Capítulo IV

Pasamos el invierno en Vivar, recuperándonos de la dura campaña de Coimbra. Mediada la primavera de 1065 y con la llegada del buen tiempo, el rey don Fernando pareció adquirir nuevos bríos. En Burgos, sobre un gran mapa de toda la Península, planeaba su siguiente conquista.

—En el extremo opuesto a Coimbra, a orillas del mar Mediterráneo, hay una gran ciudad, Valencia; éste es nuestro próximo objetivo —dijo el rey señalando la posición de esa ciudad en el mapa.

Y así aconteció. De nuevo fue convocada una curia, ahora en Burgos. Corrían los primeros días del mes de agosto de 1065 y en los campos de Vivar se segaba la cosecha de cereales.

Poco antes de partir, don Fernando consiguió recuperar dos pequeños castillos que habían caído en manos del rey navarro, los de Luna y Cillorigo, que, aunque tenían muy poco valor, entregó en feudo a Rodrigo.

Salimos hacia Valencia a mediados de octubre, justo cuando acababa la vendimia. Casi todos los caballeros que habían comprometido su asistencia a la hueste hicieron testamento; muchos de ellos dejaban sus bienes, en caso de que la muerte los alcanzara en la campaña, a los principales monasterios del reino, como Arlanza y Cardeña, que gracias a estas dádivas estaban atesorando riquezas extraordinarias. Mi señor Rodrigo, pese a su juventud, fue uno de los testigos más requeridos para confirmar algunos de esos testamentos.

Hasta llegar a Valencia recorrimos unos caminos que volveríamos a trazar tiempo después y aunque en ese momento ni siquiera lo pudiéramos imaginar, aquel primer viaje nos sirvió para conocer esas tierras del este, lo que mucho nos valió años más tarde.

No fue difícil llegar a Valencia. Atravesamos las tierras de nuestro aliado el rey al-Muqtádir, que acababa de recobrar Barbastro, y nos apostamos ante los muros de Valencia. Allí fue donde mi señor Rodrigo se enteró, por boca de don Sancho, de que el rey de Toledo, el hábil al-Mamún, le había ofrecido repartirse el reino de Valencia. Nada extraño hasta aquí, pues los reyezuelos musulmanes no cesaban de atacarse unos a otros, y así se debilitaban y permitían que los cristianos fuéramos cada vez más fuertes; lo raro de toda aquella situación es que, poco antes de enviar una embajada a don Fernando para atacar Valencia, el rey de Toledo había entregado a una de sus hijas como esposa a su joven rey.

—No lo entiendo —oí decir a Rodrigo.

—Yo tampoco, mi buen amigo, pero la política es así. A veces es mejor no entender nada y ocuparse tan sólo del interés del reino.

Don Sancho y Rodrigo conversaban en la tienda del príncipe de Castilla, sentados en sillas de tijera y con sendas copas de vino en sus manos.

—Creo que para eso se esfuerza vuestro padre el rey y por eso estamos aquí ante los muros de Valencia —dijo Rodrigo.

—Mi padre siempre ha tenido presente el interés del reino, pero… —don Sancho dudó un instante—, no debería haberlo dividido entre sus hijos.

—Vos habéis estudiado leyes, como también lo hice yo en la escuela palatina que vuestro padre fundó en Burgos, y sabéis que tiene derecho a ello.

—Sí, sí, tiene derecho, pero eso no quiere decir que esa decisión sea la mejor para León y Castilla, para la cristiandad hispana. La división no acarrea sino debilidad, y en estos momentos necesitamos ser fuertes. Fíjate, Rodrigo, en los sarracenos: hace cincuenta o sesenta años eran los más poderosos, dueños y señores de casi toda esta tierra, sus ejércitos la recorrían impunes y ninguno de los monarcas cristianos osaba oponérseles. Tú mismo has leído en nuestras crónicas cómo fueron capaces de saquear el santuario del apóstol Santiago, en Compostela, y de destruirlo; sus campanas todavía siguen en Córdoba iluminando como lámparas su gran mezquita. Y ahora, ¿qué son ahora? Están divididos en pequeñas taifas, enfrentados unos contra otros, maquinando de qué manera destruir al contrario aunque sea a costa del reino propio.

—Todavía siguen siendo poderosos. Vos mismo, Sancho, habéis podido ver al ejército de al-Muqtádir pelear en Graus, y este mismo verano ha derrotado a los cristianos venidos de Francia en Barbastro. Siguen siendo un enemigo temible.

—No, Rodrigo, lo es tan sólo al-Muqtádir, y lo es porque piensa como yo. A él le ocurrió lo mismo que me sucederá a mí a la muerte de mi padre, recibió una parte del reino, que su padre repartió entre sus hijos, y ha tenido que luchar, y lo sigue haciendo, para restituirlo en su integridad. Por eso es fuerte, porque lucha para reunir lo que otros dividieron.

—Creo que la decisión de su majestad don Fernando es irrevocable.

—En verdad que lo es —replicó con seguridad—. Mi padre no rectifica nunca en asuntos tan importantes como éste, pero…

En ese momento se presentó ante la entrada de la tienda, donde yo permanecía sentado conversando con el escudero de don Sancho cerca de los dos guardias que la protegían, un heraldo de don Fernando.

—Traigo un mensaje urgente para su alteza el príncipe Sancho —exclamó con voz firme.

—Dámelo, yo mismo se lo haré llegar —dijo el escudero del primogénito.

—Debo comunicárselo en persona: el mensaje es del rey.

—Aguarda un instante.

El escudero del príncipe se acercó hasta don Sancho e interrumpió la conversación que mantenía con Rodrigo.

—Hazlo pasar —le dijo su alteza.

—Mi señor, traigo un mensaje de su majestad para vos. Debo comunicároslo en persona.

