XI

Madre é hija

NA viajera en aquella misma hora asciende con fatiga por la cuesta de Canzana. El sol todavía no asomaba su disco resplandeciente por encima de las montañas. La fresca brisa de la mañana juega con sus cabellos grises, levanta el fino chal de seda con que se envuelve. Su figura es arrogante; su rostro marchito conserva las huellas de una hermosura singular; su tez es blanca, sus labios finos, sus ojos altivos.

Es D.ª Beatriz de Moscoso, de la clara estirpe de los Moscosos, próxima deuda del capitán. Había llegado la noche anterior á Entralgo sobre un caballo con jamugas y acompañada de un solo criado espolique. La sorpresa de D.ª Robustiana fué inmensa al verla entrar por casa.

—¡Señorita! —exclamó con voz angustiada y plegando sus manos.

—No; no ha muerto —respondió gravemente la señora comprendiendo la tácita pregunta que aquella exclamación significaba. —Han llegado felizmente á Panticosa y parece que no está peor.

No dijo más. La mayordoma no osó preguntarle tampoco porque bien conocido tenía el genio altivo de las cuñadas de su señor.

Cuando hubo cenado, antes de retirarse á descansar preguntó dónde se hallaba el pueblecillo de Canzana. Regalado y su esposa se lo explicaron. Informóse después de si habitaba en él un cierto sujeto llamado Gregorio que tenía por esposa una mujer llamada Felicia. Efectivamente allí vivían tales sujetos. Nada más preguntó. Dió las buenas noches y se retiró á la habitación que D.ª Robustiana le había preparado.

Cuando ésta y su consorte se encontraron solos miráronse con ojos donde brillaba la sorpresa y el triunfo.

—¡Ella es! —exclamó Regalado con voz de falsete.

—¡Ella es! —respondió D.ª Robustiana sin alzar más la voz.

¡Sí, ella era! ¡Cuánto tiempo, cuánta astucia, cuánta saliva habían gastado para averiguar aquel secreto sin conseguirlo! Y ahora se les venía á las manos cuando menos lo imaginaban. Habían sido de los primeros en sospechar que Demetria no era hija del tío Goro y la tía Felicia. Éstos tenían efectivamente una niña de pocos meses que estuvo á punto de morir de un ataque de epilepsia. La ofrecieron al Cristo de Candás y se salvó. Y como la fiesta de esta veneranda imagen se efectuaba en aquellos mismos días, la llevaron á allá. Cuando volvieron observaron los vecinos que la niña no parecía la misma, pues si bien en el tamaño no se diferenciaba gran cosa, estaba mucho menos adelantada, como si en vez de tener tres meses fuese sólo nacida de algunos días. Nadie, sin embargo, osó formular ninguna sospecha de sustitución hasta que Regalado pudo observar que entre D. Félix y el tío Goro mediaba alguna relación oculta. Una vez les vió hablar con animación y en voz baja en el pórtico de la iglesia, callándose inmediatamente cuando él se aproximó. En otra ocasión, al pasar por delante del dormitorio de su señor, observó que éste conversaba también en secreto con el tío Goro; escuchó un momento y pudo convencerse de que D. Félix le entregaba dinero. Nació en su mente la idea de que la niña Demetria era hija de su señor: se lo comunicó á su esposa en secreto: ésta, con igual reserva, lo puso en conocimiento de una de las comadres más adictas á su persona. En poco tiempo y en reserva se lo comunicaron unos á otros los vecinos de la parroquia y vino á saberse en toda ella.

Duró esta creencia ó presunción algunos años. Sin embargo, al cabo, por algunas circunstancias que á su atención se ofrecieron, Regalado vino á sospechar que se hallaba en un error, que Demetria, si bien no era hija del tío Goro, tampoco lo era del capitán. Buscó, investigó, caviló. Todo fué inútil. El resto de los vecinos, como no tenían los motivos que el mayordomo para cambiar de opinión, siguieron aferrados á la antigua.

