Capítulo V

Aquel otoño de 1067 murió doña Sancha, la reina viuda del rey don Fernando. Mientras ella sobrevivió a su esposo, don Sancho permaneció en paz con sus hermanos, pese a que en su cabeza no cesaba de bullir la idea de reunificar los dominios de su padre, pero muerta la reina madre no había ningún impedimento para que, como primogénito, reivindicara el dominio de toda la herencia paterna.

Don Sancho buscó en principio el acercamiento a su hermano don Alfonso, el rey de León. Convocó una curia a finales del invierno de 1068 para celebrar la restauración de la sede episcopal de Oca, un paso más en sus anhelos por controlar toda la Rioja. A esa curia acudió don Alfonso y en ella mi señor firmó los documentos en un lugar privilegiado, por delante incluso de algunos magnates del reino, que ya recelaban abiertamente del ascenso del que consideraban un simple infanzón advenedizo, indigno de merecer tan altos honores.

Aquellos días junto a su hermano sirvieron a don Sancho para escrutar cómo le había sentado la realeza a don Alfonso y, a la vista de ello, tramar su plan: denunciaría la división del reino alegando que no había sido justo, pues en el reparto Alfonso había salido muy beneficiado. Don Sancho reclamó a don Alfonso parte de su herencia, y éste se la negó, lo que provocó la declaración de guerra entre León y Castilla.

Ambos hermanos pactaron la celebración de una batalla en los campos de Llantada, en la cual se dirimiría el futuro de sus reinos. Don Sancho no quería sufrir una nueva derrota como la acontecida en Viana y entregó el mando del ejército a Rodrigo, quien, de hecho, seguía portando el estandarte real pese a no tener aún el nombramiento por carta.

El río Pisuerga, cuyas aguas dividían entonces los reinos de Castilla y de León, bajaba muy menguado aquel 19 de julio. Cien caballeros por cada bando estaban formados frente por frente a ambas orillas del río, los leoneses en la derecha y los castellanos en la izquierda, pero sólo un monarca observaba desde sus reales a los dos ejércitos prestos para el combate; Alfonso no había acudido al campo de batalla.

Rodrigo mandaba las tropas castellanas con poco más de veinte años y atravesaba un gran momento como guerrero. La misma mañana de la batalla lo asistí en su tienda. Mientras se vestía, pude contemplar su cuerpo desnudo, con sus músculos modelados por el ejercicio constante al que no renunciaba en ninguna circunstancia.

—Ya tienes veinte años, creo; es el momento de que te aprestes para combatir —me dijo cuando lo ayudaba a calzarse las botas de cuero.

—¿Os referís a hoy mismo? —le pregunté casi muerto de miedo.

—Yo era más joven que tú ahora cuando luché en Graus, ¿recuerdas?

Yo estaba temblando ante la sola idea de enfrentarme cara a cara con uno de aquellos caballeros leoneses.

—Pero mi señor, no soy caballero —balbucí.

—No, no lo eres, pero tu familia es noble, tu padre es un infanzón, como yo. Bueno, ya resolveremos esta cuestión cuando acabe esta guerra con los leoneses; dejaremos tu bautismo de sangre para otra mejor ocasión. Ahora, prepara mi espada, creo que hoy tendré que usarla.

Respiré aliviado y corrí en busca de la espada, no fuera que Rodrigo se arrepintiera y me ordenara calarme la celada, colocarme los guantes y empuñar una lanza de combate.

Hacía tiempo que Rodrigo venía explicándome los fundamentos de todo buen soldado, y cuando estábamos en Vivar yo le servía en muchas ocasiones como compañero de entrenamiento. Cierto que yo era bastante diestro con la lanza y la espada y no me eran ajenos el uso del escudo, la maza de combate e incluso el hacha de doble filo, que en el último año había comenzado a manejar, pero yo había sido educado de niño para ser un clérigo y no para luchar en los campos de batalla, aunque sabía que un día u otro tendría que acompañar a mi señor no sólo en la tienda como escudero, sino también en la pelea como soldado; al fin y al cabo, para eso me estaba adiestrando.