Rodrigo hizo mención de salir de la tienda, pero don Sancho le indicó que se quedara.

—Bien, habla. —El heraldo miró a Rodrigo receloso—. El señor de Vivar tiene mi permiso para escuchar lo que hayas de decir.

—Vuestro padre el rey tiene fiebre alta y sufre convulsiones; ordena que vayáis inmediatamente a su presencia.

El rey estaba muy enfermo. Su edad, tenía más de sesenta años, y tantos esfuerzos, habían acabado por minar definitivamente su salud.

Aquella campaña había servido para que al-Mamún de Toledo ganara algunas plazas a su yerno, pero León y Castilla sólo obtuvieron la enfermedad de su rey. Levantamos el asedio y el campamento frente a Valencia portando el cuerpo moribundo de don Fernando camino de León. Volvimos sobre nuestros pasos y caminamos hasta la ciudad llamada imperial, donde arribamos poco antes de Navidad. El rey había ordenado el regreso a toda prisa, pues no quería morir lejos de su reino.

La reina doña Sancha, una mujer de recia personalidad, muy influyente en todas las decisiones que adoptaba su esposo, estaba esperándolo unas cuantas millas antes de la ciudad. Don Fernando iba sobre unas angarillas portadas a hombros por seis soldados. Durante todo el camino de regreso sufrió alta fiebre, que las sangrías de su médico no pudieron evitar, y apenas logró retener en el estómago nada de cuanto comía, pues inmediatamente vomitaba. Cuando pude verlo de cerca, ya en León, en el momento en que lo bajaban de las angarillas para introducirlo en su palacio, me dio la impresión de estar en presencia de un espectro. Había perdido la robustez que como buen navarro le caracterizaba, su denso pelo cano no era sino un puñado de pelluzgones grasientos y su piel, de un color gris amarillento, estaba pegada a los huesos como si de un pergamino arrugado se tratara.

Pero su fuerza interior seguía intacta. El día de Nochebuena acudió a rezar ante las reliquias de san Isidoro, en la iglesia homónima que había mandado edificar para guardar el cuerpo del santo, y al día siguiente asistió en la basílica a los maitines y a la misa de Navidad. Era consciente de que apenas le quedaban un par de días de vida, por lo que se preparó para la muerte, despojándose de su manto real y de su corona de pedrería, y vistiendo una humilde túnica. El día 26 de diciembre pidió que lo llevaran de nuevo ante el altar de san Isidoro, donde, empapado en el frío sudor de la fiebre y renqueante a causa de su extrema debilidad, todavía tuvo arrestos para penar sus pecados. Pude verlo, desde una de las naves laterales, tumbado boca abajo ante el altar, penitente sobre las frías y húmedas losas, con la cabeza descubierta, con sus mechones hirsutos tiznados de ceniza y con un cilicio que le atormentaba las menguadas carnes de su ya sufrido cuerpo enfermo. Había ordenado que lo dejaran purgando todos los pecados que en vida había cometido, arrepintiéndose de cada una de sus faltas. En un par de ocasiones intentaron levantarlo, pero el rey lo impidió con sus últimas energías; a la tercera, no pudo siquiera replicar. Por orden de la reina doña Sancha, dos criados lo cubrieron con una manta y lo llevaron en brazos de regreso a palacio.

Tres días más tarde moría don Fernando, rey de León y de Castilla, hijo del gran Sancho el Mayor. La catedral de León se había preparado para la gran curia en la que los tres hijos del rey don Fernando iban a recibir sus reinos. La reina doña Sancha, vestida de riguroso luto, con el rostro cubierto por un velo de gasa negra, estaba junto a sus dos hijas, sentada en un sitial al lado del altar donde sus tres hijos varones iban a recibir las tres coronas.

El notario real se adelantó unos pasos, hizo una reverencia hacia doña Sancha y comenzó a leer el testamento de don Fernando: «Nos, Fernando, hijo del rey Sancho, rey de León, de Castilla…»

Rodrigo formaba en la segunda fila de los nobles castellanos. Apenas frisaba los veinte años y ya era uno de los caballeros más afamados de la corte. Contemplaba la escena con atención; sus agudos ojos castaños recorrían una y otra vez el elenco de personajes que se agolpaban bajo las bóvedas de piedra de la catedral. Allí estaban los taimados y poderosos magnates leoneses, dueños de enormes extensiones de tierras de pan y vino, señores de castillos y villas; los montaraces barones cántabros y astures, embutidos en sus capas de pieles de oso y de lobo, orgullosos por haber sido los primeros en levantarse contra el islam; los inquietos y enigmáticos condes gallegos, llegados de sus brumosas montañas del noroeste; y los aguerridos y firmes caballeros castellanos, siempre fieles defensores de su rey y de sus libertades.

Cuando el notario acabó la lectura del testamento, tres nuevos reyes fueron ungidos por el obispo de León: Sancho, rey de Castilla, Alfonso, rey de León y García, rey de Galicia. Se cumplía así el testamento de don Fernando que su esposa doña Sancha había jurado salvaguardar.

El rey de Castilla dejó León camino de Burgos, acompañado por todo su séquito. Al cruzar el río Pisuerga se volvió hacia Rodrigo y le dijo:

—Ayer, este río regaba un mismo reino, hoy separa dos.

Rodrigo no hizo ningún comentario, aunque sólo con mirar los ojos de don Sancho supo que el rey jamás se resignaría a aceptar el testamento de su padre. Pero de momento había mucho que hacer, había que gobernar un Estado.

A diferencia de León, donde unas cuantas familias de condes y magnates controlan el reino, Castilla es tierra de infanzones, la pequeña nobleza que alcanzó esa condición debido a servicios militares prestados durante siglos de luchas fronterizas contra el islam. Aquí son pocos los que pueden apelar a una noble estirpe para exigir derechos y privilegios nobiliarios; en Castilla, el honor y la honra se consiguen en el campo de batalla, y no en la cuna.

