XIX

Señorita y aldeana

OLO había tenido tiempo á meditar su resolución. De día y de noche no pensaba en otra cosa. Se llegaban las ferias de la Ascensión en Oviedo y pocos días antes manifestó á su padre el deseo de dar una vuelta por allá y comprar, si lo hallaba razonable, una yegua para cría. Como el proyecto era aceptable y Nolo jamás había estado en la capital, tanto por interés como por dar un respiro á su hijo, el tío Pacho cedió de buen grado y le facilitó los medios para realizarlo. El mozo de la Braña encargó en la Pola un traje de pantalón largo hecho de pana gris, mercó un sombrero de anchas alas y unos borceguíes de piel amarilla. Así ataviado y con su faja de seda encarnada á la cintura y camisa fina con botones de plata, más parecía un chalán segoviano que un rústico de las montañas de Asturias. Y en verdad que no desmerecía su gallarda figura con el nuevo atavío; antes bien resaltaba. Iba tan suelto y airoso como si toda la vida lo llevase puesto.

Cuando llegó el día señalado, una hora antes de amanecer montó en su jaco tordo, que él había criado con mimo y al cual había puesto por nombre Lucero, y bajó por el camino de Villoria hasta el llano. Cuando pasó por Entralgo aún no había amanecido. Dirigió una mirada á Canzana y estuvo por subir á despedirse del tío Goro y la tía Felicia, pero llevaba él ciertos proyectos en la cabeza… ¡Quién sabe, quién sabe! Mejor era guardarlos en el corazón. Vadeó el río, siguió hasta la Pola y pasó inadvertido como él deseaba. Entró en la carretera de Langreo y cuando llegó á Sama ya estaba el sol hacía rato sobre el horizonte. Muchas fábricas, mucho carbón, muchas chimeneas despidiendo columnas de humo negro y espeso. Nolo miraba con ojos torvos todo aquello y tenía vivos deseos de dejarlo atrás. Ya lo dejó, ya camina por la carretera llamada Descolgada á causa de sus agrias pendientes, ya pasa por delante de Villa. Hermosas praderas, hermosas pomaradas, hermosas niñas con su cesta sobre la cabeza por la carretera. Más de una volvió la cara para seguir con la vista al mancebo de cabello ensortijado y ojos altivos. Cuando dió vista á Oviedo eran bien sonadas las diez de la mañana.

¡Cómo latió su corazón al contemplar por vez primera aquella ciudad que guardaba el más caro tesoro de su existencia! La torre de la catedral con sus festones primorosos, con sus calados de encaje, se alzaba ante sus ojos atónitos como una maravilla. Entró por el arrabal de la Puerta Nueva, preguntó por la posada de la Felisa y no tardó en dar con ella. Esta Felisa, mientras le freía un par de huevos y algunas lonjas de jamón, le enteró de todo lo que quiso y lo que no quiso. Supo cómo Demetria había dejado ya el colegio y estaba otra vez con su mamá y con su tía, supo cómo se llamaba la calle en que éstas habitaban y las señas que la casa tenía, y supo también el nombre de todos los hijos de la señora Felisa y el temperamento especial que cada uno de ellos tenía, así como las pruebas brillantes de ingenio que el penúltimo, Joaquinín, había dado en más de una ocasión de su existencia, aunque sólo contaba cuatro años y cinco meses. También se enteró por separado de ciertas costumbres poco correctas del señor Ramón, marido de la propia Felisa, cuando regresaba al hogar por la noche con algunos vasos de vino en el cuerpo. Fuera de estas ocasiones era un bendito, un pedazo de pan candeal, incapaz de levantar la mano á nadie, ni siquiera de aplastar una mosca.

