Capítulo II

El rey don Fernando había convocado una curia plena en la ciudad de León para explicar su testamento y decidir la conquista de Coimbra, una antiquísima ciudad al oeste, cerca de la costa del océano. Recorrimos el camino de los peregrinos aposentándonos en los hospitales y hospederías que monarcas, condes, obispos y abades han construido a lo largo de esa ruta. Desde Vivar atajamos por los páramos de Arroyo, dejando Burgos a nuestra izquierda, y pasamos la primera noche en la fortaleza de Castrogeriz; después retomamos el Camino con un grupo de varias decenas de peregrinos hasta Carrión. Allí nos hospedamos en el palacio del conde, que nos recibió de buen grado aunque sin dejar de manifestar en cada momento la superioridad de su linaje sobre los nuestros. Desde Carrión, en compañía del conde, que también se dirigía a la corte de León, y de su séquito, partimos hacia la abadía de Benevivere, donde rezamos ante un buen número de reliquias, y continuamos hacia Sahagún, a cuyo cenobio arribamos al anochecer. El abad del monasterio había preparado un buen recibimiento, no en vano el conde de Carrión era uno de sus principales benefactores. Los monjes nos instalaron en unas dependencias recién construidas; se trataba de un edificio con una amplia nave de una sola planta que parecía destinada a recibir los frutos procedentes de los diezmos y primicias que los vasallos del monasterio pagarían al llegar el verano. Los dos días siguientes caminamos por extensas llanadas de tierras pardas que los labradores preparaban para la inminente siembra de otoño arando con yuntas de bueyes que avanzaban cansinos, trazando los surcos con el acompasado bamboleo de sus testuces bajo el restallido de los látigos en el aire; mediada la tarde avistamos las murallas de piedra de León.

Era día de mercado y la entrada a la ciudad estaba atestada de gentes que voceaban sus productos en medio de una algarabía en la que era casi imposible entender nada. Pese a ser entonces la ciudad más grande del reino, la más poblada y la que poseía un mayor número de tierras, la población de León apenas alcanzaba los dos mil habitantes. La mayoría de los productos que se ofrecían en los puestos del mercado eran frutas, verduras, legumbres y cereales; había casi una docena en las que se mostraban paños de lana, otra media docena de lino, y sólo en dos tiendas, éstas en casas de apariencia sólida, cubiertas con tejas de arcilla roja, se veían telas de seda con brocados y adamascados.

Nos separamos del séquito del conde de Carrión y buscamos aposento en el hospital de Santa María, el mejor de la ciudad, en el que sólo acogían a viajeros distinguidos. Allí nos topamos con un obispo francés, el de la ciudad de Le Puy en Vézelay, de quien supimos que iba en peregrinación hacia Compostela.

Un par de días después de que todos los nobles convocados a la curia se hubieran instalado en León, hizo su entrada en la ciudad el rey don Fernando, acompañado de su esposa doña Sancha, de sus tres hijos varones, Sancho, Alfonso y García, y de sus dos hijas, Urraca y Elvira. Hacía varias semanas que toda la familia real estaba en León, pero aquella ceremonia se preparó con todo boato para dar mayor realce a los acontecimientos que allí iban a ocurrir. Don Fernando parecía agotado: era evidente que su vida se estaba apagando poco a poco; años de largas campañas habían gastado sus últimas energías, lo que denotaba su mirada perdida, sus gestos lentos y carentes de vigor, su espalda curvada, sus hombros caídos y su cabeza ligeramente ladeada. A su lado cabalgaba la reina y tras ellos el príncipe Sancho con sus hermanos García y Elvira; inmediatamente después lo hacían Alfonso y Urraca, que siempre procuraban estar juntos, lo que no hacía sino aumentar los rumores, ya por entonces conocidos en todo el reino, de que mantenían una relación incestuosa.

El rey don Fernando celebró la curia plena los tres primeros días del año de 1064. En ella se decidieron dos cuestiones fundamentales: el inicio inmediato de la campaña contra Coimbra y la división de sus dominios entre sus hijos.