Don Sancho creía en los mismos ideales que sus vasallos castellanos. Fuerte y ambicioso, no dudó en rodearse de fieles y valerosos caballeros; eligió para formar su corte a los más válidos, a diferencia de sus hermanos Alfonso y García, que configuraron sus respectivas cortes con los personajes más influyentes de sus dos reinos.

En una curia celebrada en Burgos, Rodrigo fue designado portaestandarte real de Castilla, un honor que jamás hasta entonces había ostentado ningún infanzón, aunque el rey no consignó el nombramiento en un diploma para evitar que los condes se sintieran desplazados por un noble de inferior rango.

Don Sancho apenas podía disimular sus deseos de unificar de nuevo las tres coronas en una sola. La Castilla que había heredado de su padre era demasiado poco para él, que aspiraba a convertirse algún día en el único monarca de la cristiandad hispana. Recluido con su amigo Rodrigo y otros nobles de su plena confianza en su palacio de Burgos, no cesaba de elaborar una y otra vez distintos planes para acabar con aquella situación que él creía injusta.

Algunas veces acudían a cazar con halcones a las laderas de los páramos de Vivar, o se acercaban hasta las sierras de la frontera con Navarra persiguiendo jabalíes y corzos. Dominar al halcón y obligarlo a cazar; acosar a una presa hasta ensartarla con la lanza o el arco y rematarla con el puñal, abatir a una pieza gracias a la superior inteligencia del hombre sobre la bestia…, ésos eran los grandes placeres de los dos amigos, rey y vasallo, y también un excelente ejercicio para mantener sus músculos fuertes y tonificados, y su cabeza despierta y preparada para las futuras batallas que ambos soñaban con librar juntos.

Una fría noche de fines del invierno, después de una agotadora jornada de caza, don Sancho y Rodrigo compartían un buen pedazo asado de corzo que habían cazado por la mañana. Yo los había acompañado a una batida de caza en los páramos del este, aunque, en verdad, creo que don Sancho había programado aquella montería como una mera excusa para inspeccionar la frontera con Navarra; al otro lado de las altas cumbres de la sierra de la Demanda se extiende la fértil región de la Rioja, cuyo dominio reclamaba Castilla desde los tiempos del reinado de don Fernando.

—Sin nuevas tierras, Castilla está perdida. El reino que he recibido de mi padre necesita expandirse hacia el sur, hacia el este, hacia cualquier parte. Encerrados entre los musulmanes al sur, los navarros al este y los leoneses al oeste, o tomamos la iniciativa o pronto seremos una simple región de cualquiera de ellos.

—Navarra y León son fuertes, majestad, tal vez Zaragoza…

—Sí, Zaragoza. Su rey es vasallo nuestro; no obstante la conquista de Zaragoza supondría cortar la posibilidad de expansión hacia el sur de navarros y aragoneses. Pero no puedo conquistar Zaragoza y dejar a nuestras espaldas a la Rioja en manos de los navarros. Mantener bajo nuestro dominio a Zaragoza sin poseer antes la Rioja sería imposible.

—El rey de Pamplona es vuestro primo —alegó entonces Rodrigo.

—Y los de León y Galicia mis hermanos, y no por ello dejo de pensar en ganar sus reinos.

Nada parecía capaz de detener a don Sancho, que durante el verano realizó algunas escaramuzas por la frontera con Navarra, lo que provocó un profundo malestar en el rey de Pamplona. Rodrigo, entre tanto, no dejaba un solo día de ejercitarse en el combate. En una era, al lado de su casa de Vivar, ordenó construir un palenque en el que todas las mañanas practicaba el manejo de la lanza, la espada y el arco. Yo lo observaba sentado en un poyete de piedra; me gustaba admirar el dominio que ejercía sobre su caballo, la velocidad que imprimía a la jabalina en el lanzamiento, la precisión que demostraba en el tiro con arco y la contundencia con que golpeaba el muñeco de borra y paja con la maza, el hacha de combate o la espada.

Un día, después de haber realizado varias cargas de caballería contra el muñeco, se acercó sudoroso hasta mí, me entregó una espada y exclamó:

—Adelante, ¡en guardia!

—¡Pero qué decís, señor! Yo jamás he empuñado una espada.

—Vamos, eres hijo de un infanzón. Tu padre ha derramado mucha sangre en la defensa de Castilla, no me digas que no hay una sola gota de ella en tus venas. ¡En guardia! —insistió.

Yo me coloqué en la mejor postura que pude, tal y como estaba acostumbrado a ver a los caballeros en el combate y en los ejercicios militares, pero aun así, mi posición para la pelea debió de ser realmente ridícula, porque Rodrigo estalló en una sonora carcajada.

Sin darme siquiera cuenta de cómo lo hizo, me desarmó al primer golpe.

—Si esto hubiera ocurrido en el campo de batalla, ya estarías muerto. Te traje conmigo como contable, pero también como escudero, ya es tiempo de que comiences a serlo.

—Señor, os repito que jamás he manejado un arma.

—No importa. Eres joven y fuerte, aprenderás pronto.

Durante varias semanas me ejercité con Rodrigo en el uso de la lanza, la espada y el tiro con arco; la maza y el hacha de combate eran todavía demasiado pesadas para mí. Todas las noches, cuando me retiraba a descansar a mi catre, sentía los músculos doloridos y fuertes calambres en las piernas y en los brazos. Al principio, pese al cansancio, me costaba dormir, pero a los pocos días logré conciliar el sueño de inmediato.

Compartía mi formación como soldado con la administración de las rentas de mi señor Rodrigo, cada vez mayores gracias a las nuevas donaciones que le entregó don Sancho.