La carga de caballería de los castellanos arrolló a los leoneses. Rodrigo no sólo era mejor soldado, sino también mucho mejor estratega que el alférez leonés. Hasta yo mismo me di cuenta de que la maniobra que habían realizado los leoneses era equivocada: ante la carga compacta de los castellanos, los leoneses se desplegaron en un frente demasiado amplio para defenderlo por completo, y su formación fue desbaratada con suma facilidad; el resto fue sencillo.

Los leoneses que sobrevivieron al encuentro, con su alférez al frente, huyeron hacia el oeste, buscando protección y refugio en alguno de los castillos de la frontera, y nosotros regresamos a Burgos triunfantes. Don Sancho había demostrado su fuerza y parecía claro que su hermano don Alfonso poco podía hacer para oponérsele, aunque, para calmar la ira por la derrota, asoló las tierras de Badajoz aprovechando la muerte de su reyezuelo al-Mutawákkil.

La dama de Celada ocupaba buena parte del tiempo de mi señor Rodrigo. Dos o tres noches de cada semana las pasaba en casa de la joven viuda, pero entre tanto, no dejaba un solo día de ejercitarse en el combate; y yo era casi siempre su oponente. Con tanto ejercicio —confieso que muchos días acababa tan cansado que lo único que me importaba era una cama y un poco de agua—, mis músculos fueron adoptando el tono de los de un guerrero.

—En la próxima batalla lucharás a mi lado —me dijo un día Rodrigo.

—¿Habrá una nueva batalla? —pregunté ingenuo.

—Siempre hay una que espera. No sabemos cuando ni dónde, pero ahí está, aguardándonos.

Y así, entre combates ficticios, idas y venidas a Celada, cosechas de trigo y vid, pasaron dos años.

Mi padre, aquejado de una tos permanente, herencia de tantas agotadoras cabalgadas, noches a la intemperie, sangrientos combates y cruentas guerras, murió aquel crudo invierno. Mi hermano heredó sus menguadas propiedades en Ubierna y juró lealtad a Rodrigo por ese feudo. A mí me correspondieron unas cuantas monedas, algo de ropa y parte del equipo militar de mi padre.

No tardó en seguirlo mi madre, ajada por el frío, la edad y el duro trabajo. Aunque me avisó mi hermano, no pude llegar a tiempo para verla morir. Cuando me presenté en Ubierna estaba ya envuelta en la mortaja y varias mujeres de la aldea la velaban llorando su muerte. La enterramos en el interior de la iglesia, en una tumba excavada en el suelo sobre la que colocamos unas lajas de pizarra.

De vuelta a Vivar, Rodrigo, que me había acompañado a Ubierna, me habló de su madre. Fue la primera y la última vez que lo hizo y me extrañó bastante, pues hasta entonces nunca la había mencionado, y jamás volvió a hacerlo. Cabalgábamos a la par, por un estrecho camino:

—Yo no conocí a mi madre, murió poco tiempo después de que yo naciera. Ni siquiera tengo un recuerdo de la imagen de su rostro. Mi padre nunca me habló demasiado de ella. Era hija de Rodrigo Álvarez, miembro de un poderoso linaje leonés, pero apenas otra cosa sé de ella. Tú, Diego, al menos la pudiste conocer de niño, y siempre quedará en ti el recuerdo de sus ojos, de sus manos acariciando tu pelo, de su sonrisa…

En aquel momento Rodrigo no me pareció el gran guerrero que era, sino un niño solo y perdido, necesitado del calor del regazo de su madre. Asentí con la cabeza a las palabras de Rodrigo, pero si hubiera podido decirle algo en aquel momento, si me hubiera atrevido a hablarle, le habría descrito la mirada triste y casi perdida de mi madre, sus manos encallecidas y ásperas por el trabajo cotidiano, su rostro surcado por el dolor de la agónica espera a que un día le dijeran que su marido había muerto en uno de los muchos combates que al lado del padre de Rodrigo libró en la frontera contra los navarros. O tal vez le habría hablado del profundo dolor que atravesó mi corazón cuando a los ocho años me condujeron al convento de Cardeña y no volví a verla hasta varios años después, de mi añoranza al no poder estar con ella todo ese tiempo, de mi desconsuelo cuando regresé seis años más tarde a Ubierna y la contemplé tan cambiada, maltratada y ajada por el tiempo y por la angustia, sin otro afán que esperar que la muerte la alcanzara antes que a su esposo y a sus hijos, y así evitarse nuevos sufrimientos. Pero callé, y lo dejé pensando en su madre y en lo que pudiera haber sido su infancia junto a ella.

