XV

Carta de Demetria

LEGÓ el invierno. La Peña-Mayor al norte la Peña-Mea al sur envolvieron su cabeza en toca de nubes para no dejarla ver si no tal cual día señalado. Y comenzó la lluvia suave, pertinaz y fertilizante que debía trasformar el valle en ameno vergel allá en la primavera. Ni una teja, ni una rama de árbol, ni una brizna de yerba sin su gotita de agua. El ganado rumiaba la yerba seca en el fondo de los establos; los paisanos mascaban las castañas al amor de la lumbre y sólo salían cuando escampaba para abrir y limpiar las pequeñas acequias de los prados, ó revisar las paredillas y setos que las cierran. También solían ir al monte á cortar leña ó en busca de helecho y árgoma para hacer cama á las reses. Pero muchos días sólo ponían el pie fuera para llevar el ganado á beber; lo ordeñaban y de nuevo al pie del lar, donde se entretenían unas veces en tallar mangos para los aperos de labranza ó los enseres del carro, otras en fabricar quesos ó bien en tejer y remendar las atarrayas para pescar las truchas. Y mientras ejecutaban estas menudas labores departían ó narraban cuentos para que se estuviesen quietos los pequeños.

El tío Goro de Canzana, cuando no trabajaba, aprovechaba el tiempo para aumentar el caudal ya prodigioso de sus conocimientos leyendo por cuantos papeles impresos llegaban á sus manos. Quien le viese sentado en su escaño de madera ennegrecido por el tiempo y el humo, con un libro entre las piernas y el candil pendiente sobre su cabeza, no podría menos de sentirse sobrecogido de respeto. Acaso algún filósofo antiguo ó moderno le haya sobrepujado por la viveza del ingenio, por la visión rápida y clara de los grandes problemas de la ciencia, pero ninguno tuvo jamás un rostro más grave, más absorto, más genuinamente científico que el tío Goro cuando de las ocupaciones manuales pasaba á las intelectuales. Ningún sabio tampoco logró la dicha de poseer una compañera que con más diligencia supiese aplicar adecuados coscorrones á la familia para que no turbasen sus meditaciones.

Mas, aparte de esta preciosa cualidad, hay que confesar que la esposa del tío Goro no se mostraba digna de él en la mayoría de las ocasiones. Especialmente en todo lo que tocaba á la expansión de los sentimientos mostraba una libertad censurable, una falta de moderación por completo antifilosófica, que contrastaba con la actitud siempre admirable de su marido. Así, por ejemplo, mientras ella no cesaba de verter lágrimas y lamentarse y hasta llegar á veces á la desesperación por la ausencia de su hija adoptiva, el tío Goro mostraba un semblante profundo y tranquilo y reprimía con dulzura y severidad á la par los ímpetus de su esposa.

—¡Pero mujer, repara que Demetria se está destruyendo!

—¡Ya lo veo, Goro, ya lo veo!, pero yo no puedo vivir sin ella, ¡no puedo!… Aquí se podría destruir también…

—Loca estás á lo que entiendo, Felicia. ¿Quieres comparar á los maestros de esta aldea con los de Oviedo? Es lo mismo, pongo por caso, que si comparases un carnero con un buey.

—Pues el señor maestro de Entralgo enseña muy bien: todo el mundo lo dice.

—El señor maestro de Entralgo tiene gran cabeza y ha aprendido mucho por los libros, pero es un carnero, Felicia, no lo dudes, es un carnero al par de los maestros de Gijón ó de Oviedo.

