La hija del capitán
L capitán paseaba de un ángulo á otro por el vasto salón de su casa en la mañana siguiente. Andaba encorvado y á paso lento. Alguna vez se detenía frente al retrato al óleo de su hija María. Un artista famoso que viajaba por Asturias lo había pintado el año anterior. Lo contemplaba con atención anhelante algunos instantes, se llevaba el pañuelo á los ojos y proseguía su paseo.
D.ª Robustiana entreabrió la puerta y asomó tímidamente la cabeza.
—Señor, ahí abajo está Flora que viene á darle el pésame.
D. Félix se estremeció, echó una rápida mirada de angustia al retrato de su hija y después de una pausa dijo con voz insegura:
—No puedo… Dígale usted que no puedo recibirla ahora… Que venga otro día.
El ama de gobierno retiró su cabeza y bajó para trasmitir la nada grata respuesta. El capitán siguió midiendo el salón tristemente.
Por espacio de tres ó cuatro días sólo con D. Prisco cambió algunas palabras. Pero su temperamento vivo y locuaz no tardó en levantar la cabeza. Comenzó á departir con la gente y á mezclarse entre los grupos de aldeanos buscando conversación. Algunos días montaba á caballo y se iba á la Pola y allí visitaba á los amigos y conversaba con ellos largamente. Mas á pesar de esta nueva explosión de vida, el hidalgo descaecía visiblemente; su espalda se doblaba, sus mejillas se hundían, sus ojos iban perdiendo el brillo. Hasta en su locuacidad extraordinaria había algo de anormal que inquietaba á los conocidos. El tema de su conversación casi siempre era el mismo, á saber, el ningún deseo que tenía ya de aumentar su riqueza, ni aun de cuidar de su hacienda. Llegaba un paisano y le proponía la compra de algún trozo de terreno. D. Félix se ponía encrespado como si le hiciese alguna ofensa.
—Ven acá, necio, ¿para qué quiero yo ahora tierras ni prados? ¿No sabes que ya no tengo á quién dejarlos? ¿No sabes que esta misma casa se halla destinada á servir de nido á los pájaros?
Y tanto se exaltaba que el campesino marchaba haciendo cruces y decía á sus amigos que el capitán no estaba enteramente bueno de la cabeza.
En ocasiones, cuando algún caballero de la Pola venía á visitarle, repentinamente comenzaba á dar furiosos paseos en su presencia, y parándose de improviso y señalando con extravío á las paredes y al techo de la estancia exclamaba:
—¿Ve usted este salón? ¡Pues los pájaros no tardarán mucho tiempo en anidar aquí!
Es de advertir que tal idea extraña le perseguía sin cesar. ¿Por qué sentía tanto horror á que los pájaros anidasen en su domicilio? Supuesto que estos animalitos á todos parecen bellos é inofensivos, ¿por qué el capitán se fijaba en ellos en sus vaticinios sombríos y no se acordaba de los ratones, de las arañas ó de las cucarachas, animales más feos y temerosos? Imposible sería explicar este fenómeno si no se conociese el antiguo y profundo resentimiento que D. Félix guardaba hacia los gorriones, los cuales todos los años le comían la simiente de las coles. Había vestido un maniquí con frac y tricornio para espantarlos; pero estos desvergonzados volátiles se posaron á su lado sin temor alguno, comieron tranquilamente la semilla y llevaron su osadía hasta picotear el tricornio del maniquí. Tal desprecio había llegado á lo más vivo á D. Félix. Desde entonces les declaró guerra á muerte y los perseguía cruelmente á tiros cargando con mostacilla un enorme fusil de chispa que procedía de la guerra de la Independencia.