El rey don Sancho se presentó en Vivar pasada la fiesta de la Epifanía. Unas pocas semanas antes había celebrado en Burgos una curia a la que había asistido Rodrigo y tras la cual el rey Sancho se había casado con una princesa inglesa de nombre Alberta, una mujer muy hermosa, de cabello dorado como la mies y luminosos ojos azules. Ignoro de qué pudieron hablar en esa reunión, pero en cuanto regresó a Vivar, mi señor me ordenó que tuviera listo el equipo de campaña.

—El tuyo también —recuerdo que puntualizó.

—No tengo todo el equipo que se requiere para el combate —alegué.

—Ahí tienes lo que te falta —dijo señalando una gran bolsa que colgaba de una de las mulas que traía consigo—; y ése será desde ahora tu caballo, un caballero necesita un caballo, un caballero no es tal si no posee uno.

—No soy caballero.

—Pronto lo serás —sentenció.

Junto a la mula había un palafrén como los que suelen montar las damas. Tal vez no fuera el caballo que necesitaba un caballero, pero por el momento debería conformarme con él.

Don Sancho tenía un aspecto formidable. Contaba treinta y cinco o treinta y seis años, pero mantenía intactas las virtudes que lo hicieran famoso cuando era príncipe. Su fortaleza de cuerpo le hacía ser bravío en cualquier circunstancia y, por su desmesurada ambición, se mostraba arrollador ante cualquier empresa que planeara.

—Rodrigo, mi buen Rodrigo —lo saludó a la entrada de Vivar, donde mi señor había salido a recibirlo.

—Sed bienvenido, majestad.

Ambos se dirigieron a la casona de Rodrigo, donde habíamos preparado un buen guiso de carne de venado, lonchas fritas de jamón, queso fresco frito, tortas de avena y nueces y el mejor vino de la bodega. Don Sancho se quitó la capa y se acercó al fuego de la chimenea.

—Mi hermano García tiene dificultades en Galicia. Ya sabes que su carácter pusilánime lo convierte en un inútil para gobernar su reino. Un conde de la región de Braga se ha rebelado contra él y lo ha puesto en aprietos, y, aunque lo ha derrotado, si el conde de Tuy se vuelve contra García, mi hermano perderá el reino. Como comprenderás, Rodrigo, no puedo consentir que nuestra familia pierda Galicia. He hablado de esto con mi hermano Alfonso, y está de acuerdo en que García es un incompetente. Al comienzo de la primavera celebraremos en Burgos una curia a la que asistirá toda la familia real; allí decidiremos qué hacer con García… y con su reino.

Burgos se había engalanado para recibir a la familia real; por primera vez desde la muerte del rey Fernando se iban a reunir todos sus miembros, a excepción del relegado don García. El arenal junto a la puerta del río estaba lleno de gentes venidas de todas partes, muchas de ellas habían instalado puestos de comidas, donde se servían guisados de carne, queso, tortas de pan y manteca y embutidos secos y fritos.

En Santa María estaban presentes los reyes don Sancho y don Alfonso, la reina Alberta, recién casada, las infantas Urraca y Elvira y los magnates de Castilla y de León. Mi señor Rodrigo formaba en primera fila de los castellanos, por delante de nobles de más alta condición pero de menor preeminencia en la corte de don Sancho. Entre los nobles leoneses, el altivo conde García Ordóñez miraba al señor de Vivar aparentando desprecio, aunque en realidad su semblante reflejaba el odio y la envidia por la derrota infringida en Llantada.

