Conocí a Rodrigo Díaz una mañana que vino a buscarme al convento para que le sirviera como escudero. Yo tenía catorce años y había permanecido desde los ocho en el cenobio de San Pedro de Cardeña, pues mi padre, un infanzón de Ubierna, me entregó a los monjes para que me educaran como clérigo. Como el menor de dos hermanos, no tenía derecho a la herencia paterna, por otra parte bastante menguada, y a mi padre no le quedó otro remedio que encomendarme a los monjes. Esta práctica es muy habitual entre los nobles, que asignando a sus hijos segundones a un convento se quitan de encima un problema que de otra forma no sabrían cómo resolver.
Allí, entre las frías paredes de desnuda piedra, pasé seis años de mi vida, ésos en los que se esculpe la personalidad de todo hombre. Durante aquellos largos años, mientras mi hermano y la chiquillada de mi aldea soñaban con conseguir riquezas y fortuna guerreando contra los sarracenos en la frontera, yo permanecí recluido entre los muros del monasterio, aprendiendo a leer y a escribir, latín y canto; y mientras llegaba el momento de consagrar mi vida a la Iglesia, me encomendaron mantener el claustro y la iglesia limpios y aseados, la despensa bien dispuesta y atendidos los cerdos, patos y gallinas con los que los monjes complementaban la monótona dieta de nabos, cebollas, legumbres, vino y pan.
Cuando salí del convento corrían los últimos días del año 1063 de Nuestro Señor Jesucristo y en León y en Castilla reinaba el noble y aguerrido don Fernando, hijo del gran Sancho el Mayor de Pamplona, aquel fiero monarca navarro que lograra unificar bajo su soberanía a toda la cristiandad hispana.
Sancho el Mayor fue rey de Pamplona por herencia paterna, pero en su vida ganó otros muchos territorios que incorporó a su corona. Se convirtió en el rey cristiano más poderoso de todos los que hasta ahora han sido en esta Península y estuvo a punto de conseguir la unidad de todos los reinos y Estados cristianos bajo su cetro, y aún hubiera ganado todos los territorios musulmanes si hubiera vivido lo suficiente como para continuar su obra.
Pero a su muerte, siguiendo la práctica del derecho sucesorio navarro, dividió sus dominios entre sus hijos: a García le entregó el reino de Pamplona, las tierras patrimoniales de la dinastía, a Fernando le dio el condado de Castilla, a Ramiro el condado de Aragón y a Gonzalo los de Sobrarbe y Ribagorza; cuatro hijos, los cuatro futuros reyes.
Don Fernando, ya como soberano de Castilla, ganó el reino de León, y con tan amplios territorios se convirtió en el más poderoso de entre los hermanos. Los musulmanes estaban por entonces divididos en pequeños reinos de taifas; lejos quedaban los tiempos gloriosos en que los califas cordobeses eran dueños de al-Andalus, y al rey de León y de Castilla le fue muy fácil someterlos al pago de tributos. Débiles y acomodados, los reyezuelos musulmanes no tuvieron otro remedio que pagar las parias que don Fernando les exigía; el oro de Sevilla, Toledo, Badajoz y Zaragoza engrosó sus arcas a cambio de una vigilada paz y con parte de ese oro se construyeron muchas iglesias, hospitales y monasterios, pero también castillos y fortalezas: cuanto más se debilitaba el islam, más fuerte se hacía la cristiandad.
Recuerdo aquel día de hace ahora casi medio siglo como si hubiera ocurrido ayer mismo. Yo trabajaba en el escritorio del monasterio, copiando el texto de un manuscrito iluminado del Apocalipsis de san Juan, cuando me interrumpió el abad.
—Diego, deja lo que estás haciendo y acompáñame —me ordenó.
Coloqué el cálamo sobre el pupitre, tapé el tintero y me incorporé para seguirlo.
Atravesamos el claustro, yo siempre dos pasos por detrás, y entramos en una pequeña caseta de adobe y madera donde el hermano portero se había instalado provisionalmente en tanto unos canteros vizcaínos acababan la labra de una gran portada enmarcada entre columnas y arquivoltas de piedra.