Poco después de amanecer D.ª Beatriz salió de su habitación vestida, se desayunó cambiando pocas palabras con D.ª Robustiana y volvió á enterarse del camino que conducía á Canzana. El ama de gobierno la invitó á asomarse á uno de los balcones y le mostró allá sobre la meseta de la colina el pintoresco pueblecillo y medio oculto entre los árboles el camino que desde Entralgo llevaba á él. Aunque Regalado trató de acompañarla y guiarla, D.ª Beatriz se opuso resueltamente á ello. Salió sola de casa, llegó al Campo de la Bolera, salvó el puente de madera echado sobre el riachuelo y comenzó á ascender lentamente el sendero de la montaña.

Su fisonomía serena, impasible no denotaba la agitación que en su alma reinaba. Jamás había soñado en tomar la resolución que ahora estaba realizando. Cuando aquel bandido la engañó, su orgullo padeció aún más que el corazón. Entregó con absoluta indiferencia el fruto de sus amores y juró interiormente no verlo más en la vida. D. Félix, que se hallaba á la sazón en Oviedo, lo recogió y se encargó de llevarlo á criar á la montaña. Pero la casualidad hizo que sus convecinos el tío Goro y Felicia pudieran prohijar aquella desgraciada niña. La suya se había muerto de un segundo ataque de epilepsia al pasar por Oviedo de regreso de Candás.

Fué un capitán del batallón de Pontevedra el autor de aquel fiero desaguisado. Festejó rendido á D.ª Beatriz mientras estuvo de guarnición en Oviedo; ganó también el favor de su madre D.ª Leonor, viuda de Moscoso, y de D.ª Rafaela su hermana. Porque era el oficial hombre galán, afable y divertido y se hacía querer de cuantos le trataban. Entraba en casa y se le consideraba como un hijo. Cuando vino repentinamente la orden al batallón de trasladarse á Vitoria, la noticia cayó como una bomba en aquella casa tranquila y conventual. El capitán solicitó de D.ª Leonor el permiso de casarse en secreto con su hija antes de partir, pues de otro modo era imposible á causa de las muchas diligencias que se necesitaban. Cedió la viuda: efectuóse la ceremonia en casa de la novia: bendijo á los desposados el capellán del batallón: asistieron sólo tres compañeros del capitán. Finalmente, éste se partió y al cabo de dos ó tres meses se supo que estaba casado ya hacía años en Sevilla y separado de su esposa. Puede calcularse la estupefacción, el dolor, la indignación de aquella noble familia. D.ª Beatriz estaba en cinta. Su madre adoleció tan gravemente que antes de un mes pasó á mejor vida. Le aconsejó á la traicionada joven que hiciese perseguir al criminal y lo enviase á presidio lo mismo que á sus cómplices, pero ella se negó resueltamente á ello. El orgullo, más que la piedad, fué parte á mantenerla en una actitud de soberbio desdén. En bastantes años no puso el pie en la calle. Ni con su misma hermana cambió una palabra acerca de la niña que había llevado á criar D. Félix. Sólo de vez en cuando entregaba á éste en silencio algún dinero. En silencio también lo recibía su cuñado y lo entregaba después á quien iba destinado.

La compañía de su sobrinita María, que comenzó á pasar largas temporadas en Oviedo y por último casi vino á vivir enteramente, alegró aquella casa sepulcral. La niña parecía tenerles amor y acomodarse bien á sus costumbres y manías. Pero aquella súbita enfermedad, aquel vómito de sangre heraldo siniestro de una muerte cierta, causó profunda impresión en el alma de las linajudas damas. D.ª Beatriz en particular sintió su corazón desgarrado, y en virtud de la gran turbación que de ella se apoderó comenzaron á punzarle los remordimientos. Imaginó que Dios le enviaba aquella severa advertencia por el abandono cruel en que había dejado á su hija. Cavilosa y triste durante algunos días y consultada con su confesor y con su hermana, resolvióse á recoger el fruto de sus amores, llamarla hija y hacerla su heredera. El médico había aconsejado que María pasase el invierno en Málaga. D. Félix acató tal consejo y decidió no volver á Asturias hasta el verano siguiente. Pocos días después de su partida D.ª Beatriz emprendió el camino de Entralgo.