Don Sancho, como anfitrión, fue el primero en hablar:

—Nuestro hermano García ha demostrado que no tiene capacidad para gobernar el reino de Galicia. Cuando nuestro padre, el recordado don Fernando, dividió su reino entre sus tres hijos varones, lo hizo convencido de que obraba en justicia, pero los hechos han demostrado que García no es competente para guardar semejante patrimonio. ¿Queréis que nos quedemos cruzados de brazos mientras contemplamos cómo se pierde una buena parte de la obra del rey Fernando?

Los nobles reunidos en la curia, bien alentados por varios agitadores, gritaron:

—¡No, jamás!

—En ese caso —continuó don Sancho—, decidnos, nobles del reino, ¿qué debemos hacer?

—Don García no tiene las virtudes de un rey. Creo que obro en derecho si propongo que Galicia sea dividida entre don Sancho y don Alfonso, sólo así se salvaguardará la herencia de don Fernando —habló García Ordóñez adelantándose un paso de entre los magnates leoneses.

—Ésa es la mejor solución —exclamó otro conde leonés.

—Mi padre no se equivocó —intervino el rey don Alfonso—; cuando decidió dividir el reino, lo hizo para un mejor gobierno del mismo. Entendió que ésa era la mejor manera de conservar tan extensos dominios en el seno de su linaje. Pero tal vez no contó con la incompetencia de nuestro hermano García. Si mi hermano Sancho está de acuerdo, creo que el reparto de Galicia entre León y Castilla es la única solución.

—¡Sí, sí! —gritaron los nobles.

Y así se acordó que el ejército del rey don Sancho ocupara Galicia y despojara a García del trono para después entregar la mitad de ese reino a Alfonso.

Durante la primavera y el verano de 1071 recorrimos las aldeas y ciudades de Galicia. Una tras otras, sin apenas resistencia, se fueron entregando al rey Sancho. Fue la primera ocasión en que formé con mi equipo completo de campaña; el rey Sancho, a instancias de Rodrigo, me había nombrado caballero al inicio de la expedición, en la ciudad de Astorga.

Galicia es un país lleno de bosques y brumas, con algunas ciudades amuralladas y muchas pequeñas aldeas dispersas por los valles y las montañas. El escabroso terreno y el denso follaje son propicios para el escondrijo de bandidos, y también para la creencia en espíritus y brujas como no he visto en ningún otro lugar.

Su principal ciudad es Compostela, donde se encuentra el santuario dedicado al apóstol Santiago, por lo que recibe un gran número de peregrinos. La ciudad todavía no se había recuperado de la conmoción del asesinato de su obispo, a manos de su propio tío, el conde Fruela, hacía poco más de un año, lo que provocó la airada reacción de parte de la nobleza gallega en contra del inoperante don García.

Ya que estábamos allí, decidimos visitar el santuario y cumplir con la peregrinación y ganar indulgencias. Cuando llegamos al templo, la iglesia estaba llena de peregrinos que rezaban oraciones en un sinfín de idiomas. A lo largo de las naves se apiñaban altas dignidades eclesiásticas llegadas de Francia, Inglaterra y Lombardía, nobles de Aquitania y Sajonia y mercaderes catalanes, pisanos y flamencos. En unos grandes pebeteros se consumía casi permanentemente incienso, tal vez la única manera de disimular el hedor de tantos cuerpos amontonados por todas partes. Rodrigo ofrendó al santuario una libra de incienso.

Desde Compostela descendimos por la costa hasta Tuy, una de las principales sedes episcopales y centro de la rebelión, junto con la ciudad de Braga, contra García. Perseguimos a las tropas de García, apenas unas docenas de hombres que huían de nosotros como las ratas del fuego, por el sur de Galicia, hasta más allá de la ribera del Duero. Los alcanzamos en Santarem, una pequeña ciudad a orillas del río Tajo, en el camino de Coimbra a Lisboa, en donde acababan las tierras cristianas. La escasa y agotada tropa de don García fue derrotada con facilidad, pero aguantaron nuestro envite el tiempo suficiente para que su rey consiguiera cruzar el Tajo y refugiarse entre los musulmanes de Badajoz. Don Sancho ordenó que nos detuviéramos en Santarem y no consintió que persiguiéramos a su hermano al otro lado del río. Días más tarde supimos que don García, con apenas medio centenar de hombres, se había refugiado en Sevilla, donde su reyezuelo lo había acogido bajo su protección a cambio de una buena cantidad de oro que García se había llevado del tesoro de Compostela.