Y así que almorzó se fué á dar una vuelta por la ciudad y por la feria. Una y otra estaban bien animadas. Pululaban los forasteros por las calles en muchedumbre apretada y en mucho mayor número piafaban los caballos allá en el real de la feria. Mas ni la muchedumbre, ni los monumentos, ni los escaparates de las tiendas, ni siquiera los hermosos jacos de cuatro y cinco años lograron llamar la atención de nuestro aldeano. Pasaba por delante de todo ello como si no lo viese. Del encargo de su padre ni se acordó siquiera: no tenía ojos más que para el oscuro y vetusto caserón de Moscoso. ¡Qué negra era aquella casa!, ¡qué grandes y severos los balcones de hierro!, ¡qué imponente aquel casco de piedra que coronaba el escudo esculpido sobre la fachada! La impresión que en Nolo produjo fué de pena, casi de terror. Le parecía que Demetria debía de estar allí cautiva como en una cárcel y sometida á crueles tormentos. Examinó con profunda atención el edificio, que estaba situado en la calle llamada de Traslacerca y formaba esquina á una callejuela solitaria, lo rodeó repetidas veces, escrutó sus balcones y ventanas, pero no consiguió divisarla. En las horas que allí permaneció, disimulándose en un portal ó detrás de algún carro, sólo vió salir dos ó tres mujeres que parecían criadas y entrar y salir un sacerdote. Mas cuando ya pensaba en retirarse se abrió un balcón de la fachada principal y apareció una señorita. ¡Qué rico vestido!, ¡qué peinado extraño!, ¡qué blanca, qué majestuosa! ¿Quién será?… ¡Virgen sagrada del Carmen!, ¡es ella!, ¡ella, sí!… Nolo sintió un frío intenso en el corazón. Las sienes comenzaron á latirle fuertemente y se apoyó en la pared para no caerse. Luego, pegado á ella, se deslizó cautelosamente temblando de ser reconocido y cuando estuvo lejos se dió á correr locamente hacia su posada. Subió al mezquino cuarto que le habían destinado y se dejó caer sobre el lecho llorando como un niño. «No, aquella señorita tan rica, tan hermosa, tan elegante, quizá no recordaría ya al pobre aldeano de la Braña, quizá se avergonzaría si le recordasen que había correspondido á su amor y en prueba de él le había regalado los cordones de su justillo».

Sintió la necesidad de marcharse, de huir de aquel sitio donde todo le avergonzaba, de volver otra vez á su rincón de la Braña. Alzóse resueltamente, se lavó los ojos y bajó á la cuadra á enjaezar su jaco. Mientras ejecutó esta operación se fué tranquilizando. Ya estaba avanzada la tarde y consideró que, saliendo á tal hora de Oviedo, sólo muy entrada la noche podría llegar á su casa. Temió asustar á sus padres y no saber explicar su vuelta intempestiva. Mejor sería aguardar á la mañana siguiente. Volvió á quitar el aparejo al caballo y salió á refrescar un poco su cabeza calenturienta. Caminó á la ventura huyendo de aproximarse á la casa de Moscoso. El sol acababa de ponerse y comenzaba el crepúsculo. Dió algunas vueltas por las calles principales, paseó por el parque de San Francisco y al cabo notó con sorpresa que estaba perfectamente tranquilo. Aquel amor no había sido más que un sueño. Pero si una señorita tan encopetada no podía amar á un rústico, también pensó que era hacerle una ofensa el sospechar que se avergonzaría de conocerle. Las cartas cariñosas que enviaba á Canzana no podían infundir semejante recelo. Poco á poco y haciendo justicia al carácter de Demetria se puso á imaginar que si ésta le viese no apartaría de él los ojos, antes le saludaría afectuosamente, si no como amante, al menos como un buen amigo suyo y de sus padres adoptivos.

Y cuando menos lo pensaba se encontró de nuevo frente á la severa y heráldica casa de Moscoso. Acababa de oscurecer y empezaban á encender los faroles. Discurría alguna gente, no mucha, por aquella calle apartada del centro. Nolo, fingiendo ser un mozo que torna alegre de la feria, pasó por delante de la casa entonando en alta voz este cantar, que hemos repetido alguna vez cuantos nacimos en el valle de Laviana:

Dicen que tus manos pinchan,

para mí son amorosas.

También los rosales pican

y de ellos nacen las rosas.

No llores, niña,

no llores, no;

no llores, niña,

que aquí estoy yo.

Se detuvo en la esquina, aguardó algunos momentos y al cabo repitió en voz más alta el estribillo:

No llores, niña,

no llores, no;

no llores, niña,

que aquí estoy yo.

Chirrió un balcón; se asomó una cabeza.

—¡Nolo!

—¡Demetria!

—Da la vuelta á la esquina y arrímate á esa ventana de rejas.

El joven hizo como se le mandó. Entró en la estrecha callejuela y se acercó á la ventana. Un minuto después una linda frente coronada de cabellos rubios se apoyaba en la reja.