Hacía tiempo que el rey de León y de Castilla había cumplido los cincuenta años, una edad en la que apenas se espera de la vida otra cosa que aguardar paciente a que llegue la muerte, pero seguía ansioso por ampliar sus Estados, y la campaña contra Coimbra, en la que podía perder la vida, le aconsejó dejar la cuestión sucesoria bien atada. Tras intensos debates y pese a las reiteradas negativas del príncipe don Sancho a compartir la corona con sus hermanos, el rey don Fernando acabó imponiendo su voluntad, basada en el viejo derecho sucesorio de los reyes de Pamplona, que no permitía la segregación de lo heredado, es decir, del patrimonio recibido del padre, pero si lo ganado en vida. Y tal como había hecho su padre, el rey Sancho el Mayor, don Fernando dividió sus reinos entre sus tres hijos varones: a Sancho, el primogénito, le concedió Castilla, el reino que él había recibido a su vez de su padre como patrimonio, el vasallaje de Pamplona por las tierras del este y las parias del reino de Zaragoza; a Alfonso le otorgó León y los derechos a influir sobre el reino musulmán de Toledo; y al menor, al débil y delicado García, el nuevo reino de Galicia, una tierra húmeda y boscosa en el noroeste, allá donde acaba el camino que siguiendo las estrellas recorren los peregrinos hasta llegar a Compostela, donde se encuentra el confín del mundo, el final de la Tierra, y, además, el condado de Portugal, entre los ríos Miño y Duero, y los derechos sobre las taifas de Badajoz y Sevilla. Las dos hijas del rey, las infantas doña Urraca y doña Elvira, recibieron algunas fortalezas y villas, el señorío sobre los monasterios del reino y sus grandes rentas, aunque a cambio de la promesa de permanecer solteras de por vida. Don Fernando actuó como un auténtico emperador y el príncipe don Sancho, aunque de muy mala gana pues no estimaba acertada la división de la corona, aceptó el reparto.

La campaña para la conquista de Coimbra se aprobó sin discrepancia alguna. Los nobles leoneses atisbaban en ella nuevas posibilidades de ampliar sus posesiones de tierra y riqueza, algo en lo que son especialmente avaros.

Ésta era la primera vez que Rodrigo asistía como invitado a una curia regia, durante la cual se procedió además a la recepción en León del cuerpo de san Isidoro.

Recuerdo que hacía un día de perros; la noche anterior había caído casi un palmo de nieve y los tejados y las calles de León estaban colmados de un grueso manto blanco. Un gélido viento barría la ciudad desde las montañas del norte, arrojando copos helados sobre el rostro de los que nos atrevimos a salir de nuestras moradas. El rey había ordenado a todos sus fieles caballeros que acudieran a presenciar la llegada a la ciudad del cuerpo de san Isidoro, el famoso sabio que fuera obispo de Sevilla antes de que los musulmanes conquistaran el reino de los godos. Gracias a su influencia sobre el rey de Sevilla, y a cambio de una rebaja en el montante de las parias que éste debía pagar a don Fernando en calidad de vasallo, el monarca de esta taifa del sur había consentido que los restos del sabio obispo fueran trasladados a León.

Para ello, el rey había comisionado a Avito, obispo de León, para que fuera hasta Sevilla a encargarse personalmente del traslado de los restos de su colega. Avito murió estando ya en aquella ciudad, por lo que fueron dos los cuerpos de obispo que ese día recibimos en León. Para ubicar el cuerpo del santo sevillano, el que fuera autor de la famosa obra titulada Las Etimologías, aún recuerdo que teníamos un ejemplar en la biblioteca de Cardeña, don Fernando había ordenado la construcción de una basílica que sirviera además como templo abierto al culto y como panteón real de los monarcas leoneses.

Pese al frío aterrador, que cada uno de nosotros soportaba como mejor podía, ninguno de los invitados por el rey faltó a la cita. Nobles, escuderos y criados acompañamos en solemne procesión los féretros con los restos de san Isidoro y los del obispo Avito, declamando jaculatorias en honor a sus nombres y para la salvación de nuestras almas. Una multitud de plañideras caminaba casi a rastras, profiriendo grandes alaridos de dolor, mesándose los cabellos que previamente habían embadurnado con ceniza y alzando los brazos al cielo clamando por la salvación de los difuntos. Decenas de clérigos ataviados con capas y estolas desfilaban cabizbajos formados en dos filas, escoltando a los ataúdes, y al final, agrupados como el borlón de una cinta, cerraban la comitiva varios obispos leoneses y gallegos, además del de Le Puy, quien animado por el espectáculo que se avecinaba no dudó en posponer su marcha hacia Compostela hasta que acabaran las honras por san Isidoro, y el de Calahorra, que apareció en León dos días antes de los fastos sin que nadie supiera de dónde había salido.

La recuperación de las reliquias del santo sevillano parecía ser un buen augurio para la empresa militar que iniciábamos, y nos pusimos de inmediato en camino hacia Coimbra. Mi señor Rodrigo y su grupo nos integramos en la mesnada del príncipe Sancho. Atravesamos las tierras heladas de León por el camino que discurre hasta el río Duero, que dejamos para continuar hacia el sur. Formábamos un ejército formidable de al menos mil caballeros y cinco mil peones los que nos concentramos cerca de la ciudad de Guarda, al pie de una sierra que llaman de la Estrella, desde donde en cuatro jornadas de dura marcha descendiendo por el río Mondego, alcanzamos los muros de Coimbra; era el día 20 de enero y hacía tan sólo quince que habíamos salido de León.