En Coimbra, don Sancho confesó a Rodrigo su plan para hacerse con el dominio de toda Galicia, incumpliendo lo pactado con su hermano Alfonso.

—Nosotros la hemos recuperado, Galicia entera nos pertenece —le dijo.

—Majestad, disteis vuestra palabra en Burgos de que entregaríais la mitad de Galicia a vuestro hermano Alfonso —alegó Rodrigo—. Creo que debéis cumplirla.

—Alfonso no ha hecho nada por ganar Galicia, ¿por qué debo entregarle algo que no le pertenece?

—Porque vuestra palabra ha de estar por encima de vuestros propios anhelos, majestad.

Don Sancho quedó pensativo. En el horizonte de Coimbra comenzaba a declinar el cálido sol estival.

—Si le entrego la mitad prometida, entre mis tierras de Galicia y las de Castilla quedarán las de mi hermano Alfonso.

—Miradlo de esta otra manera: las tierras de vuestro hermano Alfonso estarán rodeadas por posesiones vuestras —dijo Rodrigo.

—Tal vez tengas razón.

—Además, siempre habrá tiempo para reclamar toda Galicia… y el propio León. Pero más adelante, majestad, más adelante.

Don Sancho miró al señor de Vivar, se acercó y le puso una mano en el hombro.

—Sabes, Rodrigo, admiro tu habilidad en el combate y tu capacidad para la estrategia en la batalla, pero por encima de todo me asombra tu disposición para la política, creo que en ese arte eres incluso superior al de las armas. Eres el más joven de mis consejeros y en cambio pareces el más experimentado… Está bien, Alfonso recibirá su mitad de Galicia, pero quiero que sepas que esta entrega es…, digamos un préstamo temporal.

Rodrigo aconsejó a don Sancho que pactara con su hermano Alfonso, y así se hizo. Pero don Sancho, dueño de Castilla y de media Galicia, seguía inquieto y deseoso de reunificar los dominios de su padre. Gobernar Galicia se convirtió además en una misión harto complicada. Los nobles leoneses la consideraban suya, y cuando se referían en privado a ese reino solían decir que Galicia había sido una marca fronteriza de León desde que se tenía memoria en los diplomas. El gobierno de Galicia compartido entre los dos reyes hermanos se convirtió en una utopía, y pronto estallaron las discordias.

—Te hice caso, Rodrigo, y ya ves los resultados. Gobernar Galicia con mi hermano es imposible. En su corte de León está rodeado de todos esos altaneros condes que se creen con más derechos al trono que nadie. No debí entregarle la mitad de Galicia a Alfonso, nunca debí hacerlo.

—Era vuestra palabra, majestad.

Don Sancho y Rodrigo debatían en el palacio real de Burgos sobre la tensa situación creada entre Castilla y León con motivo de las desavenencias surgidas a la hora de gobernar Galicia.

—Esos malditos nobles gallegos nunca acatarán una autoridad que se muestre débil y dividida. Son demasiado orgullosos y no dudarán en levantarse una y otra vez mientras no penda sobre sus cabezas una espada asida por mano firme. Mi hermano García no era apto para gobernarlos, y por eso ha perdido su reino, pero la actual situación tampoco es la más adecuada. Los nobles gallegos no saben a cuál de los dos monarcas rendir pleitesía, a quién pagar los tributos, ni a quién jurar vasallaje. Si dos gallos no pueden compartir el mismo corral, dos reyes tampoco pueden gobernar el mismo reino —asentó don Sancho.

—Pero el pacto era dividir Galicia y que cada uno gobierne la mitad que le corresponda —alegó Rodrigo.