La tía Felicia rendía al cabo su juicio débil ante el poderoso de aquel hombre superior, pero no lograba consuelo sino con las cartas que de vez en cuando recibía de su hija. No eran muy frecuentes. Al parecer D.ª Beatriz, su madre verdadera, no lo consentía y hasta procuraba con todas sus fuerzas que Demetria olvidase á la aldea de Canzana y á sus habitantes. Pero no conseguía su propósito. La hermosa zagala, sin comprender lo que debía al rango de aquella familia esclarecida con que el cielo inesperadamente la había dotado, se aferraba en acordarse de los rudos labradores que la habían criado y en amarlos. Es más, en vez de sentirse lisonjeada con su nueva posición, semejaba despreciarla. No solamente no admiraba los modales distinguidos de las señoritas de Moscoso ni la severa etiqueta que se usaba en aquella noble mansión, sino que la infringía á cada instante con inocente osadía. Le habían puesto maestros y maestras; gramática, historia, francés, música, labores, todo esto querían las nobles señoras que aprendiese en poco tiempo. Además, el profesor de música y baile lo era al propio tiempo de urbanidad: le enseñaba á saludar y hacer reverencias, á sonreir con gracia y á comer con cuchillo. Pero Demetria no quería reconocer la trascendencia de aquellas sonrisas y reverencias. Sus modales, siempre rústicos, confundían é indignaban á su mamá y á su tía. En particular esta última se mostraba altamente desabrida con su sobrina y declaraba con dolorosa emoción á sus conocidos (en voz baja para no causar más pena á su hermana) que aquella muchacha nunca dejaría de ser una zafia aldeana aunque la colocasen entre las mismas azafatas de la reina.

Este pronóstico reservado alarmaba mucho á las visitas de la gran casa de Moscoso, pero casi nada á la nueva huéspeda y heredera. Su inclinación campestre se delataba á cada instante. Si la llevaban de paseo por los alrededores de la ciudad, deteníase á contemplar con éxtasis las tierras plantadas de maíz y daba su opinión en voz alta sobre el resultado de la cosecha; lanzaba gritos de admiración delante de algún prado feraz; saltábansele las lágrimas si oía el tañido lejano de la gaita. Y cuando por las carreteras tropezaban con alguna vacada, mientras su madre y su tía corrían asustadas á refugiarse detrás de cualquier seto, ella marchaba resueltamente hacia aquellos animales, los tomaba por los cuernos, les acariciaba la cabeza y hasta ¡oh colmo de indecencia!, llegaba, á palparles la ubre. Más aún. Al menor descuido, Demetria se escapaba á la cocina y departía familiarmente con las criadas y aun retozaba con ellas. La misma D.ª Beatriz, por sus propios ojos, la vió pellizcar á la cocinera y recibir de ésta en cambio algunos azotes y liarse y triscar como becerras, todo entre groseras carcajadas y gritos reprimidos. Por cierto que la noble señora estuvo á punto de caer desfallecida á influjo de impresión tan penosa. Á duras penas pudo llegar hasta su habitación y meterse en el lecho.

Como consecuencia de este suceso trágico quedó decidido que Demetria pasase á un colegio y allí permaneciese algún tiempo, «á ver si lograban desasnarla». Con esto, las cartas que de vez en cuando escribía á Canzana eran cada vez más tristes. Y ¡caso extraño!, cuanto más tristes eran, más alegraban á la tía Felicia. Allá en el fondo de su corazón la buena mujer se decía: «¡no me olvida!». No, no la olvidaba, ni tampoco á Nolo para quien daba siempre cariñosos recuerdos en sus cartas. El mozo de la Braña sentía, cada vez que la tía Felicia ó el tío Goro se los transmitían, un íntimo gozo mezclado de tristeza. Á pesar de aquellos recuerdos comprendía que Demetria se alejaba de él cada vez más. Por eso se esforzaba en borrarla de su memoria, aunque sin conseguirlo. Tan poco lo conseguía, que en cuanto le era posible hallar un mínimo pretexto se escapaba á Canzana para visitar á los padres de su novia y hablar de ella. Éstos, que siempre le habían querido bien, ahora le agasajaban con más entrañable amor si cabe, le retenían en su compañia cuanto podían, le regalaban y mimaban como un hijo. Así que el tío Goro tenía algún trabajo extraordinario que ejecutar en su hacienda, nunca dejaba de llamar á Nolo para que le ayudase.