Debido a la dureza de la marcha, al frío de los páramos helados y a la humedad de los ríos y los bosques, todos estábamos cansados y con pocas ganas de iniciar un asedio, pero el rey impuso su férrea voluntad y nos pidió un esfuerzo añadido. Sin apenas tiempo para tomar un respiro, construimos el campamento con sencillas empalizadas de madera, cortamos los caminos alrededor de la ciudad y cerramos el cerco con trincheras. La vieja ciudad romana estaba protegida por sus solidísimas murallas de piedra, parecidas a las que poco después veríamos en Zaragoza. Coimbra se encuentra sobre una colina a orillas del río Mondego y por sus formidables defensas, su posición elevada y la facilidad de sus moradores para tomar agua de pozos e incluso del mismo río, su conquista parecía una misión harto complicada.

—No va a haber ninguna batalla. El rey nos ha indicado que debemos aguardar firmes hasta que la ciudad se rinda. Ha conminado a los defensores a enfrentarse en campo abierto y que sea el combate quien decida el nuevo dueño de Coimbra, pero el gobernador musulmán se ha negado a lidiar. No nos queda sino esperar a que se acaben sus provisiones y se rindan —me dijo Rodrigo, un tanto desalentado, de regreso de una de las primeras reuniones que celebraron los caballeros con el rey para decidir la táctica a seguir para la conquista de la ciudad.

Su sangre guerrera hervía en deseos de entrar en combate: era joven y prefería que el destino se decidiera en el campo de batalla.

Apenas formalizado el cerco, un heraldo acudió ante don Fernando con un mensaje urgente del rey musulmán de Zaragoza. Al-Muqtádir reclamaba su ayuda ante el avance de los aragoneses, que estaban asolando las comarcas de la frontera norte de su reino. Para don Fernando era un contratiempo, pues acudir en ayuda de su aliado suponía detraer tropas del cerco de Coimbra, pero no podía consentir que el rico reino zaragozano, y sobre todo sus abundantes parias, cayeran en manos de su hermano y rival Ramiro.

Llamó a su hijo don Sancho y le ordenó que reuniera a trescientos caballeros y que acudiera hasta Zaragoza para ayudar a al-Muqtádir.

Mi señor Rodrigo había mostrado toda su destreza y su fuerza en el manejo de las armas en el campo de entrenamiento y quería entrar en combate cuanto antes. El príncipe don Sancho estaba orgulloso de su joven amigo, al que personalmente había ceñido la espada para nombrarlo caballero, y aunque entre Rodrigo y don Sancho había una diferencia de edad de varios años, los unía una estrecha amistad. Don Sancho, como primogénito, sabía que un día no muy lejano heredaría el reino de Castilla, y estaba preparando a un grupo de jóvenes caballeros en torno a los cuales pensaba configurar su futura corte.

Cuando regresé a la tienda me encontré a Rodrigo recogiendo el equipo de campaña.

—Diego, partimos hacia Zaragoza —me dijo con un brillo metálico en sus adolescentes ojos de guerrero.

—Pero si apenas hace unos días que hemos llegado aquí —le repliqué.

—Un correo del rey de Zaragoza trajo ayer una angustiosa llamada de auxilio: el rey don Fernando ha requerido la presencia de trescientos caballeros para que acudan a defender ese reino vasallo suyo del ataque de los aragoneses. Encabezará el batallón el príncipe don Sancho.

—¿Y pensáis acudir a esa llamada? —le pregunté.

—Por supuesto. Mira Diego —me dijo confiado—, yo, como tú mismo, soy hijo de un infanzón del que he heredado títulos y posesiones. Nuestra condición nos sitúa por encima de la mayoría de la gente, pero por debajo de la alta nobleza del reino, de los condes y de los magnates. A ellos les ha bastado con nacer en una noble cuna para alcanzar honores, privilegios y un puesto en la curia real. A nosotros, los infanzones y los hidalgos, sólo nos queda nuestra habilidad y nuestro valor en la guerra para alcanzar esa posición, y te aseguro que no es nada fácil. Mi padre pasó toda su vida luchando por Castilla y por su rey en la frontera del este, conquistó villas y castillos para nuestro señor don Fernando, amplió los límites de Castilla muchas millas hacia levante, consiguió nuevas rentas y nuevas tierras, y a pesar de ello jamás alcanzó un puesto en la curia, uno de esos sitiales que ocupan junto al rey gentes con menos merecimiento pero del que disfrutan en derecho por haber nacido en el seno de una poderosa familia. Don Fernando y su hijo don Sancho no confían en la alta nobleza del reino: saben que los condes y magnates son demasiado poderosos, que poseen abundantes tierras y haciendas, incluso saben que muchos de ellos alardean de tener más derecho a la corona que el mismísimo rey. La nobleza y la monarquía son dos fuerzas enfrentadas, por eso éste es un buen momento para ascender en la corte: el rey necesita jóvenes caballeros que le ayuden en su empresa de engrandecer el reino. Considera que si se recurre tan sólo a la alta nobleza, ésta no hará otra cosa que incrementar su riqueza y su poder a cambio de esa ayuda. Por todo eso tengo que ir a Zaragoza.