—¿Cómo estás aquí?

—He venido á la feria para mercar una yegua.

—¡Qué salto me dió el corazón cuando oí tu voz! Temía engañarme. Por esa aguardé á que cantases otra vez, pero te había oído muy bien la primera. ¿Y cómo han quedado todos allá arriba?

—Buenos y recordándote sin cesar… ¡No sabes cuánto llora la tía Felicia!

—¡No será más que yo! —exclamó sordamente la joven.

Hubo algunos momentos de silencio.

—¿Cuándo piensas marcharte?

—Mañana bien temprano.

—¿Y te ibas sin darme aviso de que estabas aquí?

Nolo vaciló y dijo sonriendo melancólicamente:

—Pensaba que no te importaría mucho el verme.

—¿Y por qué pensabas eso? —preguntó con inocencia Demetria.

—Porque… porque tú eres una señorita y yo no soy más que un pobre aldeano.

—¡No esperaba eso de ti, Nolo! —exclamó ella cerca de romper á llorar. —¿Te he dado algún motivo para sospechar que no te estimaba como antes? ¿Has sabido de alguno de por allá á quien no le haya hablado como siempre cuando le vi por aquí? ¿Piensas que soy señorita, que visto este traje por mi gusto?… No, si pudiera no lo vestiría… ¡Desde que vine á este pueblo soy tan desgraciada!… ¡Si supieras, Nolo, qué desgraciada soy!

Y no pudiendo más tiempo retener sus lágrimas las dejó correr. Á Nolo se le humedecieron también los ojos por el acento verdaderamente desesperado con que la joven pronunció las últimas palabras. Cuando ésta se hubo desahogado un poco dijo en voz baja secándose las lágrimas.

—Bien está, Nolo; vete con Dios. Cuando veas á mis padres… cuando veas á mis padres díles que el día menos pensado me planto en Canzana, que un día ú otro me escaparé porque no puedo sufrir más…

—¿Es de veras eso? —exclamó Nolo en el colmo de la sorpresa.

—¡Y tan de veras!… No lo he hecho ya porque no he tenido ocasión para ello.

El mozo permaneció silencioso. Al cabo preguntó con timidez:

—¿Te atreves á venirte conmigo?

Demetria guardó silencio también. Después profirió con firmeza:

—Sí; me atrevo.

—Pues ya está dicho todo —exclamó el mancebo recobrando su carácter resuelto. —Mañana bien temprano tomamos el camino de Laviana.

—Mañana no; esta noche. De día llamaríamos demasiado la atención y nos detendrían.

Nolo quedó admirado, aunque ya conocía el valor y la firmeza de su amada en los casos difíciles.

—Espera —siguió ella, —esta noche voy con mi tía Rafaela á un baile en casa de Valledor… un caballero que vive frente á la Fortaleza en el paseo de Porlier… Cualquiera te podrá dar razón de la casa… Iremos á las diez, poco más ó menos. Espérame en el portal. Yo buscaré un pretexto cualquiera para salir del salón y tomaré la escalera… Ten el caballo aparejado donde mejor te parezca… ¿Crees que podrá llevar á los dos?

—¡Ya lo creo que podrá! Es el Lucero.

—¡Ah, es el Lucero! —exclamó ella con alegría. —Adiós, que ya me están buscando. No faltes… Aunque tarde mucho, aguarda siempre en el portal… Adiós, hasta luego.

Nolo se apartó de la ventana lleno de gozo y de zozobra al mismo tiempo. No se le pasó por la imaginación que aquel paso arriesgado pudiera tener consecuencias graves para ambos: era demasiado valeroso para pensar en el resultado de sus acciones. Lo que temía era que Demetria se volviese atrás después que hubiera reflexionado ó que le fuera imposible realizar lo que proyectaba.

Corrió á la posada, cenó apresuradamente, manifestó á su huéspeda que necesitaba partir aquella misma noche con unos amigos de su parroquia, pagó la cuenta y bajó á enjaezar el caballo. Pero una vez que lo enjaezó con toda prolijidad y esmero (¡como que iba á sentarse allí Demetria!), quedó vacilante y confuso frente á él. ¿Qué iba á hacer ahora? ¿Dónde dejarlo? Aunque meditó largo rato, ninguna inspiración pudo obtener de su cerebro. Al cabo, aburrido de tanta perplejidad, resolvió dejarlo en la cuadra bien cerca de la puerta para poder tomarlo al instante cuando le pluguiese. Antes de salir le dió pienso. Lucero quedó maravillado de la enorme cantidad de cebada que le echó en el pesebre. ¡Este chico se va á arruinar! Con tanta cebada había para seis veces.