En el mes de Febrero se le resquebrajó el horno al honrado labrador de Canzana, por efecto de las fuertes heladas que cayeron. Ya estaba viejo también: era pequeño: pensó en hacer otro mayor. Llamó para ello á un cantero de oficio y á Nolo también para que le ayudase á arrancar la piedra, trasportarla, batir la cal, etc. Tres días hacía que el zagal de la Braña estaba en Canzana, cuando un vecino que había ido á la Pola á pagar la contribución entregó al tío Goro una carta que había para él en la estafeta. Era de Demetria. El tío Goro la tomó gravemente y se la metió en el bolsillo. Juzgando que todo lo que guardaba relación con las letras, fuesen impresas ó manuscritas, merecía que se tratase con el debido respeto consagrándole tiempo y espacio suficientes, nunca leía las cartas cuando se las entregaban. Aguardaba la noche y después de cenar y rezar el rosario y meter en la cama á los pequeños, se desplegaba solemnemente el documento y se leía en alta voz con igual calma y aparato que si fuese un rescripto imperial. Tratándose de las de Demetria, la tía Felicia protestaba, aunque tímidamente, del aplazamiento, pero no le valía de nada. Su marido, con la inflexibilidad propia del hombre de ciencia, rechazaba toda ingerencia profana en los asuntos que atañían á la manifestación gráfica del pensamiento. Nolo también hubiera deseado ardientemente que se leyese en seguida, pero no se atrevió siquiera á proponerlo.

Llegó por fin la noche de aquel día que á la tía Felicia y á Nolo les pareció el más largo del año. Reunióse en la cocina la familia con los jornaleros y Felicia se dispuso á darles de cenar. El tío Goro y Nolo se sentaban en el escaño que tocaba con el lar. Debajo de ellos y entre sus piernas los dos pequeños. Enfrente y en sendas tajuelas el cantero y el zagal del ganado. En cuanto á Felicia, andaba de un lado á otro sin sentarse jamás, ni aun después de hacer plato á todos. Era su costumbre comer en pie para mejor atender á las necesidades de los otros.

Al dar comienzo á la cena llamaron á la puerta. Era Celso, el impetuoso guerrero de Canzana. Se le acogió con agrado. Todos amaban á aquel joven valiente y leal y le perdonaban de buen grado el corto apego que tenía á su tierra. La tía Felicia en cuanto le saludó subió á la sala y no tardó en bajar con una guitarra entre las manos que le entregó en silencio. Era una guitarra portuguesa con gran lazo colorado que Celso había traído del servicio. La guardaba en casa del tío Goro porque su abuela, la tía Basilisa, tenía amenazado rompérsela en las costillas si alguna vez le encontraba tocándola. El pobre mozo, obligado á ocultar sus aficiones flamencas, sólo les daba suelta por las noches cuando su abuela y su madre se iban de fila á casa de algún vecino. Entonces, aprovechando su ausencia, iba en busca del adorado instrumento y á solas y á oscuras en la cocina de su casa se daba un hartazgo de malagueñas, peteneras y soleares, mientras su buen padre, otro aherrojado como él, roncaba como un bendito allá arriba.

Como estaba allí su grande amigo Nolo, se quedó un rato de tertulia mientras cenaban. Al hacer plato la tía Felicia, Celso no pudo reprimir una sonrisa irónica acompañada de un resoplido despreciativo. Y mirando con estupefacción aquel manjar despreciable murmuró por lo bajo:

—¡Mal rayo! ¡Nabos y berzas!

Lo mismo que si no los hubiera visto en su vida, aunque su abuela se los hacía tragar la mayor parte de los días. Pero cada vez era más grande su aborrecimiento y desprecio por el sistema alimenticio del país que le vió nacer.

Después del potaje vinieron los puches de harina de maíz.

Celso volvió á sonreir y á resoplar.

—¡Rediós, farrapas!