—Un noble no es nada sin tierras, y tampoco lo es sin un séquito de caballeros a su servicio. Tú podrías ser uno de mis caballeros —me dijo un día mientras descansábamos junto a una fuente refrescándonos tras una agotadora jornada de caza.

—Es muy costoso mantener a un caballero —repliqué.

—Sí, muy costoso. Hace unos días me pidieron quinientos meticales de plata por un caballo y otro tanto por una silla repujada de plata. ¡Con mil meticales podrían comprarse cien bueyes!

—Con lo que me pagáis por mis servicios, necesitaría doscientos cincuenta años para poder comprar un caballo, y otros tantos para adquirir la silla.

—Eres muy listo, Diego, muy listo. Tal vez podría prestarte un caballo.

—¿Habéis oído alguna vez que un caballero monte un caballo prestado?

Rodrigo rió de buena gana, comió un buen pedazo de queso y saboreó un largo trago de vino de la bota.

—Regresemos a Vivar, el cielo amenaza tormenta —concluyó.

La mañana era luminosa y cálida. El viento del sur mecía los trigos, que amarilleaban como anunciando que estaban listos para la siega.

En lo alto de los páramos los azores rasgaban el aire con sus vuelos rasantes a la caza de conejos y ratones y de las colinas del norte llegaba un aroma dulzón a retama seca, tomillo y espliego.

Rodrigo estaba pasando unos días en Celada, una pequeña aldea muy cerca de Vivar. Me había dicho que trataba de poner en orden ciertos asuntos sobre una herencia en esa aldea, pero cuando le dije que lo acompañaría, me lo prohibió; primero de manera tibia, pero tajantemente en cuanto insistí. No entendí por qué no quería que lo acompañara, tratándose de una cuestión de herencias, pero enseguida lo comprendí cuando corrieron rumores de que el señor de Vivar visitaba la casa de una joven viuda de esa aldea.

Que yo sepa, Rodrigo no había tenido hasta entonces ninguna relación amorosa. Como la mayoría de los jóvenes nobles, había mantenido esporádicas aventuras y furtivos encuentros con campesinas y con sirvientas, pero nada parecido al amor. A su edad, algunos jóvenes ya estaban casados. Cierto que a mí me habían educado para permanecer célibe, recluido tras los muros de piedra del monasterio, con mi vida consagrada a Dios y a la oración, y bien seguro estoy de que si no hubiera aparecido Rodrigo aquella mañana de hace ya tantos años para sacarme de Cardeña, yo jamás hubiera conocido la placentera sensación del contacto con la suave piel de una mujer y el excelso gozo que sólo el amor puede ofrecer.

Como he dicho, la mañana era cálida cuando un heraldo de don Sancho se presentó ante el portón de la casa del señor de Vivar.

—¿Está don Rodrigo? —me preguntó después de identificarse.

—Hace varios días que falta; se encuentra en Celada resolviendo unos asuntos —respondí.

—El rey don Sancho lo reclama con urgencia. Aquí está la carta.

—Yo se la entregaré, soy su escudero.

—Hazlo pronto.

El jinete espoleó a su caballo y partió hacia Burgos dejando tras de sí una fina estela de polvo amarillo.

Ensillé mi mula y sin perder un instante partí hacia Celada, que dista poco más de un paseo desde Vivar. En cuanto llegué a la aldea pregunté por Rodrigo. Una campesina que hilaba a la sombra de unas tapias me señaló con una irónica sonrisa una gran casona al fondo de una era. Llamé a la puerta y me atendió una muchachita de trece o catorce años. Me dijo que la señora había salido con Rodrigo para dar un paseo a caballo por el soto, me indicó la dirección y partí hacia allí.

A lo lejos pude ver a dos figuras que caminaban al lado de sus caballos por una vereda salpicada de arbustos. Aticé a mi mula y al trote los alcancé enseguida. Eran mi señor Rodrigo y una distinguida dama, varios años mayor que el señor de Vivar pero de una gran belleza todavía.

—¡Diego! Te ordené que no vinieras —me dijo entre sorprendido y turbado.

—Perdonad, señor, que os haya desobedecido, pero esta misma mañana ha llegado a Vivar un heraldo del rey don Sancho con esta misiva —le alargué el pergamino a la vez que descendía de la mula—; ha dicho que os la entregara de inmediato, pues es muy urgente.

Hablé con todo el énfasis que pude, sobre todo cuando cité el nombre del rey, pues quería que aquella dama se enterara, como si no lo supiera, que Rodrigo era un importante caballero del que el mismísimo don Sancho requería su ayuda.

—Este es Diego, mi escudero. Diego: doña Inés de Castro —me la presentó.

—Señora —la saludé con una reverencia, imitando las que había visto hacer a algunos caballeros ante las damas de la corte.

Rodrigo rompió el sello real de cera y leyó el pergamino.

—Tengo que marcharme. Don Sancho me reclama a su lado.

Doña Inés me miró como si yo fuera el mismísimo diablo.

—¿No puedes quedarte algunos días más? —le preguntó la dama.

—El rey me pide que vaya con él a la Rioja; tiene unos asuntos pendientes con el soberano de Pamplona. Volveré en cuanto pueda —aseguró Rodrigo.

Recogimos algunas cosas que mi señor tenía en casa de doña Inés y partimos hacia Vivar. Cuando nos alejamos de Celada, yo sobre mi mula y Rodrigo sobre su caballo, sentí en mi nuca como si dos rayos invisibles se clavaran en ella. No me volví a comprobarlo, pero no tuve ninguna duda de que eran los ojos de doña Inés que me miraban desde lejos cual dos agujas de hielo.

