XVI

Martinán el filósofo

OS anhelos del sobrino de D. Félix caminaban con paso rápido hacia su realización. El valle de Laviana se trasformaba. Bocas de minas que fluían la codiciada hulla manchando de negro los prados vecinos; alambres, terraplenes, vagonetas, lavaderos; el río corriendo agua sucia; los castañares talados; fraguas que vomitaban mucho humo espeso esperando que pronto las sustituirían grandes fábricas que vomitarían humo más espeso todavía. Bien lo decía el joven Antero en una de las cartas que cada poco tiempo enviaba al Eco de Asturias: «El sol de la industria ilumina ya este valle, antes tan oscuro, y esparce sus rayos vivificantes sobre estos pobres campesinos subviniendo á sus necesidades, llevando á su frío hogar el alimento y el bienestar, etc., etc».

La primera parte de esta metáfora no era rigurosamente exacta; porque el antiguo sol iluminaba bastante bien el valle cuando no lo ocultaban las nubes, y el nuevo no podía hacerle la competencia en punto á claridad. Pero la segunda no hay duda que estaba más ajustada á la verdad. Corría dinero entre el paisanaje. Las cuadrillas de mineros y operarios traídas de otros puntos alojaban en casa de los labradores de Carrio, Entralgo y Canzana y dejaban allí parte de su salario. Verdad que los huéspedes no eran cómodos. Agresivos, pendencieros, alborotadores, tenían siempre con el alma en un hilo á los vecinos. Además, no cesaban de proferir unas blasfemias tan horrendas que los cabellos de los inocentes campesinos se erizaban de terror. Sobre todo las mujeres sentían indignación tan profunda que sin temor la dejaban estallar en su presencia. Pero esto les hacía reir y no les corregía.

Poco á poco aquellos mineros enseñaron su oficio á los zagales de Carrio y Canzana. Muchos padres enviaron sus hijos á la mina. Al principio ganaban corto jornal: pronto subió éste y en las casas de aquellos pobres labriegos entró un chorro no despreciable de dinero. Con esto la alegría de los paisanos fué grande. Sin embargo, no poco se amortiguó al ver que con el oficio los mineros enseñaron á los zagales sus vicios. Aquellos mozos antes tan parcos y sumisos se tornaron en pocos meses díscolos, derrochadores y blasfemos. No solamente cambiaron su pintoresco traje aldeano por el pantalón largo y la boina, sino que se proveyeron casi todos de botas de montar, bufanda, reloj y lo que es peor, de navaja y revólver. Con esta indumentaria se creyeron en el caso de visitar las tabernas como sus maestros, alborotar en ellas y sacar de vez en cuando la navaja á relucir. Al poco tiempo hubo en aquel valle atrasado tantos tiros y puñaladas como en cualquier otro país más adelantado. El juzgado comenzó á trabajar de lo lindo y los actuarios, particularmente el troglodita D. Casiano, se quedaban entre las uñas no sólo con las quincenas de los hijos sino también con las vacas de los padres.

Sólo un vecino de la parroquia de Entralgo tocó las dulzuras de la invasión minera sin percibir el amargor, recogió las flores sin pincharse con las espinas. Tal mortal afortunado fué nuestro amigo Martinán. Este incansable polemista iba en camino recto de hacerse rico. El consumo de su taberna había crecido de modo tan prodigioso que ya no le bastaba el vino y aguardiente que por el puerto de San Isidro le traían los arrieros de León; él mismo se vió necesitado á hacer algunos viajes á Palencia y traer algunos carros bien cargados. Con lo cual ganaba más aún, pues negociaba el género más barato y se ahorraba la comisión de los arrieros.