—Hace ya varias semanas que intento llegar con Alfonso a un acuerdo para que esa división sea efectiva, pero no hace otra cosa que darme excusas para prolongar la situación. Me temo que lo único que pretende es ganar tiempo, consolidar su posición y quedarse con toda Galicia. Sabe que goza una considerable ventaja estratégica y creo que estima que el ejército de León es superior al de Castilla.

—Se equivoca —asentó Rodrigo—. Los vencimos en Llantada y volveremos a hacerlo. Esos nobles leoneses no saben combatir.

—No los subestimes, Rodrigo. Los nobles leoneses pueden ser acomodados y tal vez estén demasiado atentos a sus palacios, sus riquezas y sus vestidos, pero fueron los primeros que derrotaron a los guerreros del islam cuando todos creían que eran invencibles. ¿No has leído en las crónicas cómo hicieron correr al califa Abderramán en la batalla de Simancas? Todavía se guarda en el tesoro real de León el Corán que el rey Ramiro ganó en aquella batalla; es un magnífico códice encuadernado en plata, del que aseguran que fue escrito por la propia mano de su profeta Mahoma.

—Sí, he leído esas crónicas, lo hice con vos mismo cuando estudiábamos en la escuela palatina. Pero aquellos nobles leoneses eran bien distintos a los de hoy. Seguramente no eran tan ricos ni tenían tantas propiedades, pero los impulsaba un espíritu que ahora han perdido.

Don Sancho tomó una jarra y escanció vino en dos copas de plata.

—Toma, Rodrigo, es el mejor vino de Castilla; traído hasta la corte desde las tierras altas de la Rioja. Saboréalo bien.

Rodrigo bebió un largo sorbo de su copa y apreció el delicado aroma frutal del vino tinto.

—En verdad que es delicioso —confirmó.

—Por el momento, sólo la alta Rioja nos pertenece, pero pronto será nuestra toda esa región… y todos sus preciados vinos.

—Galicia, la Rioja…, sería más sensato ir poco a poco, majestad.

—Tengo una idea mejor, conquistaremos todo a la vez; será más fácil.

Rodrigo se extrañó ante aquella afirmación del rey.

—¿Y cómo vais a hacerlo?

—Es sencillo: conquistando las ciudades de León y después Pamplona, todo lo demás será nuestro.

Cuando don Sancho se proponía en serio una meta, era difícil disuadirlo. Rodrigo lo intentó por unos momentos alegando que Castilla no era todavía lo suficientemente fuerte como para semejantes empresas y que además era preciso atender la frontera sur, donde los musulmanes podían aprovechar las guerras entre los príncipes cristianos para realizar devastadoras razias. Don Sancho escuchó atento los razonamientos de Rodrigo, pero acabó zanjando la cuestión con una orden contundente:

—En cuanto pasen las fiestas de Navidad iremos contra León. Convocaré a todo el ejército para que esté presto para la batalla. Tú, Rodrigo, serás el portaestandarte y dirigirás el ataque.

Tornamos a Vivar a mediados de otoño. Los campesinos recogían las uvas y preparaban los campos desnudos para las ya próximas siembras. Durante unas semanas pude poner en orden las rentas del señorío de Rodrigo.

Una mañana, mientras repasaba los listados de los tributos entregados por los campesinos de Ubierna y las rentas de sus molinos, que mi hermano mayor recogía en nombre de Rodrigo, el señor de Vivar se acercó y me dijo:

—Éste no es trabajo para un caballero. Deja esa pluma y acompáñame a cazar.

—Pero mi señor —le dije—, hay que anotar todas las rentas.

—Ya he buscado a quien se encargue de eso. Tú eres un caballero y además, mi escudero. Desde hoy no te ocuparás de otra cosa.

—¿Y quién va a hacer mi trabajo?

—Mañana vendrá un novicio de Cardeña. El abad me ha dicho que es muy bueno con las cuentas, incluso mejor que tú. Bastará con que le digas cómo ha de hacer su tarea. Soy el portaestandarte de Castilla y voy a dirigir el ejército real, necesito a mi lado caballeros fieles y un escudero preparado para ello. Vamos, ensilla tu caballo y acompáñame.