Se echó á la calle y dió vueltas en todos sentidos esperando las diez. ¡Cuánto tardaban en sonar! Media hora antes se situó frente al palacio del prócer. Desde allí vió entrar muchas señoras y caballeros; ellas rebujadas en largos abrigos con faldas resonantes de seda, ellos con botas de charol y sombrero de copa alta más reluciente aún que las botas. Al cabo también ella vino. La reconoció por su estatura, por sus cabellos; de otro modo en nada se parecía aquella arrogante dama á la aldeana de Canzana. Pero la vió volver la cabeza á uno y otro lado hasta que le divisó, y su corazón experimentó un consuelo indecible. Su tía era más baja. Detrás de ellas marchaba un criado que se retiró en cuanto llamaron á la puerta y les abrieron.

Una hora de espera. No se atrevió á meterse en el portal porque de vez en cuando todavía llegaba algún tertulio. Pero sonaron las once, y como hacía ya rato que nadie acudía, decidió colocarse á la puerta como le ordenaron. Sonaron las once y media; las doce menos cuarto. Nada. La impaciencia de Nolo iba degenerando en tristeza profunda.

No menos impaciente se hallaba Demetria. Ni el brillo del salón la seducía, ni las notas del piano la alegraban, ni conseguían llamar su atención las sonrisas burlonas de las damas ni las miradas codiciosas de los caballeros. Porque es de saber que aquéllas la encontraban ordinaria hasta el extremo, una verdadera moza de cántaro, y se reían de su encogimiento y rudeza; pero éstos la consideraban un bocado exquisito, un pimpollo, y chasqueaban la lengua y ponían los ojos en blanco siempre que de la niña de Moscoso se hablaba. Por eso, aunque sólo hacía un mes que Demetria asistía á los bailes semanales que se celebraban en aquella casa, ya tenía una muchedumbre de adoradores que giraban en torno suyo zumbando lisonjas y ansiando libar la miel de tan espléndida rosa. Mas su ingenuidad y simpleza los desconcertaba no pocas veces. Uno de aquellos pisaverdes contaba noches atrás en el Casino, coreado por las carcajadas de sus amigos, cómo en el momento crítico de estar espetando una sentida declaración de amor á la gentil aldeanita, ésta se bajó repentinamente para llevar la mano á un pie exclamando: «¡Dios mío, qué daño me está haciendo este zapato!». No importa. Á pesar de eso todos convinieron en que con su rusticidad á cuestas se quedarían de buen grado con ella.

Después de largo vacilar Demetria se resolvió al cabo. Pretextando una necesidad urgente salió del salón. Se dirigió á uno de los criados que había en la antesala y le dijo:

—Deme usted el abrigo.

—¿Va á salir la señorita?

—Sí; voy á casa.

—Pepe —volvió á decir el criado dirigiéndose á otro, —enciende un farol y acompaña á la señorita.

—Es inútil —repuso ésta con la presencia de espíritu que caracteriza á las niñas enamoradas en los momentos más difíciles. —Mi criado debe aguardar en el portal porque tenía orden para ello… Venga usted, sin embargo, á ver…

El doméstico la siguió por la escalera y adelantándose luego abrió la puerta de la calle.

—Verdad es… Aquí aguarda —manifestó divisando la silueta de Nolo.

—Retírese usted… muchas gracias… adiós —se apresuró á decir ella.

El criado cerró la puerta. Demetria avanzó por el portal y salió á la calle, pasando por delante de Nolo sin dirigirle la palabra. Éste la siguió, emparejándose con ella.

—¿Dónde está el caballo?

—Lo tengo en la posada… porque no sabía dónde dejarlo —manifestó el mozo con timidez.

—No importa, vamos allá… Retírate un poco hacia el arroyo para que parezcas mi criado… Perdona, rapaz, pero no hay más remedio… Tira ese garrote.