Día y noche la taberna de Entralgo resonaba con cánticos desacordados, disputas y blasfemias y día y noche penetraba en el cajón del mugriento mostrador una cascada de monedas de cobre y plata. Con esto el buen humor proverbial del filósofo se había hecho más alegre si cabe. Sus facultades dialécticas se habían desarrollado de modo tan desmesurado que nadie osaba hacerle frente á no ser que estuviese borracho perdido. Por lo cual muchas veces se veía obligado á forjarse un adversario mentido con quien contendía en voz alta. Era por lo general alguno de los que se habían quedado dormidos sobre un banco de la taberna. Después que todos habían salido Martinán ejercitaba sobre él sus férreos silogismos respondiendo y replicando por los dos: «Tú me dirás: el hombre que no come no puede vivir. —Yo te responderé: el que come lo que no le conviene se pone enfermo y pierde en pocos días toda la carne y toda la sangre que ha ido guardando en medio año. —Tú me dirás entonces: pero ven acá, Martinán, burro, ¿cómo quieres que sepamos lo que nos conviene antes que haya hecho operación en el cuerpo? —Yo te responderé: ¡alto, amigo, poco á poco! ¿Por qué no lo sabes?, ¿porque no lo has visto? ¿Y has visto la Extremadura? ¿Y entonces por qué sabes tú que hay la Extremadura?…».

Después que le dejaba bien convencido le despertaba y le echaba á la calle para cerrar la tienda.

Igualmente había contribuído á aumentar su jovialidad el próximo matrimonio de su sobrina Eladia con Quino. El mozo le gustaba; tenía buena idea formada de su capacidad. Entre todos los paisanos que frecuentaban la taberna era el único que sabía desprenderse de la apretura de sus silogismos y se escapaba de vez en cuando sin pagar. Tales cualidades le habían hecho digno de respeto para nuestro tabernero. Fijóse la boda para la primavera y Quino en virtud de esto frecuentaba la casa con toda confianza y aparentaba ser en ella ya un copartícipe de las ganancias. Por lo menos atendía con más escrupulosidad si posible fuera que su futuro tío á los vasos y copas que cada parroquiano consumía y si en cualquier rara ocasión al buen Martinán se le pasaba sin cobrar alguno, Quino se lo recordaba al oído. Con esto la estimación que el filósofo le profesaba crecía algunos palmos. No dudaba que el hijo de la tía Brígida haría enteramente feliz á su sobrina.

Por ausencia de Martinán estaba una noche Quino ayudando á Eladia en el despacho. Detrás del mostrador desatando los pellejos de vino y escanciando y cobrando semejaba ya el asociado afortunado del afortunado Martinán. La taberna estaba llena de paisanos y mineros. Martinán se había levantado aquel día muy de madrugada para ir á Cabañaquinta á comprar una vaca, había vuelto por la tarde bastante fatigado y se había tendido un poco á descansar en la cama. Pero no tardó mucho en levantarse. Se presentó desperezándose en la taberna cuando ésta hervía de parroquianos, los cuales le acogieron con algazara. Casi todos los hombres cuando duermen la siesta se levantan de mal humor. Con Martinán no rezaba esta miseria fisiológica: se levantaba más alegre que nunca, fresco y risueño como una mañana de primavera.

—¡Míralo, míralo qué fresco y qué colorado se levanta ese zorro de la cama! —exclamó uno.

—Como un clavel de la Italia —manifestó gravemente Martinán, abriendo una boca de á cuarta para bostezar y haciendo la señal de la cruz sobre ella.

—¿Y Clavel, cómo está? —preguntó otro aludiendo á su esposa, que como ya sabemos todos conocían por este nombre qué el propio Martinán le había puesto.

—¡Esa, como una rosa de Alejandría!

—Que el diablo me lleve si no ha engordado este bribón de pocos meses á esta parte —dijo el paisano.

—¿Cómo no —apuntó un minero— si todo lo que sudamos pasa al cajón de su mostrador? ¿No habéis reparado que cuanto más gana este ladrón peor vino nos da?

—De eso debéis estar agradecidos —respondió el tabernero. —Yo lo hago por vuestro bien, á ver si se os quita ese maldito vicio de la borrachera. ¡Pero ni por esas! Aunque os diese petróleo con pimentón vendríais aquí á dejarme la quincena.

—¡Que el diablo te coma el alma, bandido! —exclamó el minero irascible, mientras los demás reían.

Otro que estaba ya borracho levantó la tapa del mostrador y se aproximó al tabernero diciendo con palabra estropajosa:

—Martinán, estás gordo; déjame tomarte en peso.

—¡Vamos, abajo esas patas! —dijo Martinán rechazándole.

El borracho insistió tratando de abrazarle por las piernas para levantarle.