Y Rodrigo tenía razón: en aquellos tiempos, tanto el rey don Fernando como su hijo don Sancho estaban recelosos con la alta nobleza que veía con suspicacia el ascenso en la corte de hidalgos e infanzones, a los que despreciaba por su origen mucho más modesto.

Desde que salimos de Coimbra hasta que volviéramos a encontrarnos en Burgos, donde don Sancho convocó a la hueste para Zaragoza, disponíamos de quince días que aprovechamos para ir a Vivar, pero apenas pudimos recobrar el aliento y recoger algunas provisiones. Rodrigo encabezaba la marcha al salir por el camino de tierra hacia Burgos. Montaba un recio palafrén cárdeno, alto y fuerte, y tras él trotaba, asido a la silla por un ronzal, un corcel casi negro de tan zaino, grande y ligero de pies, la herencia más valiosa que le dejara su padre después de la tierra y el ganado. Las armas de Rodrigo, un escudo de madera endurecida al fuego con las cantoneras de bronce, la espada de combate, la larga lanza para la carga de caballería, una pesada maza con puntas de hierro en la cabeza y un hacha de combate de doble filo, colgaban de una mula que también portaba una silla morzerzel, decorada al estilo musulmán con lujosos brocados dorados que don Sancho había regalado a Rodrigo el día que lo invistió como caballero.

Los nobles e infanzones montábamos sobre las acémilas y los criados caminaban al lado de los dos bueyes que tiraban de una carreta con las provisiones y que, en caso de necesidad, también nos podrían servir de alimento. Rodrigo cabalgaba orgulloso con la mirada al frente, como queriendo otear cuanto antes las torres de Burgos, dispuesto a protagonizar las aventuras que de niño había imaginado en la aldea de Vivar, cuando en el patio de su casona o en la plaza de la iglesia escuchaba a los juglares relatar las hazañas de los heroicos condes que habían logrado la independencia de Castilla, o cantar las excelencias del emperador Carlomagno, cuyas gestas eran declamadas por los juglares francos que recorrían el camino de los peregrinos hacia Compostela, mezclando palabras de varios idiomas en una jerga que casi todo el mundo entendía.

Durante el camino hasta Burgos, entre los campos de trigo, el azul límpido del cielo de Castilla y el hálito de la respiración de hombres y bestias, Rodrigo no pronunció una sola palabra; permaneció absorto en sí mismo, los serenos ojos castaños siempre al frente, con una mirada entre perdida y atenta. ¡Quién sabe qué ideas pasaron ese día por su cabeza! Tal vez se imaginara como un nuevo Carlomagno entrando, ahora sí, triunfante en Zaragoza, ante las aclamaciones de sus moradores. Si así fue, en verdad que aquel sueño se cumpliría unos años más tarde.

Entramos en Burgos a primera hora de la mañana. Hacía poco que el sol había rayado el alba y los comerciantes burgaleses ya habían desplegado sus puestos en los mercados. Poco a poco, los convocados por el príncipe don Sancho para la hueste de Zaragoza nos fuimos concentrando a lo largo de la mañana en el amplio arenal a orillas del río Arlanzón. Algunos habían llegado directamente de Coimbra y estaban allí desde la tarde anterior, instalados en un improvisado campamento de tiendas de lona y carretas, y otros fueron afluyendo desde el amanecer de todos los rincones del reino. Hacía ya tres días que el infante don Sancho había llegado a Burgos, tras pasar por Zamora y Salamanca para recoger algunos voluntarios. Lo vi pasear entre los convocados sobre un fino caballo ruano, del que alguien dijo que era un regalo del rey de Toledo, saludando a los nobles y dándoles ánimos ante lo que se avecinaba. Cuando se detuvo delante de nuestro grupo, descendió de un ágil salto y se abrazó a mi señor.

—Mi amado Rodrigo. ¡Qué alegría volver a verte aquí!

—Sabéis que no podía faltar a vuestra llamada —dijo el de Vivar.

—¡Zaragoza, Rodrigo, Zaragoza! Una de las mayores ciudades que los sarracenos poseen en estas tierras. Me ha dicho un embajador de mi padre que dentro de sus muros habitan más de veinte mil almas y que alberga palacios y tiendas sin cuento.

—En verdad que ha de ser una ciudad maravillosa.

—Lo es. Y tú y yo allí juntos, luchando por Castilla…, y regresando cargados de oro tras cobrar las deudas que su rey tiene contraídas con nosotros. Ya casi siento el aire en mi rostro cuando cabalguemos juntos al encuentro de ese tío mío, don Ramiro, el viejo rey de Aragón que sólo ansía ganar las tierras tributarias de mi padre. Pero se ha equivocado si creía que íbamos a quedarnos cruzados de brazos mientras él saqueaba impune el territorio de nuestro aliado al-Muqtádir y se hacía con sus riquezas. Ya verás, Rodrigo, le haremos correr hacia sus montañas del norte como los galgos a las liebres.