Al compás de su amo, también descaecía Talín y también se agriaba su carácter. Aquel perrillo siempre gruñón y fantástico se había hecho ahora insoportable. Algunas raras veces solía mostrarse amable y retozón, pero muy pronto caía en un acceso sombrío de bilis: gustaba de la soledad y pasaba largas horas acostado en las inmediaciones del cementerio, como si ya sintiese la nostalgia de la tumba. Sobre todo, le descomponía, le ponía fuera de sí el sonido de la flauta de Regalado. Mientras D. Félix estuvo de viaje lo sufría á regañadientes; comprendía que el mayordomo ejercía la suprema autoridad en la casa y que era insensato malquistarse con él. Mas desde el momento en que regresó no se creyó en el caso ya de tolerarlo. Lo mismo era ver á Regalado con el odioso instrumento en la mano que un vértigo de cólera se apoderaba de su cabeza, ladraba hasta reventar y en poco estaba que no se arrojase sobre él. En cuanto comenzaba el dulce son acordado, Talín se sentaba sobre las patas traseras, alzaba sus ojos al cielo clamando venganza y despedía de su boca tan horribles, fatídicos aullidos que el mayordomo indignado, no atreviéndose á castigar la insolencia, desarmaba con violencia la flauta y jurando amenazas la guardaba en el bolsillo.
Trascurrieron bastantes días. Flora no pareció por Entralgo. Sin duda la repulsa sufrida la había herido y no quería exponerse á otra. Un día que D. Félix después de comer se hallaba de mejor humor y departía amigablemente con los mayordomos debajo del corredor emparrado, D.ª Robustiana se aventuró á decirle:
—Mañana es día de amasijo, señor, y además tengo que colar la ropa de dos semanas… ¿Quiere que mande un aviso á Flora para que venga á ayudarme?
Los ojos del capitán se oscurecieron, fruncióse su frente y dijo sordamente:
—No hay necesidad de avisar á nadie… Arréglate con las criadas como has hecho otras veces.
D.ª Robustiana quedó confusa y triste. No volvió ya á mentarle el nombre de su gentil amiguita.
Pero á los pocos días el mismo D. Félix se acercó á ella y rápidamente y en voz baja, como si la vergüenza le embarazase, dijo:
—Cuando quieras puedes avisar á Flora… Acaso la necesitemos… porque la faena de la yerba va á comenzar pronto…
El ama de gobierno vió el cielo abierto.
—Sí señor, sí; va á comenzar pronto… ¡Ya lo creo que comenzará!… ¡Como que el tiempo se echa encima de un modo!…
No era cierto. Faltaban aún más de quince días para pensar en la siega; pero D.ª Robustiana no vaciló en mentir con tal de facilitar el viaje de su protegida.
Llegó Flora. El capitán la recibió con afabilidad, pero sin gran calor. En los días siguientes, aunque se mostraba atento con ella, no buscaba su conversación como otras veces; antes huía de las ocasiones de hablarla en particular. La zagala no pudo menos de sentir tal frialdad, y un día con lágrimas en los ojos le dijo á D.ª Robustiana que se iba, que su presencia en la casa no era grata al amo. La mayordoma trató al instante de disuadirla.
—¡Eres tonta, rapaza! ¿No comprendes que el amo está bajo el peso de una desgracia, que para él se ha concluído el mundo, que todo lo ve ahora negro? Deja que trascurra el tiempo y ya verás cómo todo vuelve á su ser, cómo al cabo se irá calmando su pena y serás para él lo que siempre fuiste. No te apures ni te disgustes, querida mía, pues el mismo amo fué quien envió á llamarte.
Flora se dejó convencer y permaneció en la casa. Cierto suceso imprevisto vino á dar la razón á la mayordoma. Nuestra linda morenita, en su deseo de agradar á todos en la casa y hacerse simpática, solía agasajar hasta al mismo Talín, le llamaba «rico mío», «precioso», «salado», aunque bien sabemos que Talín no merecía en conciencia estas lisonjas. Cuando recibía de regalo alguna golosina se apresuraba á compartirla con él. El bilioso can no acogía con gratitud tales pruebas de consideración. Comía lo que le daban, pero inmediatamente se alejaba con grosera frialdad de su bienhechora y si ésta quería pasarle la mano y acariciarle comenzaba á gruñir como si no la conociese. Esta conducta tenía sorprendida y disgustada á Flora. Porque si bien el perro de D. Félix no había brillado nunca por su amabilidad, tampoco se había mostrado con ella á tal punto desabrido.