—¡Quieto, Melchor, ó te voy á dar agua de aceitunas para quitarte la borrachera!

—Hombre, ¿vas á quitarme en un instante lo que tanto dinero me ha costado?

Paisanos y mineros celebraron con grandes carcajadas la ocurrencia del borracho. Éste, animado por los aplausos, se arrojó de golpe á abrazar á Martinán y lo alzó del suelo y lo sacó por la abertura del mostrador donde se hallaban los parroquianos. Mas antes que llegasen al centro de la taberna tropezó y ambos dieron con sus cuerpos en el suelo. Gran risa y algazara entre los tertulios.

—¡Eso!, ¡eso! Retoza, grandísimo holgazán, comedor. Toda la tarde roncando y ahora en vez de ordeñar las vacas, de jarana —dijo una vocecita aguda.

Quien profería estas ásperas razones era la avinagrada esposa del tabernero, una mujerzuela bajita, menuda, rugosa, de frente ceñuda y ojos pequeños y fieros.

Martinán se levantó del suelo riendo.

—Bendito sea tu pico, palomita —exclamó dirigiéndose á su mujer. —Nada dices, mi alma, que no esté puesto en razón. Ahora mismito voy á ordeñar. Eladia, enciende el farol.

—Vamos, déjate de palabras necias y arrea.

—¡Que viva, eh! —decía Martinán guiñando el ojo á los tertulios. —¡Vaya una mujercita despachada! Os digo en conciencia que es una bendición de Dios tener una mujer que todo lo vea en la casa, que todo lo arregle y que de vez en cuando le arree á uno cuando se haga tumbón. Ven acá, Clavel, no te marches sin darme un abrazo, que lo necesito como los chotos la teta.

Clavel le arrojó una mirada despreciativa y se dispuso á salir, pero su marido la atajó antes de que pudiese penetrar en lo interior.

—¡Que no!, ¡que no te vas sin darme un abrazo! ¿No quieres?… Pues te lo daré yo á ti…

Y diciendo y haciendo la estrechó tiernamente entre sus brazos y la aplicó un par de sonoros besos en las mejillas. Enfurecida la mujeruca se desasió violentamente cubriéndole de dicterios y se metió en el interior de la casa. Martinán, sin preocuparse de su cólera, sonreía beatíficamente y le enviaba besos con la punta de los dedos. Los parroquianos aplaudían riendo.

—¿Quién habrá más feliz que yo, decídmelo? —exclamaba restregándose las manos de placer. —En jamás de la vida me ha dado el más pequeño disgusto esta mujercita que Dios bendiga. ¡Qué hacendosa!, ¡qué ahorradora!, ¡qué limpia!… ¡Los chorros del oro, muchachos!… Que tiene el genio vivo… que es un poco gruñona, ¿y qué?… Eso consiste, amigos, en que el alma no le cabe dentro del cuerpo. Los bueyes tardos necesitan quien les aguije. Seguro estoy que en esta parroquia no hay uno que no me envidie á Clavel…

Iba á proseguir en su monólogo venturoso, pero en aquel instante entraron en la taberna Joyana y Plutón y sin dar siquiera las buenas noches pidieron dos cuartillos de aguardiente. Martinán se apresuró á servir por sí mismo á los mejores parroquianos que tenía. Como eran sin disputa los mineros más hábiles que hasta entonces trabajaban en el coto de Carrio, ganaban mucho más que los otros, y como no tenían familia, más de la mitad de su quincena entraba en el cajón de Martinán.

Sin embargo, la entrada de los dos mineros produjo, como siempre, malestar en la taberna. Se les temía y se les odiaba generalmente. Hasta sus mismos compañeros de trabajo les hablaban con cierto cuidado. Todo el mundo sabía que ambos habían estado en presidio, que eran insolentes, agresivos y que tanto les importaba sacar las tripas á un hombre como matar una gallina.

Sólo Martinán les hablaba con libertad filosófica.

—¿Á que no sabes, Plutón —dijo poniéndole familiarmente una mano sobre el hombro, —por qué bebes tanto aguardiente?

El minero, que se había sentado y acababa de vaciar una copa, miró á su compañero Joyana y ambos soltaron una grosera carcajada.

—Pues por hacerte un favor.