La cuesta de Canzana es agria. La dama, sometida desde hacía largos años á una clausura casi completa, la sube con trabajo. A menudo se detiene y derrama una mirada por el valle que se extiende á sus pies. No su incomparable hermosura la cautiva, no la brisa matinal suave y fragante la embriaga. Una arruga profunda surca su frente, signo de intensa preocupación, de temor y de anhelo. Su faz, ordinariamente blanca, se tiñe ahora de carmín por la fatiga.

Cuando menos lo esperaba, en una de las revueltas del retorcido camino se encontró con las primeras casas de la aldea.

—¿Conoces á un hombre que se llama Gregorio? —preguntó á un niño que jugaba en la calle.

El niño la miró con asombro y no respondió.

—Vamos, dí, ¿conoces á un hombre que se llama Gregorio, que tiene por mujer á una que se llama Felicia? —volvió á preguntar con impaciencia.

El mismo asombro y el mismo silencio por parte del chico.

Pero una mujer que estaba en un corredor tendiendo ropa y había oído la última pregunta, respondió por él.

—Sí, señora, sí; el tío Goro y la tía Felicia viven en aquella casa que tiene un árbol grande delante. Vea usted; ahora sale el tío Goro con un jarro á ordeñar.

D.ª Beatriz se dirigió á la casa señalada. El tío Goro ya había entrado en el establo. Acercóse á la puerta, que como de costumbre en el campo estaba abierta, y manifestó su presencia con el saludo tradicional, exclamando en alta voz:

—¡Ave María Purísima!

—Sin pecado concebida —respondió desde arriba Felicia bajando acto continuo.

Al encontrarse enfrente de la dama fué grande su sorpresa.

—¿Me conoce usted? —preguntó D.ª Beatriz con lacónica severidad.

El semblante de Felicia se cubrió de intensa palidez.

—Sí señora, la conozco.

No la había visto más que una sola vez en su vida y apenas había tenido tiempo para grabar sus facciones en la memoria. Pero ahora más que la memoria se lo decía el corazón.

—Me sorprende y me alegro de que usted me reconozca. No quise que nadie me acompañase desde Entralgo. Cuanta menos gente se entere, mejor. Ya adivinará usted á lo que vengo…

Felicia la miró con intensa atención sin despegar los labios.

—Vengo por Demetria… ¿Dónde está?

Felicia se puso todavía más pálida.

—Arriba está —dijo con voz apenas perceptible. Repentinamente se había quedado ronca.

—Llámela usted.

—Demetria, baja —quiso gritar la pobre mujer. Pero su voz salió tan débil que apenas pudo llegar arriba.

Sin embargo, Demetria, que había oído rumor de conversación, bajaba ya la escalera. Al ver una señora se detuvo sorprendida.

Hubo unos momentos de silencio. Aquellas tres personas se miraron sin despegar los labios. Al cabo Felicia con voz temblorosa dijo:

—Demetria, acércate… Esta señora viene á buscarte… Lo que te han dicho era la verdad… Aquí tienes á tu madre; yo no lo soy…

Al pronunciar las últimas palabras estalló la pobre mujer en sollozos y ocultó el rostro entre las manos. El de Demetria se cubrió también de palidez y miró de frente á la dama con ojos donde no se leía el amor filial.

—Acércate, niña, acércate —profirió D.ª Beatriz dulcificando su voz. —Yo soy tu madre… Las circunstancias han hecho que hasta ahora no haya podido darte el nombre de hija; pero Dios no ha querido que muera privada de ese placer… Acércate, hija mía.

Demetria bajó todas las escaleras y se aproximó á la señora.

—¿Me das un beso? —dijo ésta tomándola de la mano y con voz donde se traslucía la emoción.

La joven se aproximó aún más y gravemente puso los labios en el blanco rostro de su madre.

Si aquel beso tuvo propósito de llegar al corazón, cosa que debe ponerse en duda, se quedó en la mitad del camino. La noble dama no lo sintió llegar. Su frente se arrugó. De sus ojos se borró la expresión de enternecimiento.