En aquella humilde estancia, de pie, conversando animadamente con mi padre, es donde lo vi por primera vez. No destacaba por su estatura, algo superior a la media pero en ningún caso exagerada; ni por el volumen de su cuerpo, fuerte y robusto pero no hercúleo; ni siquiera por la belleza de su rostro, de barbilla cuadrada y frente rotunda. Sin embargo, su profunda mirada, firme y serena, sus labios finos y bien perfilados, su nariz recta y ligeramente alargada y sus cabellos castaños y ondulados le conferían un aspecto noble y distinguido.
Mi padre se acercó al verme y me abrazó.
—Mi pequeño Diego, ya eres un hombre. ¡Cuánto has crecido desde la última vez que te vi!
De la casa de mi padre en la aldea de Ubierna, unas pocas millas al norte de la ciudad de Burgos, más allá de Vivar, hasta el monasterio de Cardeña, hay poco más de media jornada de camino llano y fácil, pero desde que mi padre me encomendara al cenobio de San Pedro sólo me había visitado en un par de ocasiones.
—Padre, me alegro mucho de veros. ¿Cómo están mi madre y mi hermano?
—Bien, muy bien. Tu hermano es un experto jinete y maneja la lanza con una destreza extraordinaria. El mismísimo rey don Fernando, que Dios guarde, lo ha elegido para participar en una de las razias que encabezará esta primavera contra los sarracenos; seguro que consigue un buen botín.
Mi padre era un modesto infanzón, heredero de una saga de aquellos hombres libres que habían bajado de las montañas del norte hacía varias generaciones, cuando los condes de Castilla alentaron a los montañeses a poblar el llano. Estaba orgulloso de su condición, y aunque era un hombre rudo y no sabía leer ni escribir, admiraba a los hombres sabios. Sus heredades en Ubierna, nada abundantes, las tenía en feudo de don Diego Laínez, señor de Vivar y padre de Rodrigo, quien poseía varias aldeas y cuyo rango, riqueza y señorío, aun siendo también infanzón, eran mayores que los de mi padre.
—Diego, éste es don Rodrigo Díaz, el señor de Vivar. Su padre, don Diego Laínez, falleció hace ahora cinco años y desde entonces es él nuestro señor. A principios del invierno acudí a su casa de Vivar a prestarle homenaje tras su regreso de la corte, y le hablé de ti; tiene algo que proponerte.
Rodrigo, que hasta entonces se había mantenido alejado dialogando con el abad, se acercó hacia mí, me miró detenidamente, como quien observa un queso en el mercado antes de decidirse a comprarlo, y dijo:
—Tu padre ha insistido para que te acepte a mi servicio como escudero. Pareces un buen muchacho: tus ojos vivaces y despiertos denotan que eres un joven inteligente. El abad me ha dicho que sabes latín, que escribes con gran corrección y que tienes algunos conocimientos en el manejo de los números.
—He procurado aprovechar cuantas enseñanzas me han impartido en el monasterio.
—Necesito un escudero que sea a la vez escribano y notario. En breve parto hacia León, a una curia real. Si lo deseas, vendrás conmigo a Vivar y a cambio de tus servicios recibirás comida, el uso de una mula, una túnica de lana y otra de lino, unas calzas, un manto grueso y dos meticales al año; me prestarás vasallaje, por supuesto, y gozarás de los privilegios propios del hijo de un infanzón.
La propuesta de Rodrigo, que yo no esperaba, me causó una enorme sorpresa. Hasta ese momento no había contemplado para mi vida otro futuro que el que me ofrecía la perspectiva de las húmedas paredes del convento, siempre entre libros, rezos y cánticos litúrgicos. Lo que me ofrecía Rodrigo suponía romper con la vida que hasta entonces había llevado y sobre todo unos nuevos horizontes, mucho más abiertos y amplios, pero también más inseguros y turbulentos. Reflexioné unos breves instantes durante los cuales, aunque parezca imposible creerlo, pasaron por mi cabeza todos los recuerdos que guardaba de mis años en la aldea de Ubierna: el agua corriendo en el río en las semanas del deshielo, rompiendo espuma en las rocas, los verdes campos de trigo de finales de mayo, el olor del pan recién cocido en el horno de casa, las largas veladas de invierno al calor de la chimenea entre las faldas de mi madre, mirando crepitar los leños al fuego mientras ella repasaba con aguja e hilo las ropas rotas y rasgadas, y sobre todo la caricia de sus manos en mi rostro y la cálida seguridad de su mirada. No lo pensé más, miré a Rodrigo y pregunté:
—¿Mi padre y mi señor el abad están de acuerdo? —formulé la pregunta como si ellos no estuvieran presentes.