Los tertulios rieron también. Martinán no se desconcertó y con mayor jovialidad repuso:

—Gracias, Plutón; no esperaba menos de tus buenos sentimientos.

—Y de paso porque me gusta.

—¡Hombre, tienes talento!… Pero no hagas tantos esfuerzos de inteligencia, porque te van á saltar los sesos.

El feroz minero dejó de reir y le lanzó una mirada torva. Los parroquianos rieron discretamente y admiraron el valor de Martinán. Éste prosiguió cada vez más alegre:

—Lo bebes porque te gusta, ¿verdad?… Y ¿por qué te gusta?… Porque lo necesitas… Y ¿por qué lo necesitas?… Porque consumes en la mina el calor que todos los animales tienen dentro de su cuerpo.

—Vaya, vaya, ojo con lo que hablas, porque si te descuidas te va á quedar la lengua fuera de los dientes.

—¡Qué!, ¿te ofendes porque te comparo con los animales? Pues, querido, lo mismo tú que yo todos tenemos algo, mayormente, del animal. ¿Será en las uñas? No… ¿Será en los dientes? Tampoco…

Entrando en el terreno filosófico, que era su fuerte, Martinán se hallaba en el colmo de la alegría. Entablóse una acalorada disputa. El dialéctico tabernero llevó, como es natural, la mejor parte. Al cabo deshizo, pulverizó á su adversario. Por medio de una habilísima treta dialéctica le demostró también que si todos los hombres tenían algo común con los animales, él (Plutón) guardaba más relación con el asno que otro alguno. Como hubo murmullos de aprobación y risa comprimida, el minero quedó fuertemente desabrido. Martinán, una vez derrotado su adversario, ya no se acordó más de él y se mezcló á otro grupo buscando nuevo contendiente.

—¿Por qué no sangras á ese cerdo? —dijo Joyana al oído á su amigo.

Plutón guardó silencio. Se escanció dos copas de aguardiente y se las vertió en el estómago una tras otra. Luego se alzó del asiento y se acercó con indiferencia al grupo en que se hallaba Martinán.

—¡Jesús! —exclamó éste poniéndose pálido. —¡Me han herido!

Se llevó ambas manos á la cintura, vaciló un instante y cayó desplomado.

—¡Tú le has herido, Plutón! —exclamaron varios encarándose con el feroz minero.

—¡Yo! —profirió éste fingiendo con admirable serenidad la sorpresa.

—¡Sí, tú! —dijeron los paisanos que se hallaban cerca.

—¿Con qué arma?… Aquí tenéis mi navaja —respondió sacándola del bolsillo y presentándola.

Plutón, como criminal experto, llevaba siempre dos navajas. La que había herido al tabernero estaba en el suelo ensangrentada.

Mientras unos recriminaban al asesino, otros atendían al herido. Eladia exhalaba penetrantes lamentos. Su tía acudió corriendo y al enterarse, en vez de verter lágrimas, comenzó á increpar á su marido:

—¿Lo ves, burro, lo ves? ¿Ves lo que te está pasando por esa afición al palique, por no hacer caso de mí?… ¡Si hubieras ido á ordeñar las vacas no te hubiera pasado nada!

Martinán, á quien conducían entre varios al interior de la casa, todavía tuvo fuerza para sonreir y decir con voz apagada:

—Tienes razón, mujer… Si hubiera estado ordeñando las vacas no me hubieran ordeñado á mí.

Los demás paisanos en tanto quisieron sujetar á Plutón y llevarlo á la presencia del juez en la Pola; pero navaja en mano y ayudado de su compañero Joyana logró tenerlos á raya y evadirse.

Sin embargo, no faltó quien diese parte á la autoridad y á la media noche se presentó la guardia civil en Canzana y prendió al criminal en su alojamiento. No estuvo más de dos meses en la cárcel. Los paisanos, temerosos de la venganza, no dieron declaraciones muy explícitas. Martinán, cuya herida cicatrizó antes de los treinta días, no por temor, sino por motivos puramente dialécticos, tampoco quiso declarar contra su agresor.

—¿Qué gano yo con que él vaya á presidio? ¿Lo sufrido no está sufrido? ¿Podrá alguien quitármelo?… ¡Pues entonces!…