—Será como decís, señor.

—Así será.

Don Sancho volvió a abrazar a Rodrigo, subió a lomos de su caballo y prosiguió con la inspección de las tropas. En la ribera del Arlanzón, a las puertas de Burgos, había trescientos caballeros, más de mil hombres contando a los peones, los escuderos y los criados.

Nos pusimos en marcha a la mañana siguiente, sin apenas tiempo para hacer otra cosa que adquirir algunas provisiones, repasar la lista de pertrechos, que yo había anotado cuidadosamente en una tira de pergamino, y comprobar que nuestras cabalgaduras se encontraban en buen estado. Dejamos Burgos en dirección este, hacia la salida del sol; avanzábamos deprisa por la senda de los peregrinos, aunque en dirección contraria a la que seguían los que caminaban hacia Compostela, hasta que a media jornada de marcha desde Burgos abandonamos el Camino para tomar dirección sureste, por el curso del Arlanzón. Pasamos la primera noche al pie de una sierra de tupida vegetación, cuyas cumbres y partes más elevadas de las laderas estaban todavía cuajadas de nieve. Hacía un frío espantoso que a duras penas logramos mitigar durmiendo entre los animales, cubiertos con todas las mantas y capotes que habíamos traído.

Uno de los caballeros de la mesnada de Rodrigo comentó durante la cena que hubiera sido más rápido seguir el Camino hasta Nájera, y desde allí, por el gran río Ebro, continuar hasta Zaragoza; pero avanzar por esa ruta hubiera supuesto atravesar tierras del rey de Pamplona, para lo que no teníamos autorización.

Durante los tres días siguientes, con los aullidos de los lobos resonando entre las montañas, superamos sierras, collados y páramos, avanzando entre la nieve y el hielo, por caminos pedregosos y desiertos, a la vera de los cuales, muy de cuando en cuando, se alzaba una pequeña torre y una solitaria aldea donde unas pocas decenas de campesinos vivían en paupérrimas cabañas de barro y paja. Sólo una de ellas, llamada Salas, me pareció relevante. Al final del tercer día acampamos en la ladera oriental de la sierra de Cabrejas; unos exploradores que había enviado por delante el príncipe don Sancho regresaron al atardecer para comunicar que en Soria, la primera de las villas de los sarracenos del reino de Zaragoza, esperaban nuestra llegada.

Al pie de aquellos ásperos montes acababan las tierras del rey de Castilla y comenzaban las de los moros. Entramos en Soria al atardecer. Es ésta una pequeña villa de un centenar y medio de casas, algo así como la mitad de Burgos, o poco menos; se alza sobre una colina bordeada por el río Duero y está protegida con murallas; en lo más alto, los moros han construido un castillo, que ellos denominan alcazaba, donde reside el gobernador nombrado por el rey de Zaragoza.

Aquella fue la primera vez que vi a los sarracenos, de los que tanto había oído hablar en mi aldea de Ubierna y luego en el monasterio de Cardeña, y sobre los que había leído algunas cosas terribles en las tres crónicas que teníamos en la biblioteca del cenobio. Pese a lo que había oído y meldado sobre ellos (en alguna crónica aparecían descritos como verdaderos demonios) no me parecieron distintos a nosotros. La mayoría hablaba una lengua similar a la que usamos en Castilla y era muy fácil entenderse con ellos; eran pocos los que sabían hablar con corrección el árabe, la lengua en la que se expresan los musulmanes cultos y en la que están escritos sus libros sagrados, sus crónicas, sus textos legales y sus más bellos poemas y canciones.

El gobernador de Soria agasajó con grandes honores a nuestro príncipe, en un banquete al que acudieron media docena de los más principales caballeros entre los que se encontraba mi señor Rodrigo, quien me ordenó que le preparara la túnica de seda, que vestiría con motivo de la recepción. Fue un alivio poder despiojarse en los modestos baños de esa villa, que sólo unos pocos utilizamos. Es bien conocido que los musulmanes no tienen ninguna prevención hacia el baño, que usan con frecuencia; en cambio, algunos cristianos suponen que bañarse es algo muy perjudicial y que con el agua y los jabones se van la vida y el alma y se pierde vigor y salud. Pero esa creencia debe de ser una más de tantas supercherías como corren en estos tiempos, pues yo he visto a muchos musulmanes vigorosos y enérgicos que se bañan dos y hasta tres veces a la semana.