—Lo estoy —asintió mi padre.
—No podemos retener a nadie que no quiera permanecer aquí; si ése es tu deseo, puedes marcharte —añadió el abad.
—En ese caso, y siendo ésa la voluntad de mi padre, contad con mis servicios.
Y así fue como entré a formar parte del séquito de Rodrigo Díaz, el joven señor de Vivar.
Rodrigo era algo mayor que yo. A la muerte de su padre había heredado todos sus feudos y posesiones al norte de la ciudad de Burgos, en torno a las aldeas de Vivar y Ubierna, tierras de trigo y centeno.
Vivar es una pequeña aldea recostada sobre una amplia vaguada, a la vera del camino de Burgos hacia las tierras montañosas del norte. Está situada en una llanada colmada de campos de cereal y rodeada de colinas y páramos en cuyas laderas cazan los azores y los gavilanes. Aguas arriba está Ubierna, a orillas del río que le da nombre y que nace en las fuentes del alto páramo de Masa, una extensa y desolada planicie recorrida por heladores vientos en invierno y asolada por un inclemente sol durante el verano. En Ubierna el río fluye con fuerza debido al pronunciado desnivel que salva al descender las abruptas laderas del árido páramo, y su acelerada corriente sirve para mover las ruedas de varios molinos, propiedad del señor de Vivar, que mi familia custodia en su nombre.
Tal vez haya sido este recio paisaje el que ha contribuido a forjar el espíritu castellano. Los espacios abiertos, de amplios horizontes y de difícil defensa, han tenido mucho que ver con que ésta sea una tierra de hombres que sólo se han sometido a Dios y a su rey. Desde tiempos muy remotos, condes y reyes han otorgado privilegios y libertades a cuantos han osado instalarse en estas extensas llanuras abrasadas por el sol en verano y congeladas por el hielo en invierno. ¿Quién, de no haber sido por la libertad y el privilegio de infanzonía, hubiera querido vivir aquí pudiendo hacerlo en los ricos y cálidos valles del sur o en las dulces y verdes colinas del norte?
Por eso, en Castilla casi todos se consideran de una u otra manera nobles. Pero la nobleza del reino estaba, y lo sigue estando cuando escribo, dividida en dos facciones.
Los ricos hombres y magnates configuran el privilegiado estamento de la alta nobleza; la mayoría desciende de los primeros condes, cuando Castilla era sólo una marca militar en la frontera oriental del reino de León. Estos ricos hombres son los mayores propietarios del reino, grandes señores dueños de extensas haciendas y de castillos y palacios de piedra, siempre próximos al rey, de cuya corte forman parte y a quien aconsejan sobre la política que seguir en cada momento; acompañan al rey en la mayoría de sus desplazamientos y a la vez atienden la administración de sus propiedades, distribuidas por todos los rincones del reino.
El otro grupo lo integramos los infanzones, como Rodrigo de Vivar, un joven lleno de afanes de gloria, de fama y de deseos de fortuna en aquellos días tan lejanos, y mi padre. Los infanzones también somos nobles, pero de una categoría inferior a los linajes condales; no participamos en las curias regias, salvo casos muy especiales, y nuestra influencia en la corte es escasa, aunque alguno de nosotros, gracias a la habilidad militar o a servicios prestados de manera extraordinaria, suele encumbrarse a veces entre la alta nobleza.
Diego Laínez, hijo de Laín Núñez y padre de Rodrigo, había logrado una alta consideración real gracias a los muchos y valiosos servicios que prestó al rey don Fernando en sus guerras contra los navarros. Pero por más que don Diego Laínez sobresalió en la defensa de la frontera oriental y en el asalto a villas y castillos del rey de Pamplona, nunca logró ser convocado a las reuniones de los fieles más cercanos al rey, y ello pese a estar casado con una de las hijas del conde Nuño Álvarez y a alardear él mismo de ser descendiente de Laín Calvo, uno de los primeros jueces castellanos.