Durante el camino de regreso a Vivar, Rodrigo no pronunció una sola palabra, pero al llegar ante el portón de su casa, antes de que los criados salieran a recoger el caballo, me miró fijamente y me dijo:

—Tal vez ni siquiera una gran victoria en el campo de batalla sea capaz de superar el placer que se siente al lado de una hermosa mujer.

Y entonces no me cupo ninguna duda de que el señor de Vivar estaba enamorado.

Don Sancho requirió la ayuda de Rodrigo para una campaña de reconocimiento que había previsto realizar por tierras de la Rioja, entre la sierra de la Demanda y Nájera. Hacía tiempo, desde el reinado de don Fernando, que los castellanos ansiaban dominar las feraces huertas de la Rioja, una comarca navarra fértil y próspera, regada por el gran río Ebro, que además era la llave del camino de los peregrinos y de la ruta hacia Zaragoza.

—Castilla necesita la Rioja. Estoy dispuesto a librar una guerra contra mi primo el rey de Pamplona por ganar esa región. La necesito para mis planes de hacer de Castilla el más poderoso de todos los reinos —le dijo don Sancho a Rodrigo cuando le explicó la causa de su llamada.

—Los navarros son fuertes y su rey luchará a muerte por la Rioja —alegó Rodrigo.

—Ya lo sé, pero creo que podemos vencerlo.

—¿Habéis calculado que vuestro también primo, el rey don Sancho de Aragón, puede acudir en ayuda del navarro? —inquirió Rodrigo.

—Todavía mejor si se da el caso; ése puede ser el camino para recuperar la herencia de mi abuelo Sancho el Mayor.

Don Sancho encomendó de nuevo a Rodrigo la custodia del estandarte real, pero tampoco en esta ocasión firmó un diploma nombrándolo armígero. Era demasiado pronto, le dijo. Hasta entonces, el portaestandarte del rey de Castilla había sido un noble de alta condición, un conde o cuando menos un magnate, y don Sancho tenía que asentar su dominio sobre la alta nobleza del reino antes de atreverse a nombrar a un infanzón para tan relevante puesto, que en la práctica suponía la jefatura efectiva del ejército real.

La excusa que presentó don Sancho para irrumpir con una mesnada en la Rioja fue la reclamación de la aldea de Pazuengos, al pie de la sierra de San Lorenzo, cerca del monasterio de San Millán de la Cogolla, el más importante centro monacal de la región y el principal foco que los monarcas castellanos habían utilizado para ejercer allí su influencia. Don Sancho estaba dispuesto a librar una batalla para lograr el dominio de Pazuengos, que sería la primera piedra del plan para dominar toda la Rioja, pero el rey de Pamplona solicitó que fueran los propios monjes de la Cogolla quienes mediaran en el conflicto.

Reunidos ambos reyes en el cenobio de San Millán, se revisaron viejos tratados, decenas de documentos y numerosas cartas, y se repasó una y otra vez el testamento de Sancho el Mayor, pero no hubo manera de alcanzar un acuerdo entre el castellano y el navarro: ambos sostenían que Pazuengos les pertenecía.

—Que lo decida Dios dijo al fin don Sancho.

—Esa costumbre nos parece bárbara —alegó el abad de San Millán.

—Está en el derecho y en las costumbres. Cuando dos partes no logran establecer un acuerdo, hay que recurrir al juicio de Dios —sentenció don Sancho.

—Las ordalías no son juicios de Dios, sino del diablo —alegó el abad.

—¿Tú piensas lo mismo, primo? —preguntó don Sancho al rey de Pamplona.

—Prefiero un buen acuerdo, pero si no queda otro remedio…

—En ese caso, sea. Si os parece bien, cada uno de nosotros nombrará a un caballero para defender en el campo del honor sus derechos; quien resulte vencedor en la lidia, ganará Pazuengos.

—La ordalía para dentro de dos semanas, en Pazuengos —asentó el rey de Navarra.

—Allí os veré, primo —aseguró don Sancho.

—Tú, Rodrigo, serás el lidiador por Castilla.

El rey don Sancho le comunicó al señor de Vivar su decisión al comienzo de una reunión con varios de sus caballeros en el campamento real que se acababa de instalar en Pazuengos, donde unos carpinteros estaban levantando el palenque en el que se iba a celebrar el combate.

—Es un gran honor, majestad, procuraré no defraudaros.

La apuesta de don Sancho era arriesgada. Rodrigo era joven y nadie lo consideraba como el mejor paladín de Castilla, pero el rey sabía que la única manera de que su amigo Rodrigo alcanzara un alto puesto en la corte sin que nadie lo rechazara por la modestia de su linaje era mediante triunfos en el campo de batalla. Aquélla era una oportunidad extraordinaria para lograrlo; si Rodrigo vencía en Pazuengos y conseguía esta villa para Castilla, su prestigio crecería de tal modo que nadie podría negarle un lugar entre la alta nobleza del reino.

La mañana estaba en calma, ni una sola ráfaga de viento agitaba los pendones que castellanos y navarros habían colocado la tarde anterior a ambos lados del palenque. Los carpinteros llegados de Nájera habían levantado dos tribunas, una a cada lado, para ubicar allí a los reyes y a sus invitados. Una valla delimitaba el campo de la lid y dos altos postes señalaban el lugar donde debían situarse los dos campeones, el navarro y el castellano.

Rodrigo había pasado buena parte de la noche velando las armas. Yo estuve todo el tiempo a su lado, ocupado en que el más mínimo detalle estuviera listo para el gran momento.

El sol lucía en lo más alto cuando el juez de Nájera se adelantó hasta el centro del palenque. Las dos tribunas estaban llenas de nobles que escoltaban a sus reyes, y alrededor de la valla que delimitaba el palenque se amontonaban gentes llegadas de todas las partes de la Rioja, y aun de Castilla y de Navarra.