Fui derecho a las caballerizas y aparejé mi dócil palafrén. Cogí un arco, un carcaj lleno de flechas, mi espada y un par de lanzas y salí en busca de Rodrigo, que aguardaba paciente junto al portón del patio.

—Vamos a pasar la Sobresierra, es un buen día para la caza del jabalí —dijo nada más verme llegar.

Cabalgamos hacia el norte durante toda la mañana, dejando atrás Vivar y Ubierna, y ascendimos por unas empinadas laderas cubiertas de bosques y marañas.

Rodrigo oteaba desde su montura el suelo, en busca de cualquier rastro que denotara la presencia del jabalí. A mediodía, en un pequeño claro del bosque, nos detuvimos para comer. Rodrigo sacó de su bolsa un pan, que partió en dos y me ofreció la mitad junto con un buen pedazo de queso y unas tajadas de tocino ahumado.

—Repón fuerzas, las vamos a necesitar siempre y cuando aparezca algún jabalí.

Acompañamos el queso, el pan y el tocino con un buen trago de vino endulzado con miel, y seguimos a pie entre la maleza cada vez más densa y tupida. Rodrigo tenía incluso que utilizar la espada para dar tajos al follaje a fin de que pudiéramos pasar.

Tras un buen trecho entre matas espinosas y ramajes, Rodrigo se detuvo un instante con los ojos fijos en el suelo.

—Mira.

Me acerqué hasta el lugar que señalaba con su mano.

—¿Qué? —pregunté.

—Ahí, en el suelo, esa huella, es de jabalí. Y es reciente. Vamos.

Subimos a los caballos e iniciamos un ligero trote hacia una pequeña vaguada oculta por el boscaje.

—Éste es un buen sitio. Esta vaguada es un camino para los jabalíes, que seguramente la recorren en busca de alguna charca donde abrevar. Nos apostaremos aquí, tras estos matojos. Ten preparado el arco y no dejes la espada ni la lanza demasiado lejos de tu mano. Un jabalí no es peligroso… salvo si está herido; en ese caso su ataque es más temible que el de un oso.

—Nunca he cazado jabalíes, no sé qué hacer —le dije tembloroso.

—Es fácil: se trata de acertarle con una saeta en la cabeza o en los ijares, y rematarlo enseguida con una segunda flecha, o con la lanza, o con la espada. Las alternativas son muchas.

—¿Y si fallo? —le pregunté.

—Si apuntas bien y tienes el pulso firme, no fallarás. Es muy fácil, haz lo mismo que en el palenque: apunta y dispara al blanco.

—¿Y qué ocurrirá si el jabalí queda herido, pero no de muerte? —insistí.

—Si la herida es leve, huirá. En ese caso, si actúas con rapidez y con suerte, tal vez te dé tiempo para lanzar una segunda flecha. Pero si la herida es grave y el animal se siente acorralado, es probable que cargue contra ti.

—Y en ese caso, ¿qué hago?

—Tienes dos opciones: trepar al árbol más alto que puedas o preparar la lanza y la espada y ensartarlo antes de que te raje con sus colmillos.

Tragué saliva al oír aquello y miré alrededor en busca de un árbol al que pudiera subirme enseguida.

Atamos nuestros caballos unos cuantos pasos alejados de nuestro escondite y nos apostamos entre unos arbustos, con los arcos preparados y media docena de flechas clavadas en el suelo por la punta, justo delante de nuestras rodillas. A un lado, también sobre el suelo, habíamos dejado nuestras lanzas y espadas.

La espera se hizo muy larga y por la altura del sol en el horizonte calculé que no tardaría mucho en caer la noche. Ya estábamos a punto de recoger nuestras armas y marcharnos de allí cuando oímos unos ruidos al fondo de la vaguada. Rodrigo me miró con fijeza y me hizo una seña indicándome que tal vez esos ruidos correspondían a un jabalí. Creo que en aquellos instantes se me heló la sangre, pues aunque sentía mi corazón latir con más fuerza que nunca, mis manos y mi frente destilaban un sudor frío.

