las bridas y los estribos. Rodrigo tomó una lanza, saltó sobre la grupa del alazán y lo espoleó partiendo al galope hacia Zamora.

Las puertas, que hacía un rato se habían abierto para permitir la entrada del traidor, estaban cerradas. Rodrigo, erguido sobre su montura delante de la puerta, reclamó en vano la entrega de Vellido Adolfo, pero sólo encontró el silencio de la tarde como respuesta. Desesperado, arrojó su lanza contra la puerta y juró en voz alta que castigaría con la muerte al asesino del rey de Castilla.

Vellido Adolfo era el caballero que portaba el estandarte real cuando Rodrigo entró en Zamora para proponer la rendición de la ciudad a doña Urraca. Recuerdo que era un hombre oscuro y quedo que hasta entonces no había mostrado sino lealtad hacia su rey. Jamás volvimos a saber de él. Hubo quien dijo que el regicida estaba enamorado de doña Urraca y que la infanta lo había convencido para que asesinara a don Sancho a cambio de otorgarle sus favores; hubo quien comentó que fue el propio don Alfonso quien, a través del conde Pedro Ansúrez, le ofreció una enorme suma de dinero por su traición; y todavía hubo quien aseguró que Vellido Adolfo había asesinado al rey porque éste le había hecho una muy gran afrenta que había jurado vengar.

Fuera como fuese, nunca se averiguó la verdad; en parte porque el ascenso al trono de don Alfonso, un monarca más reflexivo que su hermano, fue bien aceptado por leoneses y castellanos, cansados de tantas luchas fratricidas, y sobre todo porque nadie supo qué fue de Vellido Adolfo. Algunos dijeron que lo habían visto como peregrino en Compostela, purgando sus remordimientos, y otros que con la ingente cantidad de oro con la que pagaron su traición emigró a Francia o a las tierras de los musulmanes. Pero no se ha podido demostrar qué es lo que realmente sucedió a la sombra de las murallas de Zamora. Aquel juramento de vengar la muerte de don Sancho fue tal vez el único en toda su vida que Rodrigo no pudo cumplir.