Desde el centro del campo de la lidia, el juez hizo sendas reverencias, primero al rey de Pamplona y después al de Castilla, y en voz alta dijo:

—Sus majestades el rey don Sancho de Pamplona, hijo del rey don García, y el rey don Sancho de Castilla, hijo del rey don Fernando, exigen para sí la villa de Pazuengos. Como quiera que ninguno de los dos renuncia a los derechos que reclama… —el juez hizo un alto para mirar a los dos reyes, que asintieron con la cabeza—, la posesión de Pazuengos se dilucidará en una ordalía. Majestades, presentad a vuestros caballeros, que sean de una edad similar y de características semejantes.

Un noble de la corte de Pamplona se adelantó desde la tribuna de su rey y gritó:

—Su majestad don Sancho, rey de Pamplona, de Nájera y de la Rioja, presenta a don Jimeno Garcés de Azagra, alférez real.

—¡Dios santo, es el mejor soldado de Navarra! —oí exclamar a uno de los caballeros castellanos.

En el campo apareció un formidable jinete, vestido con cota de malla y loriga, sobre un magnífico corcel de pelo negro y crines brillantes como ala de cuervo.

—Su majestad don Sancho, rey de Castilla, presenta a don Rodrigo Díaz de Vivar, portaestandarte real —gritó el portavoz de don Sancho.

En el otro extremo del campo apareció Rodrigo sobre su caballo zaino, el mismo con el que había peleado en la batalla de Graus y ante los muros de Coimbra.

Los dos caballeros se acercaron hasta el juez de Nájera, que iba a ser el árbitro de aquella lid, y saludaron a sus respectivos monarcas. El juez comprobó que ambos lidiadores eran de complexión semejante y que, pese a ser Rodrigo diez o doce años más joven, reunían los requisitos para la pelea.

—Ya sabéis las reglas, caballeros, el combate durará hasta que uno de los contendientes se rinda… o hasta que muera. Ocupad vuestro lugar y que Dios os asista en justicia.

Los dos campeones se dirigieron a los postes que se les habían asignado y ambos se colocaron la celada. La del caballero navarro era un yelmo de hierro casi cilíndrico, con la cimera ligeramente curvada y rematada por un penacho de plumas teñidas de rojo, tal vez de un gavilán. Rodrigo cubría su cabeza con su casco cónico de combate, sin otro adorno que una cinta azul cosida en la parte posterior que protege la nuca.

Cuando le ajusté las correas que le sujetaban el yelmo al cuello contemplé por un instante sus ojos; estaban tan tranquilos y serenos como si en vez de acudir al encuentro con la muerte, saliera a dar un apacible paseo por sus campos de Vivar cualquier mañana de otoño. Creo que si su contrincante hubiera podido mirarlo en ese momento a los ojos, se hubiera rendido sin condiciones.

—Ese caballero navarro es un luchador prodigioso; ha vencido en dieciséis torneos y nunca ha sido derrotado —me dijo uno de los criados durante la tensa espera a que el juez diera orden de comenzar el combate.

—No te preocupes, nuestro señor lo vencerá —aseguré con todo el convencimiento que pude.

El juez de Nájera alzó su brazo derecho, en cuya mano sostenía un pañuelo rojo, y lo bajó de golpe dando por iniciado el combate. Rodrigo espoleó a su caballo, enristró la lanza y, acoplado sobre su montura como una mano en un guante, cargó al galope. El encontrón de los dos jinetes fue tremendo. Las dos lanzas se quebraron a la par al chocar contra el escudo del contrario, pero ambos caballeros lograron mantenerse sobre sus monturas. Volvieron a una segunda carga, ahora con las espadas desenvainadas y asestando terribles golpes sobre los escudos. El navarro lidiaba con bravura, pero desde mi situación en uno de los extremos del palenque pude contemplar con cierta claridad que en la furia despiadada de sus envites dejaba su flanco derecho un tanto desprotegido. Rodrigo aguantaba con fuerza, aunque sin derrochar la vehemencia del campeón navarro, dejando que éste llevara la iniciativa, pero repeliendo cada uno de sus golpes, estudiando con frialdad el momento adecuado para contraatacar. Las espadadas de Jimeno Garcés eran terribles, de una violencia tal que sólo un caballero de la firmeza de Rodrigo era capaz de resistir.

Durante algún tiempo los dos jinetes pelearon a lomos de sus monturas, hasta que la de Jimeno Garcés mostró cierta debilidad en el corvejón y dobló los cuartos traseros. El de Azagra desmontó y se aprestó a luchar pie a tierra. Rodrigo, como dictan las leyes de la lidia, también saltó a tierra y se colocó en guardia, con las piernas ligeramente flexionadas, esperando la acometida del navarro, que no se hizo esperar. Una y otra vez los golpes de Jimeno Garcés fueron esquivados o bloqueados por Rodrigo, que se movía de manera muy segura, siempre atento a las embestidas de su oponente.

Tras los primeros gritos y la algarabía del encontronazo con las lanzas, se hizo un profundo silencio en el palenque, sólo roto por el chocar metálico de las espadas y el jadeo constante de los dos combatientes. Desde las tribunas, los dos reyes contemplaban el combate sin perder detalle, en ello sólo les iba el dominio de una pequeña villa como Pazuengos, pero quién sabe si después el de toda la Rioja.

Transcurrido un tiempo, observé que los golpes del navarro perdían contundencia. Y mi señor Rodrigo también se percató de ello, pues, tras un buen rato a la defensiva, pasó al ataque mediante un par de esas fintas que tantas veces había practicado de niño con su padre. El navarro, cansado y desalentado quizá de que todas sus acometidas se hubieran saldado en fracaso, dejó un hueco en su flanco derecho y Rodrigo aprovechó para lanzar una estocada, que aunque no llegó a herir, le causó un profundo dolor y sobre todo puso de manifiesto los puntos débiles del de Azagra. Rodrigo tomó la iniciativa, y cada uno de sus golpes dejaba más a las claras las dificultades del navarro para recuperarse.