Desde Soria hasta Zaragoza hay cuatro largas jornadas de camino; durante las dos primeras se atraviesan unas tierras altas y áridas, barridas por un racheado viento helador durante el día y un frío intensísimo durante la noche, y las dos últimas discurren por el valle del río Ebro, el más caudaloso que he visto en toda mi vida, entre campos de trigo y ordio y huertas de frutales y hortalizas. A mitad de camino se alza una enorme montaña refugio de osos y lobos y cubierta de bosques, el monte Cayo, que en aquellos días estaba cuajado de nieve hasta el extremo de su falda; a sus pies parece como recostada la ciudad de Tarazona, donde el rey de Zaragoza mantiene destacado un nutrido batallón de su guardia.

Avistamos Zaragoza, que entonces creí sería, ésta sí, la mayor ciudad del mundo, cuando el invierno comenzaba a rendirse a la primavera y el espliego y el tomillo florecían en las laderas de las muelas. Esa ciudad es tan grande como diez veces Burgos y está rodeada de un doble cinturón de murallas: uno de ladrillo, adobe y tapial, el más largo, y otro interior de piedra, que dicen que levantaron los romanos. Allí abundan los mercados, rebosantes de todo tipo de mercancías, algunas de las cuales jamás había visto. A don Sancho lo recibió al-Muqtádir, el aguerrido rey de Zaragoza, en su palacio de la Zuda, a orillas del Ebro. En un encendido discurso en árabe, que uno de los traductores iba repitiendo en voz alta, habló del tirano Ramiro, el rey cristiano de Aragón, contra quien los castellanos íbamos a luchar junto con los musulmanes zaragozanos. En varios momentos de su discurso al-Muqtádir llamó «perro» a Ramiro, «hermano» a nuestro rey don Fernando e «hijo» al príncipe don Sancho. Yo no entendía nada, pues en realidad al-Muqtádir era un musulmán, un «perro» para los cristianos, los verdaderos hermanos eran Fernando y Ramiro, y don Sancho era por tanto el sobrino del rey de Aragón.

Se tardó una sola semana en organizar el contingente de tropas que habían reclutado los generales zaragozanos por todas las provincias de su reino para enfrentarse con garantías al rey Ramiro. Dos días antes de la partida hacia el norte, el ejército hizo una demostración de fuerza bajo los muros de un poderoso castillo cerca del río, en un llano entre trigales y alamedas que dicen de la Almozara. En una brillante parada militar desfilaron los orgullosos escuadrones de caballería del ejército de la taifa zaragozana, formados según su lugar de procedencia. El grupo de elite lo conformaba la guardia real: medio millar de jinetes vestidos con túnicas azules y amarillas y equipados con cotas de malla y cascos cónicos. Junto a ellos destacaba un batallón de enjutos bereberes, gentes aguerridas reclutadas en el norte de África, que montaban veloces dromedarios, un animal que yo nunca antes había visto y cuya alzada, largas patas y modo de trotar me sobresaltaron. Todos los batallones disponían de banderas, pendones y gallardetes de vivos colores, muchos de ellos con frases en árabe de su libro más sagrado, el Corán.

Salimos de Zaragoza por el gran puente que atraviesa el Ebro desde el centro del lado norte de la ciudad, que llaman medina, hasta el barrio del arrabal de Altabás, en la orilla izquierda, y tomamos un polvoriento camino siguiendo el curso de un río bastante caudaloso que discurre por un valle de feraces huertos entre páramos casi desiertos, como una gran cinta verde serpenteando en un arenal, siempre hacia el norte hasta la ciudad de Huesca.

Huesca es más pequeña que Zaragoza, pero mayor que Burgos; está situada sobre una colina en un llano, al pie de una sierra, rodeada de una fortísima muralla de piedra, pues no en vano es la primera ciudad de los musulmanes en la frontera del norte. Nos instalamos en el barrio de los mozárabes, que son los cristianos que viven en territorio dominado por los musulmanes. Mi señor Rodrigo y yo nos hospedamos en la casa de un joven matrimonio: el esposo era el jefe de la comunidad de cristianos, una especie de obispo; la esposa, una muchacha de rasgos delicados aunque ademanes un tanto toscos, no dejó ni un instante de observar cada uno de los movimientos de Rodrigo, quien pese a su juventud, ya era un hombre apuesto y altanero, muy atractivo para las mujeres de toda condición. Creo que el dueño de la casa se dio cuenta de la especial atención que su esposa dedicaba a Rodrigo, pero el poco tiempo que estuvimos allí y la prudencia de mi señor bastaron para que no ocurriera nada que pudiera perturbar la armonía de los jóvenes esposos.

En Huesca nos informaron de que el ejército aragonés estaba acampado cerca de una villa llamada Graus, a unas dos jornadas y media hacia el este. Sin dilación, el ejército de la taifa zaragozana y los refuerzos de Castilla nos pusimos en marcha hacia ese lugar. Antes de llegar a Graus atravesamos Barbastro, una enriscada fortaleza a cuyo pie, cerca del río, había crecido un arrabal muy populoso; desde Barbastro, avanzamos en dirección norte hacia Graus.