Y escupiendo por el colmillo al uso gitano les propuso que ya que tenían la desgracia de alimentarse con «tal basura» le echasen siquiera un poquito de azúcar y de canela. Todos soltaron la carcajada como si hubieran oído un gran disparate. ¡Lo que es la ignorancia! Entonces desplegó ante su vista el cuadro mágico de la comida andaluza, el gazpacho caliente, el gazpacho frío, la sopa del cuarto de hora, el pescado frito, las bocas de la Isla, etc., etc. Y la lengua se le pegaba al paladar y los ojos se le humedecían al recuerdo de aquel régimen nutritivo digno de eterna veneración. Las dulces memorias de la Bética vivían siempre en su corazón y sólo morirían cuando éste cesase de latir. Un día en un rapto de expansión le dijo á su abuela: «Abuela, ¿conoce usted el país donde florecen los limoneros, lo conoce usted? ¡Ay, allí quisiera que usted me llevase!». Por cierto que la tía Basilisa en vez de compadecer á aquel Mignon de montera y calzón corto le respondió alzando el garabato sobre su cabeza y diciéndole que donde le iba á llevar era á la cuadra «por burro y por holgazán».

Cuando hubieron terminado la cena se despidió. Rezaron después el rosario y concluído Felicia subió á acostar á los pequeños. Cuando volvió tomó la rueca y se puso á hilar. El cantero y el zagal se fueron á la cama. Entonces el tío Goro, después de colocar su pipa delicadamente sobre el escaño, desplegó con más delicadeza aún el precioso documento que guardaba en el bolsillo y lo acercó bien al candil:

«Mis queridísimos padres…

—Ven acá, Nolo; arrepara qué modo de plumear tiene mi cordera… ¿Qué te parece esta M? ¡Vaya una letra maja! ¿Y estas otras menudicas que le siguen van bien ó no van bien? Te digo, rapaz, que ni el señor cura ni el señor maestro las dibujarían mejor.

Nolo ardía de impaciencia, y aunque admiraba de buena voluntad los progresos caligráficos de su novia, hubiera deseado que el tío Goro no se extasiase tanto con ellos. Al cabo siguió repitiendo el comienzo:

«Mis queridísimos padres: Me alegraré que al recibo de esta carta se encuentren ustedes buenos y Pepín y Manolín también y el ganado igualmente. Yo tengo salud gracias á Dios, aunque no tanta como en ésa. Muchos días no tengo ganas de comer y dicen que me he quedado más delgada. Las señoras se alegran de ello porque dicen que así estoy menos ordinaria, pero ustedes no se alegrarían porque siempre deseaban verme gorda…».

—¡Ya lo creo que no nos alegraríamos! —exclamó la tía Felicia sofocada por los sollozos, dejando caer el huso y llevándose las manos á la cara. —¡Ay mi clavelina encarnada, quién te volviera á ver por aquí, como eras, hermosa como la flor de Mayo, con tus sartas de corales y tu melena dorada! ¡Ay mi cerecina cuca, qué penas me estás dando!

El tío Goro suspendió la lectura y miró á su mujer con ojos severos, donde se traslucía la emoción con trabajo reprimida. Nolo se había puesto pálido y miraba al suelo fijamente.

—Bueno… basta, mujer…

Al cabo siguió la lectura.

«… porque siempre deseaban verme gorda. Pues sabrá, madre, cómo las señoras me han traído á un colegio, porque dicen que en casa aprendo poco. Yo bien lo entiendo que aprendo poco, aunque no es por falta de voluntad, pero no me entran en la cabeza tantas cosas como me enseñan. Sin duda la tengo muy dura. Cada día que pasa me acuerdo más de Canzana. ¡Qué vida tan descansada llevaba ahí, madre! ¡Cómo me gustaba amasar con usted el pan ó la borona! ¡Cómo me gustaba ir al río á lavar la ropa y sallar con mis amigas el maíz y por la noche hilar al par del fuego! Pero de estas cosas no se puede hablar aquí. Las señoras se enfadan si hablo de Canzana y no quieren que me acuerde de ustedes ni que la llame á usted madre. Pero esto no puede ser. Usted siempre será mi madre y mi padre será mi padre y Pepín y Manolín serán mis hermanos, y me estoy acordando de ustedes todo el día y á veces también toda la noche, porque no duermo tan bien como dormía ahí. También me acuerdo mucho de las visitas que nos hacía Nolo los sábados por la noche. Si viene por Canzana…».