Durante su infancia, Rodrigo creció bajo la atenta mirada de su madre y la influencia de la actividad militar de su padre. En aquellos años la aldea de Vivar estaba en la frontera entre Castilla y el reino de Pamplona. La misma aldea de Ubierna, a poco más de una hora de camino de Vivar, fue recuperada por el padre de Rodrigo a los navarros, por lo que la recibió en feudo del rey Fernando. Mi padre, que ayudó a don Diego en sus campañas, recibió como recompensa algunas heredades en Ubierna y la encomienda de los molinos del río.
Criado en un ambiente de guerra de frontera, con la amenaza permanente de una invasión navarra o sarracena, Rodrigo fue aleccionado en el manejo de las armas por su padre. A los diez años montaba a caballo a la perfección, arrojaba la lanza con la precisión de un experto soldado y era capaz de empuñar la espada y de repartir mandobles, cosa extraordinaria a esa edad. Cuando Rodrigo apenas era un muchachito vio llegar a su padre victorioso tras haber conquistado el castillo y la villa de Ubierna, y poco después los castillos de Úrbel y la Puebla. Aún no tenía edad para acompañar a su padre a la batalla y sin embargo ya se lo pidió poco antes de que don Diego partiera hacia el norte para sofocar una revuelta de una de las tribus de los vascos, a la que, en nombre del rey don Fernando, derrotó en una escaramuza campal. Gestado entre batallas, nacido en el fragor del combate y criado en la guerra, el espíritu del joven Rodrigo se fue modelando con la espada y la lanza, a lomos de un caballo, como correspondía a su categoría de primogénito de un famoso guerrero.
Probablemente, la escena que más le marcó durante su etapa de aprendizaje fue el regreso de su padre tras la batalla de Atapuerca. En esta aldea, a menos de media jornada de camino al este de Vivar, se enfrentaron a finales del verano del año 1054 los ejércitos castellano y navarro en un combate que ambos bandos habían planteado como el definitivo, el que saldaría por fin la guerra que durante varios años se libraba entre los dos reinos. Don Diego Laínez formaba en la vanguardia castellana que derrotó a los navarros y en cuyo encuentro se produjo la muerte del rey García de Pamplona, a quien su hermano el rey don Fernando de León y de Castilla lloró sobre el mismo campo de batalla, aprobando allí mismo que los navarros alzaran a su sobrino, Sancho el Joven, como nuevo rey de Pamplona.
Tras esta victoria, Castilla ganó algunas tierras hacia el este a costa de Navarra y don Diego Laínez consiguió nuevos feudos, pero regresó de la contienda con graves heridas. Durante un año tuvo que guardar completo reposo para que los profundos cortes en los brazos y en el pecho que había recibido en Atapuerca cicatrizaran, pero nunca logró recuperarse del todo. Agotado por tantas guerras y cabalgadas, decidió pasar sus últimos años en su aldea de Vivar, confortado con la compañía de su esposa y alegre al ver crecer día a día a Rodrigo, a quien adiestró en el manejo de las armas y en quien depositó toda la esperanza y la ilusión de imaginar a su hijo alcanzando los honores condales que a él, pese a tantos méritos contraídos, le habían negado.
Don Diego murió cuatro años después de la batalla de Atapuerca y Rodrigo, que era apenas un adolescente, se convirtió en el señor de Vivar. Era un muchacho fuerte y bien dotado para la lucha y para el gobierno de sus feudos, no en vano su padre lo había entrenado para ello durante sus cuatro últimos años de vida, pero no tenía la edad legal necesaria para gobernar sus propiedades. Fue entonces cuando su tío abuelo, el anciano pero influyente Nuño Álvarez, recomendó al rey Fernando que, en pago a los servicios del padre, acogiera a Rodrigo y le permitiera ser educado con los hijos de los condes y los magnates del reino en la escuela que el rey había fundado para ellos y para sus propios hijos.