En el palco de los castellanos comenzaron a proferirse gritos de ánimo hacia Rodrigo; el propio don Sancho se inclinó hacia adelante, asiendo con fuerza la valla que protegía la tribuna. Por el contrario, en el palco de los navarros, y pasados los primeros momentos de euforia, cundía el desasosiego.

No obstante, Jimeno Garcés hizo acopio de sus últimas fuerzas y lanzó un desesperado ataque sobre Rodrigo; pero el señor de Vivar no había bajado la guardia en ningún momento y con una nueva finta eludió la carga del navarro, que no pudo recuperar su posición de defensa antes de que con un mandoble de abajo arriba Rodrigo le clavara la espada en la axila derecha.

El de Azagra gritó de una manera espantosa, pues la estocada de Rodrigo le había penetrado casi hasta la base del cuello, se tambaleó como un borracho, dio dos pasos hacia adelante y cayó de bruces sobre el suelo. Un gran charco de sangre empapó enseguida la arena amarilla.

Los castellanos prorrumpieron en gritos de júbilo y el juez de Nájera, tras cerciorarse de la muerte de Jimeno Garcés, proclamó que el vencedor era don Rodrigo Díaz de Vivar y que Pazuengos era de Castilla.

Don Sancho creyó que tras la lid de Pazuengos, que tanto impresionó a los navarros, la cuestión de la Rioja quedaría en calma… por el momento. Pero si así lo supuso, se equivocó. Don Sancho de Pamplona no era probablemente un gran rey, y además tenía muchos problemas en su reino, en el que cada noble era un conspirador, pero era nieto de Sancho el Mayor y algo de su energía brotaba de sus entrañas. Sancho de Pamplona no había digerido la derrota de Pazuengos y Sancho de Aragón, un joven aguerrido e impetuoso, ardía en deseos de vengar la muerte de su padre, el rey Ramiro, en Graus. Además, ambos tenían apetencias por los tributos y parias del reino musulmán de Zaragoza. Así, con semejante confluencia de intereses, la alianza de ambos monarcas en contra del rey de Castilla era sólo cuestión de oportunidad y de tiempo.

A principios de marzo de 1067 el rey de Castilla aguardaba en Burgos la llegada de los tributos del de Zaragoza, que el año anterior no se habían pagado. Hacía un par de meses que don Sancho había enviado una embajada a Zaragoza reclamando las parias, y el rey al-Muqtádir, tal vez envalentonado por su victoria en Barbastro, había devuelto a los nuncios castellanos con las manos vacías, dándoles largas aunque después de dispensarles un trato amable.

Don Sancho no lo pensó dos veces: convocó a la hueste en Burgos y, sin apenas tiempo para otra cosa que aparejar los caballos, se puso en marcha hacia Zaragoza. De nuevo en campaña, ese iba a ser el sino de Rodrigo durante toda su vida, asediamos Zaragoza en la primavera, pero sus murallas eran demasiado imponentes como para que nuestras modestas máquinas de asalto pudieran batirlas y tampoco disponíamos del número suficiente de soldados como para evitar que pudieran recibir suministros. No obstante, lanzamos decenas de piedras al interior de la ciudad con nuestras catapultas y sin duda que causamos cierto desasosiego, pues tras varios días de sitio vino a nosotros una delegación zaragozana.

La encabezaba un viejo visir medio ciego al que acompañaban dos soldados que identifiqué como de la guardia real, pues vestían el mismo uniforme que lucieran cuatro años atrás cuando combatimos a su lado en Graus.

—Su majestad al-Muqtádir saluda al poderoso señor rey de Castilla y le ofrece su amistad —dijo el visir ante la presencia de don Sancho, a cuya derecha estaba Rodrigo portando el estandarte real castellano.

—Un amigo cumple con sus compromisos, y vuestro rey no ha pagado el tributo que nos debe.

—Se os pagará, pero a cambio pide que levantéis el asedio a Zaragoza.

—Lo haremos, en cuanto esté aquí el dinero —sentenció don Sancho.

—Mi señor os lo hará llegar cuando vuestro ejército haya salido de sus dominios.

—¡Ni hablar! Estoy harto de tantas promesas incumplidas. Decidle a vuestro rey que si dentro de tres días no nos ha entregado cuanto nos debe, asaltaremos esa maldita ciudad y no quedará piedra sobre piedra de ella.

Don Sancho temblaba como un poseso y su rostro estaba rojo como un atardecer de verano. Sus ojos reflejaban la famosa ira real de los descendientes de Sancho el Mayor.

Cuando el visir se alejó, Rodrigo le dijo al rey:

—Majestad, no disponemos de las fuerzas necesarias para lanzar un asalto.

—Ya lo sé, Rodrigo, ya lo sé, pero ¿qué otra cosa podía hacer?

—Retarlos a un duelo.

—¿Te refieres a un combate como el de Pazuengos?

—A eso me refiero. Decidle a al-Muqtádir que vuestras diferencias se saldarán en el campo del honor: su mejor campeón contra el mejor de los vuestros. Si ganan ellos, levantaremos el asedio; pero si vencemos nosotros, además del tributo debido deberán comprometerse a juraros vasallaje y a pagar parias anuales por ello.

—Tú eres nuestro mejor guerrero.

—Si vos lo decís…

Don Sancho parlamentó con el visir de nuevo y le transmitió la propuesta de un combate entre dos campeones. Pocas horas después, el visir regresaba a nuestro campamento con la aceptación por al-Muqtádir de todas las condiciones.