—Arrepara, Nolo, arrepara esta C. Parece talmente dibujada por un escribano. ¡Qué rasgos, eh!, ¡qué plumeo!

El pobre Nolo no tuvo más remedio que admirar aquella artística letra en el momento crítico en que deseaba comerse las que seguían.

«… Si viene por Canzana díganle que no lo olvido ni lo olvidaré mientras viva… Pues, madre, sabrá cómo estas maestras son buenas para mí y la directora también, pero las niñas me provocan mucho. Todas son más pequeñas que yo y á pesar de eso todas se burlan de mí. Me llaman aldeana, me pintan en los cuadernos de escritura con saya corta y con dengue y me ponen una azada en la mano. Si se me escapa una palabra al uso de esa tierra, al instante sueltan la carcajada y la repiten todas á un tiempo y en muchos días no me llaman por otro nombre. Sobre todo se burlan de mis manos porque son grandes y duras, y cuando me las tocan se ponen á gritar como si se pincharan. No sabe, madre, la broma que gastan estas niñas con mis pobres manos. Yo lloro mucho, pero es cuando estoy en mi cuarto, porque si lo hago delante de ellas se ríen más y se alegran. Pero lo que más siento todavía no es esto, sino que la directora me tiene prohibido escribir á ustedes. Esta carta la empecé ya más de una docena de veces y la escribo á escondidas. Luego la mandaré al correo por una criada que es de Langreo y se ha hecho muy amiga mía. Cuando me contesten manden la carta á la posada de Felisa, en la Puerta Nueva, que allí la recogerá la muchacha. Adiós, queridos padres. Muchos besos, muchos, muchos.

DEMETRIA».

Un silencio profundo interrumpido solamente por los sollozos de la tía Felicia siguió á la lectura de esta carta. El tío Goro y Nolo quedaron largo rato inmóviles con la cabeza baja y mirando al suelo. Al cabo el mozo de la Braña alzó la suya. Por sus mejillas se deslizaba una lágrima, pero en sus ojos altivos se leía una firme resolución cuyo fruto pronto hemos de ver.

Se despidieron tristemente para ir á la cama. Mas antes de llegar á ella oyeron gran tumulto en la casa vecina, que era la de la tía Basilisa, gritos, lamentos, imprecaciones. Asustados todos salieron á la calle y se precipitaron á ver lo que tanto ruido significaba. La puerta de la tía Basilisa estaba abierta y por ella vieron á la terrible vieja tratando de desasirse de su hija y de su yerno para arrojarse sobre el desgraciado Celso que tenía la guitarra metida en la cabeza hasta el cuello y forcejaba por arrancársela. Su feroz abuela, viniendo de la fila más presto de lo que él pensaba, le había sorprendido en plena zambra andaluza entonando con voz quejumbrosa una seguidilla gitana:

«Cuando yo me muera

mira que te encargo

que con la trenza de tu pelo negro

me ates las manos».

Y sin conmoverse por lo dulce del canto ni respetar el encargo fatídico que su nieto dirigía al través de los montes á una lavandera sevillana, cayó sobre él como una pantera, le arrancó la guitarra de las manos y se la rompió en la cabeza. No satisfecha con esto, todavía aspiraba á desembarazarse de las manos que la sujetaban, sin duda para despedazarlo. No pudiendo llevar á cabo tan inhumano proyecto, dejaba caer sobre la cabeza, con guitarra y todo, del sin ventura Celso las más tremendas maldiciones de su repertorio, que era muy variado.

Con pena lograron Goro, Felicia y Nolo apaciguarla un poco. Sacaron á Celso de su cepo, le curaron con sal y vinagre algunos arañazos y cuando le hubieron enviado á la cama y vieron sosegada á la abuela se volvieron á casa.