El joven Rodrigo se instaló en la corte y allí aprendió a leer y a escribir, latín y leyes, las artes liberales y también el ejercicio de las armas, en el cual ya era un verdadero experto. Pese a la diferencia de edad, enseguida congenió con Sancho, el hijo primogénito del rey Fernando, varios años mayor que Rodrigo, quien mostraba una especial predilección por los ejercicios militares y por el estudio del derecho.
—El heredero de un trono debe conocer dos disciplinas por encima de las demás: de un lado, dominar el manejo de las armas y, de otro, utilizar en profundidad el derecho. En la fuerza de las armas y en el ejercicio de la ley es donde se asientan las garantías de éxito de la acción de gobierno de cualquier soberano —solía decirle el príncipe don Sancho a Rodrigo.
Y fue precisamente en estas dos disciplinas en las que Rodrigo destacó sobremanera en la corte. En el manejo de la espada era tan ducho que nadie lo superaba; los trucos y fintas que había aprendido de su padre, experimentados por éste en tantas batallas, hacían de Rodrigo un adversario formidable en cualquiera de las demostraciones que se organizaban en los ejercicios de esgrima bajo la supervisión de los maestros de espada de la escuela palatina. En el conocimiento de las leyes y del derecho de Castilla destacaba también sobre los demás muchachos; sólo los maestros lo aventajaban en el conocimiento de las normas que regían la vida y la muerte de los castellanos. En su casa tenía un viejísimo ejemplar del Fuero Juzgo, un códice que había pasado de padres a hijos desde los tiempos en que sus antepasados fueron jueces de Castilla. Rodrigo leía y releía este libro hasta el punto de saberlo de memoria.
El afecto mutuo que se profesaban Rodrigo y el príncipe don Sancho los convirtió en compañeros inseparables en la corte. Fue el propio don Sancho quien lo nombró caballero y le ciñó la espada en un sencillo rito: hace cincuenta años la ceremonia de armar a un caballero no era tan compleja como lo es ahora. Rodrigo, pese a su juventud, ya estaba en condiciones de combatir contra los enemigos de Castilla.
Mientras permaneció en la escuela palatina, Rodrigo gozó de la protección de su tío abuelo y de la amistad de don Sancho. De vez en cuando se desplazaba hasta Vivar, donde su madre tutelaba sus heredades. Por fin, pocos meses antes de que viniera en mi busca al monasterio, Rodrigo regresó a Vivar para hacerse cargo del gobierno de su feudo.
Pero fue muy poco el tiempo que permaneció allí. A finales del otoño del año 1063 el rey don Fernando convocó una curia regia en León, y a ella fue convocado Rodrigo. Aquélla era la mejor ocasión para estar de nuevo en la corte. Cualquier caballero que se precie necesita un escudero y ahí fue donde mi padre le habló a Rodrigo de mí y de mis cualidades, y así me convertí en el escudero de Rodrigo Díaz de Vivar.
Llegamos a Vivar una fría tarde mediado el mes de diciembre. Habíamos salido muy temprano del monasterio de Cardeña, donde pasamos la noche anterior, la del día en que mi padre y Rodrigo vinieron a buscarme, y comimos en Burgos poco antes del mediodía, en una posada cerca del puente, entre mercaderes, peregrinos y soldados. Recuerdo que una posadera gordinflona y descarada, de enormes carrillos sonrosados, nos sirvió unos ansarones con salsa de treballa en una enorme fuente de barro. Era día de mercado y Rodrigo aprovechó para adquirir una acerada daga moruna, seis varas de tela de seda de la mejor calidad, un par de botas de cordobán, un ancho cinturón de cuero repujado con hebilla de plata y varias cintas de tejido adamascado. Burgos era la población más grande que yo había visto, hasta entonces era ciertamente la única; mi universo se limitaba a mi aldea de Ubierna, a Vivar, a tres o cuatro aldeas más del entorno y al propio Burgos. A pesar de lo que había leído en la biblioteca del monasterio sobre las maravillas de Jerusalén, Constantinopla o Roma, no creía que hubiera en el mundo una ciudad más grande que Burgos, que disponía de un fuerte castillo, altas murallas, casas de piedra con cubierta de teja y varias iglesias y palacios. La ciudad estaba creciendo día a día, sobre todo a lo largo del camino de los peregrinos, cuyo flujo era cada vez mayor, hasta tal punto que el concejo estaba construyendo un gran hospital para acoger a los devotos que viajaban hacia Compostela a venerar la tumba del apóstol Santiago.