El palenque se estableció en un recinto alargado que llaman la exarea, donde los musulmanes celebran ciertas manifestaciones festivas. Era un amplísimo campo de arena rodeado de un muro de mampuesto, obra muy antigua sin duda, en uno de cuyos lados había varias gradas a las que se había arrancado su revestimiento de losas de mármol.

Vestimos a Rodrigo para el combate como en Pazuengos, y de nuevo pude ver sus ojos serenos cuando le ajusté la celada.

En el otro lado del palenque apareció el campeón musulmán. Era un gigantesco guerrero de Medinaceli, llamado Fariz, que cubría su cabeza con un turbante de tafetán rojo. Cuando se lo quitó para ajustarse la celada, su cabeza apareció totalmente rapada, lo que le confería un fiero aspecto. Según decían, era el mejor luchador musulmán, sobre todo cuando usaba su látigo, que siempre portaba recogido en el costado izquierdo. Y en verdad que lo parecía, pues su elevada estatura (sería casi una cabeza más alto que Rodrigo), sus poderosos hombros, anchos y fuertes como los de un buey, y su robusto cuello, fornido y recio como el de un oso, así lo denotaban.

—Es un gigante —le comenté a Rodrigo.

—También lo era Goliat —me contestó.

Rodrigo enristró su lanza y a la señal del juez de la lid cargó contra el de Medinaceli. Mi señor sabía que en este combate la habilidad era la única artimaña capaz de vencer a la fuerza bruta de Fariz, y así fue.

El musulmán venía lanzado en una loca carrera al encuentro de Rodrigo, sabedor de su superioridad física y confiado en que cualquier envite le sería favorable. Pero el señor de Vivar se mantuvo firme durante la carrera, ofreciendo un blanco seguro a su oponente. Fariz ya debía de saborear la victoria cuando casi tenía a Rodrigo al alcance de su lanza, pero justo en ese momento, el campeón de Castilla se tumbó sobre el lado izquierdo del caballo, cubriéndose la cabeza, y dejó su lanza apuntando al cuello de Fariz.

El de Medinaceli no acertó con el cuerpo de Rodrigo, que se dobló con la flexibilidad de un junco, y su lanza rasgó el vacío. Los dos jinetes se cruzaron sin que aparentemente hubiera ocurrido otra cosa que un fallido choque, pero la punta de la lanza de Rodrigo había encontrado el cuello de Fariz por debajo de la gola. El musulmán cayó del caballo y se contorsionó en el suelo herido de muerte. Todavía tuvo fuerzas para levantarse, asir el látigo y prepararlo para lanzar un trallazo; pero cuando alzó el brazo para cargar el golpe, cayó hacia atrás como un fardo, con la garganta seccionada por el acerado filo de la punta de la lanza de Rodrigo.

Don Sancho estaba radiante. No es que hubiera dudado de Rodrigo, pero su rostro se había ensombrecido cuando vio aparecer en la arena al gigantesco Fariz. La destreza del señor de Vivar había vencido a la fuerza bruta del campeón musulmán; al-Muqtádir pagó lo que debía y el reino de Zaragoza se convirtió en vasallo del de Castilla.

La proeza del señor de Vivar llegó a Castilla antes que nosotros. En muchas aldeas ya sabían lo ocurrido, pues los juglares que recorren el reino cantando estas hazañas se habían encargado de contarlo enseguida. En una plazuela de Burgos oímos a un juglar que recitaba una canción en la que se denominaba a Rodrigo como «el Campeador». Mi señor, mezclado entre la gente que escuchaba las palabras del poeta y el tañido de su rabel, esbozó una sonrisa cuando oyó la descripción del musulmán de Medinaceli:

—Tan alto que su cabeza los aleros de los tejados rozaba, tan grande como una carreta de cuatro ruedas llantada y tan fuerte como seis bueyes en yuntada —cantó el juglar ante la mirada asombrada de los burgaleses.

—¿En verdad era así? —me preguntó Rodrigo sonriendo con ironía.

—Casi, mi señor, casi —apostillé.

—Después de oír esto nunca volveré a creer en lo que los libros cuentan de los antiguos héroes y de sus hazañas —me confesó.

—De alguna forma hay que ilusionar a esas gentes; ellos esperan que sus héroes venzan en combates imposibles.

—Mi triunfo en Zaragoza fue fácil, Diego. Ese Fariz era un hombretón confiado en su enorme fuerza y me menospreció como rival; sólo fue necesario un poco de habilidad para vencerlo. En muchas ocasiones la victoria depende de eso, de la habilidad…, bueno, y a veces también de la suerte. Quién sabe, tal vez el destino…

Y Rodrigo se alejó entre la gente que aplaudía al juglar cuando éste anunció que su relato había terminado y que rogaba de los presentes unas monedas para alimentar su cuerpo, a cambio del alimento que él había proporcionado a sus espíritus.

El vasallaje de Zaragoza no hizo sino alentar hacia Castilla el odio de aragoneses y navarros, que aliados al fin organizaron un ejército durante el verano. Don Sancho fue informado de que un pequeño contingente de tropas navarro-aragonesas se dirigía hacia la frontera oriental y salió a su encuentro con un centenar de caballeros. El rey dio tan poca importancia a este episodio que Rodrigo ni siquiera fue convocado.

Los dos ejércitos se encontraron cerca de Viana, la antigua sede de los reyes navarros. Los aragoneses y navarros eran muchos más de los que don Sancho había supuesto, y el rey de Castilla salió derrotado. Sólo la presión de un ejército musulmán zaragozano que acudió en ayuda de los castellanos obligó a los aragoneses a retroceder, pues, envalentonados por su victoria, se habían mostrado dispuestos a llegar hasta Burgos.