En un instante apareció el animal. Era un enorme macho de grandes colmillos que ramoneaba confiado entre los arbustos en busca de brotes tiernos y de bellotas. Rodrigo me señaló con un dedo indicándome que era yo el primero que tenía que disparar el arco. Armé la saeta con cuidado, intentando no hacer el más mínimo ruido, y apunté al cuello del jabalí. Tensé el arco cuanto pude y lancé la flecha. Sólo se oyó un rápido silbido antes de que el animal lanzara un agudo chillido y cayera de bruces con el virote clavado en la base del cuello.

No pude refrenar mi alegría y estallé tras tanta tensión acumulada.

—¡Le he dado, le he dado! —grité corriendo hacia el animal caído.

—¡Quieto, Diego, quieto! —oí gritar a Rodrigo.

—¡Le he dado, le he dado, está muerto! —seguí gritando ya muy cerca del animal.

Estaba casi a su lado cuando el jabalí, como impulsado por una fuerza invisible, se levantó de golpe. Yo me detuve aterrado al contemplar los ojos sanguinolentos de la bestia, que me miraban como si de los de un demonio se tratasen. Recordé entonces los consejos de Rodrigo y eché mano a mi flanco, pero no encontré la espada deseada; en mi loca carrera había olvidado cogerla y ahora estaba desarmado ante la bestia, que respiraba hondamente como cogiendo fuerzas para cargar contra mí. Miré hacia el árbol que había elegido para subir a él en caso de necesidad, pero me di cuenta de que estaba demasiado lejos, y los más cercanos no parecían fáciles de alcanzar.

El jabalí dio un par de pasos hacia adelante y me mostró sus terribles colmillos amarillentos, empapados en una espuma rosada, prestos a ensartarme en el primer envite. Paralizado por el miedo, ni siquiera se me ocurrió santiguarme; sólo esperaba la carga de la bestia y el dolor acerado por sus colmillos desgarrando mi piel.

El jabalí arrancó de pronto hacia mí, con toda la furia que el dolor de mi flecha le causaba, con los colmillos hacia adelante, embistiendo como una mole marrón de pelo y marfil. Una mano poderosa me empujó a un lado a la vez que una lanza rasgaba el aire y se ensartaba en la testuz de la fiera, que cayó fulminada en medio de un montón de hojas secas.

Rodrigo apoyó su mano izquierda en mi hombro derecho, que temblaba al compás de todo el resto de mi cuerpo.

—Una pieza estupenda. Ya hacía tiempo que no veía un ejemplar como éste —dijo.

Y acercándose al jabalí, lo remató con un certero corte de su cuchillo en la garganta.

Recogimos los caballos y entre los dos cargamos el jabalí sobre la grupa del de Rodrigo. Pesaba casi tanto como uno de nosotros y sus colmillos eran tan largos como la mano de un hombre.

Regresamos a Vivar sin mediar entre ambos una sola palabra, ya muy entrada la noche. La aldea estaba en silencio y sólo se oía el croar de las ranas en las charcas, a lo lejos, cerca del río, bajo un límpido cielo estrellado en el que el lechoso camino que indica la dirección de Compostela estaba tachonado de miles de haces de luz.

—Espero que no olvides nunca la lección que hoy has aprendido: un enemigo no está muerto hasta que está bien muerto. Y nunca abandones las armas, jamás dejes relajada la guardia ni desasistida la defensa. Si tu oponente de hoy hubiera sido un guerrero en vez del jabalí, ahora tú serías el muerto.

«Y también estaría muerto si tú no hubieras estado allí», pensé.

En verdad que aquella jornada me sirvió de mucho; desde entonces no dejé un solo instante de vigilar mis armas durante las batallas que libré al lado de Rodrigo, ni relajé mi guardia ante el ataque de un enemigo aparentemente inferior. Tal vez por eso, tantos años después, tras tantos combates librados, todavía sigo vivo.