—Está bien —profirió adquiriendo súbito aquel acento altivo, indiferente que la caracterizaba. —Me complazco en ver que aunque vistes de aldeana y te has criado como si fueses tal, por tu rostro y tu figura manifiestas que has nacido señora y que mereces la posición en que te voy á colocar. Déjanos ahora un instante, pues tengo que hablar cosas secretas con los que hasta hoy has creído tus padres.

Demetria se dirigió en silencio al sitio de las herradas, tomó una y fué hacia la puerta. Pero antes de llegar se volvió, acercóse á Felicia que seguía sollozando, separó sus manos del rostro y estampó en él un largo y nuevo beso. ¿Llegaría por casualidad aquel beso al corazón? Sí, sí; no hay duda que llegó. D.ª Beatriz tuvo noticia de ello en seguida. Bajó los ojos y la arruga que cruzaba su frente se hizo más profunda.

Mientras en casa del tío Goro se celebraba la conferencia que iba á decidir de su suerte, Demetria caminaba á paso lento hacia la fuente. Antes de llegar tropezó con su íntima amiga Telva, que ya volvía con la herrada llena sobre la cabeza. Algo extraño debió de observar aquella zagala en el rostro de la hija del tío Goro.

—¿Qué te pasa, Demetria? Parece que vienes descolorida.

—Nada me pasa —respondió la joven con un acento que demostraba bien claro todo lo contrario.

—Sí; algo te pasa. Dímelo, niña. ¿No te he contado yo siempre mis secretos?

La tomó de la mano y la miró con ojos escrutadores. Demetria bajó la cabeza y permaneció silenciosa.

—Vamos, dí, niña —repitió la zagala sacudiéndole la mano.

—Ya lo sabrás, Telva. Ahora no puede ser —profirió Demetria sordamente. —Pronto, pronto lo sabrás… Lo único que puedo decirte —añadió después de una pausa— es que en este momento me alegraría de estar cuidando cabras en los montes de Raigoso y no bajar jamás al llano.

Dos gruesas lágrimas rodaron por sus mejillas. Y sin decir otra palabra se apartó con presteza, prosiguiendo su camino. Telva, asombrada, la siguió unos instantes con la vista: luego se encaminó hacia el pueblo atormentada por la curiosidad. Justamente cuando pasaba por delante de la casa del tío Goro salía éste y su esposa acompañando á una señora. Telva se dirigió resueltamente á ellos y los saludó.

—¿Han tenido ustedes alguna desgracia, tía Felicia? —preguntó viendo á ésta con los ojos hinchados de llorar.

—¡Para mí bastante desgracia, Telva! —exclamó la buena mujer rompiendo de nuevo á sollozar. —Demetria se nos va…

—¿Pues?

Felicia guardó silencio. Pero el prudente Goro le habló de esta manera:

—Las cosas de este mundo, Telva, no están siempre en el mismo ser. Un hombre era rico ayer y hoy amanece pobre, ó porque las vacas se le mueren de peste, ó porque el río le lleva la tierra ó la siembra de guijarros. Cuando más segura tenemos la cosecha, llega una nube de piedra y nos deja sin nada. Cuando esperamos que una vaca nos dé en San Juan cría, echa un mal paso en el monte y se despeña y se la comen los buitres. Así va todo. Ayer, Telva, teníamos una hija y hoy nos quedamos sin ella. Esta señora viene á buscarla porque es su madre verdadera, aunque nosotros la hayamos criado.

Telva miró con sorpresa á D.ª Beatriz. Después dijo:

—Ya maliciaba yo que algo les pasaba. Encontré á Demetria camino de la fuente y vi que iba llorando.

El rostro de la señorita de Moscoso se contrajo al escuchar estas palabras. El tío Goro dirigió una mirada de reprensión á la indiscreta zagala.

Cuando ésta se hubo alejado, D.ª Beatriz se despidió sin consentir que nadie la acompañase, dejando ordenadas todas las medidas necesarias para que Demetria se trasladase en breve plazo á Oviedo.