Una tarde en que se hallaba D. Félix hablando con Regalado en la sala grande, llegó Flora con encargo de D.ª Robustiana para traer una cesta de ropa. Al pasar vió á Talín durmiendo enroscado sobre una silla. Y con la mayor inocencia se acercó á él y le puso la mano encima para acariciarle. El neurasténico perro gruñó irritado. D. Félix volvió la cabeza y dijo:
—No tengas miedo, que no hace nada.
Entonces la zagala, más por obedecer á D. Félix que por deseos de seguir acariciándole, volvió á pasarle la mano sobre la cabeza. Talín dejó escapar otro gruñido más áspero, abrió la boca y le clavó los dientes. Flora dió un grito: la mano quedó al instante manchada de sangre. Verlo D. Félix y volverse loco fué cosa de un instante. Se arrojó como un león sobre el ingrato perro, le hartó de puntapiés y maldiciones y, no contento aún, agarró el bastón que tenía arrimado á una esquina y le molió á palos. Talín chillaba, aullaba como un condenado viendo su muerte cercana. Al cabo, Regalado abrió piadosamente la puerta de la sala y el desgraciado pudo huir sustrayéndose á la negra parca.
Cuando se vió lejos de las iras de su amo, sin dejar de exhalar gemidos lastimeros tuvo espacio para reflexionar. ¡Aquello era muy extraño!, ¡mucho! ¿Por qué tal cólera insensata? Ni cuando se comió el arroz con leche que D.ª Robustiana tenía destinado al marqués de Cotorraso, un día que éste le visitó, ni cuando mordió los zapatos morados de su ilustrísima el obispo de Oviedo, que vino á girar la visita pastoral á Laviana y alojó en su casa, le vió tan descompuesto. ¡Cosa más extraña! Talín comenzó á sospechar que allí existía un gran secreto de familia. No sabía qué era, pero lo había, ¡vaya si lo había! En su consecuencia determinó acomodarse mejor al giro de los sucesos, capear el temporal y ver en qué paraba aquello. Desde entonces no sólo prescindió de todo gruñido irrespetuoso con Flora, sino que procuró, sin arrastrar su dignidad por los suelos, con algunos adecuados meneos de rabo, hacer olvidar su desmán.
El capitán, por su parte, en cuanto vió al perro fuera del alcance del palo corrió hacia Flora, la llevó al gabinete de su hija María, llamó á gritos á D.ª Robustiana y mientras ésta llegaba él mismo le lavó la herida. Se hizo traer hilas, extendió un ungüento que para casos análogos poseía, lo puso sobre la herida y ciñó la mano con un pañolito de seda; todo con tanta habilidad y delicado esmero que parecía un cirujano y una madre cariñosa al mismo tiempo. Después de un rato le dijo á Regalado, no sin cierta vergüenza que se le traslucía en la voz:
—Hoy tienes que ir á la Pola, ¿verdad?
—Sí señor, á entablar la demanda de reconocimiento del foro de Piñeres.
—Pues si ves á D. Nicolás explícale lo que ha pasado y díle que me alegraría de que diese esta tarde una vuelta por aquí.
El mayordomo quedó petrificado. ¡Llamar al médico para una sencilla mordedura de perro! «¡Esto marcha viento en popa!», le dijo á su mujer. D.ª Robustiana sonrió con perspicacia.