Con harto sentimiento dejó Nolo su nudoso palo de acebuche arrimado á la pared de una casa y se apartó un trecho de la elegante señorita, caminando sin embargo á su lado. Ella le guió al través de las calles hacia la Puerta Nueva. Pocos transeuntes cruzaban á la sazón, y los que cruzaban se contentaban con dirigir una mirada á la dama, sin curarse para nada del criado.

Cuando llegaron al alojamiento de Nolo, éste se adelantó unos pasos para ver si había alguien en el portal. No había nadie. Entraron. Nolo fué á la cuadra y sacó el caballo á la calle y cerciorándose de que ningún transeunte cruzaba á la sazón, llamó en voz baja á Demetria. En un instante la subió sobre el potro, montó él detrás de un salto, y ¡arre, Lucero!

Como se hallaban en un arrabal de la ciudad pocos instantes tardaron en salir al campo. Subieron á galope tendido por la carretera de Castilla hasta el paraje en que se bifurca con la de Langreo. Entonces volvieron por primera vez la cabeza atrás. La noche era oscura y caliente. Allá abajo las luces de Oviedo brillaban como una gran constelación, destacándose sobre ella la silueta de su torre: allá arriba, espesos nubarrones tapaban casi por completo el firmamento, dejando solamente algunos móviles agujeros por donde se vislumbraba el centelleo de las estrellas.

¡Arre, Lucero!, ¡up!, ¡up! La gallarda pareja marcha al través de la noche sombría. ¡Up!, ¡up! El Lucero botaba, corría como si en vez de dos cuerpos robustos llevase sobre el lomo un hacecillo de paja. Y resoplando furiosamente parecía decirles: «No tengáis cuidado, queridos, que por mí no quedará». Nadie parecía por la desierta carretera. Los árboles, las granjas, las ventas quedaban atrás, como si no valiesen nada, como si no significasen nada para aquel potro valeroso. Un perro que salió furioso á ladrarle no logró aminorar su escape y se retiró pronto mohino jurando que jamás en su vida había visto correr de aquel modo á un caballo con dos jinetes. Lejos ya tropezaron una carreta tirada por dos bueyes. El carretero, que dormía tendido sobre la carga, al sentir el galope del caballo levantó la cabeza, los miró cruzar raudos y la dejó caer de nuevo como diciendo: «¡No tengáis cuidado: huíd, que por mí no quedará!».

¡Up!, ¡up! Lucero galopa cuesta abajo como cuesta arriba. Sin embargo, Nolo, previsor, comprende que en aquella forma no podría resistir las cinco leguas que los separaban del valle de Laviana. Determina apearse. Mas no por eso se amengua mucho la rapidez de su marcha. Arrimado al caballo, que sólo monta Demetria, y deslizándose velozmente por la cuesta abajo, parece que los lleva á ambos sobre sus hombros hercúleos. ¡Atrás, atrás los árboles, las casas y los hórreos, los maizales, las pomaradas, masas informes, terribles en medio de la noche tenebrosa! Mas he aquí que cuando menos lo soñaban la luna asoma su disco argentado por encima de una colina. Súbito la campiña se ilumina, brillan las aguas del río, tiemblan los árboles y los maizales: todo parece un espejo donde se repiten hasta el infinito sus imágenes. Nolo y Demetria se estremecen y piensan con terror en que están ya cerca de Langreo. Pero no; la luna los mira un instante y se oculta en seguida detrás de negros nubarrones ¡Huíd, huíd, hijos míos, que por mí tampoco quedará!

Sin embargo, las nubes no se mostraron tan propicias. Comienzan á caer algunas gotas enormes de lluvia y poco después un aguacero torrencial. Se refugian debajo de un hórreo y aguardan bastante tiempo. Demetria quería seguir, pero Nolo se opone porque teme, que una mojadura le haga daño. Al cabo salen del cobertizo y emprenden con más gana su carrera. Atraviesan la villa de Sama. Las altas chimeneas como negros fantasmas, ni aun en aquella hora avanzada de la noche, dejan de vomitar vapores infernales. Nolo y Demetria las contemplan con horror y se muestran satisfechos cuando las dejan atrás. Llueve de nuevo y de nuevo se refugian bajo el corredor de una casa. Por fin llegan á la Pola, siguen á Entralgo y para vadear el río se ve necesitado Nolo á mojarse hasta la cintura porque teme que el caballo resbale con los dos y dé con ellos en el agua. Así, montada sólo Demetria y llevando él á Lucero por el diestro, se salvan de un percance. Cuando tocan en las casas de Entralgo comienza á llover con violencia. Debajo del corredor emparrado de la casa del capitán se guarecen. Era ya cerca del amanecer.