Por fin, a principios de marzo, nos encontramos frente a frente con los aragoneses. Ellos ocupaban una ventajosa posición, en la confluencia de dos ríos, con sus espaldas a resguardo por un amplio llano en el que su caballería podía maniobrar con ventaja. Nuestro ejército estaba situado al sur, cerca de un desfiladero junto al que podían cercarnos sin posibilidad de huida. Al amanecer, los aragoneses se desplegaron en un amplio frente; no parecían muchos, tal vez ni siquiera la mitad que nosotros, pero, al menos por la rapidez de sus movimientos y por su decisión, se mostraban mucho más predispuestos a la batalla.

Al-Muqtádir dispuso que la caballería pesada castellana se colocara en primera línea y tras ella la zaragozana, y un poco más atrás la caballería ligera musulmana, con algunos refuerzos llegados desde Sevilla, y los bereberes con sus dromedarios.

Entre otro criado y yo mismo habíamos preparado el equipo de combate de Rodrigo poco antes de amanecer. Sobre una gruesa camisa de lino le habíamos colocado un jubón acolchado y encima la cota de malla, un peto de cuero y una sobreveste roja y blanca, y en la cabeza el casco cónico. Se protegía las manos con unos guantes de cuero, rígidos y duros, pero capaces de resistir una estocada no muy certera o el roce del filo de una espada.

Mi señor salió de la tienda con paso firme y decidido, aunque era la primera vez que iba a entrar en combate. Sólo su porte y su arrojo ocultaban su extrema juventud. Era hora de poner en práctica cuantas enseñanzas recibiera de su padre y de los instructores militares de la corte del rey Fernando, pero en esta ocasión las espadas eran de acero y las puntas de las lanzas no estaban protegidas con paños y borra.

Después de rezar una breve oración rodilla en tierra, tomó su escudo, ciñó la espada al cinto, calzó las espuelas y se persignó. Ya sobre el caballo de combate le ajusté las cinchas y las espuelas, aseguré las hebillas, le alcancé la lanza y lo vi partir con el resto de la caballería al encuentro con los aragoneses. Rodrigo era sin duda el más joven de cuantos se aprestaban para luchar en aquella batalla.

Desde la retaguardia, los que no participábamos directamente en el combate veíamos maniobrar a ambos ejércitos, y a los caballeros que realizaban demostraciones de destreza con la lanza y la espada, sin duda para intentar amedrentar al contrario antes de la refriega.

Los aragoneses atacaron primero. Su caballería pesada, integrada por los caballeros del rey Ramiro y sus aliados francos, realizó una rápida carga sobre el frente formado por los castellanos del príncipe Sancho, entre los cuales formaba Rodrigo. El choque fue terrible; no menos de veinte caballeros de ambos lados cayeron al suelo ante el ímpetu de la embestida. Entre el fragor de la lucha y el polvo que levantaban los cascos de los caballos pude ver a mi señor, la lanza en ristre, sujeta con fuerza debajo de la axila, sostenida con firmeza por su mano derecha enguantada, en tanto con la izquierda mantenía las riendas a la vez que se protegía el flanco con el escudo. El caballero aragonés que chocó contra Rodrigo salió despedido hacia su izquierda y rodó por el suelo hasta quedar inerme a los pies de los caballos del frente castellano. De inmediato, los aragoneses se reagruparon para realizar una segunda carga, pero ahora los castellanos estaban reforzados por dos escuadrones de la caballería pesada de al-Muqtádir, armados con escudos, lanzas y mazas.

La segunda carga de la caballería aragonesa volvió a ser aguantada en firme por los castellanos; entonces, los hábiles jinetes musulmanes de la caballería ligera y los bereberes con sus dromedarios, armados con espadas curvas extraordinariamente afiladas, muy útiles para el combate cuerpo a cuerpo, iniciaron una maniobra envolvente por los flancos.

La pelea cuerpo a cuerpo fue frenética, pero la posición de los aragoneses, algo más ventajosa, fue inclinando la lucha de su lado. Ordenadamente, castellanos y zaragozanos se retiraron hacia una posición más segura, al lado del río donde estaba el campamento de al-Muqtádir. Los aragoneses, aunque habían triunfado en su carga, no hicieron siquiera mención de perseguirlos, pues sus bajas también eran muy considerables y contaban con menos efectivos.

Ambos bandos quedaron frente a frente, de nuevo con el río de por medio. Los aragoneses parecían aguardar a que nos retiráramos camino de Barbastro, reconociendo así su victoria, lo que les permitiría ocupar la villa de Graus, pero ni al-Muqtádir ni el príncipe Sancho estaban dispuestos a asumir la derrota. Reunidos en consejo y aprovechando que la batalla se había detenido, debatían mediante un intérprete cómo resolver aquella enojosa situación.