—En la curia de León estarán presentes los más elegantes varones del reino. Necesito una túnica que sea lo suficientemente refinada como para situarme a la altura de los cortesanos —recuerdo que comentó mientras examinaba varios lienzos en el puesto de telas de un judío burgalés.
Me instalé en la casa de Rodrigo en Vivar, una amplia casona de piedra, con un patio al que también se abrían un granero, un almacén y un corral. Durante los días que siguieron a nuestra llegada no hice otra cosa que ayudar a los criados a preparar el equipo de Rodrigo y de los caballeros de su mesnada que iban a acompañarnos hasta León. Me llamó la atención el cuidado con el que mi señor nos obligaba a tratar su equipo militar. En un par de grandes arcones de tablas de madera reforzadas con tiras de cuero claveteadas fuimos depositando una loriga de cuero cubierta con escamas de hierro cosidas con alambre, una túnica de fieltro grueso con capucha y un yelmo de hierro acabado en punta con cuatro gruesos radios reforzados con remaches de bronce de cuya parte anterior surgía una sólida barra nasal, a modo de lengüeta, que servía para proteger la nariz. En el otro arcón colocamos un par de túnicas (una de ellas la habían fabricado dos mujeres de la aldea con la tela de seda comprada en Burgos), unas calzas, dos pares de botas de cuero, unos zapatos de fina piel a juego con la túnica de seda y un par de mantos de lana, uno de ellos forrado con piel de lobo.
Cuando todo estuvo listo, Rodrigo me permitió ir a Ubierna a visitar a mi madre, a la que no veía desde que dejara mi aldea natal camino del monasterio. Mi encuentro con ella estuvo lleno de ternura y me colmó de alegría, pero ya no era la mujer que recordaba con seis años menos, y a la que quizás había idealizado en la gris soledad del convento; su cabello estaba encanecido y ceniciento, sus ojos habían perdido el dorado brillo de la plenitud, aunque conservaban la firmeza de antaño, y su espalda comenzaba a corcovarse por el peso de los años y de los duros trabajos en la casa, pues aunque era la esposa de un infanzón, la tarea era mucha y mi madre no podía descansar una sola jornada.
Ha pasado mucho tiempo desde aquellos días, pero si lo intento todavía soy capaz de sentir las caricias de sus manos arrugadas y endurecidas por el trabajo, y entonces echo de menos el calor de su regazo, en el que solía refugiarme durante los atardeceres de invierno, cuando nos reuníamos con toda la familia al calor del fuego de la chimenea, en torno a una olla de sopa de pan, cebolla, berros y ajos en la que de vez en cuando no faltaba un ganso, un buen pedazo de carne, una gruesa tajada de tocino e incluso un par de huevos de gallina.
El día fijado para la partida hacia León nos levantamos muy temprano. Todavía no había amanecido cuando Rodrigo nos fue despertando uno a uno a todos cuantos componíamos el séquito del señor de Vivar. El horizonte oriental comenzaba a iluminarse de una luz tenue, hacía mucho frío y el abrevadero de piedra tallada en un solo bloque estaba cubierto por una gruesa capa de hielo que uno de los criados rompió con el filo de un hacha para que pudieran beber los caballos. Nos agrupamos en el patio. Había una docena de personas, alrededor de una carreta de dos ruedas cargada con los cofres de madera y las vituallas para el camino.
Como me había prometido, Rodrigo me entregó una mula de pelo castaño, de pequeña alzada pero de amplio tranco y recias patas. Nos pusimos en marcha antes de la salida del sol, aunque ya con alguna luz derramándose sobre los llanos de Vivar, con los campos pardos recién sembrados de trigo y el verde oscuro de las encinas salpicadas por las pendientes de los páramos. En el frío de la mañana, el aire estaba cargado de un fuerte olor a tomillo y las aliagas parecían desnudas sin sus hermosas flores amarillas.