Al verse en su parroquia, tan próxima á su casa, se le dilata el pecho á Demetria y se le suelta la lengua. ¡Qué ajena estaría su madre de la sorpresa que iba á darle! ¡Cómo dormirían los pobrecitos de sus hermanos! Era necesario aguardar allí á que rayase el alba para no darles un susto. Nolo halló bueno el pensamiento y abriendo el establo de D. Félix metió y amarró el caballo dentro. Para ir á Canzana no lo necesitaban ya. Sentáronse en el famoso canapé de piedra, delicia de su amo. La lluvia batía con monótono son la gran pomarada que tenían delante y repicaba sobre la parra.

—Esta agua es una bendición para el maíz, Nolo —profirió Demetria al oído del mozo. —¿Cómo está la siembra de mi padre?

—Buena; levanta ya más de un palmo.

—¡Oh, es que mi padre sabe trabajar la tierra y sabe abonarla! —exclamó con arrogante alegría. —¿Y vuestra escanda y vuestro centeno?

—Tampoco marcha mal… Nuestra tierra es peor que la de tu padre —añadió sonriendo.

—Sí, sí, pero vosotros cogéis un caudal de avellana y nosotros muy poca… Además, ¡criáis un ganado!… ¡Qué ganado, Virgen! En ninguna parte lo he visto tan lucido.

Nolo se resistía á concederlo por modestia. Ella insistía, preguntaba por todas las vacas que conocía perfectamente, se interesaba por las que habían parido y quería saber el sexo de la cría y si estaban gordas ó flacas. También se informó de las de sus padres y quedó sorprendida cuando Nolo le dijo que habían vendido la Salía.

—¡Cómo! ¿Han vendido la Salía y no me han avisado? —exclamó con despecho.

Nolo le manifestó que la venta era muy reciente y que no habían tenido tiempo. Se tranquilizó, pero de todos modos lo sentía. ¡Cuántas veces la había ordeñado! ¡Qué noble era!, ¡qué lechar, qué mantequera! No adivinaba la razón que su padre habría tenido para desprenderse de ella.

La lluvia seguía redoblando sordamente sobre los pomares y la parra. Allá en el establo, detrás de ellos, se oían de vez en cuando los mugidos del ganado.

Sin embargo, una débil claridad comenzaba á esparcirse por el Oriente. Era necesario pensar en marcharse. Aguardaron todavía algunos minutos y cuando observaron que la lluvia cedía un poco se lanzaron fuera del techado y á paso rápido llegaron al Campo de la Bolera, atravesaron el riachuelo sobre el puente de madera y comenzaron á subir por el retorcido y pintoresco sendero que conducía á Canzana.

¡No se fatigaba, no, aquella gallarda pareja por lo agrio de la cuesta! Sus piernas la conocían bien y cada piedra podía dar testimonio de la presión de sus pies. Los de Demetria iban calzados ahora de un modo bien distinto, con zapato de baile. No importa, las piedrecitas los reconocían perfectamente y les daban la bienvenida.

—Algunas veces he subido y bajado este camino con un cesto bien grande de ropa sobre la cabeza cuando venía á lavar con Flora —profirió alegremente la joven.

—Flora está en Entralgo.

—¿Está en Entralgo? Habrá venido á ayudar á doña Robustiana… Como ahora ya está el amo ahí… ¡No se alegrará poco de verme!

—¿Pero no sabes lo que ha pasado hace pocos días?

Demetria no sabía nada. Entonces Nolo le notició lo que había ocurrido dos días antes de su salida para Oviedo, el reconocimiento de Flora por hija del capitán y lo satisfechos que estaban todos los paisanos con aquella señorita criada entre ellos. Demetria dejó escapar también exclamaciones de alegría. ¡Ya lo creo que se alegraba! Estaba segura de que Flora, aunque rica y señorita, sería su buena amiga.

—¡Pero tú también eres señorita! —apuntó Nolo en voz baja y sonriendo.