Desde aquel día, en efecto, cambió mucho ya la actitud de D. Félix con la zagala. Sin embarazo alguno fueron tantas y tan vehementes las pruebas de afecto que le prodigó que Flora quedó tan admirada como conmovida. En casa la hablaba y la mimaba: cuando salía á dar algún corto paseo por el contorno la invitaba para que le acompañase, aunque tuviese que abandonar alguna faena doméstica, le mostraba sus haciendas y comunicaba con ella sus planes de reforma. Nada de esto escapaba al ojo avizor de los campesinos que al paso de ellos se dirigían miradas y sonrisas de inteligencia.
D. Félix en aquellos días hizo un viaje á Arbín y celebró largas y frecuentes conferencias con el párroco de la Pola, persona muy avisada y de letras. Por último, una mañana, poco antes de comer, dijo á D.ª Robustiana:
—Pon dos cubiertos hoy en la mesa que espero un convidado.
Hízolo así el ama de gobierno, pero viendo que sonaban las doce mostró su extrañeza.
—Ya es el mediodía y ese señor no parece.
—Puedes poner la sopa que no tardará en llegar.
Mientras D.ª Robustiana se preparaba á dar cumplimiento á la orden, no sin salir con frecuencia al balcón y echar ojeadas al camino por ver si divisaba al huésped, D. Félix llamó aparte á Flora y la condujo por la mano al gabinete más lejano de la cocina. Cerró sigilosamente la puerta y plantándose delante de ella y volviendo á tomarle la mano, dijo con voz alterada:
—Flora, ya sabes quién ha sido tu madre; pero ¿tu padre, sabes quién es?
La zagala se puso roja como una amapola: tardó algunos momentos en contestar. Al cabo, bajando los ojos al suelo articuló con voz débil:
—No lo sé… pero lo presumo.
Entonces el capitán abrió los brazos y el padre y la hija quedaron estrechamente enlazados. Así estuvieron largo rato llorando dulcemente en silencio. Al cabo don Félix se apartó y secando con su pañuelo las lágrimas de la joven y besándola repetidas veces en la mejilla, le dijo al oído:
—Que no turbe, hija mía, la alegría de este momento un pensamiento de dolor. Ya sé que mantienes amores hace tiempo con un muchacho de Fresnedo. Pues bien, no temas que al darte mi nombre y mi fortuna arranque tus ilusiones y contraríe las inclinaciones de tu corazón. Cásate con quien mejor te plazca; cásate con un aldeano; yo me alegro de ello… Sí, me alegro —añadió en voz más alta— porque quiero que se oree esta casa… ¡Basta de tísicos!… Quiero que corra por mi descendencia sangre nueva y generosa; quiero morir rodeado de niños frescos, sonrosados.
Flora, embargada por la emoción, se apoderó de una mano de su padre y la besó.
—¡Basta, basta ya! —exclamó éste. —Ahora vamos á comer.
Se limpiaron de nuevo los ojos y salieron del gabinete. Justamente en aquel momento llegaba D.ª Robustinana diciendo en alta voz:
—Señor, señor, que la sopa ya está fría.
Al verlos cogidos de la mano y con los ojos enrojecidos quedó sorprendida.
—Robustiana, aquí tienes á mi hija —manifestó el capitán presentándola.
La mayordoma pasó instantáneamente de la sorpresa á la alegría.
—¡Oh, señor, todos lo sabíamos!… y todos ansiábamos que llegase pronto este momento.
Luego abrazó y besó á Flora con entusiasmo y la felicitó de todo corazón.
—Que sea por muchos años. Dios y la Virgen del Carmen le dé, señor, larga vida para gozar el cariño de una hija tan buena y tan hermosa.
Así pasaron al comedor llevando á Flora en el medio. Una vez allí, se dibujó en los labios del ama de gobierno una sonrisa maliciosa y profirió dirigiéndose á Flora:
—Siéntese, señorita; siéntese frente á su padre.
Flora se dejó caer en sus brazos ruborizada.
—¡Oh, por Dios, no me hable usted así!