—Pese a que son menos, nos han empujado a este lado del río gracias a su aventajada posición —se justificó don Sancho—, pero no nos han vencido. Han sufrido un buen número de bajas, y si reagrupamos fuerzas y lanzamos un ataque contundente, la victoria será nuestra; les superamos en número y hemos aguantado sus primeros envites con una firmeza que no esperaban.

—No confiéis demasiado en ello —replicó al-Muqtádir—, vuestro tío el rey Ramiro ha desplegado aquí todas sus fuerzas disponibles. Luchará hasta la extenuación, pues sabe que si pierde esta batalla, puede perder todo su reino.

—En ese caso, ¿qué pensáis hacer? —preguntó don Sancho.

—Su posición sigue siendo ventajosa sobre la nuestra. Antes de atacarlos, es preciso acabar con Ramiro; si muere su rey, los aragoneses se disolverán como el polvo en la tormenta. Su heredero, el infante don Sancho, vuestro homónimo primo, es demasiado joven e inexperto; gozaremos de varios años de paz.

—¿Y cómo vais a conseguir acabar con Ramiro sin luchar?

—Enviaré a mi mejor guerrero. Se llama Sadada; es infalible con la espada, maneja la daga como nadie y habla perfectamente la lengua de los aragoneses. Se infiltrará disfrazado en su campamento y acabará con Ramiro —dijo al-Muqtádir.

Don Sancho se retiró a un lado y convocó a sus caballeros.

—Al-Muqtádir quiere liquidar a don Ramiro mediante una celada. Asegura que uno de sus hombres puede llegar hasta mi tío, el rey de Aragón, y apuñalarlo. ¿Qué opináis de ello, caballeros?

Guardaron silencio. Estoy seguro de que todos aprobaban el plan del rey de Zaragoza, pero nadie se atrevía a reconocerlo por no parecer un cobarde. Entonces habló Rodrigo:

—Esos aragoneses pelean como demonios. Son menos que nosotros y nos han hecho retroceder a esta orilla con tan sólo dos cargas de su caballería. Nuestros aliados luchan sin ánimo, sus generales tienen miedo de caer muertos en la batalla, y no me extraña, en su ciudad tienen cuantos placeres pueden anhelar. A quien le espera algo así, lo último que desea es morir ensartado en una lanza entre estos ásperos valles. Creo que nuestros aliados no dudarían en salir corriendo si las cosas se pusieran muy mal para nosotros. Además, los aragoneses siguen disponiendo de una notable ventaja estratégica: su posición es elevada con respecto a la nuestra y tienen su espalda cubierta para escapar. Nosotros estamos situados entre ellos y las rocas del desfiladero, si nos derrotan y nos obligan a retirarnos cerrándonos el paso, pueden causarnos una verdadera masacre. Creo que en la guerra hay que usar todas las armas disponibles, y si ese guerrero musulmán es un arma eficaz, no veo la razón para no utilizarlo como tal.

Los nobles castellanos respiraron aliviados tras las palabras de Rodrigo, que siendo el más joven se mostraba el más sereno. Sin duda, ellos también tenían miedo al dolor y a la muerte. Tal vez no les esperara una vida tan regalada como la de los generales musulmanes, pero todos ellos eran dueños de tierras y haciendas y ninguno hacía ascos a una victoria fuera cual fuera el camino emprendido para lograrla.

Todos de acuerdo, don Sancho transmitió a al-Muqtádir que su plan era aceptado y Sadada, vestido como un aragonés, se deslizó sigilosamente hasta el campamento del rey Ramiro.

La espera fue tensa, pero en cuanto atisbamos a lo lejos el revuelo que se había formado en torno a la tienda del rey de Aragón, comprendimos que Sadada había tenido éxito. Sin su rey, los aragoneses parecían confundidos y ofuscados. Fue el momento que aprovechó nuestra caballería para lanzarse a la carga. La victoria fue fácil: los aragoneses se limitaron a retirarse hacia el norte llevándose con ellos el cadáver de su soberano; Sadada le había ensartado la lanza en los ojos, la única parte del cuerpo que el rey de Aragón tenía desprotegida. Los nuestros los persiguieron durante un trecho, hasta un angosto paso entre dos cerros que guardaban fieros montañeses y ante el cual al-Muqtádir ordenó detenerse.

Encontraron el cadáver de Sadada con el cuello rebanado, tirado sobre un denso y viscoso charco de sangre. Tenía un aspecto blanquecino, como si antes de morir se hubiera desangrado lentamente, y le habían arrancado los ojos pero sus labios, pese al tormento sufrido, estaban perfilados con una enigmática sonrisa. Más tarde, cuando regresamos a Zaragoza, supe por boca de algunos musulmanes que esa sonrisa se debía a que Sadada había afrontado la muerte convencido de que ese mismo día alcanzaría el paraíso.