El semblante de la joven se oscureció.

—¡Calla!, ¡calla! No hables de eso.

Llegaron por fin á las primeras casas de Canzana. ¡Cómo le latía el corazón á Demetria! Se acercaron á la del tío Goro. Éste se hallaba ya en el establo ordeñando. Nolo le llamó desde la puerta. El hombre más sabio de Canzana quedó altamente sorprendido de verle en aquella hora por allí. Mas cuando salió y se encontró frente á Demetria de aquel modo ataviada se puso densamente pálido y dejó caer al suelo el jarro con la leche. Demetria le abrazó sollozando. Pocas explicaciones bastaron para darle cuenta de la escapatoria. El tío Goro se vió tan perplejo en aquella ocasión que á pesar de su reconocida profundidad no supo decir una palabra y se contentó con llorar como cualquier ignorante.

Era necesario prevenir á Felicia que aún dormía. El tío Goro subió las escaleras y la llamó diciéndole que se vistiese de prisa, que la necesitaba. Pero Demetria no esperó á que bajase: en cuanto oyó sus pasos en la sala sin poder contenerse subió la escalera gritando:

—¡Madre!, ¡madre!

La buena mujer cayó en sus brazos.

—¡Madre!, ¡madre!, ¡madre! ¡Ya estoy aquí! ¡Madre!, ¡madre!, ¡madre!

Demetria abrazada á ella repetía con frenesí este sagrado nombre como si quisiera indemnizarla del tiempo en que no había podido dárselo. Manolín y Pepín saltaron de la cama en camisa y se abrazaron á sus faldas gritando de alegría. Demetria los cogió al fin y elevándolos del suelo los besó con arrebato infinitas veces. Dejándolos luego exclamó:

—¡Traedme mi vestido! ¡Traedme mi dengue, mi saya de estameña, mis corales!… ¡No quiero más estos trapos!

Y con tal ímpetu comenzó á despojarse de su rico traje que en vez de quitárselo lo desgarraba. La seda crujía entre sus dedos robustos de paisana. Al cabo entró en su cuarto y pocos instantes después salió vestida de aldeana. Nolo sintió latir su corazón con violencia y un rayo de alegría iluminó su semblante. La tía Felicia, sofocada por el llanto, no supo más que exclamar:

—¡Cuánto más hermosa estás así!, mi reitana.

Pero el tío Goro supo al fin encontrar en lo recóndito de su cerebro una sentencia adecuada.

—La verdadera hermosura, Felicia, no está en el cuerpo, sino en el alma.

Sin embargo, un paisano que cruzaba á la sazón se enteró de lo que ocurría en casa del tío Goro y le faltó tiempo para comunicarlo á las vecinas que ya se habían levantado. La noticia circuló como una chispa por el pueblo. Pocos minutos después se amontonaba delante de la casa del tío Goro un grupo bien compacto de mujeres deseando ver á Demetria y saludarla. Ésta se asomó al corredor y fué victoreada como un diputado. Pero sus amigas no se contentaban con esto: fué necesario que bajase y se dejase abrazar y besar por todas y cada una.

Mientras tanto Nolo, que sentía vergüenza entre tanta gente, se deslizó sin despedirse, prometiéndose volver en seguida por si algo ocurría.

Las amigas de Demetria, aunque se mostraban alegrísimas y no cesaban de pellizcarla y empujarla para dar testimonio de ello, ocultaban no obstante en el fondo de su alma una amarga decepción. Todas habían contado hallarla vestida de señorita. Mientras había permanecido por allá habían corrido en la aldea, entre el elemento femenino, rumores de gran sensación, noticias estupendas. Se hablaba de una cola larga, larga, de terciopelo que dos pajes llevaban cuando Demetria salía á la calle, de una ristra de brillantes como avellanas que se ponía á guisa de corales en el cuello, de unos zapatos con tacón de oro y de otras maravillas innarrables que sobresaltaban la fantasía de las zagalas hasta un punto imposible de describir. Una de ellas no pudiendo contenerse al cabo le dijo tímidamente:

—Demetria, si no te incomoda, has de ponerte luego para que la veamos la cola de terciopelo… Nosotras te la llevaremos en lugar de los pajes.

Demetria la miró estupefacta y soltando una gran carcajada se abrazó á ella besándola.